Pasarse de listo: 08
Capítulo VIII
Aquella noche había en los Jardines más gente que de costumbre.
Unos estaban sentados en sillas formando grupos, corros o pequeñas tertulias; otros iban girando por el paseo circular, en cuyo centro está el kiosco de la orquesta. Esta tocaba con bastante maestría el rondó final de la Cenerentola.
Nuestro D. Braulio y sus niñas no vieron una sola cara conocida.
En vez de sentarse se pusieron a girar por medio de aquella concurrencia.
Pronto notó D. Braulio que, aunque no conociera a nadie, no era lo mismo pasear solo que acompañado por mujeres tan guapas. Aquello distaba mucho de parecer un desierto.
Con frecuencia, sobre todo al pasar grupos de hombres, llegaban a los oídos de D. Braulio vagos murmullos lisonjeros, y de vez en cuando palabras y hasta frases enteras de admiración y de encomio.
En España, no me meteré a moralizar sobre esto ni a decidir si está bien o mal, pero los hombres, sin creer que ofenden, suelen requebrar al paso a las damas, en particular cuando van solas.
En esta ocasión, o por no fijarse en D. Braulio, o por dar poca importancia a su persona, o por juzgarle distraído y que no oiría, Beatriz e Inés recogieron buena cosecha de piropos.
Ambas hicieron la recolección tan impasibles y con tan fría dignidad, que pronto, como si hubiese corrido la voz de que aquellas criaturas no pedían guerra, los piropos terminaron, aunque no terminó el abrir calle cuando pasaban ellas. Siguieron asimismo los murmullos de entusiasmo y simpatía.
Habían dado ya tres vueltas nuestras muchachas, cuando en un grupo de jóvenes elegantes divisaron las dos a la vez al Conde de Alhedin. Inesita conservó su serenidad olímpica: doña Beatriz se puso muy colorada.
-¿Viste al Condesito?, dijo Inesita al oído. de su hermana, y añadió con su terrible sencillez:
-¡Ay, ay, qué colorada te has puesto!
Otra nueva onda de roja sangre subió entonces al rostro de doña Beatriz, que se puso más colorada.
-Estás como una amapola, dijo Inesita.
El grupo en que habían visto al Conde venía hacia ellas de frente. El Conde iba sin duda a pasar al lado. ¿Quién sabe si les hablaría? ¿Quién sabe si les diría alguna palabra atrevida que D. Braulio oyese? Por este recelo quizás se había puesto tan colorada doña Beatriz.
Lo singular fue que el Conde desapareció de pronto del grupo, el cual, al encontrarse con nuestras heroínas, se abrió para dejarles paso, oyéndose por ambos lados murmullos lisonjeros y respetuosos, semejantes a los que de otras personas habían ellas oído ya.
Inesita dijo al paño a su hermana:
-¿Dónde se habrá escabullido el Condesito?
-¿Quién sabe?, contestó doña Beatriz.
-Pues así, hermana, no es posible que yo le diga con los ojos todo aquello que me recomendabas anoche que le dijese.
No habían andado mucho trecho después de este breve diálogo, cuando vieron que de un corro, donde había sentada mucha gente, se levantó y destacó una señora elegantísima, aunque ya algo jamona. No había engruesado, y conservaba su esbeltez y gran parte de su hermosura, a pesar de los años. Estaba sin galas impropias de aquel sitio público; pero todo lo que llevaba puesto era de exquisito gusto: rico sin ser vistoso.
En vez de la mantilla tenía sombrero. Su rostro era gracioso. Su tez sonrosada, aunque algo morena. Tenía en la cara dos lindos lunares, que parecían dos matas de bambú en un prado de flores. Sus ojos, grandes y fulmíneos, relampagueaban más, merced al cerco oscuro con que había ella pintado los párpados. Su talle era majestuoso a par que ligero y flexible. En resolución, todo el porte y el aspecto de aquella dama denotaban que era una lionne, una verdadera notabilidad de la corte.
¡Cuál fue el asombro de Inés y de Beatriz cuando advirtieron que la notabilidad venía flechada a ellas! Un caballerete de 25 a 30 años, cargado con un abrigo y con una cajita, la seguía como si fuese un lacayuelo.
Apenas llegó la dama, se puso delante de Beatriz, la miró con ternura, y exclamando: -¡querida mía!-, le echó al cuello los brazos y la besó en ambas mejillas.
Beatriz se quedó por un momento mirando a quien así la acariciaba. Reconociéndola al fin, dijo: -¡Rosita!-, y le pagó sus besos con otros.
Tal vez el curioso y paciente lector que conozca y recuerde la historia del Dr. Faustino haya caído ya en quién era esta Rosita. Era la famosa Rosita Gutiérrez, hija del escribano de Villabermeja, que tan principal papel hace en la mencionada historia.
Rosita parecía inmortal, según se conservaba. Lejos de perder con la edad, podíase asegurar que había ganado.
Poquito a poco se había ido amoldando y ajustando por tal arte a los usos de lo más elegante de Madrid, que ya no se atrevía casi nadie a llamarla la Reina de las cursis, que era el dictado que al principio le daban.
Su marido había atinado en los negocios, y se había enriquecido más aún. Ambos esposos se habían hecho muy aristócratas, religiosos y conservadores. Idolatraban a Pío IX, y tenían un título romano. Eran Condes de San Teódulo. Habían ido en devota peregrinación a Lourdes y a Roma, y de allí habían traído varias reliquias del referido Santo, el cual había sido uno de los seis mil mártires de la Legión Tebana; y por dicha, resultaba probado con evidencia que fue natural del pueblo más importante del distrito por donde el marido de Rosita solía salir diputado. Con las reliquias trajeron los peregrinos la efigie del dicho San Teódulo, y todo lo llevaron al pueblo, donde hubo un júbilo inmenso y fiestas estrepitosas. Nada más natural después de esto que el que Rosita y su marido llegasen a ser Condes de San Teódulo.
Sin embargo, no contentos ellos con ser Condes por Roma, anhelaban ser Marqueses en Castilla, y hacía tiempo que lo pretendían con ahínco. Entre tanto, cumpliendo con el refrán de niño no tenemos, y nombre le ponemos, habían cavilado mucho y disputado más los Condes sobre el nombre que había de tener el marquesado. Convenían los dos en que el nombre había de ser el de alguna finca rústica que ellos poseyesen; pero, por desgracia, los de las fincas del marido de Rosita eran imposibles. Se llamaban: la Biznaga, el Hinojal y la Macuca. No era prudente titular con títulos tan feos. Habían resuelto, pues, que titularían sobre un cortijo de Rosita llamado Camarena; y ya soñaban con ser Marqueses de Camarena, conformándose por lo pronto con el condado de San Teódulo, mártir tebano y andaluz a la vez, lo cual, entendido como aquí debe entenderse, no implica contradicción.
Titulada Rosita y más rica y boyante que nunca, sintió desenvolverse en su alma el amor más puro hacia las letras y las artes. Llamó a sus salones a los artistas y poetas, y se hizo una a modo de Lorenza la Magnífica o de Mecenas hembra.
En cuanto a la antigua cursería, hemos dicho que apenas osaba ya nadie acusarla de este defecto; defecto, por otra parte, tan vago e indefinible, que depende casi siempre del criterio de las personas el hallarle o no hallarle en otras. Lo que sí ocurre, por lo común, es que las acusaciones son mutuas. No se da apenas sujeto que, al calificar a alguien de cursi, haga más que pagarle, porque es seguro que los calificados por él le califican a boca llena de lo mismo.
¿Será esto porque la cursería es una cualidad indeterminada y confusa? Yo creo que no, pues he notado que sucede lo propio con otras cualidades harto determinadas. Siempre que he oído a una mujer hablar de las intrigas galantes, de los enredos y travesuras de las otras, he visto que de ella decían las otras mil veces más. Y en los labios de todo aquel de quien me han referido mil horrores por su conducta poco limpia en los empleos públicos, he oído también las diatribas más enérgicas, acusando a los otros del mismo pecadillo.
Ora por bondad natural, aunque no ingénita, sino adquirida con los años y la experiencia; ora por desdeñar un arma embotada y mellada a fuerza de que todos la usen, la Condesa de San Teódulo no tenía mala lengua. ¡Cosa rara! No hablaba mal de sus amigos. Sólo hablaba mal de sus enemigos declarados y acérrimos. Entonces se esmeraba y lo hacía con mucho chiste. De vez en cuando, aunque su prosa hablada era exquisita, solía apelar al verso, y mandaba a su poeta favorito que escribiese aleluyas contra la persona a quien quería ella ridiculizar.
Apartada tiempo hacía de la amistad del general Pérez, la Condesa no intervenía en la política; no disertaba sobre estrategia, poliorcética y castrametación. Ahora consagraba todo su ingenio a las musas. Y además, desde su viaje a Roma, donde había estado tres semanas, había adquirido profundas nociones en el dibujo, pintura y artes plásticas, y se había hecho una arqueóloga más que razonable.
Tal, en resumen, era la amiga que, sin esperarlo, se encontraron en los Jardines Inesita y Beatriz.
Rosita, hacía ya ocho años, había estado en la feria del pueblo de ambas, no lejos del pueblo de ella, y había sido hospedada en la casa del señor cura, amigo de su padre. Pero ¿cómo no se le habían olvidado aquellas mujeres, que eran niñas cuando ellas las conoció, y que debían de haber cambiado bastante? ¿Cómo acudía a ellas con tanta llaneza y bondad? ¿Por qué se las llevaba, como se las llevó, a su corro, sentándolas a su lado?
De todo esto D. Braulio estaba tan pasmado o más pasmado que nosotros. La diferencia está en que nosotros sabremos la causa en el capítulo siguiente, y D. Braulio se quedará a oscuras y cavilando.