I


Estaba el cielo inconsolable. El día

gris; a lo lejos, como negro muro,

se dibujaba el horizonte oscuro

tras de la niebla perezosa y fría.


Tiritaban los árboles. La umbría

selva su aliento embalsamado y puro

desparramaba en el ambiente, al duro

golpe del recio vendaval. Llovía...


Pálido el sol en el siniestro fondo

de hosca nube, mostraba su marchito

semblante cadavérico y redondo;


mientras que alzando su tremendo grito,

copiaba el mar, desenfrenado y hondo,

la inmensa lobreguez del infinito!


II

Sus invisibles alas de tristeza

desperezaba en lo insondable; el mundo

parecía temblar en lo profundo

de aquella singular naturaleza.


Tu fragante y undívaga cabeza,

en cuyo aroma mi semblante inundo,

acariciaba el viento vagabundo

al traspasar la frígida maleza.


¿Te acuerdas? ¡Solos! Desde aquella gruta

que adorna el liquen y perfuma el monte

mientras la sombra su recinto enluta,


con las trémulas manos enlazadas

mirábamos al lúgubre horizonte

borrarse entre las nieblas desgarradas!


III

¡Ah!... de esa gruta entre la negra boca

vibra aún nuestro amor, nuestra ventura

presa está allí, y un eco de ternura

parece resonar de roca en roca.


Los ósculos ardientes que en mi loca

y honda explosión de júbilo en tu pura

frente imprimí, palpitan en la oscura

selva glacial, que mi memoria evoca!


Ya por eso el verano con su lumbre

jamás me alegra, aunque sus rubias alas

llenen los bosques de esplendor eterno,


Y hoy solamente hacia la yerta cumbre

de un horizonte lívido y sin galas

van mis ojos en busca del invierno!