Pampa virgen

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Interminable, el camino chileno hace serpear por la llanura, su cinta ancha, de múltiples huellas paralelas, buscando las lagunas de agua dulce, dando vueltas repentinas para evitar un médano o buscar el vado de un arroyo, cambiando de dirección a cada rato, sin más motivo aparente que la fantasía y el capricho de las tribus salvajes, que han ahondado sus sendas con el casco silencioso de sus caballos, al venir a comerciar con los cristianos o a invadir las estancias fronterizas.

Sin tratar de mejorarlo nunca, ni de acortar sus enormes e inútiles vueltas, lo han aprovechado las expediciones militares mandadas contra los indios. Han edificado los fortines en sus orillas, y las tropas de carretas de los proveedores han hecho sonar en él sus bujes, durante muchos años.

Por él han pasado, en tiempos remotos, esas curiosas comitivas de la Audiencia real española que venía, de cuando en cuando, desde el Perú, para hacer pesar en Buenos Aires naciente, su justicia ambulante y cara.

Por él, han entrado las terribles invasiones de los indios; por él han vuelto los malones, arreando las inmensas tropas de hacienda robada, y las cristianas cautivas, arrebatadas a su mediana civilización, para servir de esclavas a sus feroces raptores.

La Pampa se extiende, gris y monótona, cubierta de pasto puna, de aspecto tan triste, con su color verdoso, sin más señal de vida que las innumerables perdices que van, inquietas, siguiendo la huella, durante algunos momentos, antes de cruzarla, para esconderse de nuevo entre el pasto.

Ya deja el ojo de divisar los últimos ranchos que todavía, de lejos en lejos, aparecían como los centinelas avanzados de esta civilización precaria, que no conoce más lujo que un débil abrigo contra la intemperie, ni más industria que la caza.

En la punta de un médano, se ve aparecer un bulto. Es un jinete; por la luz medio apagada del sol otoñal, se destaca en el cielo con líneas tan crudas, que parece una silueta de papel negro recortado, pegada sobre otro papel azul.

Escudriña el horizonte; pronto nos ve, y al conocer que venimos varios hombres y muchos caballos, se para un rato en la cima del médano, como pequeña estatua en un gran pedestal, y luego desaparece. Su gente está ahora sobre aviso.

Todo movimiento en la Pampa desierta es, tanto para el hombre como para los animales, motivo de desconfianza. Al menor ruido, el venado alza la cabeza, presta el oído, y corre algunos pasos para despertar y tener alerta la tropilla que le sigue; el avestruz se endereza y también echa a correr, inflando las alas; el padrillo relincha y junta sus yeguas, y de uno a otro, cunde el pánico, como si donde mayor es la soledad, mayores fueran los peligros.

Al anochecer, encontramos en un hueco, una especie de cueva cavada en la tierra al pie de otro médano, techada con paja. Algo retirados de ella, juntamos nuestras tropillas y mandamos a un hombre a reconocer el sitio.

La guarida pertenece a un matrero conocido, desertor, que debe varias muertes y se ha internado en la Pampa, donde vive de boleadas, changueando de vaqueano, huyendo de la sociedad, que no podría tener para él sino castigos.

Salió una mujer, conversó con nuestro emisario y un muchacho trepó a caballo el médano, poniéndose atravesado e inmóvil, como ya lo hablamos visto hacer por otro. Poco tiempo después, asomó en otra cumbre un jinete, y sin cambiar más señales, se habían comprendido.

Pronto vimos llegar, uno tras otro, varios jinetes, rodeados de numerosos galgos; de los tientos, colgaban los despojos sanguinolentos de los avestruces boleados en el día; y jadeantes, los perros dirigían al amo miradas de tímida impaciencia, al ver tirar en el suelo, con los recados, los alones flacos, bien miserable ración para aplacar tanta hambre.


-«¡Tata! ¡Un león!»

Ibamos bajando la falda interior de un médano para dar agua a los caballos en el charco que encerraba, cuando el hijo de nuestro vaqueano, a punto de entrar en un huncalito que ahí estaba, llamó así a su padre. Se acercó el gaucho, miró el rastro que le indicaba el muchacho, y antes que tuviera tiempo de decirle: «Esto no es león, es tigre!» Su caballo recibía en el anca un terrible manotón que lo hizo encabritar.

Todos nos apeamos y rodeamos, con armas en la mano, el huncal y la lagunita. Solo volvió a montar a caballo el vaqueano, después de haber atado sus galgos, por cuya vida tenía fundados temores.

Pero la fiera parecía poco dispuesta a salir del huncal, para afrontar nuestros tiros. Se adelantó algo en la orilla el gaucho, y tiró un hueso, diciendo: «¡Ahí está!»

Un tiro con munición patera dirigido en el mismo lugar hizo pegar un brinco al tigre, y en el acto recibió una bala de revolver. Se decidió entonces a mostrarse.

Hinchado el lomo como gato enojado, gruñendo, se dirigió lentamente, como fastidiado por una visita inoportuna que le hubieran obligado a devolver, hacia el grupo de los tiradores. Parecía vacilar y no saber a quien dirigir el primer saludo, cuando fijó la mirada en el caballo del gaucho, y se quiso abalanzar. Un tiro de Winchester lo hizo parar, y volvió al juncal como si no le gustase ya el juego.

Al rato, un galguito blanco se desató, entró con todo coraje en el juncal, sin que lo pudiese detener el amo; ladró un momento, pegó un gritó, como un ladrido ahogado, y no volvió más a salir.

El gaucho, viendo entonces que todos los esfuerzos eran vanos para conseguir la presencia del animal, espoleó su caballo tembloroso, entrando resueltamente lazo en mano, en el medio del huncal, y pronto salió de él, arrastrando, enlazada de la boca, una magnífica tigra, a quien una bala de Winchester, en la cabeza, quitó para siempre las ganas de matar galgos.

Y seguimos así viaje, varios días, por llanuras y médanos, comiendo puchero de perdices y perdices asadas, por no encontrar otra cosa; y no hay goce mayor, a pesar de las privaciones, que pisar tierra desconocida, desierta, destinada a ser poblada mañana, pero todavía con todo su sabor de inviolada soledad.

Para facilitar la vuelta a algún punto fijo, íbamos sembrando, de trecho en trecho, fósforos prendidos, y detrás de nosotros, en la atmósfera tranquila, se levantaban grandes columnas de humo, indicadoras del buen camino para volver.

Médanos áridos, apenas cubiertos de pasto duro y ralo, de terreno rugoso, lleno de socotrocos; valles encantados, rodeando de sus pastos florecidos alguna laguna celeste, llena de flamencos rosados, y todo alrededor, sorprendidos en un sueño, de pronto sacudido por una fuga de relámpagos, venados, avestruces, baguales y otros bichos de la Pampa.

De un charco, sacamos un pobre venado empantanado, y lo depositamos salvo y sano en la orilla, dejándolo entregado a las curiosas reflexiones que puede hacer un venado, en estas condiciones, sobre la generosidad humana, de la cual había dudado con razón hasta entonces. ¡No te fíes de ella, Damián[1], y no te vayas a figurar que por haberle pasado semejante cosa, por casualidad, la Pampa sea el Edén!



  1. Nombre familiar del venado en los cuentos pampeanos.