Pasarse de listo: 19

Pasarse de listo
de Juan Valera
Capítulo XIX

Capítulo XIX

Al tercer día después de la partida de don Braulio, recibió Paco Ramírez una carta de Madrid. La vista del sobrescrito, cuya letra reconoció al punto, le llenó de contento, mezclado con alguna inquietud y extrañeza.

La carta era de doña Beatriz, la cual, no por falta de cariño, sino por desidia, no le había escrito jamás desde que del lugar se había ausentado. Don Braulio era quien siempre escribía a Paco y le daba nuevas de la salud de todos.

-¿Qué habrá ocurrido? ¿Qué novedad será esta?, pensó Paco. ¿Estará enfermo Braulio? ¿Por qué me escribe Beatriz?

Sobresaltado con tales ideas, abrió corriendo la carta y leyó lo que sigue:

«Querido Paco: Aunque me tienes enojada porque llamas a Braulio con tanto misterio, arrancándole del lado mío, todo te lo perdonaré si me le despachas pronto y le dejas libre para que se vuelva con su mujercita, que no vive a gusto sin él.

»Sobre el perdón, podrás contar con mi gratitud, si, a más de devolverme cuanto antes el bien que me quitas, me le mimas y regalas como él se merece, todo el tiempo que ahí permanezca.

»Mira que Braulio está muy delicado de salud. No le fatigues llevándole a cazar. Procura que se cuide, porque es muy descuidado.

»Nosotras, Inesita y yo, estamos en Madrid divertidísimas. Todas las noches vamos de tertulia en casa de Rosita, la hija del escribano de Villabermeja, que es ahora condesa, y una de las mayores elegantas de la corte. A su casa no van, por lo común, más señoras que nosotras: pero en cambio van muchos hombres de los más distinguidos en letras, armas y política. Hay allí la mayor cordialidad. Parecen todos amigos íntimos y cariñosos. Sin embargo, pocos días ha, dos de los tertulianos tuvieron un duelo y uno de ellos salió herido. Por fortuna, la herida fue muy ligera. No he podido averiguar la causa de este duelo. Todos me han afirmado que ha sido por una niñería. Yo lo he sentido mucho, porque el duelo fue entre mis dos tertulianos favoritos. Es el uno un poeta, cuyos versos sonoros, religiosos y sentimentales, me conmueven y divierten poquísimo; pero que en prosa es un truhán bastante ameno y buen chico en el fondo. El otro es la flor de los caballeros principales: discreto, galante, gracioso y con un pico de oro para entretener a las mujeres y a todo el mundo cuando está de humor y se pone a charlar. El tal Condesito, porque es un Condesito, me tiene enamorada. Él me quiere bien, me adula; eso sí, es un adulador y un embustero de primera fuerza; pero yo, si bien reconozco sus traidoras lisonjas y sus embustes, me dejo cautivar por ellos. Así es, que somos excelentes amigos.

»Inesita está siempre en Babia, soñadora y distraída, aunque bien de salud.

»En suma, no lo pasamos mal, a pesar de lo poco que tenemos para vivir en Madrid, donde todo es carísimo.

»Ahora es cuando siento el primer disgusto desde que estoy aquí. No sé por qué estoy inquieta y desazonada. Será una tontería. ¿Qué quieres? La partida repentina de Braulio me trae cavilosa. Al principio, hasta después de haberse ido, todo me pareció natural y sencillo. Hoy me pongo a reflexionar, echo a volar la imaginación y me finjo vagamente mil absurdos. Por esto también quiero que me devuelvas a Braulio cuanto antes. Vente tú con él a pasar una temporadita en esta corte. Verás lo que te diviertes en el Teatro Real y en los Bufos y la Zarzuela. Nuestra casa en un chiribitil y no tenemos cuarto que ofrecerte; pero comerás con nosotros de diario. Adiós. No quiero que digas a Braulio que te he escrito. No quiero que se engría del cuidado que por él me tomo o que se fastidie de que no le dejo un instante de libertad. Cuídale tú mucho, sin que él sepa que yo te lo encargo. Es muy aprensivo y se afligiría imaginando que yo le tengo por enfermizo, cuando, siendo tan perezosa como soy, me muevo a escribirte sólo para encargarte que me le cuides. Adiós, repito, y quiéreme como a tu buena hermana.

Beatriz».

Esta carta, que, por venir de quien venía, encantaba a Paco Ramírez, no pudo menos de llenarle al mismo tiempo de zozobra. Paco veía y calculaba claramente que su amigo Braulio debía de haber llegado al lugar veinticuatro horas antes que la carta. ¿Dónde se había metido? ¿Dónde había ido a parar? Paco hizo las más extrañas y alarmantes suposiciones. ¿Si habrá enfermado en el camino y se habrá quedado en alguna estación? ¿Si, merced a esa cordialidad de la tertulia de Rosita, el pobre Braulio, que es enclenque y nada ágil, habrá tenido también que andar a tiros o a sablazos y le habrán enviado cordialmente al otro mundo? Era evidente que Braulio había engañado a su mujer diciéndole que Paco le llamaba. ¿La habría engañado también diciéndole que iba al lugar y yéndose a otra parte o quedándose de oculto en Madrid? ¿Con qué propósito, Braulio, que era veraz, aunque muy reconcentrado o metido en sí, habría forjado tales mentiras?

Devanándose los sesos para explicarse la causa de la tardanza de Braulio, pasó Paco dos días mortales. Braulio no parecía y los temores de Paco se acrecentaban. No sabía qué determinación tomar. Escribir a doña Beatriz, diciéndole la no aparición de su marido, era infundirle el mismo pesar que tenía él y tal vez descubrir además un secreto de Braulio: algo que le importaba mucho que su mujer no supiese.

Paco aguardó con impaciencia, pero aguardó.

La estación del ferro-carril estaba a cuatro leguas del lugar. Un carricoche traía a los pasajeros desde el punto por donde el ferro-carril pasaba.

Paco salió a caballo, dos veces a una legua de la población, a recibir a su amigo. Este no llegó, ni la vez primera, ni la segunda.

A poco de volver a su casa la segunda vez, sin traer consigo a Braulio, Paco recibió una carta certificada.

Si la de doña Beatriz le sorprendió, con sólo ver su letra en el sobrescrito, más le sorprendió esta nueva carta, así por la letra, que era la de D. Braulio, como también por el certificado.

La abrió Paco con profunda emoción y leyó lo siguiente:

«Querido Paco: No acierto a entenderme directamente con Dios ni a desahogar con él mis penas. Le busco en el abismo de mi alma; pero mi pensamiento se cansa y se asusta atravesando soledades infinitas, sin llegar nunca adonde él reside. Si yo no hubiese dejado de ser creyente, tendría mi confesor, quien lo sabría todo. No necesito consejo. El consuelo es imposible. Sin embargo, este peso, que me oprime el corazón, se aligeraría, comunicando con Dios por medio de un ser humano. Hay cosas que se avergüenza uno de confesarse a sí mismo, y esas cosas, por extraña contradicción, fatigan y matan si con alguien no se confiesan. Por eso voy a decírtelo todo. No seas severo conmigo. No me condenes por miserable y falto de pudor si te lo digo todo: si te descubro lo que a mí mismo debiera yo ocultarme.

»Harto conoces mis ideas. Yo no quiero que Beatriz me ame por caridad, ni por gratitud, ni por miedo de castigo o de venganza, por parte mía o por parte del cielo. No quiero que me ame ni en cumplimiento de un deber moral, ni por consideración a leyes dictadas por los hombres. Quiero que me ame por amor, como yo la amo.

»Esto era imposible. Mi vanidad me engañó y por eso me casé con Beatriz; feo yo y ella hermosa; viejo, y ella joven; pobre, y ella con todos los instintos y las inclinaciones a la elegancia, al lujo y a brillar en el mundo.

»¿Qué había en mí que pudiera hacerme amable a sus ojos? ¿Un corazón noble? ¿Una inteligencia elevada? ¿En qué obra mía se advierte la nobleza de mi corazón? ¿Dónde se hace patente la elevación de mi inteligencia? Me atribuyo sin motivo estas prendas superiores. Soy un necio vanidoso.

»¿Qué hombre hay, por incapaz que sea, que no halle razones para estar contento de sí mismo? El feo se halla agraciado; el cobarde, humano y benigno; el tonto, lleno de candor y de inocencia; el afeminado, culto; el brutal e intratable, brioso y leal; el insolente, franco; el bajo y adulador, afable y bueno. Así también yo me engañaba.

»A veces entrevía yo mi engaño, y me atormentaba la sospecha de mi indignidad. Y no me atormentaba por amor a mí mismo, por menospreciarme, por sentir que valía yo menos. Me atormentaba porque desaparecía a mis ojos todo razonable y fundado motivo de que Beatriz me amase.

»Con todo, yo estaba ciego. Dependía mi felicidad hasta tal punto del amor de Beatriz, que, destruido ya por mi crítica impía todo fundamento en que mi amor pudiera apoyarse, cerraba yo los ojos de mi alma, para no ver que aquel amor se derrumbaba, se perdía para siempre, cuando yo necesitaba que fuese eterno.

»De aquí mi absurda, mi inverosímil ceguedad, siendo yo por lo común tan suspicaz y receloso.

»Todo Madrid lo sabe y sin duda lo dice. Yo seguiría ignorándolo, si una delación anónima no hubiese venido a dar luz a mi entendimiento.

»Era una deshonra. Pasaba yo por un marido sufrido y consentido. Y sin embargo (me humilla mi flaqueza), me duele que me hayan desengañado. Me alegraría de seguir en el engaño y de ser el ludibrio de las gentes, con tal de no perder la fe en ella, con tal de creer que me ama todavía.

»La carta delatora me ha hecho ver lo que yo no quería ver, sin advertir que era yo quien no quería ver.

»Es evidente mi infortunio.

»He querido, no obstante, negármele aún. He tratado de presuadirme de que era la carta una calumnia. Nuevas pruebas me dicen que no.

»El vínculo indisoluble que ata mi existencia a la de Beatriz no es el de la religión; no es el de las leyes. Esos los rompería yo en seguida, al verla culpada. El vínculo indisoluble es el de mi amor, que su culpa no extingue ni ahoga.

»¿Cómo separarme para siempre de ella, si mi corazón queda con ella para siempre?

»Nada le he dicho. No le he dado la menor queja. ¿Cómo quejarme sin matarla? ¿Cómo matarla, amándola tanto?

»Toda explicación con ella, toda palabra sobre su falta, me parecería fea. Un diálogo entre ambos sobre tan infame asunto, sería monstruoso. Valdría más matarla sin hablarle de la razón que para matarla tengo.

»He huido de casa, suponiendo que tú me llamabas. Ella me cree en ese lugar. En casa no sé qué hubiera yo hecho. Quizá alguna acción indigna. Quizá hubiera llorado y me hubiera quejado como vil. Quizá la hubiera maltratado como verdugo.

»Pero no... yo no hubiera podido maltratarla. Mi corazón es todo ternura... todo vileza para con ella. No soy un hombre... soy un niño... un esclavo.

»Es menester que lo sepas todo. Quiero que te compadezcas de mí: hasta de lo ridículo que en mí hay. Ríete también... soy digno de compasión y de risa.

»Aquella noche de mi simulada partida entré en casa misteriosamente. Me deslicé por la escalera arriba ya tarde. Tengo las llaves, y abrí; entré y me escondí en mi cuarto. Aun no habían vuelto ellas de la tertulia, donde van todas las noches; donde va también el hombre que me mata. Las oí llegar, las oí reír, celebrando los chistes de ese hombre. Para distraer las penas que por mi ausencia pudiera suponerse que tenía mi mujer, él había estado más parlanchín y chistoso que de costumbre.

»Tuve calma para aguardar que se acostaran, y aun para aguardar que Beatriz se durmiera. Durante algún tiempo hubo en mí cierta energía, de que ahora me estremezco. Pensé en matar a Beatriz a puñaladas mientras dormía.

»Te aseguro que penetré en su alcoba con este propósito tremendo. Ríete ahora. Es muy cómico, es jocoso lo que te voy a decir. Yo no uso armas, no tengo más que una gumía que me trajo de presente un oficial amigo, que fue de los que entraron en Tetuán. Con dicha gumía quería yo matarla. La llevaba yo desnuda en la mano derecha: en la mano izquierda llevaba la palmatoria.

»Sin verme en ningún espejo, me veía yo en mi imaginación, y yo mismo me daba grima, no por lo criminal, sino por lo grotesco. Tan chiquituelo, tan feo, tan valetudinario y tan canijo; empleadillo de última clase... ¿qué derecho tenía yo a las grandes pasiones? Yo era un Otelo de sainete.

»Iba conteniendo la respiración... de puntillas... lleno de susto de que mi mujer despertase. Me parecía que, si despertaba y me veía, iba a soltar una carcajada.

»Así llegué junto a ella. Ella no se despertó. Dormía con la boca entreabierta, mostrando sus dientes blanquísimos e iguales. ¡Qué frescura y qué rojo carmín en sus húmedos labios! ¡Qué largas pestañas unidas! ¡Qué sonrisa apacible! ¡Qué frente serena! Si Desdémona hubiese sido como Beatriz, Otelo no le hubiera dado muerte. No comprendí entonces que pudiera caber monstruosidad semejante en ser humano, por bárbaro que fuese. Mi cólera cedió paso al enternecimiento. Un diluvio de lágrimas bañó mis mejillas. Puse la gumía sobre la mesa de noche. La puse allí con mucho tiento, y temblando de que mi mujer se despertase. Volví a mirar a Beatriz. La miré como quien mira el tesoro que ha perdido. Todo su valer, toda su belleza, todo su hechizo fulguró ante mis ojos con más brillo que nunca. ¿Qué bastarda dulzura, qué amor sin honra y sin vergüenza, qué afecto villano me emponzoñó en aquel instante el corazón y corrió por mis venas con mi perversa sangre? Ello es que enjugué mis lágrimas, bajé la cabeza con lentitud y suavidad, y, sin rozar apenas con los labios, besé sus mejillas sonrosadas.

»Por fortuna se realizó en mí la reacción. El ultraje recibido se ofreció a mi espíritu. Me llené de rubor. Tuve vergüenza; tuve asco de mi flaqueza.

»La idea de matar a Beatriz me solicitó de nuevo la voluntad indecisa. Empuñé el hierro nuevamente. Nuevamente retrocedí espantado.

»Huí del cuarto: huí de la casa como un ladrón. Abrí ambas puertas con las llaves que había guardado, cerrando luego cuidadosamente. Me encontré en la calle.

»¿Qué hacer? Yo me veía ridículo. No podía sufrirme. En mitad de la calle me dio un ataque de risa nerviosa. Si alguien me oyó, debió tomarme por loco.

»Multitud de pensamientos encontrados, y todos tristísimos, cruzaban por mi mente: pasaban y volvían con persistencia cruel.

»Por un breve momento insistí en imaginar aún que podría ser calumnia la delación anónima; pero pronto huyó de mí esta idea consoladora. Es la única que no ha vuelto.

»¿Qué solución tenía la crisis en que me hallaba? ¿Acaso había yo de asesinar a mi mujer? ¿Acaso había yo de asesinar a su amante?

»No; no era debilidad mía: yo me sentía con ánimos para matar a alguien que hubiera venido en aquel punto a robarme el reloj o los pocos reales que en el bolsillo llevaba; pero quizá por una perversión moral, no podía yo considerar como ladrón al que me robaba la dicha, el amor de mi mujer y la limpia honra de mi casa. El reloj y el dinero son mi propiedad, no tienen libre albedrío: no se van con el ladrón y me dejan porque le prefieren, mientras Beatriz se iba con otro y me dejaba porque le prefería. Él hacía bien en llevársela. ¿Por qué había yo de asesinarle por esto? ¿Qué me debe él a mí para respetar mi felicidad y desatender la suya?

»Deseché, pues, de mi alma el pensamiento de asesinar a mi rival. Juzgándole en el tribunal de mi conciencia, yo no le absolvía, pero reconocía la incompetencia del tribunal. Yo no le absolvía, por ser yo el agraviado. Si el agraviado hubiera sido un indiferente, le hubiera absuelto. Podía, pues, matarla, no como justicia; sino como venganza.

»Entonces pensé en el duelo; pero ¿cómo pelear ni con espadas ni con pistolas, que en la vida he tomado en las manos? Me repugnaba además la idea de darme antes por ofendido; de reclamar igualdad de condiciones y de probabilidades para vengar mi agravio; de confesar mi torpeza en las armas y mi incapacidad; de apelar a no sé qué medios para forzar a un rival dichoso a que se pusiera de suerte enfrente de mí que yo, flaco, viejo y enfermizo, pudiera matarle, siendo él joven, ágil y robusto.

»Ni el asesinato ni el duelo eran posibles. Otro hombre, que no fuese yo, se separaría para siempre de su mujer. No había partido más conforme a la razón. Yo, sin embargo, no podía seguirle. Yo no viviré lejos de ella. Es horrible, es estúpido, es monstruoso, pero yo la amo; seguiré amándola siempre. Sin su amor, el mundo será un desierto para mí; la vida, soledad medrosa; mi corazón, un vacío que con nada se llenará.

»El alma humana necesita amar, adorar, creer. El cielo ha castigado la soberbia de mi alma. De ella han sido arrojados ídolos, altares, todo ser digno de adoración y de amor. En cambio puse mi adoración, mi amor, mi fe y mi esperanza en Beatriz. Ella era... es mi idolatría.

»El amor del descreído es inmenso. El descreído consagra a un objeto despreciable toda la fuerza de amor con que procura el creyente elevarse a su ideal divino.

»En fin, ¿para qué cansarte? He vagado como una fiera mansa que lleva clavado en el pecho un dardo envenenado. De noche he vagado; de día he estado oculto. Tengo vergüenza de que la gente me vea. Se me antoja que todos conocen la burla de que soy víctima, mi paciencia, mi amor mal pagado, y que van a reír al verme, o van a escupirme a la cara.

»Anoche llegó mí ridiculez al último extremo.

»Ya no cabe la menor duda. Yo andaba en torno de mi casa, y cerca de las cuatro de la mañana vi que salía un hombre... misteriosamente... de allí. Tengo ojos de lince... le vi... era él. Llevaba yo un revólver en el bolsillo. ¿Para qué? Si hubiera disparado los seis tiros que tiene, ninguno hubiera dado a mi enemigo. No sé tirar, y además me temblaba la mano. Todo yo estaba convulso.

»Además, ¿por qué no confesarlo? Creo que yo no sería capaz de matarle, aunque le hallase dormido y pudiese poner a mansalva el cañón del revólver en una de sus sienes.

»No comprendo ya más que una cosa. No puedo sufrir mi amor inextinguible. No puedo sufrir la ridiculez que en mí noto. Hasta la poesía de un gran dolor no es dable en mí, porque me río yo mismo de mi dolor y le hallo cómico.

»No me queda más recurso, si no me muero buenamente, que buscar modo de morir cuanto antes.

»Perdona este largo desahogo. Perdona esta prolija carta. Será la última. Adiós.»

Paco Ramírez era un hombre de cierta ilustración y de claro entendimiento; pero le tenía aún más sano que claro: le tenía tan sano como su cuerpo, que era el de un atleta. Paco amaba a D. Braulio, aunque era quien más le había siempre echado en cara que se pasase de listo, que tuviese maneras de pensar que él calificaba de tortuosas, y que se hiciese víctima de los más alambicados y singulares sentimientos.

Apenas leyó la carta, creyó que Braulio estaba loco. No podía creer la falta de doña Beatriz: tan buena opinión tenía de ella. Imaginó al punto que la persona de quien andaba celoso Braulio era el Conde de quien Beatriz le hablaba en su carta. Fuese como fuese, Paco temió una catástrofe. Pensó en que Braulio, o se iba a morir, o se iba a matar, o se iba a Leganés. A fin de evitarlo, si era tiempo, se puso inmediatamente en camino para Madrid. Braulio no le había dado señas, pero él le hallaría. Si no llegaba a salvarle, llegaría a vengarle. Paco no se andaba con metafísicas ni discreteos. No pensaba ni en asesinatos a traición ni en duelos de toda ceremonia. Sólo pensaba en sacar el amor y hasta el alma del Condesito de su gallardo cuerpo a mojicones y patadas.

Con tan buenos propósitos, ansioso además de ver a su Inesita, y con esperanzas de enamorarla y de traérsela al lugar, a las treinta y dos horas no cabales de haber recibido y leído la lamentable carta de su desesperado amigo, llegó Paco a esta heroica y coronada villa; y sin sacudir siquiera el polvo del camino, después de dejar la maletilla en una casa de huéspedes, y de instalarse, tomando cuarto en ella, se dirigió a la vivienda de las dos lindas hermanas.