Nota: Se respeta la ortografía original de la época

LIBRO PRIMERO.

I.

LA SALA GRANDE.

Hoy hace trescientos cuarenta y ocho años, seis meses y diez y nueve dias, que se despertaron los habitantes de París al repiqueteo de todas las campanas tocando á vuelo, en el triple recinto de la ciudad, de la universidad y de la villa.

La historia sin embargo no hace mención especial del dia 6 de enero de 1482; y nada habia por cierto muy notable en el suceso que así ponia en movimiento desde la madrugada á las campanas como á los vecinos de Paris. No era aquel ni un asalto de Picardos ó de Borgoñones, ni una urna llevada en procesion, ni un motin de estudiantes en la viña de Laas, ni una entrada de nuestro muy temido Señor el señor don Rey, ni siquiera una abundante cuelga de ladrones y ladronas en la justicia de Paris. No era tampoco la llegada, cosa muy frecuente en el siglo quince, de alguna embajada pintorreada y penachuda. Apénas dos dias eran pasados desde que la última cabalgada de esta especie, la de los embajadores flamencos, encargados de ajustar las bodas del Delfín con Margarita de Flándes, había hecho su entrada en Paris con notable disgusto de su eminencia el cardenal de Borbon, quien, por complacer á su soberano, tuvo que echarla de amable y obsequioso con toda aquella rústica retahila de burgomaestres flamencos, y regalarlos en su palacio de Borbon con una muy bella moralidad gangarilla y farsa mientras la lluvia, que caia á mares, mundaba los magníficos tapices que adornaban sus puertas.

Lo que el dia 6 de enero ponia en movimiento á todo el popular de Paris, segun expresion de Juan de Troyes era la doble solemnidad reunida desde tiempo inmemorial, del dia de Reyes y de la fiesta de los locos.

En aquel dia de holganza, debia haber grande hoguera en la Greve, árbol de mayo en la capilla de Braque, y misterio en el palacio de Justicia; de todo lo cual habíase el dia ántes hecho pregon á són de trompeta en las calles y plazas por los maceros del señor preboste, vestidos de brillantes sobrevestas de camelote morado, con grandes cruces blancas en el pecho.

La multitud de vecinos de la capital cerraban tiendas y casas y se encaminaba, desde la madrugada, hácia uno de los tres puntos designados: cada cual habia tomado su partido, cual por la hoguera, cual por el árbol de mayo, cual por el misterio. Justo será decir, sin embargo, en honor de la antigua sensatez del pueblo de Paris, que la mayor parte se dirigia hácia la hoguera, tan propia de la estacion, ó hácia el misterio que debia representarse en la sala grande del palacio, bien cubierta y bien cerrado, y que todos los curiosos estaban de acuerdo en dejar al pobre árbol de primavera tiritar solito bajo el crudo cielo de enero, en el cementerio de la capilla de Braque.

Donde mas afluia la gente era en las inmediaciones del palacio de Justicia, porque se sabia que los recien llegados embajadores flamencos asistirian á la representacion del misterio y á la eleccion del papa de los locos, que debia efectuarse igualmente en la sala grande.

No era cosa fácil penetrar aquel dia en la sala grande, la cual, sin embargo pasaba á la sazon por el mayor recinto cubierto conocido sobre la tierra (verdad es que aun no habia medido Sauval el salon del palacio de Montargis). La plaza del palacio, atestada de gente, presentaba á los curiosos de las ventanas el aspecto de un mar, en que cinco ó seis calles, bien así como otras tantas desembocaduras de rios, desaguaban á cada instante nuevas oleadas de cabezas. Las olas de aquella muchedumbre que crecian por momentos, se estrellaban en los ángulos de las casas que se adelantaban por de quiera semejantes á promontorios, en el área irregular de la plaza. En el centro de la alta fachada gótica del palacio, la escalera principal, subida y bajada sin interrupcion por una doble corriente que despues de quebrarse en la meseta intermedia se esparrama en anchas olas sobre sus dos declives laterales, su escalera principal, decimos, manaba copiosa en la plaza como una cascada en un lago. Los gritos, las carcajadas, los pataleos de aquellos mil pies hacian notable estruendo y muy desaforado clamor. De cuando en cuando aumentaban aquel clamor y aquel estruendo; la corriente que impelia toda aquella muchedumbre, retrocedia, se confundia, se arremolinaba; fenómeno producido ya por un hurgonazo de un arquero, ó por el caballo de un macero del prebostazgo que caracoleaba para restablecer el órden; admirable tradicion que legó el prebostazgo á la condestablia, la condestablia á la marechaussée y la marechaussée á nuestra gendarmeria de Paris.

En las ventanas, en las puertas, en las bahuardas, encima de los techos, bullian millares de sanas fisonomias plebeyas, honradas y serenas, mirando el palacio, mirando el gentio y muy satisfechas; porque no pocas personas en Paris se contentan con el espectáculo de los espectadores, y tanto que es cosa para nosotros en alto grado curiosa una pared detras de la cual está su cediendo algo.

Si nos fuera dado á nosotros, hombres de 1830, mezclarnos en idea á aquellos parisienses del siglo quince, y entrar con ellos cercados, prensados y molidos en aquella inmensa sala del palacio, tan estrecha en 6 de enero de 1482, interesante y grato espectáculo se nos presentaria no viendo á nuestro alrededor mas que cosas que, de puro antiguas, nos parecerian muy nuevas.

Si nos lo permite el lector, trataremos de reproducir aquí la impresion que hubiera recibido entrando con nosotros en aquella sala grande en medio de aquel gentio vestido de ropillas, jubones y sobrevestas.

Y ante todas cosas, atolondramiento en los oidos, confusion y desórden en los ojos. Encima de nuestras cabezas, una doble bóveda ojiva, artesonada con esculuras de maderas, pintada de azul celeste, flordelisada de oro; debajo de nuestros pies un pavimento alternativo de mármol blanco y negro. A pocos pasos de nosotros un enorme pilar, luego otro, y luego otro; total, siete pilares en la longitud de la sala, sosteniendo en su mayor latitud las recaidas de la doble bóveda.

Alrededor de los cuatro primeros pilares, puestos ambulantes, lucientes con sus vidrios y oropeles; alrededor de los cuatro últimos bancos de madera de encina, desgastados y pulimentados por las calzas de los litigantes y las togas de los procuradores. En torno de la sala, á lo largo de la alta pared, entre las puertas, entre las ventanas, entre los pilares, la interminable hilera de las estátuas de todos los reyes de Francia, desde Faramundo, los reyes holgazanes con los razos colgando y la vista baja; los reyes valientes y batalladores, la cabeza y las manos levantadas al cielo con osadia. Y en las largas ventanas ojivas, vidrios pintados de mil colores, en las anchas salidas de la sala, ricas puertas delicadamente esculpídas; y en el conjunto bóvedas, pilares, paredes, jambas, dinteles, artesones, puertas, estátuas, y todo ricamente iluminado de arriba abajo de oro y azul, colores que ya, algun tanto ajados en la época en que los vemos, habian desaparecido casi del todo bajo el polvo y las telarañas en el año de gracia 1549, en que Du Breul las admiraba por tradicion.

Imagínese ahora el lector aquella inmensa sala oblonga iluminada por la pálida luz de un dia de enero, invadida por una muchedumbre tumultuosa y llena de colorines que fluye á lo largo de las paredes, y gira en torno de los siete pilares, y podrá formarse una idea confusa del conjunto del cuadro, cuyos curiosos detalles procuraremos indicar con algun detenimiento.

Es seguro que si Ravaillac no hubíera asesinado á Enrique IV, no se hubieran depositado en el archivo del palacio de Justicia las piezas del proceso de Ravaillac; que no hubiera habido cómplices interesados en hacer desaparecer los susodichos documentos; que tampoco hubiera habido incendiarios precisados, á falta de otro medio mejor, á quemar el archivo para quemar las piezas de autos, y á quemar el palacio de Justicia para quemar el archivo, y tampoco, en fin, por consiguiente hubiera acaecido el incendio de 1618. El antiguo palacio estaria aun en pié con su antigua sala grande; yo podria decir al lector; vaya usted á verla, y de este modo ambos nos evitaríamos la precision, yo de hacer y él de leer una tal cual descripcion de dicha sala.—Lo que prueba esta verdad nueva; que los grandes sucesos tienen consecuencias incalculables.

Verdad es tambien que seria muy posible en primer lugar que Ravaillac no hubiese tenido cómplices, y en segundo lugar que estos cómplices, si en efecto los tuvo, nada tuviesen que ver en el incendio de 1618, del cual pueden darse ademas otras dos explicaciones, ambas muy plausibles. La primera es la grande estrella inflamada de un pié de ancha, y alta como del codo á la mano, que cayó del cielo, como nadie ignora, sobre el palacio el 7 de marzo despues de las doce de la noche; y la segunda esta cuarteta de Teófilo:

Cuando en Paris la justicia
Se pegó á si misma fuego
Por un hartazgo de especias,
Desventura fue por cierto.

Sea lo que se fuere de esta triple explicacion política, física y poética del incendio del palacio de Justicia, en 1618, "el hecho desgraciadamente indudable es el incendio. Muy poco queda en el dia, merced á aquella catástrofe, merced sobre todo á las varias restauraciones sucesivas que han completado lo que ella comenzó, muy poco queda en el dia de aquella primera mansion de los reyes de Francia, de aquel palacio hermano primogénito del Louvre, tan viejo ya en el tiempo de Felipe el Hermoso que en él se buscaban los vestigios de los soberbios edificios construidos por el rey Roberto, y descritos por Helgaldus. Casi todo ha desaparecido. ¿Qué se ha hecho la cámara de la cancilleria donde S. Luis consumó su matrimonio? El jardin donde el rey administraba la justicia «vestido de una sobrevesta de camelote, de un tabardo de tiritaña sin mangas, y de una capa al exterior de sándalo negro, reclinado sobre una alfombra con Joinville?» ¿Donde está la estancia del emperador Segismundo? ¿Donde la de Cárlos VI? ¿Donde la de Juan-sin-Tierra? ¿Qué se hicieron la escalera desde donde Cárlos IV promulgó su edicto de perdon general? La losa en que degolló Marcel en presencia del Delfin á Roberto de Clermont al mariscal de Champaña, el postigo donde fueron laceradas las bulas del antipapa Benedicto, y de donde volvieron á salir los que las trajeron con capas pluviales y mitras de mojiganga en señal de rision, y sacados á la vergüenza y paseados por todo Paris, y la sala grande con sus dorados, su azul, sus arcos diagonales, sus estátuas, sus pilares, su inmensa bóveda toda acrivillada de esculturas, y la estancia dorada, y el leon de piedra que estaba á la puerta con la cabeza baja, rabo entre piernas como los leones del trono de Salomon, en la actitud humillada que corresponde á la fuerza delante de la justicia, y las soberbias puertas, y los vidrios de colores, y las cerraduras cinceladas que desanimaban á Biscornette, y las delicadas mamposterias de Du Hancy?... ¿Qué ha hecho el tiempo, qué han hecho los hombres de todas aquellas maravillas? ¿Qué nos han dado en cambio de todo esto, en cambio de toda aquella historia gala, de todo aquel arte gótico?—Los pesados arcos abocinados de Mr. de Brosse, el torpe arquitecto de la portada de S. Gervasio, en lo relativo al arte; y por lo que hace á la historia, tenemos los gárrulos recuerdos del pilar grande, llenos todavia de la chismografia de los Patru.

No es mucho.—Pero volvamos á la verdadera sala grande del verdadero palacio antiguo.

Ocupadas estaban las dos extremidades de aquel gigantesco paralelógramo, una por la famosa mesa de mármol de una sola pieza, tan larga, tan ancha y tan gruesa, que jamas se vió, dicen los antiguos libros becerros en un estilo que hubiera dado apetito al mismo Gargantua, otra tal rebanada de mármol en el mundo; y la otra por la capilla en que se habia hecho esculpir Luis XI de rodillas delante de la Vírgen, y á donde habia hecho trasportar, sin curarse de dejar vacios dos nichos en la hilera de las estátuas reales, las de Carlo-Magno y S. Luis, dos santos á quienes suponia muy bien quistos é influyentes en las cosas del cielo, en su calidad de reyes de Francia. Esta capilla, nueva entónces, estaba toda ella construida en aquel gusto exquisito de delicada arquitectura, de escultura maravillosa, de fino y profundo cincelado que indica en la historia del arte frances el fin de la era gótica, y se perpetua hasta mediados del siglo xvi en los caprichos mágicos del renacimiento. El pequeño roseton calado que coronaba la puerta era en particular un prodigio de gracia y sutileza, parecia una estrella de encaje.

En medio de la sala, frente por frente á la puerta principal habíase erigido inmediato á la pared un tablado recamado de oro, y para el cual una ventana del pasadizo de la estancia dorada servia de puerta secreta, destinado á que le ocupáran los enviados flamencos y demas personajes convidados á la representacion del misterio.

Encima de la mesa de mármol, debia, segun costumbre antigua, representarse el misterio; para ello habia sido arreglada con prolijo esmero desde ántes de amanecer. Su rica lámina de mármol, rayada toda ella por los talones de la Basoche, sostenia una especie de jaula de madera bastante capaz, cuya superficie superior, accesible á las miradas de toda la sala, debia servir de teatro, y cuya parte interior, cubierta con anchos tapices, debia servir de vestuario á los personajes del drama. Una escalera de mano sencillamente arrimada por fuera, estaba destinada á establecer la comunicacion entre la escena y el vestuario, y á prestar sus empinados escalones asi á las entradas como á las salidas; y no había ningun personaje encopetado ó imprevisto, terrible peripecia ni golpe teatral, que no se viese en la dura é inevitable precision de subir por aquella escalera portátil. ¡Inocente y venerable infancia del arte y de las máquinas!

Cuatro alabarderos del alcaide de palacio, inseparables inspectores de todas las diversiones del pueblo, así los dias en que habia funciones, como en los dias en que habia reo, estaban en pié sobre los cuatro ángulos de la mesa de mármol.

Hasta que diese en el gran reloj del palacio la última campanada de medio dia, no debia comenzar la comedia; lo que era muy tarde seguramente para una representacion teatral; pero había sido preciso escoger la hora mas cómoda para los embajadores.

Es pues el caso que toda aquella concurrencia esperaba desde muy por la mañana. No pocos de aquellos curiosos tiritaban desde el alba delante de la fachada del palacio; y aun no faltó quien asegurara haber pasado la noche atravesado delante de la puerta principal, para estar seguro de entrar el primerito. Crecia la muchedumbre por momentos, y á manera de un rio que sale de madre, empezaba á subir á lo alto de las paredes, á remolinarse en torno de los pilares, á mundar los entablamientos, las cornisas, las barandas de las ventanas y todos los ángulos salientes de la arquitectura, todos los relieves de la escultura. Y por eso el fastidio, la desazon, la impaciencia, la libertad de un dia de cinismo y de locura, las camorras que á cada instante se armaban ya por aquí, ya por allá, por un codo afilado, y por un pisoton en un callo, el aburrimiento de una larga espectacion, empezaban, desde mucho ántes de la hora en que debian llegar los embajadores, á comunicar un acento ágrio y chillon al clamor de aquella gente apretujada, molida, prensada, magullada y sofocada. Por todas partes se oian quejas, imprecaciones y lamentos contra los flamencos, el preboste, el cardenal de Borbon, el alcaide de palacio, Margarita de Austria, los porteros de vara, el frio, el calor, el mal tiempo, el obispo de Paris, el papa de los locos, los pilares, las estátuas, esta puerta cerrada, aquella ventana abierta; todo con notable edificacion de la turba de estudiantes y de lacayos diseminados entre la multitud, que añadian á todo aquel desconento sus malicias y diabluras pinchando, por decirlo asi, á alfilerazos el mal humor general.

Había entre otros un grupo de aquellos bulliciosos demonios que, despues de haber arrancado todos los vidrios de una ventana, habíase valerosamente sentado en el cornisamento, y alcanzaba desde alli con sus miradas y rechiflas lo interior y lo exterior, el concurso de la sala y el de la plaza. Sus gestos y sus risotadas, y los burlescos diálogos que entablaban con sus compañeros de un lado á otro de la sala, claramente indicaban que aquella picara estudiantina no participaba del cansancio y fastidio de los demas, y que sabia muy bien sacar, para su provecho individual, de lo que tenian delante, un espectáculo que les hacia esperar el otro con paciencia.

—¡Por mi vida, andas tú por ahí, Joannes Frollo de Molendino!—gritaba uno de ellos á una especie de diablo rubio, agraciado y maligno, encaramado en los follajes de acanto de un capitel;—bien hacen en llamarte Juan del Molino, porque tus brazos y tus piernas se parecen no poco á cuatro aspas revoloteando por los aires.—¿Cuanto tiempo hace que estás ahi?

—Por la misericordia del diablo,—respondió Joannes Frollo,—que hace ya mas de cuatro horas, y que espero, asi Dios me ayude, que me sean atendidas en el purgatorio en descuento de mis pecados. Como que he oido á los ocho sochantres del rey de Sicilia entonar el primer versículo de la misa mayor de las siete en la santa capilla.

—¡Buenos sochantres!—repuso otro,—y que tienen la voz aun mas puntiaguda que sus bonetes. Antes de fundar una misa al Sr. S. Juan, hubiera debido informarse el rey de si le gusta al Sr. S. Juan el latin salmodiado con acento provenzal.

—¡Solo por dar empleo á esos malditos sochantres del rey de Sicilia lo ha hecho!—gritó en tono de vinagre una vieja que estaba junto á la ventana.—¡Me gusta la especie! ¡Mil libras parisíes por una misa! ¡Y sobre el producto de los pescados de mar en los mercados de Paris, á mayor abundamiento!!!..

—¡Silencio, bruja!—repuso un obeso y grave individuo que se tapaba las narices junto á la pescadera ¿era preciso fundar una misa ó queriais que recayese el rey enfermo?

—¡Bien dicho, Sr. Gil Elcornudo, manguitero abastecedor de la casa real!—dijo al punto el estudiante engarabitado en el capitel.

Una sonora carcajada de todos los estudiantes saludó al malhadado apellido del pobre manguitero abastecedor de la casa real.

—¡Elcornudo! ¡Gil Elcornudo!—decian unos.

—¡Cornutus et hirsutus!—añadia otro.

—Pues ya se ve que si,—prosiguió el diablillo del capitel.—¿Qué diablos tienen que reir? ¡Ese digno barrigon es el muy venerable Gil Elcornudo, hermano de maese Juan Elcornudo, preboste de la casa real, hijo de maese Mayet Elcornudo, portero mayor, todos del bosque de Vincennes, todos vecinos de Paris casados de padre á hijo hasta la cuarta generacion!!...

Aumentó con esto la algazara; el pobre manguitero, sin responder palabra, procuraba sustraerse á las miradas fijas en él de todas partes; pero en vano sudaba y se sofocaba; como una cuña que se hunde en la madera, sus esfuerzos no hacian mas que amoldar aun con mas solidez entre los hombros de sus vecinos su ancha cara apoplética encendida de cólera y despecho.

Uno de sus vecinos, en fin, gordo, pequeño y respetable como él, vino en su ayuda.

—¡Abominacion! ¡hablar así á un ciudadano esos bellacos de estudiantes! en mi tiempo, á buen seguro que los hubieran azotado con un haz de leña para quemarlos despues con él.

Aquí perdió los estribos toda la turba estudiantina.

—¡Hola, éh! ¿quien habla por ahí abajo? ¿quien es ese mochuelo?

—Toma,—¿quién ha de ser? le conozco,—dijo uno;—maese Andres Musnier.

—Porque es uno de los cuatro libreros jurados de la universidad,—dijo otro.

—Todo se cuenta por cuatro en aquella tienda; las cuatro naciones, las cuatro facultades, las cuatro fiestas, los cuatro procuradores, los cuatro electores, los cuatro libreros.

—Pues bien,—repuso Juan Frollo, hemos de hacerle el diablo á cuatro.

—Musnier, quemaremos tus libros.

—Musnier, solfearemos las espaldas de tu lacayo.

—Musnier, achucharemos á tu mujer,

—La rolliza y mantecosa señorita Oudarde.

—Que se halla tan fresca y tan lozana como si ya estuviese viuda.

—El diablo cargue con vosotros, ¡amen!—refunfuñó maese Andres Musnier.

—Maese Musnier,—repuso Juan suspendido á su inminente capitel,—calla ó caigo sobre ti.

Alzó los ojos maese Andres, midió de una ojeada la altura del pilar, calculó la gravedad específica del muchacho, multiplicó mentalmente esta verdad por el cuadrado de la velocidad, y se calló.

Juan, dueño del campo de batalla, prosiguió triunfante.

—Es que soy hombre para hacerlo como lo digo, aunque hermano de todo un arcediano.

—¡Vaya una gente de mi flor ¡a de la Universidad! ¡no haber siquiera hecho respetar nuestros derechos en un dia como hoy! Hay árbol de mayo y hoguera en la Villa; misterio, papa de locos y embajadores flamencos en la Ciudad, y en la Universidad, nada!

—¡Pues no será porque sea pequeña la plaza Maubert!—repuso uno de los estudiantes acantonados en la baranda de la ventana.

—¡Mueran el rector, los electores, y los procuradores!—exclamó Joannes.

—Esta noche hemos de hacer una hoguera en el campo Gaillard,—prosiguió otro;—con los libros de maese Andres.

—¡Y los pupitres de los copiantes!—dijo su vecino.

—¡Y las varas de los bedeles!

—¡Y las escupideras de los decanos!

—¡Y los tinteros de los electores!

—¡Y las mesas de los procuradores!

—¡Y los taburetes del rector!

—¡Mueran!—repuso Juanillo en fabordon—mueran los bedeles, y los doctores, y maese Andres y los teólogos, y los médicos, y los decretistas, y los procuradores, y los electores, y el rector.

—¡Jesus! ¡se va á acabar el mundo!—murmuró maese Andres, tapándose las orejas.

—¡Tate! ahora pasa el doctor por la plaza, gritó uno de los de la ventana.

Todos se volvieron hácia la plaza.

—¡Con que por ahí anda nuestro venerable rector maese Thibaut!—preguntó Juan Frollo de Molino que, encaramado en un pilar del interior, no podia ver lo que pasaba en la plaza.

—Si, si,—respondieron todos los demas,—el es, maese Thibaut, el rector.

En efecto, el rector y todos los dignatarios de la universidad acudian en procesion á recibir la embajada, y pasaban en aquel momento por la plaza de palacio. Los estudiantes, apiñados en la ventana, los recibieron al paso con sarcasmos y aplausos irónicos. El rector, que iba á la cabeza de su compañia, recibió la primera descarga, que no fue floja.

—¡Buenos dias, Sr. rector! ¡Ola, ¡éh! ¡buenos dias!

—¿Como ha hecho para estar ahí ese maldito jugador? ¿como quedan los dados?

—¡Mira, y como va trotando en su mula, y tiene las orejas mas largas que ella!

—¡Ola, éh! ¡salve, Sr. rector Thibaut! ¡Tybalde aleator! ¡Viejo! ¡bruto, jugador!

—¡Dios te guarde! ¡ganaste mucho anoche!

—¡Oh! y ¡que cara de viernes, negra, fea, envejecida en el amor del juego y de los dados!

—¡A donde vas, Thibaut, Tybalde ad dados, volviendo la espalda á la Universidad y trotando hácia la Villa?

—Irá á buscar casa á la calle Thibautaudé gritó Juan del Molino...

Toda la pandilla repitió el equivoquillo con voz de trueno y frenéticas palmadas.

—¡Con que vais á buscar casa á la calle Thibautaudé, no es verdad, señor rector, jugador de los demonios!

Luego les llegó su turno á los demas dignatarios.

—¡Mueran los bedeles! ¡mueran los maceros!

—¿Dime, Robin Poussepain, quien es aquel pollino?

—Gilbert de Suilly, Gilbertus de Soliaco, el canciller del colegio de Autun.

—Mira, ahi va mi zapato; tú estás mejor colocado que yo; tirásele á la cara.

Saturnalitias mittimus ecce nuces.

—¡Mueran los seis teólogos con sus sobrepellices blancas!

—¡Son esos los teólogos! Yo creí que eran seis gansos blancos dados por Sta. Genoveva á la ciudad por el fendo de Roony.

—¡Mueran los médicos!

—!Mueran los autos!

—A ti va mi sombrero, canciller de Sta. Genoveva: ¿te acuerdas de la injusticia que me hiciste?

—Así es la verdad: el maldito dió mi empleo en la nacion de Normandia al títere de Ascanio Falzaspada que es de la provincia de Bourges, porque él es italiano.

—¡Es una picardia!—dijeron todos los estudiantes.

—¡Muera el canciller de Sta. Genoveva!

—¡Ola! ¡maese Joaquin de Ladehors! ¡Ola! ¡Luis Dabuille! ¡Ola! ¡Lamberto Hoctement!

—El diablo se lleve al procurador de la nacion de Alemania.

—Y á los capellanes de la capilla santa, con sus mucetas grises; cum tunicis grisis!

—¡Seu de pellibus grisis fourratis!

—¡Ola-éh! ¡Los maestros en artes! ¡casullas negras! ¡casullas coloradas!

—¡Buena cola para el rector!

—Parece un Dux de Venecia cuando va á casarse con el mar.

—Juan, allí van los canónigos de Sta. Genoveva.

—¡Mueran los canónigos!

—¡Abate Claudio Choart! ¡Doctor Claudio Choart! ¿Andas buscando á Maria-la-Giffarde?

—Vive en la calle de Glatigny.

—Está haciendo la cama al rey de los bellacos.

—Paga sus cuatro maravedis: quatuor denarios.

Aut unum bombum.

—¿Quieres que te salga á la cara?

—¡Compañeros! ¡maese Simon Sanguin, el elector de Picardia, que lleva á su mujer á la grupa!

Post equitem sedet altra cura.

—¡Salve, maese Simon!

—Buenos dias, ¡señor elector!

—Buenas noches, ¡señora electora!

—¡Quien pudiera estar con ellos para ver todo eso!—decia dando un suspiro Joannes de Molendino, que continuaba encaramado en los follajes de su capitel.

En tanto el librero jurado de la universidad, maese Andres Musnier, decia, acercándose al oido del manguitero abastecedor de la casa real, maese Gil Elcornudo.

—Lo repito, amigo mio, y no me cansaré de repetirlo; el fin del mundo se acerca. Nunca se habian visto semejantes demasias en la estudiantina, y las malditas invenciones del siglo son las que tienen la culpa de todo. Las artillerias, las serpentinas, las bombardas, y sobre todo la imprenta, esa peste de la Alemania... ¡Se acabaron los manuscritos, se acabaron los libros! ¡la imprenta asesina á la libreria! El fin del mundo se acerca.

—Bien lo veo en los progresos que hacen los tejidos de terciopelo,—dijo el manguitero.

Dieron en aquel momento las doce.

—¡Ah!—dijo todo el concurso en coro.

Callaron los estudiantes; hubo luego un bullicio general, un gran movimiento de pies y de cabezas, una respetable detonacion de toses y de pañuelos; cada cual se colocó, se acomodó, se empinó, se arregló. Siguió luego un profundo silencio; todos los pescuezos echaron el resto de su elasticidad, todas las bocas se abrieron, todas las miradas se fijaron en la mesa de mármol..... Nada se vió en ella.—Los cuatro alabarderos del alcaide estaban alli todavia, tiesos é inmóviles como cuatro estátuas pintadas. Volvieron todos la vista al tablado reservado para los embajadores flamencos; la puerta estaba cerrada y el tablado vacio. Aquella muchedumbre esperaba desde la madrugada tres cosas: las doce del dia; la embajada de Flándes, y el misterio; solo las doce del dia habian llegado á la hora.

Esto era ya demasiado.

Esperaron uno, dos, tres, cinco minutos, un cuarto de hora; nadie venia; el tablado estaba desierto, el teatro estaba mudo. A la impaciencia sucedió la cólera; por de quiera circulaban palabras irritadas, pero en voz baja.—¡El misterio! ¡el misterio!—repetia un sordo murmullo. Las cabezas fermentaban; una tempestad, que aun no hacia mas que mugir, flotaba en la superficie de aquel inmenso gentio. Juan Molendino sacó de ella el primer chispazo.

—¡El misterio, y al diablo los flamencos!—gritó con toda la fuerza de sus pulmones, retorciéndose como una culebra alrededor de su capitel.

Un palmoteo universal fue la respuesta del pueblo.

—¡El misterio!—repitió,—¡y al diablo la Flándes y los Flamencos!

—Venga al instante el misterio,—añadió el estudiante,—ó sino soy de parecer que ahorquemos al alcaide del palacio á guísa de comedia y de moralidad.

—¡Bien dicho!—exclamó la multitud,—y comencemos la broma por sus alabarderos.

Siguióse una inmensa aclamacion; los cuatro pobres diablos empezaban á mudar de color, á mirarse unos y otros. Adelantábase el gentio hácia ellos lentamente, y ya veian la frágil balaustrada que de él los separaba ponerse panzuda bajo la pasion de la multitud.

El momento no podia ser mas critico.

—¡A ellos! ¡á ellos!—gritaba la gente por todas partes.

En aquel punto y sazon, levantóse el tapiz del vestuario que poco antes describimos, y dió paso á un personaje cuyo aspecto contuvo de súbito á la muchedumbre y convirtió como por encanto su cólera en curiosidad.

—¡Silencio! ¡silencio!

Temblando de pies á cabeza; confuso y atontado, adelantóse el personaje hasta el borde de la mesa de mármol, haciendo infinitas reverencias, que, á medida que se acercaba, iban cada vez pareciéndose mas y mas á otras tantas genuflexiones.

El tumulto, sin embargo, se habia apaciguado del todo, y solo quedaba ya aquel lijero rumor que siempre se desprende del silencio de la multitud.

—Señores habitantes y vecinos,—dijo,—señoritas, habitantes y vecinas de Paris: vamos á tener la honra de declamar y representar delante de su eminencia el Sr. cardenal una exquisita moralidad, cuyo título es: El buen juicio de la señora Virgen Maria: yo hago de Júpiter. Su eminencia está acompañando en este momento á la benemérita embajada del Sr. duque de Austria: la cual se halla detenida en la hora presente escuchando la arenga del Sr. rector de la universidad en la puerta llamada de los Jumentos. Apénas llegue el eminentísimo cardenal, empezaremos.

En verdad que nada ménos se necesitaba para salvar á los cuatro desgraciados alabarderos del alcaide del palacio que la intervencion delmismo Júpiter. Si tuviéramos la dicha de aber mbentado esta muy verídica historia, y por consigiente de ser reponsable de ella ante nuestra señora la critica, mal haria su merced en invocar contra nosotros en este momento el precepto clásico: Nec deus intersit. Ello es en fin, que el traje del Sr. Júpiter era muy particular, y que contribuyó no poco á calmar el tumulto de la muchedumbre, absorviendo toda su atencion. Llevaba el señor Júpiter una cota de malla cubierta de terciopelo negro con pasamanos de oro, y á la cabeza un gorro lleno de botones de plata sobredorada; y á no ser por el colorete y por las espesas barbas que cubrian cada cual una mitad de su rostro; á no ser por el rollo de carton dorado, lleno de lentejuelas y de tiras de oropel que llevaba en la mano, y en que cualquiera ojo algo sagaz, mal pudiera dejar de reconocer el rayo; á no ser por sus pies de color de carne y cubiertos de cintas á la usanza griega, bien hubiera podido aquel personaje, por la severidad de su vestimenta, sostener la comparacion con un arquero breton del regimiento de Monseñor de Berry.