Oros son triunfos: 9


Triste silencio reinaba en el escritorio de don Serapio dos días después de la última corrida celebrada en la misma calle por el estrepitoso don Romualdo, silencio apenas interrumpido por el charrasqueo de las plumas de los dos dependientes. El viejo tenedor de libros había sido llamado por don Serapio al departamento presidencial de éste, en el cual se llevaban ya más de hora y media a puertas cerradas. Los de afuera tenían orden de despedir a los corredores que llegasen, con la frase sacramental de «no ocurre nada», que quita, en los usos del comercio, todo pretexto a réplicas y observaciones impertinentes.

Hallábanse amo y dependiente, sentado el primero en su vetusto sillón, y de pie, junto a él, el segundo; ambos hojeando libracos y papeles amontonados sobre la mesa y el atril; don Serapio con los ojos enrojecidos, descubierta la cabeza y erizado el escaso pelo; el dependiente impávido y sereno, en espera siempre, como si fuera un libro más de la casa, de que se consultase alguna de sus páginas, para ofrecer, con mecánica lealtad, los guarismos estampados en ella.

-De manera -decíale con voz lenta y apagada don Serapio-, que tenemos, en junto, para cubrir las atenciones de este mes...

Y entonces el dependiente, leyendo un papelejo que tenía en la mano, resumen de todo lo consultado hasta aquel instante en libros y correspondencias, continuó, tomando, con la precisión de un músico de concierto, la entrada que le daba su principal:

«En valores a cobrar en la plaza, trescientos mil seiscientos y quince reales.

»Saldos de cuentas corrientes, a negociar, ochenta y tres mil y doscientos.

»Total, trescientos ochenta y tres mil ochocientos quince».

-Créditos contra nosotros en igual tiempo, -prosiguió don Serapio, después de apuntar con mano trémula aquellas respetables cifras.

-«En todos conceptos» -leyó el dependiente con voz clara e inexorable-: «Un millón seiscientos mil ochocientos setenta y dos reales con catorce maravedís».

Don Serapio apuntó esta cantidad sobre la otra, y restó.

-¿Déficit?... -dijo angustiado el comerciante, después de ejecutar la operación.

-«Déficit» -leyó en su papel el dependiente-, «un millón doscientos diez y siete mil cincuenta y siete reales con catorce maravedís».

-Exactamente. Sesenta y un mil pesos, mal contados. ¿Recursos extraordinarios?

-¡Hombre, tanto como eso!...

-Los treinta mil duros en pagarés de la casa Peje y Compañía, de Málaga, que quebró la semana pasada. Ofrecen el uno y medio a sus acreedores; pagarán el pico, librando bien... y saque usted la cuenta.

-Ese golpe nos mata.

-Ese golpe... Y otros como él, no diré que no.

-¡De modo que estoy arruinado?

-Por las trazas...

-¡Que tengo que llamar a mis acreedores!

-No habrá más remedio.

-¡Hija de mi vida! -fue la única exclamación que hizo el angustiado padre dejando caer la cabeza entre sus manos y las lágrimas de sus ojos.

Contemplóle el dependiente un breve rato con la mayor impasibilidad, y díjole después, con la serenidad de un recluta delante de su coronel:

-¿Hago falta?

Mas viendo que no obtenía respuesta, echóse debajo del brazo dos libros de cuentas corrientes; recogió algunos paquetes de cartas, y girando sobre sus tacones, salió del departamento señorial.

Al entrar en el suyo vio que se abría con estrépito la puerta principal y que aparecía en ella un personaje vestido de rigorosa etiqueta, brillando en pecho, puños y pescuezo, como cielo en noche de verano.

-¿El señor don Serapio Caracas? -preguntó desde la puerta con voz de trueno.

-Aguárdese usted, -respondió el tenedor de libros, que aún no se había sentado, volviendo a anunciar la visita a su principal, en la duda de si también con los de aquel pelaje había de entenderse la consigna dada para los corredores.

Vaciló don Serapio entre hacerse el ausente o el visible; pero como se le manifestó que la visita no tenía cara de negocios, procuró serenarse y mandó entrar al anunciado.

Momentos después se hallaban los dos frente a frente.

-¿El señor don Serapio Caracas? -volvió a preguntar el visitante.

-Servidor de usted -respondió el visitado- ¿A quién tengo el honor de?...

-Romualdo Esquilmo, para lo que se ofrezca.

Y haciendo una profunda reverencia, tendió su enguantada mano a don Serapio, quien al oír aquel nombre tan sonado y respetado en el pueblo un mes hacía, púsose de pie de un brinco, y exclamó con toda la veneración que pudiera un moro delante del famoso zancajo de la Meca:

-¡Muy señor mío y dueño!... Y usted me perdone que no le haya conocido a pesar de su envidiable fama, porque este oscuro rincón, es, mucho hace, toda mi sociedad. ¿Y a qué debo la inmerecida honra de su visita?

Mas como notara que el visitante miraba mucho en su derredor, como si temiera ser oído, se apresuró a invitarle a que subiera a la habitación.

Aceptó de buena gana don Romualdo; subieron por la escalera excusada, y se encerraron en el gabinete de don Serapio.

A vueltas de algunos cumplidos y generalidades, quiso entrar en materia el comerciante con esta popularísima invitación:

-Conque usted dirá, mi señor don Romualdo.

Y éste, sin hacerse rogar más, habló así, dulcificando cuanto pudo la rudeza de su voz con la melosidad del estilo trasatlántico:

-Pues mire, don Serapio, yo soy muy claro, clarito, y no quiero cansar. Con mi trabajo gané en América muchos pesos... Porque yo soy muy rico, ¿entiende? Pero no me tienta la codicia; y cuando me vi con un pasar y todavía con mucha vida por delante, dije: «camará, que arrempuje otro, que yo voy a darme buena vida». Porque mire, don Serapio, yo soy solito en el mundo, sin padres ni parientes... Es una desgracia, ¿verdad? Con todo y eso, la tierra me tiraba... porque ésta es mi tierra. Cuatro barracones en una manigua; pero al cabo es patria, ¿me entiende? Conque cogí mis intereses en América, como el otro que dice, para buscar acá lo que allí no hay, y dejar lo que uno tiene; y por lo que pueda tronar, vayan dos al Banco de Londres, cinco al de París, cuatro al otro lado y un pico para la jornada, ¿me entiende? Pues así fue, don Serapio. Después de colocar lo gordo a sotavento, diéronme letras sobre esta plaza adonde yo venía del tiro, y hoy la una y mañana la otra, todas van venciendo esta semana. Y mire, don Serapio, ello poco es; pero antes del domingo tendré en mi casa, entre sobras del camino y picos de uno y otro, cerca de cien mil fuertes, ajá.

-Vamos, no es mal pico -observó don Serapio, casi dispuesto a adorar a aquel hombre que llamaba picos a una suma de dos millones, cuando él con poco más de la mitad podía volver a ser el acaudalado señor de Caracas-. ¿Y acaso querrá usted consultarme sobre el destino que ha de dar a ese pico?

-Nadita de eso, don Serapio. Yo traigo ya mi composición hecha, ¿estamos?... Porque yo he sido aquí muy solicitado, ¿entiende? y por lo mismo guardo mucho el cuerpo... Y yo conozco muchísimo de nombre esta casa; y como nada me ha brindado, por lo mismo la prefiero, clarito, ajá.

Comenzaban a zumbarle los oídos a don Serapio, porque tenía barruntos de algún acontecimiento halagüeño, y estaba pendiente de las palabras de aquel hombre-filón, como el reo de las del juez, que puede enviarle lo mismo al palo que al aire de la libertad.

Sin embargo, sólo contestó con exagerado acento de modestia:

-Mil gracias por la preferencia que tanto me enaltece.

-Yo soy así, don Serapio. Por eso vengo hoy y le digo: «aquí están cien mil pesos fuertes: ¿quiere tomarlos de bien a bien como en cuenta corriente?»

-Pero don Romualdo...

-No me ofenda, don Serapio: yo, en una fonda, no los he de tener a mi vera; de negocios no hay que hablarme; ¿quiere que los bote a la calle?

En aquel momento la situación de don Serapio era para volver loco al más cuerdo. Hombre honrado, no podía abusar de la buena fe de aquella persona tomando su dinero en el instante en que su casa se iba a declarar en quiebra. Sin embargo, la suma pasaba con mucho de lo que él necesitaba para salir de apuros, y hasta para enderezar sus torcidos negocios, siempre que los cien mil del pico entrasen en su poder por cierto tiempo, sobre lo cual aún no se había explicado el indiano, aunque ya revelaba en sus palabras que en aquel capítulo no sería exigente. Podía, pues, recibir el dinero con muchas probabilidades de salir de sus viejas apreturas sin que éstas llegaran a traslucirse. Pero de todas maneras, y aun librando bien por el momento, ¿no sería una ignominia para él que, tiempo andando, llegara a saberse que estando en quiebra su casa había admitido tan enorme depósito sin advertir al depositante el riesgo que corría su dinero?

Todas estas consideraciones en tropel cruzaron en un instante por la mente de don Serapio, que llegó a sudar bajo el peso de tan encontradas emociones. No obstante, optó por lo más decente, resolviéndose, ante todo, a desengañar a don Romualdo.

-Señor mío -le dijo-: yo no tengo palabras con qué expresar a usted la gratitud que le debo por la deferencia que me quiere guardar; pero, hombre honrado ante todo, no puedo aceptar ese depósito sin dar a usted ciertas explicaciones.

-Que yo no quiero escuchar, ¿estamos?

-Es que no hemos hablado todavía ni aun de los intereses.

-No los quiero... en moneda sonante.

-Ni del plazo.

-El que usted quiera, si teme que puedo quitarle de un jalón esa miseria.

-Tampoco sabe usted si mi casa...

-¿Si está firme? ¡Bah! Pero pinto que estuviera quilla arriba... Mejor, si con esa ayuda la poníamos a flote. Jajajajaaaá. Si al fin tenemos que entendernos, camará. De modo que sobre este punto estamos a la orillita los dos, y desde esta tarde empiezo a mandar plata. Por lo que falta de apañar, aquí tiene las letras endosadas a usted ya, con un montón de billetes.

Dijo, y sacó de una cartera enorme con vivos de oro y cifras de diamantes, más de un millón de reales en papel que entregó a don Serapio.

Este no sabía si echarse a llorar o a los pies de aquella providencia tan estrafalaria como espléndida; pero conteniéndose, por no evidenciar demasiado su necesidad, ya que el indiano se empeñaba en no conocerla, aceptó la oferta tan tenaz y, según las señas, deliberadamente hecha, diciendo al indiano en un tono que no carecía de dignidad:

-Yo, señor mío, y por mi desgracia, no tengo el dinero en tanta abundancia como usted; mis negocios, como todos los de la plaza, son en pequeño, relativamente a los de ustedes en América; por lo cual ni mis colegas ni yo tenemos nunca la caja tan bien provista que podamos disponer de cien mil duros en un momento de sorpresa, pues no llegan a tanto muchos capitales que aquí se llaman grandes cuanto más nuestros sobrantes para imprevistos. En una palabra, yo no puedo admitir esta suma más que en uno de estos tres conceptos: como depósito, en cuyo caso y por razones que son para mí sagradas, aunque usted no quiera oírlas, le daré la llave de una caja de mi escritorio para que usted disponga a su arbitrio del dinero; o como préstamo, por un plazo convenido; o en cuenta corriente, a condición de que para disponer de sumas de alguna importancia me avise usted con la anticipación que se estipule. Además, y usted me perdone tantas exigencias, yo, por un sentimiento de delicadeza, necesito consignar en el resguardo que le entregue, que se resiste usted a oír ciertas explicaciones que he querido darle acerca del estado de mi casa, requisito que yo juzgo de utilidad vista la importancia de la suma.

-¿Acabó ya, mi amo? -exclamó don Romualdo después de haber escuchado con la boca abierta a don Serapio.

-Es cuanto me ocurre sobre el asunto, después de volver a dar a usted un millón de gracias por la confianza con que me honra.

-Pues mire, cuando le haga la entrega del último centavo, me pone el papel como le dé la gana, o no me pone pizca. Y se finó aquí la historia, que, camará, por cuatro chinitas como esas nunca he platicado yo tanto.

Don Serapio caminaba de asombro en asombro. Como broma podía pasar aquel derroche; pero contra tal suposición protestaban los valores que ya tenía en su poder.

-Pero la cuestión de intereses -replicó al indiano-, no puede dejarse sin tocar, señor mío; y necesito que usted me diga si le bastan los que aquí abonamos en las cuentas corrientes...

-Ahorita mismo vamos a hablar de eso, señor don Serapio; y mire que no encuentre caros los que le pida.

-Ya pareció aquello -pensó el buen hombre; y añadió en voz alta-: Usted dirá.

-Voy a decirle. Yo quiero tomar estado, ¿me entiende?

-Recomendable propósito.

-Y quiero tomarle en este pueblo.

-Me parece muy bien.

-Y con una madamita muy conocida de su mercé.

-Pues lleva el proyecto muy adelantado ya.

-Andandito.

-¿Y será imprudencia preguntar a usted quién es?

-Enriqueta.

-Hay varias de ese nombre.

-Su niña de usted.

-¡Mi hija!

-Ajajá. ¿Le van pareciendo caros los réditos?

No es fácil explicar el efecto que produjo en don Serapio esta embestida en seco. Preocupado con la situación de su casa y en entredicho con su mujer desde la escena que conocemos, no tenía la menor noticia de las exhibiciones y aparentes propósitos del indiano, ya públicos en la ciudad. Cogióle, pues, de nuevas la pretensión, y le aturdió. Por un lado le halagaba; por otro se le resistía. Aquel tipo para una mujer como su hija... y César... y el recuerdo de éste en la memoria de Enriqueta. Pero aquel caudal enorme, aquel desprendimiento, aquella franqueza honrada, el porvenir de la casa con un protector semejante... Todo lo fue viendo instantáneamente, y así, sin saber si agradecer la demanda o maldecirla, contestó al indiano con afectada parsimonia:

-La nueva pretensión que acaba usted de manifestarme, mi señor don Romualdo, es de tal naturaleza que no alcanzaría todo mi buen deseo a despachársela a su gusto sin contar antes con el de la interesada.

-Por ahí me duele, camará.

-¿Usted la conoce?

-¡Si la llevo estampadita en el alma!

-Digo si la ha tratado usted, -repuso don Serapio, nada complacido con aquella fineza.

-Eso no; pero ella me conoce, y también su mamita.

-Es decir, que se conocen ustedes de vista.

-Cabales.

-Entonces nos falta casi todo el camino por andar, y usted no extrañará que yo, dando a su deseo toda la importancia que se merece, se le transmita a mi hija para que, libre de toda presión, me diga su parecer, que es, en mi concepto, lo principal del asunto.

-Y la mamita ¿tomará parte en el consejo? -preguntó el pretendiente seguro de que no le sería su voto desfavorable.

-Naturalmente, señor don Romualdo.

-Pues entonces -replicó éste-, me retiro ahorita; y me hará la merced el señor don Serapio de leerme cuanto antes la sentencia. Y mire, al llegar le hubiera implorado que me presentara a las señoras; pero desde que platicamos del caso, para que lo vea, me tiemblan las choquezuelas, y no lo aceptaría hoy aunque me lo brindara.

-Iba a hacerlo precisamente.

-Pues ya me ha oído. Créame, don Serapio: aunque me ve tan llenote y rollizo, soy una criatura en lo sentido.

-Ya lo voy reparando, -observó aquél sonriendo.

-Es la fija, créame... ¡Jajajajaaaá!

Y largó una carcajada llena, robusta, sonora, estrepitosa, interminable. Con la cual, dos reverencias, tres sombreradas y un apretón de manos, amén de algunas frases de cumplido, despidióse de don Serapio, que le acompañó hasta la puerta del escritorio, donde hubo todavía algunas ofertas recíprocas y no pocos cumplimientos.

Volvióse el comerciante a su despacho; llamó al tenedor de libros, y le dijo, examinando con escrupulosidad los billetes y las letras que había recibido del indiano:

-Abra usted una cuenta a don Romualdo Esquilmo...

Y como si hubiera cambiado repentinamente de parecer, añadió en seguida:

-Pero no se la abra usted todavía.

Con lo cual volvió el tenedor a su puesto, extrañando mucho que en semejantes circunstancias se le mandasen tales cosas; de lo cual dedujo que la visita del indiano podía llegar a tener alguna influencia en los futuros destinos de la casa.

Entre tanto, es de advertir que don Serapio se arrepintió de su primer mandato, porque se le ocurrió de pronto que habiendo sido los dos millones una embajada más o menos ostentosa para autorizar la petición subsiguiente, si ésta llegaba a ser desairada, procediendo con decencia había que mandar retirar los embajadores, si es que no se retiraban ellos solos. Que la petición podía ser desairada, se lo hacían temer el carácter de su hija y las aparentes circunstancias, aun sin meterse a indagar las desconocidas, de su pretendiente; circunstancias y peros que habían pasado inadvertidos para él cuando sólo se trataba de sus intereses materiales, y que le saltaron a los ojos tan pronto como aquél se declaró aspirante a la mano de Enriqueta. Conste, pues, como dato que honra a don Serapio, aunque no le salve en lo principal de su culpa, que, por de pronto, teniendo en su mano el talismán misterioso que podía regenerar su casa en un momento, estaba dispuesto a arrojarle por la ventana si esa regeneración había de ser al precio del sacrificio de su hija.

Y meditando así, envolvía los valores del indiano en una carpeta, sobre la cual escribió: «De don Romualdo Esquilmo», lacrándola y sellándola. Después guardó el paquete en el fondo de su caja embutida en la pared y defendida por maciza puerta que cerraba con barrotes y candados.

Volvió luego a su puesto; sentóse en el viejo sillón; estuvo meditando largo rato con la cabeza entre las manos; trancó después el atril y los cajones de la mesa, y con paso tranquilo y mesurado echó escalera arriba por la excusada.