Odas, epístolas y tragedias/Introducción


Sr. D. Mariano Catalina.

Mi querido amigo y compañero: Vergüenza me da de esta pereza o de esta seca esterilidad de la mente, que ha tiempo me aflige, y no me deja cumplir multitud de compromisos que tengo contraídos. Es uno de ellos el de escribir un largo Prólogo para las Poesías de nuestro amigo Menéndez y Pelayo, de las cuales hace usted elegantísima edición ahora.

En mi sentir, las Poesías susodichas no han menester de Prólogo, ni largo ni corto, escrito por nadie, y mucho menos escrito por mí, que he de ser tildado y recusado por muy parcial del poeta; pero el poeta se empeña en que yo escriba el Prólogo, y hasta en que el Prólogo sea largo; yo le he dicho que le complaceré; y ya, salga bien o mal, voy a cumplir la promesa y a escribir el Prólogo ofrecido, incluyéndole en esta carta, que dirijo a usted, con quien tengo más confianza que con el público, y a quien podré declarar ciertas opiniones mías con mayor desenfado y sin rodeos.

Todavía, a pesar de mis años, soy yo cándido para bastantes cosas; pero no lo soy, ni lo he sido nunca, en lo que a la vanidad se refiere. No me lisonjeo, pues, de que, en virtud de mi elocuencia crítica, he de convertir en admirador de Menéndez y Pelayo, como poeta, a uno solo de los que como tal le niegan o le denigran; pero quizás atine a exponer, con toda claridad, las razones que tienen sus parciales para encomiarle, y a discurrir sobre la poesía lírica en general, con ocasión de las de nuestro amigo, afirmando teorías, que me parece conveniente sostener y divulgar, y que pudieran llevar el convencimiento al ánimo de personas de recto juicio, que hasta hoy piensan de modo contrario, por carencia de reflexión sobre ciertos puntos.

El crédito que una persona adquiere de hábil en cualquiera oficio, suele estorbar, y a veces hace imposible que la celebren o aplaudan por otra habilidad, aptitud o merecimiento. El linaje humano es harto económico de alabanzas. Concedemos, por ejemplo, que alguien es buen mozo, y al instante nos sentimos inclinados a poner un pero o varios peros, a fin de atenuar la concesión. Es buen mozo, decirnos; pero es presumido, es soso, es muy sin gracia. Tal general es bizarro; pero sino le cabe en la cabeza un escuadrón de caballería, ¿qué quiere usted que haga?... Doña Luisa es lindísima y elegante; ¡pero es tan remilgada, tan fastidiosa, tan incapaz de sacramentos!... Pedro tira bien a la pistola y al florete, monta a caballo como pocos, y valsa a las mil maravillas; pero ¡si rebuzna en vez de hablar!... Diego habla elocuentísimamente en público; pero es calamitoso cuando escribe. Juan es un primor escribiendo; pero no se le puede aguantar hablando. Francisco sabe mucho de poesía: compone versos preciosos; pero ¿cómo quiere usted que cumpla con su obligación en la oficina? ¿Qué ha de entender de Hacienda un poeta?

Quien discurre de esta suerte logra limitar las facultades de todos, a fin de que nadie sobresalga demasiado y en varias cosas a la vez. Y luego, pasando de lo particular a lo general, solemos poner incompatibilidad absoluta, salvo por milagro o excepción rarísima, entre ciertas prendas y virtudes de entendimiento y de carácter, dando por evidente que se excluyen unas a otras en el mismo sujeto. Así, por ejemplo, todo el que es diestro en la prosa de la vida y conoce la aguja de marear, como vulgarmente se dice, se supone que jamás se levanta, ni con la imaginación ni con el sentimiento, medio palmo sobre la superficie de la tierra. En el que sueña con poesías e idealismos hallamos la más deplorable incapacidad para la vida práctica. En el poeta vemos desorden, poca o ninguna disposición para estudios eruditos, y carencia de crítica, a fin de que su obra sea el resultado portentoso de un instinto ciego y semidivino. Y en el crítico estudioso y dotado de erudición, propendemos a dar por evidente, o bien que su alma carece de alas, o bien que, con el peso de los librotes que ha estudiado, las alas pierden su brío y ligereza, y jamás llegan a alzar el vuelo a las regiones donde está la inspiración original, el numen o la musa, como se decía en otro tiempo. El erudito tiene memoria, y la memoria ahoga en él la fantasía y la suplanta; recuerda, y no crea; imita, y no inventa; repite los sentimientos e ideas de los extraños, y no siente ni piensa por sí. Hasta en la forma nada pone de su cosecha, y no emplea expresión que no haya sido empleada por algún autor de los que lee, estudia y admira.

De tal manera, no es dable que nadie llegue a ser buen poeta, y, sobre todo, poeta popular. Aun suponiendo que el tal tiene talento, abrumado este talento por la lectura, carecerá de la plena conciencia de la vida actual y real; lo verá todo de reflejo en los libros y no en el universo y en la sociedad humana; será anacrónico, pensando tal vez como en el siglo XV se pensaba, y será exótico, no retratando ni reproduciendo lo que hay en su siglo y en su patria cuando él escribe, ni columbrando tampoco y vaticinando, con vista y aliento fatídicos, algo de lo futuro. Si la urraca, que remeda lo que oye, y toma de acá y de acullá retazos y desechadas antiguallas, no tiende el vuelo ni clava la vista como el águila de Júpiter, tampoco el pobre humanista, que sueña con ser vate, dice con razón:


Longius et volvens fatorum arcana movebo,


ni pasa de repetir lo que se sentía, imaginaba o pensaba, hace veinte o treinta siglos, en Roma, por ejemplo, o en Alejandría, o en Atenas.

Para entender a este poeta erudito, todo lector medianamente profano necesitará, por lo menos, del auxilio del Bouillet. La dama de sus pensamientos, a quien él dirija declaraciones, ternezas o piropos en sus coplas, se quedará a oscuras leyéndolas, como si en griego estuviesen escritas, o bien tendrá que seguir un curso de mitología, otro de antigüedades clásicas y otro de filosofía gentílica. Y el vulgo, por último, que ni tiene para comprar el Bouillet, ni sabe que existe, ni cuenta con solaz y reposo para meterse en la cabeza tanto enredo, oirá a nuestro poeta como quien oye llover, y no llegará a conmoverse, ni siquiera penetrará el sentido de lo que el poeta dice en alabanza de la religión o de la patria.

Todo esto tiene una parte de verdad, y todo esto y más se propala contra las poesías de nuestro amigo Menéndez y Pelayo. ¿Qué es lo que podemos y debemos contestar?

Sobre lo de poco inteligible y atiborrado de doctrina, la contestación es breve. Si por semejante falta o sobra hemos de condenar a Menéndez y Pelayo, condenémosle, que no irá en mala compañía a cumplir la condena. Con él irán Dante y Goethe, que saben cuanto había que saber en la edad en que vivieron, sin que lo guarden o escatimen al escribir versos, sino vertiéndolo en ellos con profusión, a fin de que cada lector alcance y entienda hasta donde lleguen sus entendederas y sus alcances. Además que el Quijote nos convida con la linda contestación que dio el cura a maese Nicolás el barbero, cuando éste dijo que no entendía cierto libro: «Ni aun fuera bien que vos le entendiérades». Lo cual, entre varias interpretaciones que puede recibir, significa que el que escribe no ha de estar obligado a ser rudo y vulgar, receloso siempre, y a menudo sin fundamento, de que es más rudo y más vulgar que él quien ha de leerle.

En lo demás, la defensa de las poesías de Menéndez y Pelayo es, a mi ver, facilísima. Lo que no puede ser es corta. Si la crítica con que son atacadas toma, sin duda, por blanco el valer personal del poeta, no reconociendo en él fantasía, sentimiento ni espontaneidad, más se funda en razones y conceptos generales sobre el arte soberano de crear la belleza por medio de la palabra rítmica, y contra estas razones y estos conceptos conviene protestar. De donde se sigue que la apología de este tomo de versos reclama e implica la refutación de no pocos errores literarios que acerca de la poesía lírica andan muy validos.

El antagonismo que ponen hoy los más de los críticos entre la poesía popular y la erudita no ha existido nunca. En cierto modo, no hay siquiera distinción entre ambas poesías. La popular es la erudita, que agrada o entusiasma al pueblo, haciéndose popular. Y la erudita, si, cuando no llega a ser popular, es tal vez porque no merece el aplauso y el entusiasmo de la muchedumbre, también puede ser porque el poeta vive en edad poco poética o porque el pueblo está extraviado por un pésimo gusto literario que le hace preferir lo malo a lo bueno. Hay, además, otra poesía, que podemos llamar vulgar, porque el vulgo, no sólo la sabe, sino que la compone; pero esta poesía no suele pasar de coplas en país alguno, y aun es probable que las mejores de estas coplas hayan sido compuestas por poetas eruditos, quienes adivinaron el gusto y obtuvieron el favor del vulgo. El prurito de lograr esto causa muchos extravíos. Ya, por afán de sencillez, se desdeña toda elegancia de lenguaje y se escribe con desaliño impropio hasta de la más desmayada prosa. Y ya, receloso el autor de no ser entendido, suponiendo muy cortos alcances en el vulgo, no dice en sus versos sino enfáticas vulgaridades. Suele, por último, ocurrir que, a fin de dar el autor novedad a sus coplas, sin salir del tono y de los sentimientos que imagina él ingénitos en el pueblo, trae a sus cantares afectados y exóticos sentimientos, que jamás abrigó el alma de la nación para quien escribe, y que tal vez acaban por inficionarla y pervertirla. Así, por ejemplo, una empalagosa sensiblería tudesca, que nunca fue en lo antiguo española castiza, y que, o bien inmediatamente, o bien por medio de Francia, ha venido a adherirse a nuestra poesía pseudo-popular, como la filoxera o el oidium a la vid, apareciendo en seguidillas y coplas de fandango, las cuales hemos de suponer cantadas por jaques, flamencos y majas de lo más crudo. ¿Cómo no ha de disonar en tales bocas este hiperbóreo sentimentalismo? Hasta en Alemania se le niega el ser popular, y disuena y empalaga. Goethe pedía que se promulgara una ley que le desterrase de los versos durante treinta años, a ver si el sentimiento natural aparecía en lugar suyo. Y en otro agudo crítico alemán llegó el empalago a tal extremo, que estaba empeñado en perseguir y exterminar golondrinas y ruiseñores en todo el reino de las Musas. En efecto: hasta lo más bonito y simpático enfada a veces por lo repetido y mal traído a cuento. Aquí, por ejemplo, en esta tierra de Portugal, poseen una lengua rica y a propósito para la poesía lírica; pero andan también muy inficionados del sentimentalismo germánico. Usan palabras preciosas y significativas, que nos faltan en castellano, como luar, el relucir de la luna, y saudades, pasión melancólica nacida del deseo y de memorias amorosas de un bien perdido y soñado. Sin embargo, se prodigan ahora tanto las saudades y el luar, que se me antoja que convendría que ambos vocablos se prohibiesen durante medio siglo por lo menos.

La manía por la poesía popular transciende hasta a los metros, aprobándose unos por populares y rechazándose otros por eruditos. No se ha de negar que el metro más popular en castellano es el de ocho sílabas; pero ¿proviene esto de afinidad misteriosa entre dicho metro, nuestros oídos, órganos de emitir la voz articulada e índole del idioma que hablamos, o de que los modelos, que en lo antiguo lograron popularizarse, están en versos de ocho sílabas? De todo hay, sin duda, si bien la explicación más natural es decir que el octosílabo y el empleo del asonante sirvieron para la poesía épico-popular, y de allí pasaron a las coplas en España. En Italia, al contrario, el pueblo aprendió y recitó, en un principio, tercetos de Dante y octavas reales del Ariosto y de otros épicos, y hasta los poetas franciscanos, en el albor del lenguaje y de la literatura, escribieron endecasílabos, de donde pasó el endecasílabo a la poesía popular, o, mejor dicho, vulgar. En la rica colección de cantares de Toscana, hecha por Tigri, apenas hay un verso que no sea endecasílabo. De lo cual, no obstante, no es lícito y sería cruel sacar la consecuencia de que debemos condenar a los italianos a perpetuo verso endecasílabo y condenarnos a nosotros al octosílabo perpetuo, so pena de no ser populares nunca.

Ni por el metro, ni por el atildamiento y ornato de estilo, conviene desechar como impopular la poesía, confundiendo lo popular con lo vulgar. Si la desecháramos, sería ineludible consecuencia el afirmar, v. gr., que la elegía de Gallego Al Dos de Mayo y la oda de Quintana Al levantamiento de España contra los franceses, donde más alto y más claro suena la grande y heroica pasión patriótica que conmovió las entrañas de nuestra nación en 1808, y la hizo capaz de tantas hazañas gloriosas, no pueden ser populares, sino artificiosas y eruditas; y que la verdadera poesía popular de entonces es aquello de

Napoleón Primero,
¡Ay, infeliz de ti,
Si a nuestro Rey Fernando
No vuelves a Madrid!


o aquello otro de

Con las bombas que tiran
Los fanfarrones,
Se hacen las gaditanas
Tirabuzones,


donde, en efecto, ni hay alusiones mitológicas, ni lindezas de dicción, ni endecasílabos tampoco.

Muéstrase, por otro lado, abierta contradicción en el criterio más empleado en el día para juzgar y tasar el mérito de las composiciones poéticas.

Se pide sencillez, a fin de que la poesía sea inteligible para el vulgo, y se requiere a la vez que la poesía sea docente; esto es, que no tenga por fin primero y esencial la realización de la belleza, sino que se subordine a un propósito útil de difusión y propaganda. En el mismo amor a la sencillez de la forma hay contradicción a menudo. Nada más artificioso y alambicado que muchos versos de los que se ponen por modelo de lo popular. Calderón y Lope no se dirá que no fueron o que no son populares, y, no obstante, no pecan de sencillos. Dígase, pues, que no se censura en general el artificio, aunque raye en rebuscado, sino sólo determinado artificio.

Como quiera que sea, bueno es convenir en que en toda poesía debe haberle, y en que la forma es parte muy esencial de la poesía. De lo contrario, y para proceder con dialéctica, deberíamos negar como pueril y anacrónica toda poesía en nuestro siglo, y no aceptar sino la prosa. Muy discretos y notables escritores han discurrido ya de esta suerte. Citaremos en Francia a Courier y a Mérimée. Para ellos la poesía, allá en las primeras edades del mundo, entre los pueblos semi-bárbaros, tenía razón de ser, hasta como medio mnemotécnico, a fin de facilitar la tradición oral y poder retener en la memoria hechos y sentencias, merced al sonsonete del metro. En el día, cuando todo se conserva en bibliotecas y archivos y se divulga por medio de la estampa, es inútil y pueril dicho sonsonete.

Los que así piensan no van descaminados del todo. En algo tienen razón. Ni lo histórico, ni lo didáctico, cabe ya en verso. En vez de la epopeya, cumple mejor la historia; en vez de versos áureos y otras poesías gnómicas, manuales prosaicos de ciencias artes y oficios. Hasta para algún linaje de ficciones poéticas: como la novela, importa más la prosa que el verso, porque en la prosa cabe otro detenimiento analítico, otro examen reflexivo propio de nuestra edad, y que en verso sería cansado. Pero como: al menos en la lírica, hay que aceptar los versos aún, me parece que, una vez los versos aceptados, que al fin son un artificio no hay razón para no aceptar otro lenguaje más primoroso, otro tono y otra dicción más peregrina, que los que suelen emplearse en la prosa que usamos de diario. O matemos del todo la poesía, o no la hagamos consistir, en lo tocante a la forma, tan sólo en la medida de igual número de sílabas y en terminaciones que se repiten.

Lejos de entender yo que la poesía ha muerto, creo, respecto a la lírica, que florece como nunca en nuestro siglo en las naciones más civilizadas de Europa. Y creo que florece, por el culto de la forma, en cuya virtud expresa el poeta, con mayor intensidad y brío, sus afectos e ideas, poniendo en sus versos lo mejor de su alma, la cual queda aprisionada por arte divino en la delicada red tejida por la palabra rítmica, desde donde se infunde en los espíritus aptos y perspicaces. Así se pone en verso lo que es inefable en prosa. Así lo inexplorado de la ciencia, la aspiración a lo desconocido, los ensueños que tal vez ha de realizar el porvenir, logran, al menos vagamente, manifestarse y pasar de unas almas a otras.

La poesía es imitación de la naturaleza; pero la imitación es medio y no fin. El fin es la creación de lo bello. Todo propósito útil de enseñanza, de moralización, etc., está por bajo o es extraño al arte. Nada más absurdo que la teoría estética que trata de establecer Zola en su libro crítico titulado La novela experimental. ¿Cuánto mejor no sería, para el progreso de las ciencias morales y políticas, la reunión de datos estadísticos y el estudio serio y analítico de vicios sociales, que no una novela o un cuento, mejor o peor escrito? Si las novelas de Zola no son detestables y aburridas, es porque los preceptos del autor van por un lado, y su pluma cuando es novelista y no crítico, va por otro. Aunque yo, lo confieso, no he leído más que una novela de Zola, Nana; Nana me basta para ver que Zola nada enseña, pues no ha de llamarse enseñar el poner a la vista vicios e indecencias nauseabundas, de las cuales, por desgracia, están el mundo y las historias tan llenos, que apenas habrá persona que no sepa más de lo que conviene. Nana, no obstante, divierte porque está escrita con arte; porque el autor, con todos aquellos horrores y torpezas, ha acertado a formar, si no una acción, una serie de aventuras enlazadas, con interés, con lances tremendos, con escenas dramáticas y con verdad humana, aunque abominable. Si Nana es una novela que tiene valor, no es, pues, por su enseñanza pornográfica, sino porque imita bien la naturaleza, e imitándola, crea la belleza de baja ley, que halaga las imaginaciones viciosas, y hasta algo de una belleza superior, por contraste, porque el arte lo purifica todo, y porque, en imagen o representación y no en realidad, tal vez gustan la cabeza del tiñoso en el cuadro de la Santa Isabel, de Murillo, y las figuras que, de espaldas y arrimadas a un muro, se ven en los cuadros de un pintor flamenco.

De aquí lo vano de la disputa entre el naturalismo o realismo y el idealismo. Aceptada y entendida bien la doctrina aristotélica de que el arte es imitación de la naturaleza, la disputa es imposible. La naturaleza que el arte ha de imitar, no es sólo la fea y asquerosa, sino también la bella, limpia y sana; no comprende sólo lo que existe, sino lo que puede existir; no abarca sólo el mundo material, sino también la mente humana, con todas sus ideas, creencias, pasiones y ensueños. Es, pues, en este sentido, naturaleza y asunto de imitación y primera materia para la obra del poeta, cuanto ser hay en el universo, y además todo lo que el poeta fantasea, siente o concibe, porque, aun negando que en lo exterior tenga ser, basta que esté en el poeta como concepto, para que esté en el mundo, ya que el poeta en el mundo está.

Y esto, que es cierto para toda clase de poetas, lo es más que para el épico y el dramático para el lírico, en quien, valiéndonos de vocablo a la moda, hay mucho de subjetivo. No afirmamos, sin embargo, que el poeta lírico ha de encerrarse en sí; antes debe tender su mirada serena y penetrante por toda la amplitud del universo y por toda la prolongación de los siglos, donde verá claras y distintas las cosas. El poeta debe ser un ver por excelencia: o)fqalmo/j, como dice Víctor Hugo que dice admirablemente la metáfora griega. Y el autor de las Orientales añade, en otro escrito suyo, que el arte no tiene límites; que lo pasado, y lo presente, y lo porvenir son su propiedad; que carece de ley; que en su paraíso no hay fruto vedado, y que no debemos prohibir al poeta que sea cristiano o gentil; que crea en Jehovah o en Zeus, en Plutón o en Satanás, en Canidia o en Morgana; que atraviese en barca la Estigia, o que vuele en un cabrío al aquelarre. Basta que vea la hermosura difusa en todo y logre reunirla en su alma, como en foco radiante, y como en espejo mágico, que magnificada y depurada la refleje. Pava ello el poeta, a más de la vista mental, distinta y clara, es menester que con amor lo vea todo, a fin de hacerlo tan suyo, que, al revestirlo de forma con la palabra, le estampe su sello y le preste su condición y su vida.

Tal es la principal calidad que ha de tener el poeta. Y Goethe, que lo era, sin dejar de ser por eso profundo crítico, lo expresa por estilo conciso en cuatro versos, elogiando a Hans Sachs.

Infiérese de aquí que todo asunto es poético, como pase por el prisma hechicero de la poesía, como le trate poéticamente un poeta. Contestados quedan los que censuran a Menéndez y Pelayo porque sostienen que no se inspira en el mundo real, sino en sus libros de teología, de filosofía, de historia y de literatura. Si él logra representar con imágenes y dar pasión a las más metafísicas abstracciones, poesía serán. Y si resucita, con el vigor de la fantasía, muertas creencias, ninfas, genios y dioses de religiones que pasaron, todos esos seres volverán a vivir, a interesar, a amar y a ser amados y aun adorados, en el mundo ideal y puro del arte, donde serán inmortales.

El poeta erudito y estudioso ofrece mayor garantía de verdadera y original inspiración que el que no lo es. Muchos pensamientos los tiene por dichos y trillados y manoseados, y se abstiene de repetirlos como si fuesen una gran novedad; y, cuando no halla fuente de inspiración, no nos cansa con frialdades, sino se calla o imita o traduce buenos modelos.

Esto ha hecho con frecuencia Menéndez y Pelayo. Sus poesías, traducidas o imitadas, son más que las originales hasta ahora.

Hablemos, pues, primero de sus imitaciones, traducciones y paráfrasis.

Claro está que un mero traductor, por bien que traduzca, no merecerá el título de gran poeta; pero podrá dar tales muestras de hombre de buen gusto, de hábil versificador y de hablista correcto, fecundo y elegante, que logre por ello mayor estimación y fama que no pocos poetas originales. Jáuregui, por ejemplo, con su traducción del Aminta, descuella entre nuestros vates del siglo XVII, que en verdad no fue estéril. Imitando, además, o parafraseando, si esto se hace con inteligencia y con amor, pueden ocurrir frases tan felices y hermosas, y pueden intercalarse tan peregrinos y levantados pensamientos, que lo imitado venga a igualar al modelo, y a veces le supere, pudiendo ocurrir, por último, que, con las nuevas formas y modos que el imitador trae a su lengua, cause benéfica revolución literaria, haciéndose jefe de escuela, lo cual suele alcanzarlo el poeta que no se jacta de original. Así Garcilaso, en España, en el siglo XVI, y así Andrés Chénier, en Francia, en el siglo pasado.

Desde la primera mocedad se nota en Menéndez y Pelayo ambición semejante. Y digo semejante y no igual, porque no vive Menéndez y Pelayo en edad de decadencia ni de depravación literaria, y no debía ni quería destruir y enmendar, como Luzán en la España del siglo XVIII, sino completar y añadir; dar un nuevo tono a la lira, donde ya tan diestra e inspiradamente han cantado y cantan en nuestros días Quintana y Gallego, Espronceda y Zorrilla, Bécquer, Campoamor y Núñez de Arce, Campillo, Alarcón y tantos otros. Lo repito, aunque peque de cansado: la poesía lírica florece como nunca en nuestros días y en nuestro suelo; pero ese mismo exuberante florecimiento convida a más esmerado cultivo y despierta el deseo de hacer brotar en el árbol nuevas inmarcesibles flores.

Es evidente que, desde hace tiempo, andaba muy descuidado en España el estudio de las humanidades, y hasta que rara vez se leyeron entre nosotros, sino harto a la ligera, los clásicos latinos, y sobre todo los de Grecia. Las literaturas de los pueblos modernos de Europa tienen, o deben tener, para ser grandes y fecundas, raíz nacional y castiza; pero vivimos, no aislados, sino enlazados unos pueblos a otros, ya por la continuidad en la historia, y ya por las relaciones de cada instante de nuestra vida actual. Imposible sería, y si no fuese imposible sería nocivo, lograr que la literatura o la poesía de una nación, por savia propia que en sí tenga, se sustraiga a todo influjo extraño. Lo importante está en saber asimilar lo que se toma; en darle nuestro ser y nuestra vida; y nada vale tanto para esto como las literaturas latina y griega. La última, sobre todo, es como fuente, no ya del buen decir, sino de toda ciencia y arte de los pueblos de Europa. El precepto de Horacio de repasar de día y de noche los autores griegos, no debe desecharse por anticuado. Los ingleses y los alemanes le siguen aún, y nos dan el ejemplo. Grecia es la madre común, y no pordiosea, y no parece que hurta quien se aprovecha del abundante tesoro que en herencia nos ha dejado. No se desnaturaliza, no deja de ser quien es, el que acepta la hijuela de su madre y la utiliza como debe. Rico, además, con ella, ni se pasma de la riqueza de su vecino, ni la toma sin criterio ni conciencia, cuando la tiene él igual o mayor en su casa y familia. Espronceda hubiera siempre coincidido con Byron; pero le hubiera imitado menos si hubiera sido más humanista. Y aquí, en Portugal, si existiera aún la docta escuela de Francisco Manuel y se siguieran sus preceptos, ejemplos y huellas, como Garrett los siguió, no veríamos tanto claro ingenio pervertido y hecho arrendajo de Víctor Hugo. Traen, además, el estudio e imitación de los clásicos griegos la ventaja de que infunden invencible apego al orden y a la mesura, y nos precaven y sostienen para no caer en las extravagancias y delirios en que caen con frecuencia los que imitan a algún poeta extranjero a la moda, copiando y exagerando sus malas cualidades.

Impulsado, sin duda, por consideraciones como las que acabo de hacer, aspiró Menéndez y Pelayo a ser para España lo que Parini o Fóscolo para Italia, Chénier para Francia, y para Alemania Goethe: el poeta que desdeña el pseudoclasicismo francés del tiempo de Luis XIV, porque busca el clasicismo puro, en virtud de finezas y pertinaces obsequios, y de consorcio inmediato con la Musa griega, como nació Euforión de Fausto y de Elena, traída otra vez al mundo desde el seno de las Madres.

Nuestro poeta, vuelvo a decir, no fue impaciente, y se preparó con traducciones. Pero ¡cuán desencaminados van los que le acusan de poeta difícil, y por obstinación erudita! Los versos de Menéndez y Pelayo pecan de sobrado fáciles. El poeta halla en seguida la expresión; no trabaja, no lima, no pule. Todo parece escrito al vuelo. El estilo corre mucho. Yo echo de menos el esfuerzo. Yo quisiera que Menéndez y Pelayo, cuando escribe poesías, fuera más premioso. Como Goethe, como Chénier y como Fóscolo, Leopardi y Carducci, tiene sed de injertar la forma antigua en su lengua vernácula; pero repugna la fatiga que a aquéllos costaba. Los españoles, acaso por exceso de soberbia confianza, somos más flojos, menos tenaces y pacientes que los hombres de otros países.

La tarea de Chénier, en lo tocante a metrificación y aun a lenguaje poético, fue bastante más limitada y fácil. La índole del idioma francés, pobrísimo en la prosodia y que no se presta tampoco al hipérbaton, alejó de Chénier todo conato de reproducir los metros greco-latinos, y hasta de hacer versos libres con medida de versos de ahora, pues hubieran sido prosa y no versos.

En cambio, en Alemania tienen la pretensión de poseer una lengua en que caben las palabras compuestas, aunque sean, más que compuestas, aglutinadas; en que todo hipérbaton es posible, y en que la prosodia es tan rica, que se pueden escribir versos con todas las medidas de los griegos.

Yo, aquí, ni niego ni afirmo. Como me dirijo a usted y no al público, puedo ahorrarme la molestia de ponerme a estudiar de prisa y corriendo, y mal, por consiguiente, lo que no he llegado a entender bien hasta ahora. Confieso que hay metros griegos, verbigracia, en los coros de las tragedias y en las odas de Píndaro, que ni sé en qué consisten, ni me suenan. Imagine usted si comprenderé que puedan imitarse bien en alemán. Sólo sé que en alemán, no me suenan tampoco. Pero en las lenguas clásicas antiguas, y en alemán, y en inglés, me suenan el exámetro y el pentámetro, y gusto de ellos. Goethe ha escrito mucho en ambos metros, y no por eso dejan de ser populares su Hermann y Dorotea, su novela de La Zorra y su idilio de Alexis. Longfellow ha escrito igualmente en exámetros su lindo poema de Evangelina. El alemán, a no dudarlo, se presta bien a esto, cuando hasta traducciones de largas epopeyas, como la Ilíada, hecha por Voss, están en exámetros, y en vez de cansar, deleitan. En español, por el contrario, hasta donde del mal éxito de algunas tentativas, como la de D. Sinibaldo de Mas, se puede inferir lo inútil del empeño, conviene desistir de esta clase de metrificación, a no ser en alguna composición muy corta, y como por gala y ligero capricho de artista. El reciente ejemplo de Carducci en Italia, si bien brillante y triunfador, no debe bastar a animarnos. Aplaudo, pues, en Menéndez y Pelayo, como buen tino, el no haber querido ensayarse en esto. Su forma clásica es el verso endecasílabo, libre de consonantes, ora alternando sin orden con el heptasílabo, ora endecasílabo siempre.

De tal metrificación bien puede decirse, y perdóneme usted lo familiar de la expresión, que lo que no va en lágrimas va en suspiros; es a saber, que, desnudo el verso del prestigio de la rima, que disimula o encubre a menudo lo prosaico del decir, es menester que sea en su estilo mucho más elevado y primoroso, lo cual le hace harto difícil. Maestros en este punto han sido para nosotros, y siguen siéndolo con toda evidencia, por la analogía de su lengua con la española, los poetas italianos que desde fines del pasado siglo han escrito tan admirables e inspiradas obras en endecasílabos sin consonantes. Parini en Il Giorno, Fóscolo en sus Sepolcri y Manzoni en su Urania, son acabados modelos. Su estudio hubo de influir en las composiciones bellas de este género que ya posee nuestro idioma, como las sátiras de Jovellanos, las epístolas de Moratín, la traducción del libro I de la Eneida, de Ventura de la Vega, y la Visión de Fr. Martín, de Núñez de Arce. Aquí, en Portugal, Francisco Manuel y Garrett han hecho sus mejores composiciones en este metro libre, el cual se desdeña o descuida hoy, empleándose con sobrada insistencia el alejandrino francés, con consonantes pareados, cuyo monótono martilleo debiera ser insufrible en ambas Hesperias, a todo oído de quien no quiera renegar de su casta. Vana y sin fundamento es, pues, la manía, el verdadero furor con que se desatan en España los más de los críticos contra el endecasílabo libre. ¿Qué mal les ha hecho? Ya se irán acostumbrando, y al fin le aplaudirán. Lo que sí es híbrido y malo, a mi ver, es el romance endecasílabo. Cuando es octosílabo, puede ser admirablemente bello. En él poseemos la más hermosa poesía épico-popular de todos los pueblos modernos. Pero el verso endecasílabo requiere amplia libertad, o bien la rima perfecta y variada, ora por estrofas simétricas, ora sin orden. Un acto entero de una tragedia, un canto entero de un poema, todo en un romance endecasílabo, fatiga por la monotonía de la larga serie monorrítmica imperfecta, y exige un esfuerzo algo pueril por parte del poeta, para no repetir los asonantes e ir apurándolos todos. No es esto negar que el ingenio extraordinario de un poeta venza a veces tamaños inconvenientes, y haga amena la lectura de una obra escrita en romances endecasílabos, como sucede con el Duque de Rivas en El moro expósito.

Menéndez y Pelayo escribe casi siempre endecasílabos solos, o endecasílabos mezclados con heptasílabos, y sin rimas ni asonancias. Su lenguaje poético es atinado en las más de sus traducciones, sobre todo en la del Canto de los Sepulcros de Fóscolo.

También emplea con frecuencia nuestro poeta los sáficos-adónicos: estrofas, como todos saben, de cuatro versos, los tres primeros endecasílabos, aunque acentuados de cierta manera, y el cuarto de cinco sílabas, si bien con tal acentuación, que imite, en lo posible, lo que en griego o en latín era un dáctilo y un espondeo.

Para mí es evidente que, en castellano, o no hay sílabas breves ni largas, como en latín y en griego, o no sabemos en qué consistía en aquellas lenguas ya muertas la cantidad de las sílabas. Nosotros no comprendemos bien sino el acento. Donde el acento está se apoya la voz, se detiene algo la pronunciación, y la sílaba se alarga, de suerte que las otras sílabas de que la palabra consta, parecen breves. Así en céfiro, por ejemplo, o en cualquiera otro vocablo esdrújulo, se diría que hay un dáctilo, pues sonando larga la primera sílaba, se hacen breves las dos que siguen. Pero ¿cómo suponer que, en una palabra de dos sílabas, son largas las dos? Si digo amo, al apoyar o acentuar sobre la a, me parece breve la sílaba mo, y si digo amó, al acentuar mó alargo la segunda sílaba, y a me parece breve. Confieso mi ignorancia o la torpeza antimusical de mi oído; no comprendo el tal misterio de la cantidad. Me doy además a recelar que este secreto se ha perdido. En la Grecia de ahora se habla, más o menos empobrecida de formas, la lengua helénica. Poco a poco podrán renovarse las formas perdidas, y tal vez se escribirá y hablará en griego moderno, como hablaría Platón si resucitara; pero de la cantidad nada se sabe. Hoy hacen los griegos como nosotros: alargan la sílaba donde está el acento, de modo que la sílaba, que tal vez es breve, según la prosodia, nos parece larga, y la larga, breve. Pongo por caso: los griegos dicen ahora Ku/klwpej, cíclopes, como nosotros, y apoyan en la u, resultando breve (a nuestros oídos) la w u o larga. En cambio, no dicen Agamenón como nosotros, sino Agamémnon, Agame/mnwn, aunque la o última es o larga, y dicen Demosténes y no Demóstenes, aunque de las cuatro sílabas de que la palabra Dhmosqe/nhj está compuesta, precisamente en las dos, en que ni los griegos ni nosotros apoyamos, hay h o e larga, y en las otras dos, o y e, o o breve y e breve. Vaya usted ni nadie a entender esto. Quizás el acento era para hacer la voz tiple, si era agudo, o barítona, si era grave, o para atiplarla y ahuecarla sucesivamente, si el acento era circunflejo. Mientras que la cantidad era el tiempo, el acento era el tono. Extraña música hubo de ser el habla entonces.

Personas sabias lo explicarán. Yo declaro con humildad que no lo percibo. Abro, por cualquier lado, a Esquilo, a Eurípides o a Sófocles. Leo un verso, según todas las pronunciaciones posibles, y casi nunca me suena a verso; pero los hexámetros, los pentámetros y los sáficos-adónicos, me suenan. Sin embargo, ni de éstos sé a las claras en qué consiste que me suenen. Creo que nadie lo sabe tampoco. De aquí que la imitación, en nuestras lenguas modernas, tenga que ser aproximada, y no exacta.

Goethe se queja del alemán; dice que no se presta a los metros antiguos; apenas está Goethe seguro de que se sepa de fijo cuál sílaba es breve y cuál es larga en su lengua. ¿Era esto porque Goethe no sabía bien prosodia, como deja entrever Lichtemberger? ¿La sabían mejor Schlegel o Voss? No nos metamos en tantas honduras. Yo me consuelo de no saber tampoco prosodia, con que Goethe no la supiese. Pero la verdad es que un espondeo, dos sílabas largas seguidas, ni en alemán, ni en italiano, ni en español, ni en inglés se hallan, ni se sabe lo que es, por donde resulta que no pueden hacerse verdaderos exámetros, ni verdaderos pentámetros, ni verdaderos sáficos-adónicos en castellano. Esto no impide, con todo, que se escriban estrofas de a cuatro versos, tres de once sílabas, y el cuarto de cinco, con tal artificio, que nos parezca que suenan como los versos griegos y latinos, llamados sáficos-adónicos.

De tales estrofas ha hecho muchas Menéndez y Pelayo, y yo las hallo armoniosas y bellas, por lo común. Hay, no obstante, de vez en cuando, fuerza es confesarlo, versos que, ni aun entendidas las cosas a nuestro modo, son sáficos. Citaremos algunos:

Conducidme a los mármoles de Sunio...
Todo se eclipsa menos vuestra gloria.
Aún lanza Febo sobre vuestras cumbres...

Citamos los descuidos, porque los descuidos revelan la facilidad del escritor, aunque no por eso los hemos de aplaudir, ni aun siquiera de perdonar.

En cambio los aciertos son muchos, espontáneos, inspirados, sin que se note la fatiga, sin que aparezca el rastro de la lima en nada.

Los asuntos, no sé por qué, piden diferente metro. A cada cual le cuadra el suyo, por una afinidad inexplicable. Menéndez y Pelayo, en sus traducciones e imitaciones, ha observado esta vaga ley del buen gusto. El Canto secular de Horacio está, como en el original, en sáficos-adónicos. Y están también en estrofas del mismo género otra traducción y una imitación, a cuál más feliz, de dos obras lo más opuestas en sentimientos e ideas que pueden imaginarse. Se diría que el traductor e imitador quiso dar prueba con ellas de su amor al arte puro, y a cuanto el arte expresa, si el entusiasmo lo dicta, y si, por algún concepto, es digno del entusiasmo.

La traducción es del Himno de Prudencio a Los Mártires de Zaragoza. ¿Cuán maravillosamente no se retratan en esta obra del lírico latino-español, a quien Villemain ensalza a par de Horacio y de Píndaro, el carácter férreo, tenaz y heroico de los aragoneses, lo terrible de aquellos tiempos en que se hundía una civilización, la creencia en la próxima fin del mundo, y el culto de la sangre: algo como una hematolatría? Los versos castellanos son tan briosos, tan enérgicos, tan concisos, tan conmovedores como los latinos. Se ve bajar del cielo al Señor, sobre candente nube, armado del rayo, para juzgar a los vivos y a los muertos. Las ciudades todas del mundo acuden con ricos presentes, a fin de aplacar su ira. Estos ricos presentes son la sangre, los huesos, los miembros despedazados en el martirio, de los que le sufrieron por Cristo. La enumeración, la pompa de las ciudades es horriblemente sublime; pero Zaragoza las eclipsa a todas por la abundancia de sus dones. No hay otra que haya derramado más sangre. Ninguna ofrece tantos mártires. En ninguna han desafiado con más valor, hombres y mujeres, más feroces tormentos. El fervor de la fe les dio ánimo para resistir dolores tan espantosos y agudos, que no parecía posible que hubiese nervios que sin morir los sintiesen, ni voluntad que no flaquease y cediese ante ellos.

Menéndez y Pelayo, al traducir fiel y habilísimamente esta composición, ha dado a conocer a sus compatriotas a uno de los más grandes líricos, no sólo de España, sino de cuantos ha habido en el mundo, a quien teníamos olvidado.

La imitación es del himno de lord Byron A Grecia, y es inferior, como el original también lo es, al himno de Prudencio. Al poeta hispano-latino no le faltan jamás mesura e ilación dialéctica en medio de su mayor arrebato lírico. En el poeta inglés tal vez haya, algún desorden y extravagancia, que no deben confundirse con el lirismo, y que aún despiertan el recelo de que puedan ser algo afectados. El dualismo, la lucha entre dos sentimientos o pasiones, no diré que sea impropia de la lírica, pero quita sencillez y hace enmarañada y confusa esta especie de deliberación por raptos. Después de la orgía, y ya resuelto a combatir y morir por la libertad de Grecia, en vez de gozar de sus vinos y de sus mujeres, hubiera el poeta remontado más libre y más alto su vuelo, que no en el momento mismo de la vacilación indecisa. Hay más acción, más viveza en el mismo momento; pero menos claridad, precisión y brío. A pesar de esto, el talento y el noble sentir del poeta sacan rápidas y brillantes contraposiciones de la situación en que él se coloca. El traductor lo expresa todo gallardamente. Véanse estos dos ejemplos:

Cantó Anacreón el amor y el vino,
Cual del tirano Policrates siervo;
Mas era heleno Policrates; cuna
Diérale Samos.
...........................
Yo admiro el brillo de sus negros ojos,
Nido de amores.
Mas ¡ay! ¿será que tan hermosos pechos
Deban un día amamantar cautivos?
¿Será que ciña tan hermosos brazos
Férrea cadena?

Las otras traducciones y paráfrasis se prestan a todos los gustos, en prueba de que el autor le halla siempre en la belleza del arte, prescindiendo del asunto que representa, describe o encomia. Linda por el esmero y primorosa concisión es la de la Oaristys de Dafnis y la muchacha, de Teócrito, que Chénier tradujo con más gala quizás, al menos para el gusto del día, pero diluyéndolo y bordándolo demasiado. Lástima es que mil palabras gráficas y ricas de significado que tenemos en nuestro idioma, no se adapten bien al estilo serio y noble, por truhanescas, picarescas o sobrado familiares. Si no, el título de la Oarystis debiera ser El Palique de Dafnis y la muchacha, o si se quiere, El camelar de Dafnis a la muchacha. Pero, aunque se quede con el título de Oarystis, tomado de una lengua muerta, el tal palique no puede ser más vivo ni más animado, si bien los dos personajes que intervienen en él son tan candorosos y se ven tan circundados de salubre y campesino ambiente, que se embriaga algo hasta el más asustadizo con el olor del almoradux y del romero, y todo lo perdona.

Imitación o paráfrasis de muy distinto género es la de una oda de Sinesio. No entraremos a deslindar lo que es del autor y lo que el parafrasta ha puesto de su propia cosecha. ¿Quién sabe hasta qué punto el severo autor del libro de los Heterodoxos se vale de la composición del obispo de Tolemaida, como de un pasaporte o salvoconducto, para lanzarse, en atrevida excursión poética, casi, casi fuera de los límites de la ortodoxia? La oda, escrita en estrofas regulares, rimadas, de las que se llaman liras, compite, por su limpia sencillez, sobriedad de estilo y pureza de lenguaje, con las mejores odas de Fray Luis de León. Hay en toda ella profundo sentimiento religioso, si bien entreverado de filosofías de origen gentílico, lo cual no es condenarlas. Nadie ignora que los antiguos sabios cristianos tomaban lo que juzgaban saludable y útil en las ciencias y letras griegas; en las cuales, ora veían una evangélica preparación, ora el complemento humano de la obra de los profetas, ora la realización de lo prefigurado en los vasos y joyas de los ídolos egipcios que los israelitas se llevaron al huir de los dominios de Faraón para la Tierra prometida. Pero, cualquiera que sea la procedencia de las doctrinas, en la oda imitada por Menéndez y Pelayo, hasta donde puede juzgarse e inferirse de la vaguedad de un arrobo poético, más que misticismo, en sentido riguroso, se advierte emanatismo, combinado con la tesis aristotélica de la misteriosa atracción, por cuya virtud el primer motor mueve y llama a sí a los seres. Así es que el poeta no se reconcentra y busca a Dios en el centro del alma, como nuestros místicos, sino que, teósofo naturalista, difunde su alma por toda la inmensidad del universo, que Dios llena, si bien como luz que tiene su foco donde anhela el alma abrasarse y anegarse, volviendo a su origen.

Por el examen hecho hasta aquí, aunque resulta que nuestro autor percibe y ama la ya creada poesía, y sabe reproducirla y expresarla en su nativo idioma, no se ve aún al poeta con propio carácter y con originalidad individual. Y en España, en el día, a par que la lírica guarda, en general, su sello castizo, poseemos varios poetas líricos de mérito, con marcada fisonomía. Así, Zorrilla, brillante y rico de imágenes; Núñez de Arce, amonestador y nervioso; Campoamor, quinta-esenciado, paradojal y ameno; Alarcón, sutil e irónico; Querol, correcto, elegantísimo y lleno de sentimiento verdadero y puro, y Campillo, firme sostén por su alta entonación de la célebre escuela sevillana.

Yo veo con patriótica satisfacción el crédito, cada día mayor, que alcanzan en países extraños nuestros pintores; crédito que persuade al público español de que en la pintura nos hemos encumbrado, como en los mejores tiempos, a la altura de las naciones más gloriosas y fecundas en dicho arte; pero también estoy persuadido de que estas elevaciones no suelen ser en un arte solo, sino que son, por lo común, simultáneas en muchos: en casi todas las manifestaciones de la actividad del espíritu. Por donde tengo por seguro que nuestros poetas líricos contemporáneos muestran hoy florecimiento condigno al que celebramos en la pintura, si bien entre los extranjeros no es tan estimado, porque la lengua española es poco conocida y cultivada fuera de España.

Ahora bien: ¿podremos colocar a Menéndez y Pelayo en esa luminosa pléyade poética, de cuyos astros más claros acabamos de citar varios nombres? Harto sé que carezco de autoridad para dar o negar éste a modo de título o diploma; pero siempre me será lícito examinar, procurando ser imparcialísimo, los méritos y servicios que Menéndez y Pelayo alega y presenta en sus obras. Yo daré informe, según mi leal saber y entender, y el público resolverá.

Usted me ha de perdonar prolijidades y digresiones. El asunto que trato es dificultoso para mí, no porque no se me ocurra nada que decir, sino porque se me ocurre más de lo que conviene, y no me resigno a dejármelo en el tintero.

Es evidente que, en el estado actual del mundo, un poeta de oficio o profesión es difícil de hallar. Si lo de poeta se limita al lirismo, la dificultad se trueca en imposible. Quiero significar con esto que el poeta lírico es, además, autor dramático, novelista, médico, juez, zapatero, fabricante, propietario, clérigo; en suma: tiene un empleo, o se ocupa en algo, con preferencia y con mayor asiduidad, que en componer sus poesías. Cualquiera otra bella arte puede ser una profesión; pero la lírica no puede serlo. Hay pintores, escultores, arquitectos, músicos y bailarines. Líricos no hay. Allá, en lo antiguo, hubo richis entre los arios, aoidos entre los griegos, bardos entre los celtas, trovadores y trouvères en Francia y minnesinger en Alemania. En el día, nada hay que a aquello se asemeje. ¿Será porque vivimos en edad más prosaica? No hay para qué tocar aquí tan grave cuestión. Baste aducir el hecho, sin escudriñar la causa. Lo que no puede menos de inferirse es que dicho arte de la lírica no se parece a los demás; que en él no hay maestros ni oficiales, sino que todos son aficionados, y que nadie le consagra su vida, sino sus ratos de ocio, como si se tratase de un mero pasatiempo. Lo cual, bien mirado, redunda, no en descrédito, sino en singular encomio y en privilegio soberano y augusto. A un ingeniero se le puede pedir que haga un camino, una mina o un puente; a un sastre se le encarga una levita, y hasta una novela a un novelista, un drama a un autor dramático y un sermón a un clérigo. Pero ¿qué editor encargará un tomo de odas, ni qué poeta las escribirá de encargo, ni qué persona no afirmará, con indicio infalible, antes de leer las odas o canciones, que no han de valer un pito, aunque sea el propio Píndaro el encargado de componerlas?

La musa lírica es voluntariosa, huraña y rebelde. No cede al capricho; no acude a la evocación; no viene sino en solemnes ocasiones. Cierto que toda otra obra artística requiere la inspiración. La obra no será buena, si no está inspirada. Pero la inspiración para toda otra obra artística está más a nuestras órdenes; más a la mano; más bajo nuestro dominio. Casi podemos disponer de ella cuando queramos. En la lírica, no. Por lo cual, ni excitaré yo a ningún poeta a que componga versos, ni le echaré en cara que haya escrito pocos. Lo que importa es que sean buenos.

Los buenos versos en pocos días se escriben. Poeta hay que vive setenta u ochenta años, como Quintana o Gallego, y gana la inmortalidad en una semana. Por mucho que D. Juan Nicasio meditase, limase y corrigiese, no se puede suponer que empleara más de una semana en escribir la elegía del Dos de Mayo. Manzoni vive más de ochenta años, y toda su poesía lírica, himnos y coros, puede haber sido tarea de un par de meses a lo más. La legítima y grande poesía lírica es, pues, producto rarísimo. Es la creación extraordinaria de un hombre, en un instante, o en varios breves instantes, dichosos y semidivinos, que tiene en muchos años de vida común y terrena. Para el advenimiento de este instante es menester que haya capacidad en nuestro ser interno; pero todavía importa, a veces, que le suscite algún caso exterior, algún acontecimiento que entusiasme, no ya al poeta solo, sino a todo el pueblo o a toda la generación para quien el poeta canta; de modo que el poeta apenas haga más que dar forma inmortal y precisa al vago y confuso sentimiento de la muchedumbre.

La poesía lírica, entendida así, es más que un arte. Aún, en nuestro siglo, puede decirse de ella lo que de la poesía de las edades primeras: Dictæ per carmina sortes et vitæ monstrata via est. ¿Qué influjo no ha ejercido, en nuestro siglo, en el destino de las naciones? Sin los encomios a Napoleón I de Béranger, Lamartine, Víctor Hugo y otros, quizá Napoleón III no hubiera reinado nunca. Sin los cantos de líricos italianos, como Parini, Fóscolo, Giusti, Leopardi y Manzoni, no se hubiera fomentado la revolución en los espíritus, y seguirían siendo un sueño la independencia y la unidad de Italia. Y en Alemania ha contribuido también a los triunfos de aquella nación y a su unidad bajo el imperio.

No obsta lo dicho para que el poeta pueda inspirarse, sin caso exterior o por caso mínimo, si bien entonces la poesía será muy subjetiva, o será en su menor grado, y se salvará por el chiste, por el gracejo, desenvoltura o primor del estilo. Será un orden inferior de poesía.

No censuraré yo, como Moratín, a quien escriba

Un soneto al bostezo de Belisa
O al resbalón de Inés otro soneto.

¿Quién sabe las agudezas, discreciones y lindos conceptos que se le pueden ocurrir a un enamorado si su Belisa bosteza, o si su Inés se resbala? Entre los mejores sonetos de Lope cuentan los que le inspiraron el pájaro que se le fue a Lucinda de la jaula, y la pulga que picó a Leonor en el pecho. Casti tomó prestados tres duros. El acreedor se los pedía a diario, y Casti no los devolvía. A cada petición del acreedor respondía con un soneto, excusándose de pagar, y así compuso más de trescientos, todos graciosos y divertidos, menos para el acreedor, se entiende. Pero, aun en tales ocasiones, la lírica es también libre, y no de encargo. Y como requiere chiste y no seriedad, a no estar muy en condición para el género, conviene no abusar de él, a fin de no degradar arte tan noble y caer en el arte del coplero, como Gerardo Lobo, Montoro o el cura de Fruime.

Menéndez y Pelayo ha tomado la poesía por lo serio y no para juguete, y por todos estilos ha hecho bien. No quiere, o no puede, ser jocoso, sino grave. Sus composiciones, pues, ora inspiradas por sucesos externos, ora nacidas de los sentimientos más profundos del alma, podrán ser populares, en cuanto los sucesos que las ocasionen o los sentimientos que en ellas se expresen interesen o estén, de un modo más o menos vago, en la mente y en el corazón del pueblo para quien el poeta canta.

El primer asunto de las poesías de Menéndez ha sido la poesía misma. En esto sigue a muchos grandes líricos contemporáneos, que han cantado y celebrado su arte: así Goethe, Manzoni en su Urania, Filinto en su arte poética, la Avellaneda en odas y en octavas, etc., etc., porque prolongar la enumeración sería cansado. En la oda a Cabanyes, muerto en la flor de su edad, en 1833, poeta catalán, clásico a la manera de Andrés Chénier, ya expone Menéndez, por estilo elegantísimo, el concepto que tiene de la lírica. Al ensalzar al poeta y al lamentar su pérdida, deja ver que su aspiración es reemplazarle. ¡Con cuánta sencillez, efusión y sincera ternura saluda al modelo acabado del poeta, exclamando!:

¡Feliz quien nunca en el marmóreo alcázar,
Su voz hiriendo regios artesones,
Himno entonó que servidumbre inspira,
Preso en dorados lazos!
¡Feliz quien nunca de la inquieta plebe
El furor excitó, temió las iras,
Ni Arrastró de su Musa, desgarrado,
El manto por las plazas!

Sólo éste es digno de ser verdadero lírico: sacerdote consagrado al puro culto de la Venus Urania. Todo propósito interesado le hace infiel a su numen. Todo empleo lascivo o vicioso de los dones de las Musas es un sacrilegio. Amor de este poeta es la santa, inmaculada idea, fuente de la belleza sensible. Ella fue la esposa de Cabanyes.

Ella tu esposa fue, casta y desnuda,
Y brotó de su seno fecundado
Por tu abrazo viril, la forma indócil
Luchando por la vida.

Para quien alcanzase este triunfo, nada sería hasta la propia gloria. Tranquilo pasaría por el mundo,

Sin que el clamor de la mentida fama
Su nombre pregonase.

No se quejaría de una oscura existencia y de una tumba olvidada y humilde pudiendo decirse de ella como de la de Cabanyes:

Sobre ella vela el numen de la lira,
Si el de la gloria duerme.

En las dos hermosas epístolas, a Horacio y a sus amigos de Santander, acaba Menéndez y Pelayo de darnos a conocer sus aficiones e ideas estéticas, no exponiéndolas con método e intento didácticos para lo cual está la prosa, sino poéticamente.

En ambas vierte todo su amor a la belleza del arte, y a la medida, y a la nitidez de la forma, sin las cuales no se manifiesta dicha belleza.

En la primera, pasman la facilidad y el brío de estilo con que hace resaltar el mérito del vate de Venusa, poniéndole como en compendio ante los ojos de nuestro espíritu, y como destilando su esencia.

La segunda es un cuadro poético, más breve aún y más entusiasta, de toda la literatura helénica.

Nada hay en este cuadro que no esté admirablemente dicho y hondamente sentido. Citemos sólo algunos versos de aquéllos en que el autor aclama a Homero como inexhausta fuente, no ya de la poesía sólo, sino de todo arte de su nación:

De tu sol un reflejo centellea
Del jonio mar en las risueñas ondas,
El mármol del Pentélico ilumina,
Resplandece en el ágora de Atenas,
Y el Cronios rey de tu cantar augusto
A Fidias sirve de ejemplar sereno
Para labrar la olímpica cabeza.

Acaso, en esta segunda epístola, con ser tan bello lo que dice de los poetas de Grecia, sea más bello aún el final.

Los amigos del autor, comerciantes y propietarios de Santander, le hablan regalado la Bibliotheca Græca de Fermín Didot para premiar sus trabajos y celebrar su victoria en las oposiciones en que obtuvo la cátedra que hoy desempeña; y él les da por ello las gracias, y hace votos por la prosperidad mercantil de su ciudad natal, exclamando:

Dilátense tus muelles opulentos,
Y traigan tus alígeros bajeles,
En cambio al trigo que te da Castilla,
De la tórrida caña el dulce jugo,
O del café los vigilantes granos
O la hoja leve que en vapores sube
Y como la esperanza se disipa.

Después los exhorta a que sigan protegiendo las artes y las ciencias, las cuales no están reñidas con el comercio y la industria, y para claro ejemplo les pinta los esplendores y cultas magnificencias del patriciado comercial de Florencia y de Venecia, en preciosos versos, donde, como en todos los de esta epístola, son más las imágenes y las ideas que los vocablos, haciéndose indispensable copiar, o remitir al lector a la obra, porque no es posible el extracto, y sólo cabe el comentario.

Sin querer enseñar, casi a pesar suyo, como debe acontecer siempre en la poesía, Menéndez y Pelayo, en estas composiciones en elogio de su arte, se eleva a consideraciones generales acerca de los sucesos humanos; deja ver su filosofía de la historia, su modo de entender el destino de los pueblos, y la ley providencial que sigue en su marcha nuestro linaje.

Un escéptico, a fin de burlarse de la filosofía de la historia, la llama la ciencia de vaticinar lo pasado; pero, entendido de cierto modo el tal vaticinio, sería alabanza y no burla. ¿Qué quisiéramos más que poseer una ciencia, por cuya virtud se explicasen las causas de lo ya sucedido? Dada tal ciencia, mucho de lo que está por venir se construiría a priori, o podría preverse con certidumbre. Es más: si entre las causas de lo que ocurre hay algunas sujetas a leyes ineludibles, fijas, de la Providencia o del Hado, o si se quiere de la misma naturaleza, pudiendo lo que de tales causas deriva ser previsto o predicho, como un eclipse o un cometa, también hay causas que están en los actos humanos que de nuestra voluntad dependen, y, en este punto, no sólo podríamos prever, sino dirigir el curso de los acontecimientos, siendo así la historia, como todos debemos creer, cual más, cual menos, maestra de la vida social y política, y sirviendo los hechos que ella relata, de saludable escarmiento, o de incentivo poderoso para evitarlos o reiterarlos.

Por desgracia (y crea usted que me aflige tener que mostrar de nuevo el escepticismo de que tanto me motejan), salvando la moral, que está por cima de todo cálculo y ventaja, y salvo también aquello que se sujeta a la prudencia más burda, y que, lo mismo para la vida de los imperios que para la del individuo más humilde, es norma práctica de conducta y regla trivialísima de sentido común, la filosofía de la historia es, hasta hoy, una de las ciencias más inexactas que se han inventado. Porque sería ridículo poner como filosofía de la historia que el que gasta más de lo que tiene se llena de deudas y se arruina; que para hacerse rico importa emplear los dineros en cosas útiles, trabajar y ahorrar; que es peligroso confiar demasiado en las propias fuerzas, y buscar aventuras y ruidos, etc., etc.

Tales perogrulladas, aunque se revistan del más pomposo aparato científico, no son filosofía de la historia. Y los que se elevan a cuestiones dignas de la ciencia, suelen explicarlo todo a su gusto. Ya inventan un sistema que superficialmente se ajusta a los hechos, o ya desfiguran, estiran o destrozan los hechos para que vengan a la medida o quepan en otro sistema. La vanidad nacional, el espíritu de secta y la pasión de partido, entran en la elaboración de estos sistemas por mucho más que el raciocinio.

Lo cierto es que las filosofías de la historia que hoy privan más, como forjadas en Alemania, Inglaterra o Francia, nos son harto poco favorables. De ellas se infiere, o en ellas se enseña, que España ha hecho poco o nada en lo pasado por el progreso y por la civilización del mundo, y que tanto España como Grecia, y aun como Italia para muchos, están ya decaídas y condenadas a ir a remolque, si es que van, mientras que nuevas gentes y razas superiores han venido a ponerse a la cabeza de esta procesión progresiva, a llevar el estandarte de toda cultura y a ejercer la hegemonía o principado. De Lutero proviene la libertad religiosa y otros mil bienes con que no soñó jamás aquel fraile fanático. Sin revolución francesa de 1789, nadie aspiraría siquiera a libertad política y a igualdad democrática. Sin Bacon, nos hubiéramos quedado sin ciencia experimental. Sin Descartes, no habría filosofía moderna. En resolución, todo proviene de fuera. Nosotros somos beocios, o peor que beocios, porque no hemos hecho más, en cuanto nos ha sido posible, que servir de estorbo y rémora a la ascensión majestuosa de la humanidad hacia las regiones de la luz y del bien, con nuestra Inquisición, nuestro fanatismo, nuestros taimados y tenebrosos jesuitas, y nuestra crueldad y barbarie en ambas Américas.

Muchos españoles, de los que presumen de discretos e ilustrados, aceptan todas estas cosas como otros tantos artículos de fe, y se resignan a pertenecer a una asociación y casta de hombres decaídos y extraviados, con tal de que se les haga la justicia de creer que ellos son una excepción rara y brillante. De todo esto, la manía de echarla de alemanes o de britanos, muy extendida en España, y aquí, en Portugal, casi endémica en los partidos más conservadores. Sabio hay por aquí que, a fin de probar que la gente portuguesa es más civilizada o civilizable que la española, apela a las conquistas de Lisboa y de Silves, a las que vinieron muchos hombres del norte, cuya sangre corre aún por las venas de los portugueses del día y produce esta ventajosa diferencia. En una palabra: en las tales filosofías de la historia nos darán a veces algunas dedaditas de miel, nos elogiarán por algo para consolarnos; pero nos jubilan, nos condenan y nos declaran incapaces e inferiores. ¿Por qué extrañar, pues, que alguien se rebele, proteste y clame contra tan insolente jubilación y durísimo fallo? ¿Por qué llamar, al que así se rebela, neocatólico, retrógrado y otros apodos? Sin duda que, por espíritu de contradicción, se ponen muchos en esa pendiente; mas no todos se precipitan. Si en Italia, la consideración de la grandeza de Roma y de la inferioridad actual ha movido a muy ilustres ingenios a hacerse neopaganos, como Leopardi y Carducci, y desde muy antiguo Maquiavelo, entre nosotros, coincidiendo la época de nuestro mayor auge con la intolerancia religiosa, bastantes se han hecho casi unos Torquemadas por patriótico enojo. Menéndez y Pelayo dista mucho de tal extremo. Su amor a las letras humanas le contiene dentro de límites razonables, y él también forja su filosofía de la historia, cuyo valer científico no se discute aquí, como no se discute el valer de la de los otros; pero que, entrando como materia poética en sus versos, y como materia combustible por lo apasionada, les presta animación y fuego.

Para Menéndez y Pelayo, lo grande y esencial de la civilización se debe, en lo humano, a Grecia, Italia y España, entendiéndose Portugal como parte de España; lo cual, dicho sea entre paréntesis, desagrada a muchos portugueses de ahora, muy diferentes de los del tiempo de Don Manuel el Dichoso, y aun de los del tiempo del propio épico que mejor celebró las glorias de Portugal. Entonces se creían todos tan españoles como los aragoneses y los castellanos, si bien dejando salva la autonomía de Estado independiente. Hoy son pocos los que piensan así, aunque, en estos pocos, lícito es felicitarnos de que se cuenten notabilísimos pensadores y escritores ilustres de que Portugal puede jactarse aún: Latino Coelho, Oliveira Martins, Teófilo Braga y otros. Para éstos, lo mismo que para Menéndez, por cima de la variedad política que nos separa, hay civilización idéntica y unidad de misión y destino en ambas naciones, que constituyen una sola gente. Si Dios da a cada pueblo un ángel, o si la naturaleza le da un genio o espíritu que le guíe, aliente e inspire, la Península ibérica no debe tener más que uno, y el pueblo peninsular que reniegue del otro pueblo, sobre las mil desventuras que nuestra decadencia nos ha traído, tendrá también, a mi ver, la de quedarse sin ángel, sin espíritu o sin genio propio.

Grecia da a la humanidad la poesía, el arte, la ciencia y la filosofía especulativa. Roma, unidad y leyes. Italia resucita la civilización en la época del Renacimiento. España abre nuevos caminos, completa el conocimiento de nuestro planeta, magnifica el concepto del universo visible, e inicia la sublime misión de las grandes naciones europeas de extender por todas partes su imperio y su cultura.

Verdaderos portentos han hecho después, siguiendo nuestras huellas, ingleses, franceses y alemanes; mas para Menéndez y Pelayo, aún les queda mucho que hacer hasta que nos eclipsen y sobrepujen.

En todo esto, en mi sentir al menos, aun en prosa me parece que Menéndez y Pelayo tiene razón. Si exagera algo, ponderando quizá más de lo justo a los olvidados o poco estudiados filósofos españoles, y denigrando a veces a los alemanes, condenémosle en la prosa, pero absolvámosle en la poesía, donde entran por mucho el sentimiento y la pasión, y donde cuadran bien la hipérbole y la vehemencia.

En poesía, además, caben pocos distingos y disuenan los sin embargos, no obstantes y a pesar de todo. Así es que nuestro poeta, a quien jamás abandona al escribir su alto y sano juicio, el cual no le deja caer en vulgaridad ni en disparate, aun al lanzar la inventiva más briosa o entusiasmarse con la apología más ardiente, suele hacer afirmaciones que en prosa merecerían refutación; pero refutación que casi nunca pasa de un distingo, que el propio poeta pone o pondría cuando en prosa escribe o escribiese.

Debo citar algunas de estas afirmaciones.

Achacar a los alemanes o a los ingleses

Esta vaga, mortal melancolía
Que al mundo enfermo y decadente oprime,

no es justo, y bien lo sabe Menéndez y Pelayo.

Antes de Schopenhauer estuvieron Sakiamuni, los autores del libro de Job y del Eclesiastés, Menandro, cuyo terrible verso cita, y mil otros. La vaga, mortal melancolía oprime a los hijos de Eva, en este valle de lágrimas, desde que hay memoria de sucesos. No hay que culpar de tanto mal ni al cristianismo, ni a los pueblos del Norte.

Razón tiene el poeta en exclamar:

Orgullosos
Allá arrastren sus ondas imperiales
El Danubio y el Rhin antes vencidos,
Yo prefiero las plácidas corrientes
Del Tíber, del Cefiso, del Eurotas,
Del Ebro patrio o del ecuóreo Betis;

pero se extrema demasiado en la censura cuando niega al germano tenaz hasta la posibilidad de ser tan poeta y tan artista como los griegos y latinos, suponiendo que la mucha cerveza que bebe le incapacita y atonta.

Donde el fermento
De insípida cebada en las cabezas
Sombras y pesadez va derramando.

Esto, no obstante, es sólo un arranque de mal humor poético, que tiene gracia, y que, entendido así, tiene también verdad. Los doctores Lauser y Schuchardt, hallándose un día en mi casa de Madrid, con Menéndez, me excitaron a que yo moviese a éste a recitar los versos en que están esas diatribas contra los alemanes; Menéndez los recitó, y naturalmente, ellos los celebraron, aplaudieron y rieron.

Es evidente que hay algo de celos y de noble envidia patriótica en los citados dicterios. Por eso reían y aplaudían Lauser y Schuchardt. Nuestro humanista siente en el fondo del alma que el llamado por él sacrílego consorcio de griegos y teutones se celebra mejor, por ahora, que el de españoles y griegos; que las paces están hechas; que Elena y Fausto se casan, como imaginaba el Júpiter de Weimar, y que Euforión ha nacido entre las nieblas hiperbóreas. Los cantos de Schiller y de Goethe bien pueden igualarse con el de las Piérides; y el filosofar caliginoso de Schelling y de Hegel, si no vale (por el estilo) lo que vale el filosofar de Platón, menester es confesar que por la profundidad, impulso extraño de la fantasía para crear ingente sistema que encierra cuanto es y admirable fuerza de discurso para ponerle en orden, a todo, desde Platón y Aristóteles hasta ellos, eclipsa y supera.

La referida envidia patriótica, o mejor dicho, noble emulación, se revela más candorosamente cuándo dice el poeta:

Siempre ansiosos
De tierra más feraz, al Mediodía
Los Bárbaros descienden: en buen hora
Que de nuestros despojos se enriquezcan;

donde implícitamente, y con dolor, confiesa que los Bárbaros se han enriquecido más que nosotros, no sólo de dinero, sino de clásicos; que en Alemania e Inglaterra se estudian y se saben mejor que en España esos libros inmortales, que él quiere por modelo; que en Oxford y Cambridge se representan, en griego, las tragedias de Sófocles, y que hombres políticos, ingleses y alemanes, conocen esos autores, y hasta se atreven a citarlos en sus arengas, en la lengua original, sin temor de ser silbados, como unos Don Hermógenes de nuevo cuño.

Imaginar que esto destruye la originalidad y vuelve anacrónicos y exóticos a los poetas del día, es imaginación vana y sin fundamento. Lo que producía la afectación exótica y el harto somero conocimiento que en España se tenía antes de las letras griegas y latinas. De seguro, por ejemplo, que a Menéndez y Pelayo no se le hubiera ocurrido jamás decir como Quintana:

Tres veces
De Jano el templo abrimos
Y a la trompa de Marte aliento dimos;
Tres veces ¡ay! los dioses tutelares
Su escudo nos negaron, y nos vimos
Rotos en tierra y rotos en los mares.

Visto que no hay templo de Jano, no podíamos abrirle ni cerrarle; y en cuanto a los dioses tutelares, como nadie cree en ellos, ni los hay en España, su auxilio no nos importaba lo más mínimo. Menéndez y Pelayo, como creyente católico, hubiera dicho que los Santos Patronos de nuestra devoción no habían intercedido con Dios para que nos diese la victoria; que Santiago no había bajado a combatir en favor nuestro; que la Santísima Virgen María no había querido darnos su amparo; y al decir todo esto, hubiera sido muchísimo más clásico y más fiel imitador de los griegos que el ilustre Quintana. Si Leopardi dice, por ejemplo:

¡O numi, o numi,
Pugnan per altra terra itali acciari!

el tono general de la oda A Italia, el conjunto de las ideas filosóficas de Leopardi, todo justifica la exclamación de ¡oh númenes! y la hace natural y no afectada y falsa. Los dioses tutelares de que habla Quintana, o son Santiago, la Virgen y otros Santos y Santas de la Corte celestial, y entonces es impropio llamarlos dioses, o no son nadie, sino una huera figura retórica; mientras que los númenes de que habla Leopardi se ve claro que son las fuerzas de la naturaleza que cumplen los decretos del destino ciego e inflexible, único Dios en quien él creía. Sin duda que los númenes no existen para Leopardi como tales númenes; pero, consentida la personificación, los númenes existen; tienen una realidad objetiva que sirve a la personificación de fundamento, y es tal la energía e importancia de esa realidad, que el personificarla y el convertirla en númenes resulta más que justificado.

En general, si está bien o mal el uso de la mitología griega en la poesía de ahora, es cuestión que, como muchas otras, deja de serlo, no bien se pone en claro, o sea sin ambigüedad ni equívoco en los términos.

En una narración poética de antiguas edades, en que las fábulas griegas eran creídas, dichas fábulas pueden entrar y tienen verdad estética. Todo depende del tono del narrador y del tino y buen gusto con que las emplee. Pero así, no ya la mitología griega, sino la egipcia, la de Escandinavia y la de los Vedas, están en uso. De esta última se empieza a usar mucho en las literaturas contemporáneas. Leconte de Lisle en Francia, Goethe en Alemania, en Italia Gubernatis, en Portugal con gran primor y acierto Cristóbal Ayres, creo que nacido y educado en Goa, y en España Bécquer y un servidor de usted, aunque esté mal el citarme a mí propio, hemos echado mano de la mitología védica y brahmánica. Pero ¿qué mucho, si Gonsalves Días ha empleado con éxito la mitología de las tupinambas y de otras tribus indígenas del Brasil?

Desde esto, no obstante, hasta el propósito, que con toda seriedad tienen algunos autores, de reemplazar la mitología griega con otra mitología, hay enorme diferencia.

La total cultura de Europa es combinación de varios elementos; unos que persisten en nuestro ser y forman la vida esencial del espíritu; otros que vienen a enriquecer el conjunto, pero que no son esenciales. De aquí la distancia que media entre los dioses indios, o los dioses de la Walhala, y los dioses griegos. Estos últimos viven en nosotros, tienen en nuestras almas aún Olimpo y Parnaso; son ideas inmortales de un pueblo que nos dio el arte, la filosofía y las letras humanas; contra todo lo cual ni la prosaica y positiva sabiduría novísima puede gran cosa, ni el cristianismo ha querido luchar, sino que gusta de que viva, y aun toma para adornar sus verdades y sus representaciones artísticas cuanto hay en ello de hermoso y puro. Por esto dice nuestro poeta:

Así León sus rasgos peregrinos
En el molde encerraba de Venusa;
Así despojos de profanas gentes
Adornaron tal vez nuestros altares,
Y de Cristo en basílica trocose
Más de un templo gentil purificado.

Y entendiendo así este negocio, razón tiene nuestro poeta para añadir en otra parte:

Te contaré mil fábulas sagradas
De amores de los hombres y los dioses:
Cuanto soñó la griega fantasía
En la serena juventud del mundo.

No piense por esto el lector que Menéndez y Pelayo sea un poeta muy mitólogo. Su mirada se dirige a lo presente y a lo futuro, más aún que a las cosas que fueron.

Y lo que verdaderamente busca en los libros antiguos es

El vino añejo que remoza el alma;

el entusiasmo artístico, y la sobria concisión; el ne quid nimis sobre todo.

Como Menéndez y Pelayo dice, en un comentario o análisis que ha hecho recientemente de la Poética de Aristóteles, para él el arte es la facultad de crear lo verdadero con reflexión. Crear, pues, lo falso, con reflexión o sin ella, es lo más contrarío al arte que puede imaginarse. Sin reflexión se adivina a veces lo verdadero, pero más a menudo se crea algo que no es ni verdadero ni falso: lo insustancial y lo soso, o lo ambiguo, anfibológico e incierto.

De esto, por desgracia, hay bastante en nuestra poesía lírica, si bien, cuando se da con la verdad irreflexivamente, aparece cierta belleza milagrosa en la obra poética, que a veces hechiza y deleita más que la de toda creación reflexiva.

De este hechizo carecen las composiciones de Menéndez y Pelayo, quien siempre sabe lo que quiere decir, y lo dice; pero, en cambio, tampoco hay en sus versos las vaguedades e incertidumbres en que abundan hasta nuestros más egregios poetas.

Buscaré ejemplo de esto en la ya citada oda de Quintana, por lo mismo que, en mi sentir, es de lo más hermoso que en nuestra lengua hay. ¿Qué significa el poeta al decir que España fue la reina de las naciones,

La que a todas las zonas extendía
Su cetro de oro y su blasón divino?

¿Aplaude que España se juzgase el Pueblo de Dios de las edades modernas, y que cumpliese su misión de extender la religión católica por todas las zonas? Esto no estaba en la manera constante de pensar de Quintana, y dado que, al menos en aquel momento, lo hubiese estado, merecía más terminante explicación, y no el mero epíteto de divino, lanzado al paso sobre el blasón. Es, pues, de presumir que el blasón divino no significa nada; que está de sobra; que es un casi-ripio, para redondear un verso y hallar consonante a destino, que está en otro verso anterior. Si Quintana no quería elogiar nuestra propaganda religioso-guerrera y política, debió decir sobriamente

La que a todas las zonas extendía
Su cetro de oro...

y borrar el blasón divino, que en sus versos no vale, sino blasón bonito, elegante, ilustre, encumbrado; en suma, todo lo que se quiera si carece de color y de sentido preciso.

Lo que llevamos examinado hasta aquí de las poesías de Menéndez y Pelayo, basta a que le califiquemos de poeta original, si bien de poeta que, por más que se inspire en los sentimientos de su propia alma, no logra, no por contemplación directa de lo real, en la vida, sino con ocasión de sus estudios y de su ciencia.

Aun así sólo, como en España (no me tilde usted de adulador del vulgo y de encomiador de lo presente: lo digo con sinceridad) vivimos ahora en un período de florecimiento, nuestro poeta no ha sido únicamente aplaudido como tal por los que, al hacerlo, pueden dejarse llevar del espíritu de partido, sino también por personas que en los partidos más opuestos militan.

Entre estos encomiadores descuella un crítico duro, cruel, injusto a veces y sobrado descontentadizo; pero (estoy seguro de que no me engaña la gratitud) de agudísimo ingenio, de erudición varia y sana y de singular chiste y discreción en cuanto escribe, cuando la pasión de secta no le ciega: el Sr. D. Leopoldo Alas. Con trasladar aquí algunas de las alabanzas que él da a Menéndez, terminaré y completaré esta parte de mi estudio.

«Menéndez, dice, quiere, como Chénier, que imitemos a los antiguos, porque sabe la diferencia que va de la imitación servil, fría y rebuscada, a ese espíritu de asimilación que escoge, de todo lo bueno, la flor, lo exquisito. Nada más necesario para nuestras letras, tal como andan, que ese estudio prudente y bien sentido de la civilización clásica y de su literatura; nada más digno de admiración que ese espíritu, encarnado en un joven que, sin precedentes próximos, sin más atractivo poderoso y de cuenta que la propia inspiración, se arroja por tan desusado camino... Hay algo en lo clásico, necesario para la educación completa... Menéndez acaso es él solo que lo comprende aquí y lo siente como es menester para hacerlo fecundo. Amar lo antiguo por ignorancia de lo moderno, es achaque de algunos eruditos; pero amarlo, conociendo lo nuevo, y, por lo mismo, porque se echa de menos en esto lo que en lo antiguo existe, es otra cosa».

Natural es que lo primero que directamente mueva a cantar a un joven poeta sea la mujer y su hermosura. Natural es que Amor sea el primer numen que le inspire. Pero en Menéndez y Pelayo no sucede así. Engolfado en sus estudios, asistente en las aulas y en las bibliotecas, y velando de noche sobre los libros, y no en los salones, no toma hasta tarde, con relación a su precocidad, asunto que no sea de sus estudios mismos.

Sus primeros versos de amor son A Epicaris, y en ellos se ve patente la verdad de lo que decimos. El estudiante tiene una novia, sencilla sin duda, modesta y buena, con quien no podemos menos de creer que piensa en contraer matrimonio. El caso es bastante serio, y el espíritu del poeta lo es también para que produzca versos ligeros, alegres y galantes. Pudiera haberlos producido tiernos y apasionados; pero, menester es confesarlo, tampoco lo son los versos A Epicaris. Nuestro poeta, que trata de crear lo verdadero con reflexión, es incapaz de mentir; y como anda tan distraído con su ciencia y su filosofía, si bien reconoce mil prendas excelentes en su futura, se queda frío o se entusiasma poco. De aquí que, en vez de enamorarla y arrullarla, le da una lección de metafísica o de ontología, procurando explicar de qué suerte Dios está en todo, resplandeciendo su luz y hermosura, en unas partes menos y en otras más, a través de lo creado. El mundo material es como nube o velo que encubre la hermosura de Dios. Pero sólo, por entre esa nube o velo o en el centro del alma, podemos columbrar dicha hermosura. El mundo es también como símbolo, como hieroglífico, donde lee el sabio lo que de Dios puede saberse. La armonía del mundo denota la bondad y el saber soberano del Creador. Ahora bien: una muchacha bonita es cifra o compendio de ese símbolo, lo más transparente y claro del velo o de la nube, y el motivo o tema capital, al menos para los hombres, de la total armonía. De aquí resulta que el poeta elija a Epicaris para su símbolo, y como medio grato de llegar, hasta donde al hombre es posible, al conocimiento de Dios. Los versos son elegantes, primorosos y tersos; las filosofías están bien expuestas y sentidas; pero el amor vivo no parece. En cierta linda copla de fandango, donde las mismas filosofías y teologías, según el vulgo alcanza a entenderlas, se encuentran también, hay mil veces más pasión que en las atildadas estrofas con consonantes de nuestro poeta. La copla dice:

Rubita, sol de los soles,
Tu cara es una custodia,
Y tu pecho la escalera
Para subir a la gloria.

Las cosas cambian de aspecto, y el poeta halla al fin verdadera inspiración amorosa, cuando viene a Madrid de asiento, precedido de alta fama; gana la cátedra por oposición, y es ensalzado con justicia por todas partes.

En el día no puede decirse lo que dijo Iriarte de las españolas sus contemporáneas:

Las mujeres ahora no despuntan,
Como en siglos pasados, por discretas.

En el día, particularmente en la high life, hay en esta Corte no pocas lindas damas, aficionadas a toda cultura intelectual, y que se prendan e interesan, como las mariposas a la luz, por cuanto de cualquier modo resplandece. Algunas han aprendido mucho de re litteraria; otras, tal vez, no tuvieron tiempo para aprender, envueltas desde muy niñas en el torbellino de las fiestas, paseos, toros, teatros, tertulias y demás diversiones; pero la agudeza, la facilidad de comprensión y la claridad del natural criterio, suplen con frecuencia la falta. De aquí que nuestras damas sean, a mi ver, tribunal casi infalible para fallar sobre el mérito de los hombres, ya brillen en la tribuna, ya escriban para el teatro, ya compongan libros de bella literatura y hasta de filosofía. Sobre el fallo viene el influjo. Al político, al poeta, al literato y al sabio, cuando empiezan a brillar, tal vez les faltan aún algunos perfiles y pulimentos, que ellas añaden. Numa aprendió no poco de Egeria, y Pericles y Sócrates aprendieron de Aspasia. Ya que no el Amor, una diosa que no está en el Olimpo, porque es muy moderna, la coquetería, presta hoy su milagroso poder a las damas para que influyan de esta suerte.

En resolución, Menéndez y Pelayo fue influido. El estudiante candoroso, modesto y retirado, fue presentado y agasajado en los más brillantes salones; y lo eléctrico de las miradas, las palabras de miel y la belleza elegante, le arrebataron el alma y lograron que de ella brotasen cantos bellísimos: extraña explosión de amor, síntesis armoniosa de afectos algo paganos, como los de los poetas clásicos antiguos por sus Gliceras, Lesbias y Cintias, y de adoración extática, como la de Dante y Petrarca por Beatriz y por Laura.

Pero, sobre todo, prevalece el sentimiento de que la dama, a quien el poeta se consagra, es como su musa, su sibila, su adoctrinadora; una hada o maga que le enseña la ciencia arcana que ignora aún; le abre el tesoro de los poéticos ensueños, y hiere para él, con su varita de virtudes, la peña agreste del ingenio nativo, haciendo surtir de allí el manantial de la inspiración propia, y un universo flamante, maravilloso, mil veces más rico y ameno que el conocido.

De oro y azul estancias fabulosas,
Nunca soñadas de alarife moro;
Alcázares de gnomos y de silfos;
Escondidos talleres
Donde el martillo de los genios suena;
Trémulos lagos donde hierve el oro,
Y un sol que centuplica sus ardores
Sobre el mezquino sol de nuestra esfera,
E infunde en nueva tierra y nuevos cielos
Una oculta virtud germinativa.

¿Para qué citar versos de estas composiciones de amor, si todos son igualmente sencillos e inspirados? Cada uno de estos cantos surge de repente, sin enmienda y sin retoque, del alma del poeta: ex abundantia cordis, al principio, por la traviesa y graciosa Lidia; y después, cuando el corazón

Ya rota el ara del amor primero,
Halló trivial lo que juzgó divino,

por la rubia y simpática Aglaya, viniendo a ser la una y la otra sucesivamente profetisas de amor, gentiles iniciadoras en sus misterios, Diótimas nuevas,

Germen de soberanas fantasías,
Horno do se caldea
El metal en fusión del pensamiento

y otras mil virtualidades o potencias miríficas que el poeta enumera y realza por medio de hermosas y variadas imágenes, las cuales se precipitan cual torrente sonoro en el cauce de sus fáciles versos.

No negaré que éstos obtendrían mayor popularidad, y se grabarían mejor en la memoria, si fuesen quintillas, octavas, décimas u otras estrofas aconsonantadas, simétricas y más cantables. Pero acudir con tal exigencia a Menéndez y Pelayo, sería suponer que en sus versos amorosos ha habido premeditación, permítaseme la palabra. Y nada más lejos de eso. El mayor hechizo de estos versos estriba en lo impremeditados. Salieron porque sí, y salieron con la forma que tienen, y ya no podía dárseles otra. Lo cual no es afirmar que salieran los versos sin reflexión y sin arte, sino que el arte y la reflexión están inmanentes en el poeta, y ni en el más improvisado arranque le abandonan.

Espronceda, en el Canto a Teresa, y la Avellaneda y Tassara, que son quizás, en nuestro siglo, los que mejor han cantado el amor en España, premeditan sin duda más lo que cantan; pero carecen de aquel constante acierto, de aquella sobriedad atinada y de aquella limpia pureza de líneas.

Goethe, el lírico del amor, aguarda para cantarle a que el alma se sosiegue; y entonces, tomándola como objeto, con frialdad crítica y esmerada labor, esculpe, cincela y engalana, como hace el joyero con el material de su obra, las propias impresiones y pasiones. Se parece a aquel refinado artista, no recuerdo si de Atenas o de Síbaris, que sacó en molde el firme y floreciente pecho de su joven enamorada, y, reproduciendo en oro sus airosas y suaves curvas, labró espléndida taza, digna de que en ella Higia escanciase a los hombres beatífico nepenthes, y Hebe el néctar a los inmortales.

Pero cada cual es como Dios le ha criado, y la serenidad olímpica de Goethe, de que alguien le zahiere, atribuyéndola a un alambicado egoísmo, es lo más opuesto a la candidez fervorosa y súbita de Menéndez y Pelayo. Dejémosle, pues, con sus versos libres, que brotan de improviso, y no por merced de estudiada cavilación retrospectiva.

Más hermosos aún que el amor se los ha inspirado la amistad; amistad dulcísima, entusiasta y respetuosa, a otra mujer de la sociedad aristocrática madrileña. La superior inteligencia de esta mujer, su bondad sin coquetería, la noble distinción de su porte y modales, su sencilla naturalidad y su afable indulgencia, ganan las voluntades todas. El literato, el filósofo, el político y el poeta, hallan en ella mente que los adivine y estimule cuando aún son obscuros, que los celebre y juzgue con más elevación que la generalidad cuando ya son ilustres y famosos, y que siempre los comprenda y estime. Como su apacible trato cautiva, pronto se granjeó el afecto de nuestro joven poeta. Ella le pagó con usura, en el más delicado aprecio de su ingenio y saber y en la simpatía más generosa.

Un grande infortunio dio ocasión a Menéndez para mostrarle su cariñosa gratitud, escribiendo los versos mejores que tal vez ha escrito.

El hijo primogénito de esta dama, por ella entrañablemente amado, murió en la flor de su edad, víctima de mal irremediable del pecho, yendo por mar, en busca de salud, desde Málaga a Cádiz.

Analizar aquí la Elegía a su muerte, escrita por Menéndez, sería una profanación. Léala quien tenga alma, y su voz se pondrá trémula y las lágrimas se agolparán a sus ojos. Pero no serán lágrimas amargas, sino rocío fecundo en esperanzas celestiales, en santa resignación, en melancólica dulzura y en optimismo cristiano. ¡Qué sentimiento tan verdadero y tan hondo! ¡Qué consolación tan sencillamente dada a la afligida madre! Así Virgilio, si hubiera recibido en la pila bautismal la fe de Cristo, hubiera lamentado a Marcelo. Todo en esta Elegía, oro acendrado de Tíbar, es natural, nítido y melodioso desde la primera a la última palabra. Sólo hay cuatro versos que disuenan, que borraré yo de mi ejemplar, y que si pudiese borraría de todos. Borrados dichos cuatro versos, en mi sentir, queda perfecta la obra.

Deber de crítico y deseo de dar con esta penosa declaración completa autoridad al encomio, me obligan a declarar que hay cuatro malísimos versos en la Elegía. El gusto de lo falso y lo hinchado es pestilencia tan sutil, que penetra por cualquier resquicio, y al descuido más leve, hasta en las estancias más resguardadas y salubres. Donde todo está dicho con tan sublime sencillez, duele encontrar lo siguiente:

La fiebre, que sus huesos,
Cual indómito monstruo, contundía,
El rápido corcel del exterminio
Volando por su sangre generosa.

Este corcel, que vuela por la sangre (y aquí se me ha de perdonar el desenfado, pues escribo una carta familiar, aunque para carta va siendo larguísima); este corcel, digo, me da cien patadas, porque tanto él como el indómito monstruo que va en el caballero, tratan de destrozar y contundir, aunque en balde, una de las más brillantes y finas joyas de nuestra poesía.

He dejado expresamente para lo último el hablar de la más importante composición que contiene este tomo. Ahora me pesa, porque el lector ha de estar ya cansado, y yo también lo estoy. Algo, con todo, es indispensable decir.

En esta composición, que se titula La galerna del Sábado de Gloria, alienta toda el alma del poeta: su fervor religioso, su amor a la ciudad natal, su entusiasmo por la brillante historia de los cántabros, su viva comprensión de la belleza del paisaje, su concisa potencia gráfica para describirle, y, por último (para que se pasmen los que le acusan de neo), su aplauso cordial a cuanto hay de grande y noble en nuestra época, y su fe en el progreso humano y en la santidad y éxito seguro de la misión que tiene nuestro linaje de continuar, hermosear y completar con su trabajo la creación divina.

¡Perenne lid con la materia inerte;
Dura labor, pero victoria cierta!

Al llegar a este punto, el poeta hubo de creerse, con razón, un Píndaro de ahora iluminado su espíritu por luz más alta y pura, que viene del Tabor y del Gólgota, y por los resplandores naturales de la ciencia y de la razón de nuestros días. Y entonces, queriendo eclipsar las Olímpicas, exclamó con arrogancia sublime y justa:

Otro estadio, otra arena, otra cuadriga
Piden en nueva edad cantares nuevos.
Dadme el lauro de Olimpia y de Nemea,
Y la frente del mártir del trabajo
Ciña la palma de Elis triunfadora
Como al atleta coronar solía.

Ahora bien: si cuanto va expuesto hasta aquí no basta para convencer hasta a los más empedernidos (entre la gente de pícaro gusto, se entiende, porque la que le tiene bueno no necesita que yo la convenza) de que Menéndez y Pelayo, a más de ser erudito, discreto, prosista fecundo, filósofo y buen hablista, es un poeta lírico, no así como quiera, sino de los mejores, considero inútil seguir predicando en desierto, y pongo término a esta interminable carta, la más larga que he escrito en todos los días de mi vida.

Sentiré que usted se fatigue leyéndola, y mas sentiré aún que el público se fatigue, si usted se la da como Prólogo o Introducción.

Menester era cumplir lo prometido a Menéndez y Pelayo, y queda cumplido, tal vez de sobra.

No es malo advertir, sin embargo, que sólo por conjeturas se puede evaluar, en huerto bien labrado y fértil, la abundancia del fruto, mientras todo no llega a sazón y se hace el esquilmo.

Del ingenio de nuestro poeta no tenemos sino las primicias. Salva la distancia entre el mito y la realidad humana, es lícito aplicar a Menéndez lo que el himno homérico dice de Hermes, que, niño aún, en su más temprana mocedad, inventó y pulsó la cítara y se apoderó del rebaño del flechador Apolo. Mucho promete como pensador, como erudito y como poeta, si el estro, la salud y la actividad no le fallecen. Sin dejar de ser lo que es, hallará nuevos tonos; volverá, en la poesía, a la rima; cultivará el romance; no será menos helénico, y, si cabe, será más hispano. La patria, la religión y la humanidad en su progreso; las atrevidas empresas de esta gente, primogénita en Europa de los arios euplocamos, a quien él ve, como avanzada de la civilización, sobre las tres grandes penínsulas de la mar mediterránea; y por cima de todos los altos y transcendentales conceptos y aspiraciones de lo infinito y divino, han de ser, no lo dudo, más amplia y magistralmente cantados por él. Amor, además, se le aparecerá bajo forma, si se quiere menos etérea y fantástica, pero moralmente más hermosa. No le hará idolatrar en la mujer a una deidad o célica maestra, que acude, como Venus al hijo, a acabar de educarle, en entrevistas fugitivas sino que le enseñará a respetar y a amar en la mujer a la dulce y fiel compañera de la existencia toda, la cual no huirá, y a la cual no tendrá, como a Lidia, a Aglaya y a otras, que increpar cuando huya, exclamando:

Quid natum toties, crudelis tu quoque, falsis
Ludis imaginibus?

Por lo pronto, y dejando a un lado profecías y mal encubiertas semi-nupciales amonestaciones, Menéndez y Pelayo ha prestado ya no pocos servicios a nuestra poesía grave y elevada. Su saber no le ha impulsado, como insinúa la ignorante malicia, a escribir cosas obscuras, sino a escribir claro. Es singular; nuestros poetas ligeros y algo picarescos tienen concisión y claridad; rara vez emplean palabras ociosas o sin sentido; pero, entre los que se encumbran, hasta el más abonado suele irse a menudo por los cerros de Úbeda, sin que haya quien le ataje, y armar tan ininteligible jerigonza, que nos provoca a llamarle, con Lope:

... Poeta al uso;
Que él tampoco entendió lo que compuso.

Contra éste y sus semejantes nos da ejemplo Menéndez, que siempre dice lo que sabe y sabe lo que dice.

Veo con sorpresa, a última hora y ya terminado este escrito, que el tomo no es sólo de poesías líricas, sino que contiene además dos tragedias de Esquilo traducidas: Los siete sobre Tebas y el Prometeo. Agradezca usted a esta circunstancia el que no conste esta carta-prólogo de cinco o seis páginas más; perdóneme que en cierto modo quede incompleta, a pesar de ser tan larga, y créame su afectísimo amigo



Lisboa, 24 de diciembre de 1882.