Para ser un buen arriero: 1
- I -
editarBlas del Tejo y Paula Turuleque eran de un mismo pueblo de la Montaña, y entrambos huérfanos de padre y madre y hasta de toda clase de parientes. Blas poseía, por herencia, un cierro de ocho carros de tierra y un par de bueyes. Paula era dueña, en igual concepto que Blas, de una casuca con huerto, de dos novillas y de una carreta.
Paula y Blas convinieron un día en que si sus respectivas herencias se convirtiesen en una sola propiedad y se añadiesen a ésta algunas reses en aparcería y algunas tierras a renta, se podría pasar con todo ello una vida que ni la del archipámpano de Sevilla.
Y Blas y Paula se casaron para realizar el cálculo, y pronto, como eran honrados, hallaron quien les diese en renta veinte carros de prado y otros tantos de labrantío, más un par de vacas en aparcería.
Blas era gordinflón, bajito, risueño y tan inofensivo como una calabaza.
Paula no era más alta que Blas, y allá se le iba en carnes y en malicias.
Cogían maíz para ocho meses, partían con el amo una novilla cada año y mataban un cerdo de siete arrobas por Navidad. Paula tenía siempre colgados en la vara, sobre la cama, un jubón de cúbica negra, una saya de estameña del Carmen con randa de panilla, y un pañuelo de espumilla para los días de fiesta. Blas, por su parte, nunca estaba sin unos calzones y una chaqueta de paño fino, y un sombrero serrano para las grandes solemnidades.
Blas no probaba el vino más que para celebrar los días de fiesta, y en estos casos nunca pasaba de medio cuartillo, y Paula se escandalizaba cuando oía decir que algunas de sus vecinas empeñaban las ropas o vendían el maíz para beber aguardiente.
Paula y Blas no tenían hijos, ni siquiera trazas de tenerlos, como decía la primera; pero, en cambio, se querían como dos palomos. Juntos iban a trabajar al campo; juntos al mercado cuando le había en la villa inmediata; juntos a misa, y hasta bailaban juntos en el corro más de cuatro veces; pues aunque eran casados eran jóvenes, no debían nada a nadie, tenían buen humor y los hijos no habían de echarles en cara esa pequeña debilidad.
Blas solía decir: «Yo no sé qué demonches tien esta Paula: ella no es del todo bien encará ni se pasa de lista; pero la verdá es que yo no la cambiaría por la mejor moza del lugar».
Paula decía, a su vez: «Blas es mal empernao, desconcertao de espalda, pica más en bobo que en otra cosa, y con todo y con eso, la baba se me cae de satisfacción cuando le miro».
Blas y Paula se jactaban a cada instante de que jamás había habido entre ellos «un sí ni un no», y era cosa corriente en el lugar que en aquella casa nunca se había oído una disputa, ni había sonado un mal garrotazo, ni se había derramado una lágrima.
Paula no comprendía que en el mundo pudiera nadie ser mucho más feliz que ella; y de fijo hubiera juzgado su felicidad superior a todas las de la tierra, si sus medios le hubieran permitido beber agua con azucarillo y comer bizcochos siempre que se le antojaran. Paula, pues, era golosa, pero sin vicio ni cosa que se le pareciera.
Blas no había ocultado nunca a su mujer que envidiaba a todos los hombres que podían, sin arruinarse, beber un cuartillo de vino blanco a cada comida, y echar una siesta de tres o cuatro horas sobre media docena de colchones, precisamente colchones. Blas, pues, amaba la poltronería y el buen vino, pero sin que la carencia de estos regalos bastase a quitarle su buen humor habitual.
Blas y Paula, en una palabra, eran un matrimonio dichoso, tan dichoso como se puede ser en este pícaro mundo de ambiciones y miserias y donde tan rara es y tan extraña la paz del espíritu.