Nuestros hijos: 23
Escena VIII
editarSRA. DE DÍAZ. -¡Alfredo!... ¡Hijo mío!... (Lo abraza.) ¿No vienes herido? Nada te ha pasado, ¿verdad? ¡Oh! ¡Me tienes en una angustia tan grande!... ¿Te batiste?
ALFREDO. -Sí.
SRA. DE DÍAZ. -¡Qué temeridad, muchacho!
ALFREDO. -¿Qué querían? Que me quedara tan fresco.
SRA. DE DÍAZ. -¿Y?...
ALFREDO. -Nada, desgraciadamente.
SR. DÍAZ. -Felizmente.
ALFREDO. -¿Por qué?
SR. DÍAZ. -¡Hombre!.... Si el honor es un acreedor tan complaciente que se conforma -páguenle o no le paguen su crédito de sangre- vale más que no lo haya cobrado.
ALFREDO. -Estás de buen humor ¿eh?
SR. DÍAZ. -Ya lo ves.
ALFREDO. -Bien. Yo necesito descansar. No estoy para nadie antes de las tres.
SRA. DE DÍAZ. -Sí, hijo mío. Yo te acompañaré a tu cuarto.
MECHA. -¡Alfredo!...
ALFREDO. -(Volviéndose.) ¿Qué quieres?
MECHA. -Me perdonas la mortificación que te he causado.
ALFREDO. -Ahora vienen las súplicas. No -No te perdono. No carecías de experiencia para haber perdido el dominio de ti misma.
MECHA. -¡Oh! ¡Dios mío!...
SR. DÍAZ. -¡Alfredo! Aunque te hayas batido en duelo, lo que haces no es caballeresco.
ALFREDO. -Y lo que haces tú, no es decoroso.
SRA. DE DÍAZ. -Vamos, hijo. (Mutis de ambos.)