La tapera
La tapera
editarEn la verde loma, está el árbol solitario, meneando suavemente sus ramas. Es un sauce llorón, viejo ya, cuya cáscara está, en mil partes, roída por el diente destructor de las ovejas.
Las vacas vienen, perezosas, a refregarse en su tronco, y lo hacen pulido, relumbroso. Tratan, estirando la punta roma del hocico húmedo, de alcanzar con la lengua la extremidad de sus primeras ramitas.
Nada lo protege ya contra sus ataques; el tiempo ha borrado las zanjas; el pasto cubre, casi íntegro, el lugar que fue el corral de las ovejas.
Parece llorar el árbol abandonado, la ausencia de aquel que lo plantó. La sombra, inútil ya, no abrigará más a aquella alegre bandada de niños, que venían a jugar a sus pies, y a quienes ha visto crecer. Los pajaritos han dejado de hacer en él su nido; sólo, el carancho ha elegido domicilio en sus ramas altas, y de su cumbre, acecha al cordero dormido.
Tristemente, sopla el viento en su cabellera, y de noche, el transeúnte oye gemir el árbol. Las caricias del sol le son indiferentes, y luto es, para él hasta su traje primaveral.
¡Está solo!...
El humilde rancho ha desaparecido, con sus perros bulliciosos y turbulentos, con el balido de sus ovejas. La familia se fue a otros pagos, llevándose todo, su rebañito, su pobre equipaje y sus esperanzas. No ha dejado más, alrededor del solitario, que un hornito en ruinas, que ya no se verá coronado de alegre humareda,- y abrojos, y espinas, inevitable vestigio del pasaje del hombre...
¡Cuántos corazones humanos son una tapera!