Estaban juntos al pie de la cascada, que, herida por los rayos solares, se desplomaba en la ancha taza de basalto. Cola del caballo llaman en Piedra a esta cascada, y tal parece; sólo que es cola de un caballo monstruoso, cuyo frenético galope imita el río en su marcha hacia el salto.

Tiene la Cola del caballo, a más de otras bellezas, la de formar líquido cortinón, a medio correr, sobre una gruta que sirve de palacio y nido a centenares de palomas.

Estas palomas salen y entran por los huecos que deja libres la cortina de espumas: bañan su plumaje en las gotas de agua, salpicadas por el torrente; vuelan en torno de la taza; se acarician sobre las rocas, tapizadas con musgo; se saludan desde los arbustos próximos al despeñadero y dan un paseo último por los límites del cielo azul antes de acostarse en el nido que plumearon sus picos.

Juntos estaban Magda y Alejandro frente a la Cola del caballo. Era su lugar favorito. Jugaban y se perseguían, allí como chicuelos que empiezan a ser mozos, cuando eran realmente una mujer y un hombre que se resistían a ser viejos.

Ella frisaba en los treinta y cinco; él en los treinta y ocho. Sin embargo, hubieran dado envidia a otras juveniles parejas con las efusiones de su amor: acaso porque su amor unía a las frescuras de la mocedad la experiencia de la vejez: acaso porque el amor de las parejas nuevas es el primer amor, y el de ellos podía ser el último. El último amor hace con los amantes lo que el sol con el cielo durante el crepúsculo vespertino: teñirlo de fuego antes de cubrirlo de sombras.

Frente a la Cola del caballo habían asentado bajo la sombra de un nogal. Magda tenía abierto sobre la falda Fuoco, de D'Annunzio. Alejandro borroneaba en sus cuartillas.

De vez en cuando dejaba Magda de leer para contemplar a su amado; de vez en cuando dejaba él de escribir para besarla con los ojos.

Alejandro llevaba siempre consigo una escopeta. La llevaba como hubiera podido llevar un bastón o un paraguas; ni tanto aún: el bastón hubiera podido ofrecerle sostén; el paraguas, librarle de la lluvia. La escopeta sólo le servía de estorbo. Ni una vez en aquel mes largo de absoluta felicidad hizo intención de dispararla.

Las palomas pasaban y repasaban sobre sus cabezas sin que la escopeta de Alejandro las amenazara en su vuelo. Hubieran podido plegar las alas y acostarse entre Magda y él como en su nido propio.

Aquella tarde los amantes no mostraban en sus miradas y actitudes la dicha plena de otras veces. El correo les había traído dos cartas: llevaba sello de Italia la destinada a Magda, el de España la de Alejandro. Vinieron juntas, como si cada una de ellas, sola, no se atreviera a traer la mala noticia.

Eran nuevas del mundo real, que en su loca pasión habían olvidado. Obligaciones desatendidas, deberes quebrantados: cosas y criaturas suyas que ahora se presentaban a ellos para decirles por las bocas negras de unos rasgos de tinta, «¿Hasta cuándo? Cuando los seres tienen echadas sus raíces en un sitio, en ese sitio y para esas raíces necesitan vivir».

Los dos, por no afligirse, se habían ocultado el contenido de las cartas. Pero los dos estaban tristes. Ya no alzaba Magda los ojos del libro de D'Annunzio para buscar los de Alejandro; los alzaba para ponerlos en los límites del horizonte, para atravesar con ellos leguas y más leguas, para llegar donde cosas y criaturas suyas lloraban la ausencia y el desamparo y el olvido.

Tampoco se alzaban de sobre las cuartillas los ojos de Alejandro para mirar a Magda; también caminaban por el espacio buscando cosas y criaturas olvidadas, que la carta, traída por el correo, recordaba imperiosamente.

Magda cerró el libro con ademán nervioso. Alejandro arrugó las cuartillas con rabia. Ella se levantó y echó a andar, perdiéndose entre la arboleda. Él se alzó, casi al mismo tiempo, apretando los cañones de su escopeta.

Un ruido alegre de alas le hizo levantar la cabeza. Cinco o seis palomas revoloteaban en la atmósfera.

Fue rabia, ansia estúpida de matar muchas cosas a un tiempo. Alejandro se echó la escopeta a la cara; sonó el tiro y una paloma cayó a tierra aleteando con angustia.

Al ruido del disparo llegó Magda corriendo:

-¿Por qué la mataste -exclamó-. ¿Qué daño te hizo? Ahí dentro, en el nido, estarán sus hijuelos. ¡Pobres hijos aquellos que cuando necesitan cariño y protección, se hallan sin los de la madre o sin los del padre!...

No se miraron. Echaron a andar uno junto a otro con la vista baja, puesta en la alfombra de verdura, bordada con violetas.

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Es necesario que mañana vuelva a Madrid, decía Magda, sollozando en la obscuridad, abrazada al cuello de su amante. Allí buscaré forma de arreglar algo, un contrato, sea el que sea; conoces la carta; la necesidad urgente expresada en ella de poner remedio a una situación que puede traer la miseria a mis hijos. Necesito arbitrar recursos. Por mí nada me importaría; por ellos y para ellos a todo estoy pronta, hasta a una separación nuestra, que aun siendo, como será, breve, me arranca el alma de la carne.

-Yo...

-Tú ¿qué vas a hacer? Gracias que puedas atender a los tuyos. ¿Crees que aunque tú me lo ocultes no sé lo que dice la carta que te trajeron hoy? Lo que la mía, apuro más o menos. Acaba tu drama, estrénalo; haz frente a tu situación como a la mía yo. Te pondré al corriente de todo; de mi amor, de nuestro amor, no precisa que hablemos. Seguros de él estamos; acaba cuanto antes para ir en busca de tu Magda.

-Y tú...

-Me iré mañana. No hay manera de retardar el viaje.

Al día siguiente el coche donde partía Magda se fue perdiendo entre nubes de polvo por la carretera blancuzca.

Alejandro la miraba alejarse desde el gótico portalón.