La Odisea (Luis Segalá y Estalella)/Canto XIII

La Odisea (1910)
de Homero
traducción de Luis Segalá y Estalella
ilustración de John Flaxman, Walter Paget
Canto XIII
Nota: Se respeta la ortografía original de la época
Los feacios dejan en la playa de Ítaca á Ulises dormido


CANTO XIII
PARTIDA DE ULISES DEL PAÍS DE LOS FEACIOS Y SU LLEGADA Á ÍTACA


1 Tal fué lo que Ulises contó. Enmudecieron los oyentes y, arrobados por el placer de escucharle, se quedaron silenciosos en el obscuro palacio. Mas Alcínoo le respondió diciendo:

4 «¡Oh Ulises! Pues llegaste á mi mansión de pavimento de bronce y elevada techumbre, creo que tornarás á tu patria sin tener que vagar más, aunque sean en tan gran número los males que hasta ahora has padecido. Y dirigiéndome á vosotros todos, los que siempre bebéis en mi palacio el negro vino de honor y oís al aedo, he aquí lo que os encargo: ya tiene el huésped en pulimentada arca vestiduras y oro labrado y los demás presentes que los consejeros feacios le han traído; ea, démosle sendos trípodes grandes y calderos; y reunámonos después para hacer una colecta por la población, porque nos sería difícil á cada uno de nosotros obsequiarle con tal regalo, valiéndonos exclusivamente de nuestros recursos.»

16 De tal suerte les exhortó Alcínoo, y á todos les plugo cuanto dijo. Salieron entonces para acostarse en sus respectivas casas; y así que se descubrió la hija de la mañana, la Aurora de rosáceos dedos, encamináronse diligentemente hacia la nave, llevando á ella el varonil bronce. La sacra potestad de Alcínoo fué también, y él mismo colocó los presentes debajo de los bancos: no fuera que se dañara alguno de los hombres cuando, para mover la embarcación, apretasen con los remos. Acto continuo trasladáronse al palacio de Alcínoo y se ocuparon en aparejar el banquete.

24 Para ellos la sacra potestad de Alcínoo sacrificó un buey al Saturnio Jove, el dios de las sombrías nubes, que reina sobre todos. Quemados los muslos, celebraron espléndido festín, y cantó el divinal aedo, Demódoco, tan honrado por el pueblo. Mas Ulises volvía á menudo la cabeza hacia el sol resplandeciente, con gran afán de que se pusiera, pues ya anhelaba irse á su patria. Como el labrador apetece la cena después de pasar el día rompiendo con la yunta de negros bueyes y el sólido arado una tierra noval, se le pone el sol muy á su gusto para ir á comer, y, al andar, siente el cansancio en las rodillas; así, tan agradablemente, vió Ulises que se ponía el sol. Y al momento, dirigiéndose á los feacios, amantes de manejar los remos, y especialmente á Alcínoo, les habló de esta manera:

38 «¡Rey Alcínoo, el más esclarecido de todos los ciudadanos! Ofreced las libaciones, despedidme sano y salvo, y vosotros quedad con alegría. Ya se ha cumplido cuanto mi ánimo deseaba: mi conducción y las amistosas dádivas; hagan los dioses que éstas sean para mi dicha y que halle en mi palacio á mi irreprochable consorte é incólumes á los amigos. Y vosotros, que os quedáis, sed el gozo de vuestras legítimas mujeres y de vuestros hijos; los dioses os concedan toda clase de bienes, y jamás á esta población le sobrevenga mal alguno.»

47 Así se expresó. Todos aplaudieron sus palabras y aconsejaron que se llevase al huésped á su patria puesto que hablaba razonablemente. Y entonces la potestad de Alcínoo dijo al heraldo:

50 «¡Pontónoo! Mezcla el vino en la cratera y distribúyelo á cuantos se hallan en la sala, á fin de que, después de orar al padre Júpiter, enviemos al huésped á su patria tierra.»

53 Así habló. Pontónoo mezcló el vino dulce como la miel y lo sirvió á todos, ofreciéndoselo sucesivamente: ellos lo libaban, desde sus mismos asientos, á los bienaventurados dioses que poseen el anchuroso cielo; y el divinal Ulises, levantándose, puso en las manos de Arete una copa doble, mientras le decía estas aladas palabras:

59 «Sé constantemente dichosa, oh reina, hasta que vengan la senectud y la muerte, de las cuales no se libran los humanos. Yo me voy. Tú continúa holgándote en esta casa con tus hijos, el pueblo y el rey Alcínoo.»

63 Dicho esto, el divino Ulises traspuso el umbral. La potestad de Alcínoo le hizo acompañar por un heraldo que lo condujese á la velera nave, á la orilla del mar. Y Arete le envió también algunas esclavas: cual le llevaba un manto muy limpio y una túnica; cual, una sólida arca; y cual otra, pan y rojo vino.

70 Cuando hubieron llegado á la nave y al mar, los ilustres marineros, tomando tales cosas juntamente con la bebida y los víveres, lo colocaron todo en la cóncava embarcación y tendieron una colcha y una tela de lino sobre las tablas de la popa á fin de que Ulises pudiese dormir profundamente. Subió éste y acostóse en silencio. Los otros se sentaron por orden en sus bancos, desataron de la piedra agujereada la amarra del barco é inclinándose, azotaron el mar con los remos; mientras caía en los párpados de Ulises un sueño profundo, suave, dulcísimo, muy semejante á la muerte. Del modo que los caballos de una cuadriga se lanzan á correr en un campo, á los golpes del látigo y, levantándose sobre sus pies, terminan prontamente la carrera; así se alzaba la popa del navío y dejaba tras sí muy agitadas las olas purpúreas del estruendoso mar. Corría el bajel con un andar seguro é igual, y ni el gavilán, que es el ave más ligera, lo hubiese acompañado: así, corriendo con tal rapidez, cortaba las olas del mar y llevaba un varón que en el consejo se parecía á los dioses; el cual tuvo el ánimo acongojado muchas veces, ya combatiendo con los hombres, ya surcando las temibles ondas, pero entonces dormía plácidamente, olvidado de cuanto padeciera.

93 Cuando salía la más rutilante estrella, la que de modo especial anuncia la luz de la Aurora, hija de la mañana, entonces la nave, surcadora del ponto, llegó á la isla.

96 Hay en el país de Ítaca el puerto de Forcis, el anciano del mar, formado por dos orillas prominentes y escarpadas que convergen hacia las puntas y protegen exteriormente las grandes olas contra los vientos de funesto soplo; y en el interior las corvas naves, de muchos bancos, permanecen sin amarras así que llegan al fondeadero. Al cabo del puerto está un olivo de largas hojas y muy cerca una gruta agradable, sombría, consagrada á las ninfas que Náyades se llaman. Allí existen crateras y ánforas de piedra donde las abejas fabrican los panales. Allí pueden verse unos telares también de piedra, muy largos, donde tejen las ninfas mantos de color de púrpura. Allí el agua constantemente nace. Dos puertas tiene el antro: la una mira al Bóreas y es accesible á los hombres; la otra, situada frente al Noto, es más divina, pues por ella no entran los humanos, siendo el camino de los inmortales.

113 Á este sitio, que ya con anterioridad conocían, fueron á llegarse; y la embarcación andaba velozmente y varó en la playa, saliendo del agua hasta la mitad. ¡Tales eran los remeros por cuyas manos era conducida! Apenas hubieron saltado de la nave de hermosos bancos en tierra firme, comenzaron por sacar del cóncavo bajel á Ulises con la colcha espléndida y la tela de lino, y lo pusieron en la arena, entregado todavía al sueño; y seguidamente, desembarcando las riquezas que los feacios le habían dado al volver á su patria, gracias á la magnánima Minerva, las amontonaron todas al pie del olivo, algo apartadas del camino: no fuera que algún viandante se acercara á las mismas en tanto que Ulises dormía y le hurtara algo. Después de esto, volviéronse los feacios á su país. Pero Neptuno, que sacude la tierra, no olvidó las amenazas que desde un principio hiciera á Ulises, semejante á un dios, y quiso explorar la voluntad de Júpiter:

128 «¡Padre Júpiter! Ya no seré honrado nunca entre los inmortales dioses, puesto que no me honran en lo más mínimo ni tan siquiera los mortales, los feacios, que son de mi propia estirpe. No dejaba de figurarme que Ulises tornaría á su patria, aunque padeciendo multitud de infortunios, pues nunca le quité del todo que volviese por considerar que con tu asentimiento se lo habías prometido; mas los feacios, llevándole por el ponto en velera nave, lo han dejado en Ítaca, dormido, después de hacerle innumerables regalos: bronce, oro en abundancia, vestiduras tejidas, y tantas cosas como nunca sacara de Troya si volviese indemne y habiendo obtenido la parte que del botín le correspondiera.»

139 Respondióle Júpiter, que amontona las nubes: «¡Ah, poderoso dios que bates la tierra! ¡Qué dijiste! No te desprecian los dioses, que sería difícil herir con el desprecio al más antiguo y más ilustre. Pero si deja de honrarte alguno de los hombres, por confiar en sus fuerzas y en su poder, está en tu mano tomar venganza. Obra, pues, como quieras y á tu ánimo le agrade.»

146 Contestóle Neptuno, que sacude la tierra: «Ya hubiera obrado como me aconsejas, oh dios de las sombrías nubes, pero me espanta tu cólera y procuro evitarla. Ahora quiero hacer naufragar en el obscuro ponto la bellísima nave de los feacios que vuelve de conducir á aquél—con el fin de que en adelante se abstengan y cesen de llevar á los hombres—y cubrir luego la vista de la ciudad con una gran montaña.»

153 Repuso Júpiter, que amontona las nubes: «¡Oh querido! Tengo para mí que lo mejor será que, cuando todos los ciudadanos estén mirando desde la población como el barco llega, lo tornes un peñasco, junto á la costa, de suerte que guarde la semejanza de una velera nave para que todos los hombres se maravillen, y cubras luego la vista de la ciudad con una gran montaña.»

159 Apenas lo oyó Neptuno, que sacude la tierra, fuese á Esqueria donde viven los feacios, y allí se detuvo. La nave, surcadora del ponto, se acercó con rápido impulso y el dios que sacude la tierra, saliéndole al encuentro, la tornó un peñasco y con un golpe de su mano inclinada hizo que echara raíces en el suelo, después de lo cual fuése á otra parte.

165 Mientras tanto los feacios, que usan largos remos y son ilustres navegantes, hablaban entre sí con aladas palabras. Y uno de ellos se expresó de esta suerte, dirigiéndose á su vecino:

168 «¡Ay! ¿Quién encadenó en el ponto la velera nave que tornaba á la patria y ya se descubría toda?»

170 Tales fueron sus palabras, pues ignoraban lo que había pasado. Entonces Alcínoo les arengó de esta manera:

172 «¡Oh dioses! Cumpliéronse las antiguas predicciones de mi padre, el cual decía que Neptuno nos miraba con malos ojos porque conducíamos sin recibir daño á todos los hombres; y aseguraba que el dios haría naufragar en el obscuro ponto una hermosísima nave de los feacios, al volver de llevar á alguien, y cubriría la vista de la ciudad con una gran montaña. Así lo afirmaba el anciano y ahora todo se va cumpliendo. Ea, hagamos lo que voy á decir. Absteneos de conducir los mortales que lleguen á nuestra población y sacrifiquemos doce toros escogidos á Neptuno, para ver si se apiada de nosotros y no nos cubre la vista de la ciudad con la enorme montaña.»

184 Así habló. Entróles el miedo y aparejaron los toros. Y mientras los caudillos y príncipes del pueblo feacio oraban al soberano Neptuno, permaneciendo de pie en torno de su altar, Ulises recordó de su sueño en la tierra patria, de la cual había estado ausente mucho tiempo, y no pudo reconocerla porque una diosa—Palas Minerva, la hija de Júpiter—le cercó de una nube con el fin de hacerle incognoscible y enterarle de todo: no fuese que su esposa, los ciudadanos y los amigos lo reconocieran antes que los pretendientes pagaran por completo sus demasías. Por esta causa todo se le presentaba al rey en otra forma, así los largos caminos, como los puertos cómodos para fondear, las rocas escarpadas y los árboles florecientes. El héroe se puso en pie y contempló la patria tierra; pero en seguida gimió y, bajando los brazos, golpeóse los muslos mientras suspiraba y decía de esta suerte:

200 «¡Ay de mí! ¿Qué hombres deben de habitar esta tierra á que he llegado? ¿Serán violentos, salvajes é injustos, ú hospitalarios y temerosos de los dioses? ¿Adónde podré llevar tantas riquezas? ¿Adónde iré perdido? Ojalá me hubiese quedado allí, con los feacios, pues entonces me llegara á otro de los magnánimos reyes, que, recibiéndome amistosamente, me hubiera enviado á mi patria. Ahora ni sé dónde poner estas cosas, ni he de dejarlas aquí: no vayan á ser presa de otros hombres. ¡Oh dioses! No eran, pues, enteramente sensatos ni justos los caudillos y príncipes feacios, ya que me traen á estotra tierra; dijeron que me conducirían á Ítaca, que se ve de lejos, y no lo han cumplido. Castíguelos Júpiter, el dios de los suplicantes, que vigila á los hombres é impone castigos á cuantos pecan. Mas, ea, contaré y examinaré estas riquezas: no se hayan llevado alguna cosa en la cóncava nave cuando de aquí partieron.»

217 Hablando así, contó los bellísimos trípodes, los calderos, el oro y las hermosas vestiduras tejidas; y, aunque nada echó de menos, lloraba por su patria tierra, arrastrándose en la orilla del estruendoso mar y suspirando mucho. Acercósele entonces Minerva en la figura de un joven pastor de ovejas, tan delicado como el hijo de un rey; que llevaba en los hombros un manto doble, hermosamente hecho; en los nítidos pies, sandalias; y en la mano, una jabalina. Ulises se holgó de verla, salió á su encuentro y le dijo estas aladas palabras:

228 «¡Amigo! Ya que eres el primer hombre á quien encuentro en este lugar, ¡salud!, y ojalá no vengas con mala intención para conmigo; antes bien, salva estas cosas y sálvame á mí mismo, que yo te lo ruego como á un dios y me postro á tus rodillas. Mas dime con verdad para que yo me entere: ¿Qué tierra es ésta? ¿Qué pueblo? ¿Qué hombres hay en la comarca? ¿Estoy en una isla que se ve á distancia ó en la ribera de un fértil continente que hacia el mar se inclina?»

236 Minerva, la deidad de los brillantes ojos, le respondió diciendo: «¡Forastero! Eres un simple ó vienes de lejos cuando me preguntas por esta tierra, cuyo nombre no es tan obscuro, ya que la conocen muchísimos así de los que viven hacia el lado por donde salen la Aurora y el Sol, como de los que moran en la otra parte, hacia el tenebroso ocaso. Es, en verdad, áspera é impropia para la equitación; pero no completamente estéril, aunque pequeña, pues produce trigo en abundancia y también vino; nunca le falta ni la lluvia ni el fecundo rocío; es muy á propósito para apacentar cabras y bueyes; cría bosques de todas clases, y tiene abrevaderos que jamás se agotan. Por lo cual, oh forastero, el nombre de Ítaca llegó hasta Troya, que, según dicen, está muy apartada de la tierra aquiva.»

250 De esta suerte habló. Alegróse el paciente divinal Ulises, holgándose de su patria que le nombraba Palas Minerva, hija de Júpiter que lleva la égida; y pronunció en seguida estas aladas palabras, ocultándole la verdad con hacerle un relato fingido, pues siempre revolvía en su pecho ideas muy astutas:

256 «Oí hablar de Ítaca allá en la espaciosa Troya, muy lejos, al otro lado del ponto, y he llegado ahora con estas riquezas. Otras tantas dejé á mis hijos y voy huyendo porque maté al hijo querido de Idomeneo, á Orsíloco, el de los pies ligeros, que aventajaba en la ligereza de sus pies á los hombres industriosos de la vasta Creta; el cual deseó privarme del botín de Troya por el que tantas fatigas padeciera, ya combatiendo con los hombres, ya surcando las temibles ondas, á causa de no haberme prestado á complacer á su padre, sirviéndole en el pueblo de los troyanos, donde yo era caudillo de otros compañeros. Como en cierta ocasión aquél tornara del campo, envaséle la broncínea lanza, habiéndole acechado con un amigo junto á la senda: obscurísima noche cubría el cielo, ningún hombre fijó su atención en nosotros y así quedó oculto que le hubiese dado muerte. Después que lo maté con el agudo bronce, fuíme hacia la nave de unos ilustres fenicios á quienes supliqué y pedí, dándoles buena parte del botín, que me llevasen á Pilos ó á la divina Élide, donde ejercen su dominio los epeos. Mas la fuerza del viento extraviólos, mal de su grado, pues no querían engañarme; y, errabundos, llegamos acá por la noche. Con mucha fatiga pudimos entrar en el puerto á fuerza de remos; y, aunque muy necesitados de tomar alimento, nadie pensó en la cena: desembarcamos todos y nos echamos en la playa. Entonces me vino á mí, que estaba cansadísimo, un dulce sueño; sacaron aquellos de la cóncava nave mis riquezas, las dejaron en la arena donde me hallaba tendido y volvieron á embarcarse para ir á la populosa Sidón; y yo me quedé aquí con el corazón triste.»

287 Así se expresó. Sonrióse Minerva, la deidad de los brillantes ojos, le halagó con la mano y, transfigurándose en una mujer hermosa, alta y diestra en eximias labores, le dijo estas aladas palabras:

291 «Astuto y falaz habría de ser quien te aventajara en cualquier clase de engaños, aunque fuese un dios el que te saliera al encuentro. ¡Temerario, artero, incansable en el dolo! ¿Ni aun en tu patria habías de renunciar á los fraudes y á las palabras engañosas, que siempre fueron de tu gusto? Mas, ea, no se hable más de ello, que ambos somos peritos en las astucias; pues si tú sobresales mucho entre los hombres por tu consejo y tus palabras, yo soy celebrada entre todas las deidades por mi prudencia y mis astucias. Pero aún no has reconocido en mí á Palas Minerva, hija de Júpiter, que siempre te asisto y protejo en tus cuitas é hice que les fueras agradable á todos los feacios. Vengo ahora á forjar contigo algún plan, á esconder cuantas riquezas te dieron los ilustres feacios por mi voluntad é inspiración cuando viniste á la patria, y á revelarte todos los trabajos que has de soportar fatalmente en tu morada bien construída: toléralos, ya que es preciso, y no digas á ninguno de los hombres ni de las mujeres que llegaste peregrinando; antes bien sufre en silencio los muchos pesares y aguanta las violencias que te hicieren los hombres.»

311 Respondióle el ingenioso Ulises: «Difícil es, oh diosa, que un mortal al encontrarse contigo logre conocerte, aunque fuere muy sabio, porque tomas la figura que te place. Bien sé que me fuiste propicia mientras los aqueos peleamos en Troya; pero después que arruinamos la excelsa ciudad de Príamo, partimos en las naves y un dios dispersó á los aqueos, nunca te he visto, oh hija de Júpiter, ni he advertido que subieras en mi bajel para ahorrarme ningún pesar. Por el contrario, anduve errante constantemente, teniendo en mi pecho el corazón atravesado de dolor, hasta que los dioses me libraron del infortunio; y tú, en el rico pueblo de los feacios, me confortaste con tus palabras y me condujiste á la población. Ahora por tu padre te lo suplico—pues no creo haber arribado á Ítaca, que se ve de lejos, sino que estoy en otra tierra y que hablas de burlas para engañarme:—dime si en verdad he llegado á mi querida tierra.»

329 Contestóle Minerva, la deidad de los brillantes ojos: «Siempre guardas en tu pecho la misma cordura, y no puedo desampararte en la desgracia porque eres afable, perspicaz y sensato. Cualquiera que volviese después de vagar tanto, deseara ver en su palacio á los hijos y á la esposa; mas á ti no te place saber de ellos ni preguntar por los mismos hasta que hayas probado á tu mujer, la cual permanece en tu morada y consume los días y las noches tristemente, pues de continuo está llorando. Yo jamás puse en duda, pues me constaba con certeza, que volverías á tu patria después de perder todos los compañeros; mas no quise luchar con Neptuno, mi tío paterno, cuyo ánimo se encolerizó é irritó contigo porque le cegaste su caro hijo. Pero, ea, voy á mostrarte el suelo de Ítaca para que te convenzas. Éste es el puerto de Forcis, el anciano del mar; aquél, el olivo de largas hojas que existe al cabo del puerto; cerca del mismo se halla la gruta deliciosa, sombría, consagrada á las ninfas que Náyades se llaman: aquí tienes la abovedada cueva donde sacrificabas á las ninfas gran número de perfectas hecatombes; y allá puedes ver el Nérito, el frondoso monte.»

352 Cuando así hubo hablado, la deidad disipó la nube, apareció el país y el paciente divinal Ulises se alegró, holgándose de su tierra, y besó el fértil suelo. Y acto continuo oró á las ninfas, con las manos levantadas:

356 «¡Ninfas Náyades, hijas de Júpiter! Ya me figuraba que no os vería más. Ahora os saludo con dulces votos y os haremos ofrendas, como antes, si la hija de Júpiter, la que impera en las batallas, permite benévola que yo viva y vea crecer á mi hijo.»

361 Díjole entonces Minerva, la deidad de los brillantes ojos: «Cobra ánimo y no te preocupes por esto. Pero metamos ahora mismo las riquezas en lo más hondo del divino antro á fin de que las tengas seguras, y deliberemos para que todo se haga de la mejor manera.»

366 Cuando así hubo hablado, penetró la diosa en la sombría cueva y fué en busca de los escondrijos; y Ulises le llevó todas las cosas—el oro, el duro bronce y las vestiduras bien hechas—que le regalaran los feacios. Así que estuvieron colocadas del modo más conveniente, Minerva, hija de Júpiter que lleva la égida, obstruyó la entrada con una piedra. Sentáronse después en las raíces del sagrado olivo y deliberaron acerca del exterminio de los orgullosos pretendientes. Minerva, la deidad de los brillantes ojos, fué quien rompió el silencio pronunciando estas palabras:

La deidad disipó la nube y Ulises, holgándose de reconocer su patria, besó el fértil suelo
(Canto XIII, versos 352 á 354.)
375 «¡Laertíada, de jovial linaje! ¡Ulises, fecundo en recursos! Piensa cómo pondrás las manos en los desvergonzados pretendientes, que tres años ha mandan en tu palacio y solicitan á tu divinal consorte á la que ofrecen regalos de boda; mas ella, suspirando en su ánimo por tu regreso, si bien á todos les da esperanzas y á cada uno le hace promesas, enviándole mensajes, revuelve en su espíritu muy distintos pensamientos.»

382 El ingenioso Ulises le respondió diciendo: «¡Oh númenes! Sin duda iba á perecer en el palacio, con el mismo hado funesto de Agamenón Atrida, si tú, oh diosa, no me hubieses instruído convenientemente acerca de estas cosas. Mas, ea, traza un plan para que los castigue y ponte á mi lado, infundiéndome fortaleza y audacia, como en aquel tiempo en que destruíamos las lucientes almenas de la ciudad de Troya. Si con el mismo ardor de entonces me acompañares, oh deidad de los brillantes ojos, yo combatiría contra trescientos hombres; pero con tu ayuda, veneranda diosa, siempre que benévola me socorrieres.»

392 Contestóle Minerva, la deidad de los brillantes ojos: «Te asistiré ciertamente, sin que me pases inadvertido cuando en tales cosas nos ocupemos, y creo que alguno de los pretendientes que devoran tus bienes manchará con su sangre y sus sesos el extensísimo pavimento. Mas, ea, voy á hacerte incognoscible para todos los mortales: arrugaré el hermoso cutis de tus ágiles miembros, raeré de tu cabeza los blondos cabellos, te pondré unos harapos que causen horror al que te vea y haré sarnosos tus ojos, antes tan lindos, para que les parezcas un ser despreciable á todos los pretendientes y á la esposa y al hijo que dejaste en tu palacio. Llégate ante todo al porquerizo, al guardián de tus puercos, que te quiere bien y adora á tu hijo y á la prudente Penélope. Lo hallarás sentado entre los puercos, los cuales pacen junto á la roca del Cuervo, en la fuente de Aretusa, comiendo abundantes bellotas y bebiendo aguas turbias, cosas ambas que hacen crecer en los mismos la floreciente grosura. Quédate allí de asiento é interrógale sobre cuanto deseares, mientras yo voy á Esparta, la de hermosas mujeres, y llamo á Telémaco, tu hijo, oh Ulises, que se fué junto á Menelao, en la vasta Lacedemonia, para saber por la fama si aún estabas vivo en alguna parte.»

416 Respondióle el ingenioso Ulises: «¿Y por qué no se lo dijiste, ya que tu mente todo lo sabía? ¿Acaso para que también pase trabajos, vagando por el estéril ponto, y los demás se le coman los bienes?»

420 Contestóle Minerva, la deidad de los brillantes ojos: «Muy poco has de inquietarte por él. Yo misma le llevé para que, con ir allá, adquiriese ilustre fama; y no sufre trabajo alguno, sino que se está muy tranquilo en el palacio del Atrida, teniéndolo todo en gran abundancia. Cierto que los jóvenes le acechan, embarcados en negro bajel, y quieren matarle cuando vuelva al patrio suelo; pero me parece que no sucederá así y que antes la tierra tendrá en su seno á alguno de los pretendientes que devoran lo tuyo.»

429 Dicho esto, tocóle Minerva con una varita. La diosa le arrugó el hermoso cutis en los ágiles miembros, le rayó de la cabeza los blondos cabellos, púsole la piel de todo el cuerpo de tal forma que parecía la de un anciano, hízole sarnosos los ojos, antes tan bellos; vistióle unos harapos y una túnica, que estaban rotos, sucios y manchados feamente por el humo; le echó encima el cuero grande, sin pelambre ya, de una veloz cierva; y le entregó un palo y un astroso zurrón lleno de agujeros, con su correa retorcida.

439 Después de deliberar así, se separaron, yéndose Minerva á la divinal Lacedemonia donde se hallaba el hijo de Ulises.