Para ser un buen arriero: 2

- II -

Así estaban las cosas, cuando al salir Blas un día al corral vio que entraba en él un señor, caballero en un rocín, a todos pelos de alquiler, con maleta a la grupa y espolique al costado.

-¿Vive aquí Blas del Tejo? -preguntó a Blas el caballero.

-Para servir a Dios y a usté -respondió Blas descubriéndose la cabeza y abriendo un palmo de boca y casi otro tanto de ojos y narices.

Apeóse el preguntante; quitó la maleta al jaco; dio unas monedas al espolique, que se largó con el cuadrúpedo haciendo cortesías y muy agradecido, y volvió a preguntar el mismísimo señor al mismísimo Blas:

-¿Se llama tu mujer Paula Turuleque?

-Y además Rodero de la Peña -gritó Paula, que atisbaba la escena desde el ventanillo de la cocina, saliendo de un brinco al corral.

-Perfectamente -añadió el recién llegado.

-Pues yo soy vuestro tío.

-¡Mi tío! -exclamaron admirados Blas y Paula.

-¡Pero, señor -añadió Blas-, si nosotros no tenemos padre ni madre ni perruco que nos ladre!

-¡Se te figurará a ti! Tu mujer debe haber oído hablar a su difunta madre de un hermano...

-Sí, señor -interrumpió precipitadamente Paula-: mi madre (que en gloria esté) me habló muchas veces de un hermano suyo que se fue, de muchachuco, a la otra banda, pero también decía que se había muerto a los pocos años.

-Pues no se murió. Fue, en verdad, un poco ingrato con su patria y su familia durante mucho tiempo; pero, al cabo, pensó en ambas cosas, quiso volver a verlas... y aquí está, aunque con la pena de saber, por informes que ha adquirido oportunamente, que sólo quedas tú de su familia. Conque, con franqueza, ¿me dejáis vivir con vosotros? Ya veo que la casa no es un palacio ni mucho menos; pero como nací en ella, no la cambiaría por el de los reyes de España: además que ya tendremos tiempo de reformarla o de hacer otra mejor, que todo se consigue cuando hay dinero, y éste, a Dios gracias, no me falta.

Blas y Paula estuvieron a pique de volverse locos de alegría. A Paula se le nublaron los ojos, le zumbaron los oídos y tuvo un momento de soñar que se elevaba por encima del campanario del lugar sobre una nube de azucarillos claveteada con bizcochos. Blas, no menos atortolado que su mujer, se imaginó que se hallaba tumbado panza arriba sobre una pila de colchones, y que le caía en la boca un chorro inagotable de vino rancio de la Nava del Rey.

Cuando se le pasó el mareo, apresuróse a coger la maleta que su tío tenía pendiente de una mano; Paula sacó al portal una silla de bañizas, rayada de encarnado y verde, que había en la casa para las grandes ocasiones; sentóse en ella el recién llegado, y los tres, en dulce amor y compañía, comenzaron a departir sobre asuntos del país y de la familia, interrumpiendo Blas de vez en cuando la conversación para quitar, con muchísimo respeto y previa la frase «aguántese y perdone», alguna mancha de polvo o tal cual película extraña de la levita de su tío.

Representaba éste sesenta años: era delgado y pálido y bastante encorvado, y había en su fisonomía, bondadosa y noble a todas luces, algo que revelaba padecimientos físicos inveterados. Vestía un traje sencillo, pero rico y bien cortado, y llevaba en la cabeza un sombrero de jipi-japa de anchas alas.

Y por si ustedes no le han conocido bien, entérense del siguiente retrato que de este personaje hizo Blas a sus vecinos al día siguiente de su llegada:

-El hombre pica en vejera, es agobiao de cuerpo, baja la color, muy baja; el ojo penoso y hundío, mucha ojalera, mucha, a manera de cerco ceniciento. Trae un demonches de pajero duro como una peña y blanco que tien que ver, cadena de oro al pescuezo, corbatín de fleque, carranclán más fino que el del señor cura y botas relumbrantes, que se ve la cara en ellas. Es fino de habla y noblote en su genial, y maneja ochentines como agua.


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