Pasarse de listo: 07

Pasarse de listo
de Juan Valera
Capítulo VII

Capítulo VII

Los poetas dramáticos tienen que hacer hablar a sus personajes según el carácter, condición y pasiones que representan, sin que en tan estrecho cuadro, como es el de un drama, haya fácil modo de poner correctivo a las malas doctrinas o sentencias inmorales que dichos personajes puedan emitir. Así es que los pobres poetas dramáticos fluctúan entre dos escollos. O bien convierten a sus héroes en enojosos y pesados predicadores, o bien, si les dejan hablar lo que la pasión naturalmente les inspira, se comprometen a responder ante la posterioridad, y si sus obras no llegan tan lejos, ante sus contemporáneos, de todos los extravíos, delirios y ensueños que ponen por fuerza en boca de los hijos de su fantasía, acalorados y vehementes. Así, para ilustre ejemplo de lo dicho, citaremos a Eurípides, a quien, desde muy antiguo, han acusado de corruptor. Sabido es que César, a fin de justificar todas las insolencias y maldades de que se valió para apoderarse de la dictadura, repetía con frecuencia ciertos versos del trágico mencionado.

Yo, en general, soy muy opuesto a enseñar nada en obras de amena literatura, y mil veces más opuesto si la enseñanza es de máximas pecaminosas. Por esto escribo novelas y no dramas. En la novela caben todas las explicaciones: en pos del veneno se administra la triaca. El autor puede tomar la palabra en medio de la narración y contradecir a sus personajes, mitigando o ahogando en seguida el mal efecto que las opiniones de cualquiera de ellos hayan producido.

Prevaliéndome de este permiso, y para aquietar mi conciencia, harto escrupulosa, tengo que hablar ahora de D. Braulio y de su carta, la cual contiene proposiciones aventuradas sin duda, y que creídas por el cándido lector, pudieran pervertirle con una de las más feas perversiones que se conocen, la de considerarse genio no comprendido; ser superior desatendido injustamente.

Don Braulio trabajaba como un negro en su oficina, pasaba por un empleado probo e inteligente, y no descubría sus humos de genio o semigenio sino con el mayor sigilo y a su amigo más íntimo.

Su teoría orgullosa le servía de consuelo, o al menos de alivio en ciertas amarguras y sospechas, que le atormentaban cruelmente, sin que sepamos aún hasta qué punto doña Beatriz había dado motivo para ello.

Don Braulio, por último, si se juzgaba víctima, no culpaba a la sociedad en su conjunto, ni a ningún individuo singularmente, sino suponía que todo emanaba, por manera fatal e inevitable, de la misma naturaleza de las cosas.

En suma, D. Braulio, melancólico por temperamento, poco favorecido de la fortuna, y enamorado y celoso sin saber de quién, deliraba acaso forjando teorías; pero no dejaba que dichas teorías trascendiesen a la práctica; y parecía a la vista del más lince, como un empleado modesto, que sabía todo cuanto importa saber y hacía cuanto importa hacer para ganar el sueldo en conciencia y no estafar al Tesoro público o tomar las oficinas por hospicios destinados a gente de levita o a mendigos de privilegio.

En cuanto a la teoría en ella misma, no hay poco que decir en contra; pero aquí no vamos a filosofar, sino a narrar. Diré, con todo, que aun suponiendo que en cada grado de cultura a que va llegando la sociedad, se requieren sólo ciertos grados de entendimiento para lo práctico y diario, y que los demás grados son del todo superfluos, inútiles y hasta nocivos, salvo en casos excepcionales, todavía habrá que conceder que el entendimiento no es la única potencia del alma que vale al hombre para lograrse; la voluntad, el carácter, entran también por mucho.

Por otra parte, el entendimiento, en su esencia, es semejante a Dios; nadie le ve, nadie le conoce, nadie le reverencia y acata sino en sus obras. Así es que D. Braulio, o cualquiera otro, podría tener más de los veinte grados de entendimiento, que, en su sentir, eran necesarios o convenientes para lo práctico, pero cuando este plus, cuando esta sobra intelectual no se manifiesta en nada, sino en echar a perder el entendimiento que está en uso, no hay razón para quejarse de que el mundo no aplauda ni se pasme de lo invisible y recóndito que no puede sondear, ni penetrar, ni desentrañar. ¿Quién sabe si el amor propio engaña y hace creer a muchos que poseen ese entendimiento excesivo y superfluo, y tal vez no poseen sino una dosis superlativa de fatuidad? Y si no engaña el amor propio, si en realidad tenemos ese superior entendimiento, y no llegan las circunstancias favorables en que se muestre, lo mejor es callarse, resignarse y vivir como viven los hombres menos despejados, sin presumir de genios, sino trabajando humildemente para ganarse la vida, tratando de igual a igual con los seres vulgares, y reservando el superior entendimiento para hablar con Dios o con seres sobrenaturales, o para conversación interior con uno mismo, si no cree en nada el semigenio, o si a pesar de su categoría mental no se dignan los ángeles ni los númenes bajar del cielo o del Olimpo a fin de tener con él un rato de palique.

Voy a poner por caso la vida de Spinoza. Esto explicará mejor mi idea. Figurémonos que aquel sabio no hubiese escrito sus obras filosóficas; que por cualquier motivo se hubiese llevado al sepulcro el secreto de su admirable, aunque extraviada aptitud para las más profundas especulaciones metafísicas. Claro está que, abrumado dicho hombre extraordinario por sus sublimes y extraños pensamientos, no hubiera sido en la vida práctica ni rico fabricante, ni mercader dichoso, ni hábil hombre político, ni nada por este orden; pero hubiera trabajado en pulir vidrios para lentes o en hacer zapatos, o en cualquiera otro oficio o menester mecánico, y no hubiera tomado por pretexto lo de sentirse genio para ser un vago sin oficio ni beneficio, y lo que es peor, no un vago divertido y alegre, sino un vago quejumbroso y llorón o maldiciente, mordaz y ponzoñoso como las víboras.

Disculpemos, pues, o al menos seamos indulgentes con nuestro D. Braulio, cuyo orgullo se quedaba escondido en el centro del alma, revelándose sólo al más íntimo de sus amigos en el momento en que se mostraban también las heridas más profundas de su corazón.

Don Braulio había sentido la necesidad de confiar sus penas a un amigo, a fin de no ahogarse; pero salvo esta confidencia, si pecaba por algo, era por reconcentrado y lleno de disimulo.

Su mujer no había advertido aquel disgusto, aquella sospecha que le atosigaba el alma.

Su mujer parecía que le amaba; sin embargo, su carácter alegre y su temprana juventud la excitaban al regocijo y la impulsaban a que tratara de distraerse y divertirse.

No era doña Beatriz despilfarrada, sino ordenadísima y económica. Era, sí, ambiciosa y amiga del lujo y de las galas; y si bien no la atormentaban la envidia ni el despecho al ver a otras mujeres, menos bonitas y menos distinguidas por naturaleza, lucir joyas, sedas y encajes, ir en coche y circundarse de la resplandeciente aureola que ofrece el lujo a la hermosura, anhelaba gozar de todo esto, y no acertaba a ocultarlo a su marido.

De aquí el dolor y el punto de partida de las sospechas de D. Braulio.

Si D. Braulio no hubiera amado a su mujer, si hubiera creído este anhelo un capricho irracional, quizás le hubiera importado poco de todo: pero D. Braulio la amaba, y además, según su modo de considerar las cosas de la vida, doña Beatriz tenía razón de sobra para ambicionar. Su anhelo, aunque la llevase hasta el extremo más lastimoso para él, era, según él, fundado, y sobre fundado, involuntario, fatal, preciso.

Don Braulio se culpaba a sí mismo y no culpaba a doña Beatriz. ¿Por qué doña Beatriz le había amado? ¿Por qué se había casado con él? No era por lo lindo, ni por lo joven, ni por lo galán, ni por lo rico, ni por lo glorioso; era sólo por el entendimiento superior que la había seducido. Si este entendimiento se evaporaba, si no servía para nada, si doña Beatriz dudaba de él, y quizá con razón, ¿qué fundamento le quedaba para seguir amando a D. Braulio? Antes tenía fundamento para aborrecerle. Aunque sea mala comparación, nadie, que no esté demente, compra un rico vaso de china, un artístico jarrón de porcelana de Sèvres para ponerle en el corral y echar en él afrecho que coman las gallinas. Para esto basta y sobra con un lebrillo o con un tinajón de Lucena. El vaso artístico requiere un bello salón donde colocarle: pide flores peregrinas que luzcan en él. Así una mujer, como doña Beatriz, estaba pidiendo lujo, regalo, elegancia, adoración, incienso; pasear en coche y no a pie; vivir en un palacio y no en un piso tercero; no ocultarse entre el vulgo, sino resplandecer en la sociedad más elevada.

Al pensar D. Braulio en esto, decía siempre para sí: ¿por qué me casé con ella? Y él mismo se contestaba lo que ya decía en la carta a Paco Ramírez: yo la amaba, y esto lo explica todo: ella me ha amado, quizá me ama todavía; su amor, aunque hubiera sido sólo de un día, compensa todos los males que presiento y que en adelante pueden sobrevenirme.

Con tales sentimientos ocultos en el seno, D. Braulio, aparentemente gustoso y hasta regocijado, llevó a su mujer y a su cuñada a los Jardines, a eso de las nueve de la noche.

Ambas iban de mantilla, con vestidos de seda oscuros, sin nada chillón ni disonante, en colores ni adornos; con una innata elegancia que se exhalaba como perfume de la misma sencillez y modestia de sus trajes.

Don Braulio era en el suyo, aunque limpio, harto descuidado. Su levita y su sombrero tenían la forma en moda hacía ocho o diez años. Su corbata negra estaba algo raída, y el cuello de la camisa, recto y sobrado grande, le llegaba casi hasta las orejas.

Beatriz se había medio peleado con su marido para obligarle a llevar más bajos los cuellos y a comprar nuevo sombrero y nueva levita. No había podido conseguirlo. -¿Qué quieres?, decía D. Braulio; manías de señor mayor. Así iba yo cuando muchacho y no quiero variar. Así te enamoré; así me quisiste; así te casaste conmigo.

Doña Beatriz no sabía al cabo qué responder; se callaba, y dejaba ir a D. Braulio como le daba la gana.

Aquella noche, pues, no hizo la menor observación sobre el traje de D. Braulio; pero no por eso dejó de anudarle con gracia el lazo de la corbata, ni de alisarle el pelo, ponerle pomada y peinarle lo mejor que supo.

Los tres tomaron un cochecito con bigotera y se fueron a los jardines. En el camino decía D. Braulio:

-Me parece, y lo siento, que se van ustedes a fastidiar. No tenemos amigos. Ni siquiera tenemos conocidos. En medio de aquel bullicio vamos a estar como en un desierto. ¿Quién ha de hablarnos? ¿Quién ha de acercarse a nosotros?

-Hombre, no te apures por tan poco, respondía doña Beatriz. Si no conocemos a nadie, si nadie nos habla, a bien que ni tú ni yo nos sabemos aún de memoria. Hablaremos; nos diremos cosas nuevas; nos haremos la tertulia entre los tres; oiremos la música y tomaremos el fresco.

-Para tomar el fresco, replicó D. Braulio, lo mismo es ir allí que al Prado.

-Y aún se ahorraría el dinero de las entradas, dijo doña Beatriz.

Inesita iba silenciosa, y dejaba que siguiese el diálogo entre marido y mujer.

-No lo digo por la miseria del gasto, Beatriz. Ya sabes tú que no soy mezquino, aunque soy pobre.

-Lo sé. No creas que sospeche yo que te duela gastar el dinero en obsequiarnos. Lo digo sin ironía. Lo digo sólo para que comprendas que, vistas las cosas como tú las ves, es una tontería ir a los Jardines; pero yo, y sin duda Inés más que yo, las vemos a través de otro prisma. Gustamos de ver gentes, aunque no reparen en nosotras. La animación, la alegría, el espectáculo del lujo nos recrean. Aunque no nos forjemos la ilusión, ni esperemos, ni deseemos siquiera ser vistas y admiradas, queremos ver y admirar la gala, la hermosura y la elegancia de los otros.

-Tienes razón, hija mía, tienes razón. Yo me olvido de que eres una muchacha. Tus gustos son como de muchacha. Mal hiciste en casarte con un viejo... y con un viejo pobre y oscuro. ¿Querrías tú ser conocida y celebrada por ti, quedando tu marido en su oscuridad y en su pobreza? ¿Querrías tú que llegase yo a ser conocido como el marido de doña Beatriz?

-No lo quiero, ni eso es posible. Todo el que me conozca habrá de conocerte a ti; y, conociéndote, no podrá menos de estimarte por lo que tú vales, que es mucho, y no porque seas mi marido. Los que son sólo conocidos como maridos es porque de otro modo no merecen serlo. Nadie se acordaría de ellos a no ser por sus mujeres. En cuanto a tu vejez, a tu oscuridad y a tu pobreza, me enamoran más, bien lo sabes, que la juventud, la brillantez y la riqueza en cualquiera otro. Si algo vale mi cariño, baña en él tu alma y te sentirás remozado. ¿No me hablas a veces de la dulce luz de mis ojos? Pues ilumina con esa luz tu oscuridad. ¿No afirmas que mi cariño es un tesoro? ¿Pues cómo te atreves, ingrato, a sostener que eres pobre?

Don Braulio, que iba sentado en la bigotera, al oír tan cariñosas frases en tan linda boca, no pudo contener la emoción; se le saltaron las lágrimas, y tomando la mano de su mujer, la besó fervorosamente.

Doña Beatriz sintió en su mano una lágrima, que cayó sobre ella al dar el beso D. Braulio.

Entonces dijo doña Beatriz:

-Vamos, vamos... dejémonos de niñerías. No me pruebes ahora, no ya que eres viejo, sino que eres mucho más niño que yo. Alegrémonos, serenémonos, y vamos a divertirnos hasta donde sea posible. Apliquemos al caso presente aquel refrán que dice: «En casa del pobre, más vale reventar que no que sobre». Es menester sacarle bien el jugo a las pesetillas que vamos a gastar. ¡Pues no faltaba más! Sería un despilfarro hacer el gasto y no divertirse luego.

Don Braulio se serenó siguiendo los consejos de su mujer: procuró reír y mostrarse contento, y hasta excitó a su mujer y a Inesita a que se divirtieran.

De esta suerte llegaron a los Jardines, tomaron billetes y entraron.