Para alcanzar el tren
Para alcanzar el tren
editarResolvió el patrón salir para la ciudad el día siguiente, y hubo consulta entre él, el mayordomo y el capataz, para decidir cuál de los dos caminos era preferible.
La estancia quedaba a sólo catorce leguas de una estación del ferrocarril del sud, y a veinte de una del oeste; pero, para llegar a la primera, había que cruzar mucho campo bajo; había llovido bastante, y los cañadones, arroyos y pantanos del camino estaban en un estado tal, que sólo el pensar en las dificultades del viaje hacía erizar el pelo. -«Ni con veinte caballos, llegamos, dijo el mayordomo; sin contar que van a quedar estropeados para todo el invierno.»
Y se acordó ir por el oeste, a pesar de no haber huella, en una gran parte del camino, y de ser, por lo menos, de veinte leguas, la tirada. Pero era por campos altos, bastante parejos, donde no había más que meterle trote seguido.
El tren pasaba a las seis de la tarde, hora linda, que permitía aprovechar todo el día entero para alcanzarlo; con condición de madrugar, pues era en invierno, con días muy cortos, y teniendo los caballos poca fuerza, no se podía pensar en apurarlos. A la tarde, hizo juntar el mayordomo las dos manadas de caballos y encerrarlas en el corral; y seguido del capataz y de dos peones, armados de bozales y de cabestros, penetró, caviloso, abrumado, al parecer, por el peso de sus meditaciones, en el entrevero inquieto de las grupas en movimiento, que se encogen, o disparan, o reculan, ondeando sobre la estacada movediza de la patas nerviosas, que pisotean el suelo con estrépito, y patalean, en perpetuo susto.
-«Cuatro mudas de cuatro caballos, y llegaríamos volando; pero ¿de dónde saco ocho caballos de pecho? Juan, agarra los dos tordillos; Pedro, saca el rosillo y el malacara.»
Esto ya se sabía de antemano; eran los cuatro de siempre; comían maíz, trabajaban sólo en las grandes ocasiones y se mantenían gordos; pero ¿después? y mientras la agarrada de los indicados daba lugar a un revoltijo general de la caballada, seguía pensando el mayordomo. Poco a poco, a fuerza de consultar con el capataz, de mover y remover los animales, de eliminar a los maulas, a los flacos, a los lastimados, a los mañeros, se pudo formar una tropilla regular de laderos que, a pesar de la mediocridad de algunos de los de pecho, salvarían la situación.
Y durante toda la noche, alrededor de los pesebres improvisados en el patio, hubo ruidos insólitos de mandíbulas quebrando maíz o mascando pasto, entreveradas con pateaduras y coces sonoras en las carretillas llenas de alfalfa, y también en los flancos vacíos de aquellos mancarrones que, siempre mantenidos a campo, ignorantes de las costumbres sociales, y demasiado tímidos para imponerse, trataban de acercarse al pesebre, sin haber sido presentados; festín precursor de grandes fatigas, pero festín, no más, y quedaban pocas migas, cuando apareció el farol vagabundo del mayordomo, empezando este, con voz imperiosa, a despertar a la gente.
Las estrellas pestañeaban, como cayéndose de sueño, después de tanto velar, esperando que el sol, todavía lejano, las viniera a relevar.
Hacía frío, y en la obscuridad, aun bien espesa, pronto se movieron sombras, que, tiritando, empezaron a desatar de los postes, los caballos medio dormidos. En la cocina, crepitó un fósforo, y, al rato, brilló, el fuego, reanimado de las brasas por la humilde vestal del fogón, saliendo en seguida por el techo las espiras del humo. El mayordomo golpeó a una puerta, llamando: -«Patrón, son las cinco;» por la segunda vez, cantaron los gallos, y, poco a poco, se fue animando el patio, con los bulliciosos aprestos de la salida.
Al breque, sacado del galpón, eran arrimados los caballos, aperados por los peones. No faltaban reniegos y puntapiés a los mancarrones, ni rabietas del mayordomo contra su gente, por dormidos, unos, por torpes, otros. Una hebilla que se corto, pareció todo un acontecimiento: «¡Estamos frescos, ahora!» gritó el mayordomo; pero el capataz, sin decir palabra, cortó ligero un tiento, sacó la lesna plantada en la pared del rancho, y, en cinco minutos, puso todo mejor que nuevo.
Se abrió ya la puerta del patrón; listo, él, bien emponchado, de guantes, con las botas finas y el sombrerito gacho, gallardamente colocado, la escopeta a la espalda, no se necesita mirarlo dos veces para adivinar quién es; y mientras la cocinera le sirve el café, los peones llevan al coche las diversas piezas de su confortable equipaje de hombre refinado.
Aclara; las estrellas van desapareciendo; los gallos cantan por última vez, antes de bajar al suelo: «Cuando guste, patrón,» avisan; y después de una despedida, cariñosamente protectora, a la cocinera y a los peones, el amo sube en el breque, dejando, por ahora, que el mayordomo maneje.
Empieza el viaje largo.
-«¡Brrr!... no hay mosquitos, esta mañana,» observa el patrón, envolviéndose en sus cobijas.
-«Los hemos de ver más tarde,» contesta el mayordomo. Y efectivamente, sí, a las seis, hace frío, a las diez, habrá sol bastante para que, en los bajos, no dejen de fastidiar en grande, mosquitos y gegenes. Y el sol picará, a pesar de estar en invierno, y calentará casi demasiado, por un costado, hasta las doce, para, después, calentar por el otro, hasta la llegada, oblicuo y fastidioso, más y más, a medida que va bajando.
Parándose, de vez en cuando, para mudar caballos, para almorzar con las provisiones traídas de la estancia, para que resuellen los animales o para componer algún desperfecto en los aperos o en el coche, se va, se camina, se adelanta, dejando tras sí las leguas andadas, en interminable cinta, y después de diez horas largas, se llega a la estación anhelada, cansado, aburrido, pero con el alivio de pensar que si se ha necesitado todo el día para hacer cien kilómetros, en toda la noche, durmiendo, sin sentirlo, se harán los cuatrocientos que quedan, para llegar a la ciudad. Y se bendice el progreso.