Página rota de Joaquín Dicenta
Capítulo V


La empresa del buen Goicoechea fracasó. El público adinerado volvió la espalda al teatro nuevo, y el público pobre, el buen público, no lo pudo sostener solo.

Fracasó Goicoechea, quedaron burlados en sus nobles esperanzas autores y músicos; quedaron sin cobrar dos quincenas las partes principales y sin cobrar una semana las partes por medio, los coros y la orquesta. Goicoechea, luego de entregar su último duro como un bravo, tomó el tren y desapareció. Camino fue de América a emprender la conquista del oro, a lograrlo por todos los medios sin reparar en personas y en cosas; tal como hicieran los desaprensivos y simpáticos aventureros que siguieron los pasos de Colón, de Pizarro y de Hernán Cortés, en aquella hazaña bandidesca y heroica, que se llama la conquista del Nuevo Mundo.

Magda puso cara sonriente al desastre.

-¡Bah! -exclamó, levantando con sus dedos acariciadores la frente ensombrecida de Alejandro-. No te preocupes, bien mío; aun quedan en ese mueble algunos billetes del Banco; aun hay en aquel cofrecillo algunas alhajas, y ¡qué diantre!, como decís los españoles, no estoy tan mal de voz que vayan a faltarme contratos. Con lo que tenemos hay para atender unos meses las necesidades de mis chiquillos en Milán y las mías en este Madrid.

-Yo... -interrumpió el poeta.

-¡Tú!... Bastante haces con acudir a tus atenciones, que no son pocas ni baratas. En vuestra España los artistas no os hacéis millonarios; gracias si, trabajando mucho, podéis vivir de una manera decorosa. Te quiero con esto decir que dejes ese ceño. Sal adelante como puedas, y no te atormentes por mí. Ya me las compondré para salir a flote.

-¡Tú!... -murmuró Álex palideciendo.

-¡Yo, sí! -gritó ella, tapando con fuerza la boca de su amante-. Pero no temas; saldrá con mis propios recursos; sin hacer nada que pueda poner en nuestro cariño ni la sombra de una traición. ¿No dije que en mí había terminado la mujer loca, la criatura de vanidad y de odio? En mí sólo existe la criatura de tu amor; ésa está pronta y resuelta a todo, a todo menos a perderte. Sé que entregarme a otro, sea por lo que sea, equivale a perderte. Como no quiero perderte, no lo haré. Más todavía: no lo haré, porque, aun queriendo, no podría.

Inútiles fueron por parte de Alejandro ofrecimientos, súplicas, protestas; Magda, firme en su decisión, se opuso a que hiciera nada en su auxilio. Gracias, si en fuerza de instancias, pudo el poeta conseguir que, en tanto salvaba ella sus dificultades, por virtud de nuevos contratos, le acompañara a un viaje que había resuelto emprender al Monasterio de Piedra.

Alejandro quería encerrarse en este valle de prodigios para escribir, antes y con antes, un drama, solicitado urgentemente de su pluma por un empresario de crédito para un actor ilustre.

En veinte días precisaba rematar la labor; ningún sitio más a propósito para aprovechar tiempo y crear belleza, saturándose de ella, que los paisajes regados por el Piedra y cantados por él con la voz áspera de sus cascadas.

Era la estación invernal; no había, por consiguiente, en el Monasterio viajeros. Allí se acomodó la pareja, en una amplia celda que doraba el sol de mediodía. Los recios muros hacíanla impenetrable al frío; un frailuno brasero ayudaba a los muros en su hospitalaria faena.

A fe, que de resucitar el buen religioso, habitante de aquella celda, hubiese abierto ojos tamaños, viendo la clase de inquilinos que por la puerta se le entraban. Bien es cierto, que si los espíritus vuelven, según creen los espiritistas, a los lugares por que tuvieron predilección en vida los cuerpos que ellos animaron, los espíritus de los frailes de Piedra no podían ya sorprenderse de los nuevos vecinos. A todo se hace uno en este mundo; en el otro -si le hay- es de suponer que ocurra lo propio; y van muchos veranos desde que las celdas de Piedra se transformaron en fanales para recoger lunas de miel más o menos legalmente legítimas.

¡Encantadores días para Alejandro y para Magda los que pasaron en el Monasterio!

Bien de mañana, cuando no amenazaba lluvia, bajaban al valle cogidos por el brazo; él con las cuartillas dentro de un libro que hacía, sobre sus rodillas, veces de mesa de trabajo; ella con un libro también, para leer mientras él escribía. Ni una sola vez le interrumpía durante su faena. En silencio alzaba, para contemplarle, las pupilas del libro, o se alejaba por entre los boscajes, internándose en ellos, enviándole desde lejos los ecos de su voz. Al oírlos, levantaba Álex la cabeza; pronto volvía a su tarea, recogiendo aquellos ecos como un encanto más, como un dulcísimo acicate que avivaba su inspiración.

Terminado el almuerzo, luego de distraer un par de horas en paseos encantadores, tornaban, él a su trabajo, a sus silencios ella. Algunas veces, al caer de la tarde, cuando la luz casi no llegaba al papel, cuando el crepúsculo se convertía en noche y el poeta, sin darse cuenta de ello, seguía escribiendo, escribiendo a obscuras, Magda se acercaba a él de puntillas; ceñía su cabeza con una corona de laureles y, besando la frente por aquellos laureles ornada, murmuraba quedo, muy quedo:

-Vamos, poeta, despídete ya de la musa; dile que se vaya a dormir y que me ceda el puesto. Acabaron las horas de arte. Dejemos que suene para nuestras almas la hora divina del amor.

Ya de noche, enlazados por las cinturas, subían las verdes cuestas que hacia el monasterio conducen. Sus imágenes se dibujaban en la sombra como figuras de leyenda; el rumor de las cascadas era tercero misterioso de su lenta y muda ascensión; las flores incensaban el viaje de los felices amadores; a tientas ganaban la escalera señorial; a tientas entraban en su celda, y llegando, más juntos cada vez, al amplio balcón, adoselado con festones de hiedra, daban su adiós al valle, sumergido en la sombra.