Oros son triunfos: 10



Bien ajena estaba doña Sabina a lo que pasaba en el gabinete de su marido entre éste y el indiano, en el punto y hora en que ella y Enriqueta entretenían el tiempo, en un saloncito, con esas frivolidades de adorno que compradas en la calle valen una miseria, y llegan a costar un sentido hechas en casa por la aplicación y economía de una gran señora hacendosa.

Excusado es decir que ni esta ocasión ni otras parecidas desaprovechaba doña Sabina para predicar a su hija sobre el tema tan debatido ya de la brillante proporción. Y es la verdad que al llegar el amén de la anteúltima homilía, Enriqueta, fuera por cansancio o por haber agotado su caudal de excusas, epigramas y reparos, o por otro motivo más grave, no dijo una palabra ni mostró en el más leve gesto señal alguna por donde su madre pudiera conocer el verdadero fruto que habían dado sus palabras. Pero como los sermones habían sido predicados en rigorosa gradación de efecto, hábilmente preparada, sin cuidarse mucho de aquella aparente impasibilidad, aguardó al próximo con gran confianza en el cristo que reservaba como último argumento para mover hasta el corazón de su hija.

Así como así, desde la cabalgada de que ya tenemos noticia, don Romualdo no había vuelto a parecer por aquellos barrios, lo cual era un mal síntoma, y se hacía indispensable ganar a todo trance el terreno perdido.

Con tan loable propósito comenzó su exordio la buena predicadora en la ocasión a que nos referimos al principio de este capítulo; y preciso es confesar que nunca se mostró más elocuente ni más seductora.

-Mira, hija mía -la dijo entre otras cosas-: el hombre más antipático y repulsivo desde lejos, tiene, estudiado de cerca, condiciones que le hacen, si no encantador, por lo menos tolerable. Pues bien: tú misma me has dicho que, en rigor, no hay en el aspecto de don Romualdo nada de repugnante, aunque haya algo de vulgar y charro. ¿No es casi seguro que ese hombre, tratado en confianza, descubriría algunas virtudes que harían olvidar fácilmente aquellos defectos? Según fama, es campechano, afable y bondadoso hasta con los más extraños. Y siendo así con todos, ¿qué no sería contigo? Y siéndolo contigo, ¿qué prodigios no haría un hombre como ése por verte contenta y agradecida? ¿Has meditado alguna vez sobre esto, Enriqueta?... Pero me dirás que eres joven; pensarás, aunque no me lo digas por modestia, que eres hermosa; que tienes un corazón virgen, como quien dice, de todo sentimiento amoroso; que ese corazón aspira a llenarse con otro corazón que le comprenda y que se te parezca... Después el mundo, el fantasma del mundo que te viera unida a un hombre que, por su edad, más parecería tu padre que tu marido; que no es aristocrático en su aire, ni literato en su estilo, ni en sus contornos un modelo. Pero a estos reparos, hija mía, que te conteste ese mismo mundo por la boca de tantas mujeres, amigas tuyas las más de ellas, que también los hicieron en parecido trance. El uno era grosero; el otro sucio; éste carcomido de cuerpo; aquél del alma; tal, de escandalosa conducta; cuál, de infame procedencia. Y todos eran viejos, pero todos eran ricos. Ellas no eran pobres, y además todas eran jóvenes, y ninguna fea ni sin casto amor en el pecho. Gimieron al principio, protestaron, maldijeron; pero llegó la reflexión al cabo, venciéronse los escrúpulos... y vete a preguntarlas hoy si están arrepentidas, en medio de sus galas, entre el ruido de sus trenes y el vértigo de sus viajes y sus fiestas ostentosas; consulta sus corazones, y ve si queda en ellos la menor señal de que habitó allí por largo tiempo la imagen de un galán enamorado.

Aquí hizo una pausa doña Sabina y estudió con mirada escrutadora el efecto de sus palabras en el ánimo de Enriqueta; pero ésta seguía con los ojos sobre su labor, sin mostrar señal de asentimiento ni de desaprobación; duda que animó a la predicadora, la cual continuó así:

-Pues bien, hija mía, esta transformación, tan rápida que parece increíble, se ha obrado a merced de una fortuna que no pasa de lo ordinario entre las buenas, y de unas cuantas cualidades morales de pacotilla, que de ningún modo pueden contrapesar ni la carcoma del uno ni los públicos vicios del otro. Figúrate ahora lo que sucedería si llegaras a ser la señora de ese hombre que, tras de no tener nada de repugnante, reúne un caudal que excede a todo cálculo, y es además generoso y ama con delirio la sociedad y el trato de las personas distinguidas. ¡Deslumbra y ofusca, hija mía, la sola consideración de ello! Por de pronto, al mero anuncio de tu boda, lloverían sobre ti joyas y ricas telas, y vendrían del extranjero, para tu regalo, los más costosos y elegantes trenes. Una vez casada, no habría país en el mundo que no visitaras, ni capricho que en él no satisfacieras. Ya de retorno, te establecerías en espléndido palacio que se edificaría para ti, en el cual estarían las fiestas y la servidumbre a la altura de tu posición. Llevarías al gran mundo el ejemplo de tu esplendor y tu elegancia, y a las capas humildes de la sociedad la limosna de tu filantropía y el consuelo honroso de tu presencia. No habría asociación piadosa que no te diera la presidencia, ni huérfano que no te ensalzara, ni desvalido que no te bendijera. La prensa seguiría tus pasos, popularizaría tu nombre y tus riquezas, y desde la bordada silla de tu lujoso despacho, no tendrías que envidiar el poder ni los honores de un ministro en su poltrona. Y si todavía, en medio de estos resplandores y de estas armonías de la opulencia, trasluces ciertas horas de prosa y de tinieblas, necesarias a la vida íntima del matrimonio, repara a la vez, hija mía, que la existencia doméstica de una mujer del gran mundo está sujeta a leyes sabias que quitan todo el mal gusto que debían dejar necesariamente las costumbres patriarcales de nuestros progenitores. Una señora de tu jerarquía, con un palacio como el tuyo, no podría menos de vivir con entera independencia dentro de su propio hogar, sin tener que dar cuenta a nadie de las horas que eligiera para entrar, para salir, para dormir o para levantarse, lo cual ya es algo tratándose de escrúpulos de estética. De manera, hija mía, que puestos de un lado tan livianos inconvenientes, y del otro tan colosales ventajas, no es difícil adivinar hacia qué parte se inclinaría la balanza.

Calló otra vez doña Sabina, observó a Enriqueta y vio, no sin alegría, que ésta iba levantando poco a poco los ojos hacia ella; que la expresión de su boca estaba muy lejos de ser desdeñosa, y que se disponía a romper su obstinado silencio.

-Vamos, hija mía -prosiguió la buena madre, en su deseo de sacar todo el partido posible de tan favorable situación-; dime, a lo menos, tu parecer con franqueza. ¿Qué juzgas de lo que te voy diciendo?

-Juzgo, mamá -respondió al cabo Enriqueta sin pizca de encono-, que estamos haciendo castillos en el aire; porque, después de todo, ¿quién nos ha dicho que ese señor ha pensado en semejante cosa?

La cual respuesta, si no era una explícita aprobación de las teorías de doña Sabina, tampoco envolvía una repulsa manifiesta; y esto era mucho tratándose de una boca como aquélla, que, para hablar de don Romualdo, no había usado más que burlas cáusticas y epigramas sangrientos. Podía creerse con algún fundamento que el sermón aprovechaba. Toda la virtud de un justo, de un Dios, fue necesaria para resistir la tentación del demonio que desde lo alto de una montaña le decía, mostrándole el mundo: -«Todo esto será tuyo si me adoras».

Frágil criatura Enriqueta; demonio doña Sabina, punto más sutil y tentador que el del Evangelio, ¿qué extraño sería que la incauta joven cayera de rodillas ante aquel ofrecido reino de placeres y riquezas?

Abundando en esta misma opinión la diabólica mujer, y creyendo ya en buena sazón el espíritu de su hija, juzgó llegado el caso de sacar el cristo que había de rematar su obra.

-No creo -dijo, respondiendo a la observación de Enriqueta-, que me engañen ciertas apariencias; pero, de todos modos, conviene colocarse en lo más cómodo y proceder en ese sentido. Porque has de saber, hija mía -y comenzó la habilidosa mujer a hacer dengues y pucheros-, que hay razones que yo no he querido decirte nunca, por las cuales ese enlace, además de hacer tu felicidad, sería para tu padre y para mí... ¡el manto de la Providencia!

Y la muy taimada se limpió los ojos con el pañuelo.

Como era de esperar, aquellas palabras capciosas y aquellas lágrimas vergonzantes llamaron vivamente la atención de Enriqueta.

-Pues ¿qué sucede? -exclamó alarmada.

-Sucede, hija mía -prosiguió entre sollozos doña Sabina-, que hace ya mucho tiempo (y perdona a una madre cariñosa que te lo ha venido ocultando por no afligirte), que el caudal de tu padre no es más que una apariencia; que la suerte le ha vuelto la espalda; que a duras penas y con indecibles fatigas, ha logrado hasta hoy ir sosteniendo su casa; que los contratiempos, lejos de estar vencidos, se van acumulando de día en día, y en fin, Enriqueta, que no está lejano el en que, sin un milagro de Dios... o el amparo de un hombre como ése, nos veremos todos envueltos en la más espantosa miseria.

Calló doña Sabina y ocultó la cara entre sus manos, lanzando de su pecho angustiosos quejidos; y Enriqueta, que había ido devorando cada una de sus palabras con la ansiedad fácil de adivinar, al oír los sollozos de su madre inclinó su hermosa cabeza, y exclamó, también con lágrimas en los ojos y con verdadera angustia en el corazón:

-¡Pobre padre mío!

¡Cosa extraña! Ni éste ni su hija se habían acordado de doña Sabina en el instante de saber que la miseria llamaba a las puertas de aquella casa.

Después que hubieron pasado los primeros desahogos del verdadero dolor de Enriqueta, y la parte de farsa que había en el de su madre, disponíase aquélla a dirigirle la palabra, cuando entró una doncella a decir que «el señor» esperaba en su gabinete a la señorita.

Serenóse la joven cuanto pudo, e impresionada hasta el extremo con aquel casual recuerdo de su padre, acudió rápida al llamamiento, sin pararse a considerar la sorpresa que en su madre causó el recado.