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CÁMARA DE SENADORES

sos i cuales son los medios mas aparentes para repararlos.

Hubo un tiempo en que fueron grandes los temores que inspiraban los ataques a la relijion. Mas, la esperiencia ha demostrado que aunque se haya visto por ellos alterarse en algo o destruirse la creencia de uno u otro ciudadano, las masas poco o nada se han resentido de su accion. Apesar de los esfuerzos de los Bayles, Espinosas, Mirabeaux, Dupuis i muchos otros, la relijion circuida i batida por tantos i tan valientes enemigos, ha quedado como un escollo en medio del océano, que la furia de las olas no ha podido dislocar. El tiempo que lodo lo destruye, ¿destruirá también en el corazon del hombre la necesidad de los sentimientos i de las esperanzas, que debemos a la mas pura i consoladora de todas las relijiones? Nos parece que nó; i así somos de parecer que los ataques a la relijion deberían despreciarse del todo como incapaces de lograr el fin que se proponen con ellos hombres demasiado ilusos; tanto mas que el espíritu, por decirlo así, positivo e industrial que ocupa casi enteramente las sociedades modernas, hace mirar con una especie de indiferencia i de des precio mui saludable, tratándose de combates de opinion, las querellas ociosas de los filósofos acerca de cosas que no están al alcance de nuestros sentidos. Sin embargo, el disgusto que provocan el desacato i la audacia de los que la ofenden en público, sin miramiento alguno al respeto que le prestan en compañía de los mas de los hombres, los mejores i los mas prudentes de entre ellos, merece algún castigo.

Con relacion a la inmoralidad, mucho es el daño que pueden causar a las costumbres los que intentan favorecerlo por medio de impresos. En todos los países del mundo las leyes han tomado a este respecto medidas mui severas. Dígase, por honor de la civilizacion actual, no hai especie de abusos de imprenta que tenga ménos partidarios. El ateo, el demagogo mas atrevido no deja de tener un ínteres en que no se corrompa el corazon de sus mujeres e hijas. El mismo libertino, si no ha perdido toda la sen sibilidad, quisiera ser él solo de su jénero. Un clamor que no puede ser ni mas fuerte ni mas jeneral condena i persigue los abusos de imprenta, dirijidos a la corrupcion de las costumbres. Por esto mismo no deben temerse mucho sus efectos. En cuanto a la aplicacion de la pena que la lei les inflije, no presenta dificultad alguna por ser evidente el grado de perversidad que los ha promovido, i no tener pretesto alguno de error o de opinion sobre que apoyarse.

No sucede lo mismo de los impresos que la lei caracteriza de sediciosos. Entre los abusos de la libertad de imprenta, éste es el mas peligroso, i por consiguiente, el que debe ocupar mas a los lejisladores de las sociedades modernas, en las que el órden es la primera necesidad de los pueblos i las revoluciones violentas i subversivas los males que mas deben temer. La sed del poder, tomado por pretesto, el mas noble sentimiento, e invocando uno de los nombres mas sagrados en el corazon del hombre, intenta reproducir hoi a cada rato los estragos que en tiempo de ignorancia fueron la consecuencia horrorosa de una relijion de humanidad i de paz. La ambicion i la codicia han manchado a nombre de la libertad con la sangre de millones de víctimas los altares del patriotismo. La libertad de imprenta ha sido uno de sus principales instrumentos.

Sin embargo, alguna vez estos excesos han podido en cierto modo ser justificados por la opinion que los ha provocado i por el objeto que se ha tenido en mira. Las luces se han acumulado i las costumbres se han mudado entre algunos pueblos con una asombrosa rapidez, ántes que el tiempo mudase gradualmente su sistema social. Este fué el caso de la Francia en fin del siglo pasado. Fué casi inevitable mudar repentinamente su Constitucion Política por la fuerza irresistible de sus mismas luces i de sus mismas costumbres. A un ejemplo tan terrible no han faltado imitadores. ¡Cuán pocos han podido justificarse como la Francia!

Asentando que, en el caso de que acabamos de hablar, el uso de la imprenta para excitar al pueblo a subvertir de un modo violento el órden político ha podido en cierto modo ser justificado, no ha sido nuestra intencion aprobarlo. ¿Quién quisiera haber contribuido a los efectos espantosos de la revolucion francesa? Estamos ciertos que si los escritores que la provocaron hubiesen podido prever todas sus consecuencias, hubieran temblado a la sola idea de conseguirla. Mas, la antorcha de una reciente i terrible esperiencia no había aclarado todavía a los hombres de las modernas repúblicas. ¿Qué verdadero patriota, instruido despues con los hechos, no ha preferido siempre la obra del tiempo, de Ja reflexion i de la lei a los horrores inevitables de un ciego i ruinoso entusiasmo?

Pero, en nuestros mismos tiempos, tenemos el sentimiento de observar, aun en el seno de los pueblos que se hallan incontestablemente mas adelantados en la carrera de la civilizacion i de la libertad, como la Francia, un impulso hácia las revoluciones, al que no dejan de contribuir escritores de sumo mérito. Este hecho nos parece mui fácil de esplicar. Los principios de la política de los pueblos no han sido todavía adoptados en Francia en toda su estension. Su Gobierno, que encierra aun grandes concesiones al antiguo órden de cosas i al influjo estranjero, se halla en oposicion con los principios de la verdadera libertad. A mas de esto, parece que la particular civilizacion de la Francia le sirve de garantía contra las resultas funestas de las revoluciones. Su Gobierno cumple sin duda un deber sagrado en alejarlas; mas, los escritores i el pueblo, que los aplaude i secunda, pueden tener una apariencia de razon.