Nubes de estío/Capítulo XXV

Capítulo XXV

Después espesaron los rocíos y comenzaron a enfriarse las madrugadas; soplaron las primeras rachas del noroeste, y se llevaron por delante los últimos celajes veraniegos; perdió la mar todas sus galas de las grandes etiquetas: los «vaporosos tules,» las «esmeraldas líquidas,» las «irisadas crenchas...» y cuanto ven en esa egregia dama los soñadores ojos de la poesía bonachona y elegante. Por perder, perdió hasta las «embriagadoras armonías» de sus «arrullos blandos,» y se echó encima los ropajes grises, macizos y desaliñados de los días «de confianza» en los meses invernales; y comenzó a ensayar en el fondo de sus abismos el zumbido de las largas noches tenebrosas y el rugir de sus galernas y huracanes.

Con estos síntomas desapacibles, los últimos bañistas de la playa tiritaron de frío y de tristeza, y se largaron tierra adentro sin volver la vista atrás. Los ociosos hospederos apagaron entonces sus hornillos y fogatas; requirieron las improductivas cacerolas, y se desbandaron también hacia sus cuarteles de invierno, cruzándose quizás en el camino éstos y los otros con los nativos de la ciudad, que tornaban a ella cansados de la vida campestre en las aldeas circunvecinas. Los taciturnos balnearios, los encumbrados chalets y los hoteles, grandes y chicos, después de recoger y amontonar sus cachivaches y dar una escobada a los suelos, cerrason sus puertas y ventanas; y hartos de huéspedes volanderos y de sus algaradas y trapisondas, dispusiéronse a dormir, entre los horrores de la digestión y en aquella soledad que parecería la de las tumbas sin el bramar continuo del enfurruñado Océano, el sueño de las marmotas hasta los primeros calores del venidero estío.

En la ciudad aconteció entonces algo parecido a lo que acontece en el seno de la patriarcal familia al siguiente día de despedir a los parientes y amigos que vinieron con motivo de las fiestas del santo patrono del lugar. Cada cual vuelve a su oficio, y a su ropa, y a su cuarto, y a su cama, y a su sitio en la mesa, y a su andar y vivir ordinarios, dentro y fuera de la casa: unos con pesadumbre por amor a la vida ruidosa y desordenada, y otros muy complacidos por gustar del método reglamentado, de la puchera clásica, del hogar en orden... y de una prudente y saludable economía; porque los regodeos y jolgorios, por breves que sean, siempre resultan caros.

La gente moza, con la espalda vuelta a las frías soledades de la playa y la vista fija, en los pavorosos problemas del invierno que se les venía encima, se quedó suspirando y royéndose las uñas. Todo lo veía negro y vulgar y fastidioso, mirando hacia adelante; y volviendo hacia atrás los ojos de la memoria, ¡qué diferencia! ¡Adiós, placeres elegantes! ¡esparcimientos distinguidos! ¡niñas arrebatadoras! ¡marquesas incomparables! ¡chicos ilustres del gran mundo! ¡personajes de copete! ¡bailes, jiras, conciertos y veladas! La intriguilla amorosa, interrumpida a lo mejor; el anhelado sí, apenas saboreado; la ardiente mirada, sin explicar; la frase aquélla, en enigma todavía... ¡y el del banquero A, y la de los Condes de B!... ¡y Chuncha Olivete, y Manolo Gonzálvez! ¡Oh, dioses inmortales, qué pesadumbre!...

Para consolarse de ella y echarse a pechos aquel interminable invierno que avanzaba cargado de chaparrones inclementes, la perspectiva de una esperanza de compañía zarzuelera en el teatro; dos bailes en el Casino; una novena solemne en tal iglesia de moda, y a pasto las reuniones de confianza en casa de las de Sotillo... ¡Y sea usted crema para esa, y juventud distinguida y elegante, con un ropero de lo mejor, y unas aptitudes de las más sobresalientes! ¡Pícaras capitales de provincia, que no tienen más sociedad que la postiza de los veranos! ¡Era cosa de emigrar de allí y renegar de la patria nativa, que no se cuidaba de entretener y amenizar los interesantes ocios de sus distinguidos hijos!

En cambio, los padres y otros ciudadanos que habían pasado ya de la edad de las ilusiones juveniles, se encontraban tan guapamente en aquella tranquilidad y en aquel orden beatíficos, como las personas cuerdas del ejemplo de más atrás, después de largarse sus huéspedes con el desorden y los ruidos a otra parte. La ciencia del bien vivir no consiste, al fin y al cabo, en otra cosa que en conformarse cada cual con lo que tiene en su casa; y en ese particular, eran unos verdaderos sabios los hombres de aquella ciudad costeña, que no se entristecían cosa maldita en invierno con la falta de los huéspedes del verano.

De ellos era indudablemente, es decir, de los que vivían muy bien acomodados a aquella honrada pobreza de recursos, un sujeto ya maduro y algo huraño, muy conocido del lector por haberle visto conversar con Casallena en el segundo capítulo de esta insípida, pero puntual historia, que, envuelto en largo y espeso capote, y azotado por las iras de un noroeste con granizo, subía, al comenzar de una noche de noviembre, calle arriba, calle arriba... calle arriba, por un laberinto de ellas, a cual más angosta y empinada. Llegó como pudo a lo más alto de todo, donde había un pedacito de mundo llano, y en este pedacito un portal muy ancho y a media luz, irradiada de una candileja de petróleo, prisionera entre hierros y candados; precaución muy cuerda contra los rateros de aquellas alturas, que robaban las libres al menor descuido de los guardianes de la puerta. En aquel refugio pateó el hombre un ratito y sacudió los faldones del gabán para descargarse del agua que había agarrado de cintura abajo, porque de cintura arriba le había librado un paraguas de una buena parte de ella; y después de este proceder de perro de lanas, echó escalera arriba poco a poco, oyendo el gritar adentro de una voz que le era bien conocida. Llamó a una puerta; abriola un sirviente, guapo mozo; le cogió el paraguas de la mano; despojose él después de su gabán; colgole en la percha del vestíbulo, bien alumbrado, y asomó entonces por un hueco inmediato, cerrado por un cortinón, Fabio López en zapatillas, con las manos en los bolsillos del pantalón, una boína de punto negro calada hasta las orejas, y una cara de todos los demonios.

-¡Hola! -exclamó el que llegaba.

-¡Hola! -repitió el otro, volviendo a desaparecer detrás de la cortina.

Colose tras él y por el mismo resquicio el recién llegado, y se arrimó a la chimenea que había en aquella estancia (y cuya boca estaba tapada con un periódico extendido de alto abajo para que adquiriera así mayor tiro la corriente de aire), sin curarse, al parecer, de Fabio López, que empezaba a dar vueltas por el cuarto.

-¡Vaya una hora de venir! -dijo al cabo y viendo que no chistaba el otro.

-Hombre -contestó éste volviéndose hacia el reló, que cumplía honradamente sus deberes en la pared frontera a la chimenea:- todavía no han dado las siete.

-Ya, ya.

-Y está lloviendo hace media hora... y hasta granizando.

-¡Ya, ya! ¡Canastos con las gentes delicadas de estos tiempos! Querrán que se les ponga coche, o palanquín como al emperador de la China... y además, alfombrada la calle, y con estufas. Y así y todo, temerán que se les reproduzcan los dolores del epigastrio... ¡Le digo a usted, reconcho!... Pues verá usted los otros señoritos. «¡Como llovía tanto!...» Porque al uno se le van los pies en cuanto se mojan las calles; el otro ¡uy!... se constipa en seguida. ¡Es tan delicado de cutis!... ¡Reconcho!... si fuera para ir al asalto de doña Circuncisa, o a comer de gorra al banquete del gobernador, o a una junta de mayores contribuyentes...

El hombre de la chimenea se sonrió sin volver la cara; cogió una silla de las más próximas; sentose, y arrimó los pies a la lumbre para secarse las botas y las perneras. El da casa, que se enteró de ello, corrió a quitar el periódico colgado delante de la fogata, no por rasgo de cortesía, sino porque no se metiera el otro en lo que no entendía ni le importaba.

-Y ¿qué hay de bueno? -preguntó maquinalmente el último, mientras el primero recogía el periódico.

-Que el mejor día -respondió López algo retrasado y volviendo a sus paseos,- hago yo aquí una barbaridad.

-¿Con quién?

-Con una burra de cocinera que yo tengo hace más de setenta años... ¡Reconcho, qué animal!

-¿Por qué?

-Le digo a usted que tiene días en que es cosa de matarla; y hoy ha sido uno de ellos.

-Vaya todo por Dios.

-Esta mañana tuve que salir a eso de las diez por un arrastrado asunto que no era mío ni me importaba tres castañas... lo que me pasa cada lunes y cada martes; y dejé encima de esa mesa, entre el Código civil, por más señas, y un tomo de las obras de Bretón de los Herreros, el plato en que anoche me dibujó al humo Octavio, aquella ronda de alguaciles tan hermosísima que usted vio. Pues, amigo, que vuelvo a las doce; que noto la falta del plato; que me pasa una sospecha por el magín; que llamo a esa animal; que la pregunto... ¡reconcho!... ¿y qué cree usted que me contesta, hombre?... Pues nada: que entró aquí, no sé a qué cosa; que vio el plato, y que, como estaba sucio, se le había llevado... para fregarle. ¡Y le fregó, reconcho!

-¡Qué barbaridad!

-¡Ah! pues si no hubiera tenido pareja...

-¿El plato?

-No, señor: la barbaridad.

-¿Luego la tuvo?

-Como siempre, ¡canastos! porque esa burra nunca hace una burrada sola: lo menos un par de ellas, ya se sabe.

-¿Cuál fue la otra?

-Ayer me regalaron la mejor pieza de langosta que ha salido de los mares. «Para pasado mañana,» la dije, no a la langosta, sino a la cocinera; y bien recio, porque tiene un oído como esa pared, la bestia de los demonios. Pues, señor: el primer principio que sale hoy a la mesa, la langosta... ¡y en la salsa que me gusta a mí! Al ver aquella nueva atrocidad, lo primero que me ocurrió fue ir a la cocina con la fuente y rompérsela encima de los cascos a la arrastrada fregatriz; pero por un milagro de Dios, me conformé con llamarla, ponerla el guisote en la mano y decirla: «ahora mismo se lo llevas a la portera para que se la coma de mi parte; pero sin olerlo tú siquiera en el camino; porque si sé que lo hueles, hasta la porcelana te vas a tragar hoy...» Claro que, ni mis sobrinos ni yo catamos la langosta. ¡Reconcho!... ¡y con lo riquísima que debía de estar! Por supuesto, mis sobrinos no la hincaron el diente, porque estaba yo delante... Los conozco bien.

-Y ¿por qué no la cató usted ni consintió que ellos la cataran? -preguntó el amigo con cierta curiosidad.

-Porque habíamos comido ya de carne -respondió el otro hecho una pólvora.- ¿O tampoco sabe usted que hoy no se puede promiscuar, reconcho? Pues ¿por qué mandé yo ayer que se guardara para mañana?... Todavía duraba la marimorena que yo armé cuando subía usted por la escalera. ¿No la ha oído? Pues bien he gritado.

Sorprendió López a su amigo mirándole con gran atención y sonriéndose de cierto modo, y díjole:

-Sí, señor, yo soy así; porque las cosas, ¡reconcho! o se hacen como es debido, o no se hacen. ¿Se manda que no se promiscue? Pues no se promiscua ni con el olfato; y no digo yo una langosta chapucera, como la de hoy: un ternero trufado mando yo en igual caso al cajón de la basura o a los pobres del Asilo... ¿Está usted? Pues bueno: eso no quita que Íñigo y yo no congeniemos; porque una cosa es la ley de Dios, y otra muy distinta la astucia de los hombres. ¿Me entiende usted? Lo peor de todo es, reconcho, que el pecado ese le va a pagar, si no está ya pagándole, quien menos culpa tiene; porque esa pobre mujer, que no estará muy avezada a platos fuertes, va a saltar en astillas en cuanto se eche al cuerpo la ración de pólvora que la mandé. Porque es lo que tiene la receta que yo uso para las langostas: se deja tragar como una seda; pero después es ella. ¡Reconcho!... ¡levanta en vilo!

El amigo que se calentaba los pies soltó al fin la carcajada, sin poner un solo comentario a las donosas mixturas de Fabio López; el cual dejó sus paseos en corto, se sentó al otro lado de la chimenea, empuñó las tenazas y comenzó a arreglar los tizones. Aquello, vistos los antecedentes del sujeto, equivalía a los golpes de la batutta del maestro en la hojalata de su atril, o al repiqueteo de la campanilla de un presidente acomodado ya en su sitial. Podía darse por comenzada la fiesta, o por abierta la sesión.

Saltaron varios asuntos y preguntas al redondel: sobre la identidad de una persona cuya muerte se anunciaba en los periódicos locales de aquella fecha; el alcance de un decreto publicado en la Gaceta, referente al personal de Telégrafos; la muestra que había estrenado una zapatería de la calle de San Basilio; un cuadro al óleo, expuesto dos tiendas más abajo de esta zapatería; la enfermedad de un canónigo conocido de ambos interlocutores; la cesantía de un estanquero; la temperatura oficial de aquel día; el precio de los besugos... Y nada: ni un solo tema de éstos prosperó allí. Apenas apuntados ya estaban muertos; y a otro en seguida... para ser despachado también de un golpe seco y a cara vuelta, por el contrario.

La llegada del sobrino Juan Fernández en traje doméstico, por una puerta de comunicación entre aquella vivienda y otra contigua, cambió algo el aspecto de las cosas; pero muy poco. Después se oyó el llamador de la puerta de la escalera.

-El otro valiente, -dijo el amigo de Fabio López, que le conoció por el modo de llamar.

-Y cierre usted la cuenta con él, -gruñó éste, cogiendo a pulso con las tenazas un tizón que estaba bien donde estaba, para ponerle donde no debía estar.

Y entró el valiente, que acreditó bien que lo era en el chorrear de su paraguas y relucir de sus botas. Era un mozo rehecho y bien templado; jurisperito por lujo, y artista de la mejor cepa; bien pertrechado de malicias cultas, y más rico de ingenio y suelto y socorrido de pluma de lo que a él se le figuraba. Se quejó lo menos que pudo de las inclemencias del tiempo, y se sentó lejos de la chimenea, después de encender un pitillo en un ascua de ella, cogida con las tenazas que, para eso sólo, le cedió el amo de casa.

Como si se complacieran en desmentirle, fueron llegando sucesivamente Juanito Romero; un contemporáneo de los dos viejos amigos, hombre de arboladura inglesa, con aficiones y hasta ciertos títulos diplomáticos; un pintor indígena, tan de admirar en sus cuadros como de aplaudir en los donaires de su conversación; un aristócrata de gustos democráticos, sin dejar por ello de ser apasionado del sport y lector asiduo del Fígaro parisiense y de la Revista de ambos mundos; Casallena y su pariente, aquel doctor carnicero de quien ya se hizo mención en otra parte de este libro... y el último de todos, por aquella noche, el otro sobrino de Fabio López, el gomoso del smoking y los cuellos de pajarita. Faltaba Pancho Vila, entre otros pocos más.

-A Pancho Vila -dijo Romero,- no le esperen ustedes.

-¿Por qué? -preguntó Fabio López.

-Porque le han caído entretenimientos bastante más agradables que el de esta tertulia, dicho sea sin ofensa. Es cosa arreglada ya.

-¿Cuál?

-Su casamiento con la de Brezales.

-¡Reconcho!... ¿Con la Africana?

-Con la misma. Me lo ha dicho él, el propio Pancho, esta tarde. Han hecho las paces las dos familias, y dentro de un par de meses...

-Pues protesto, ¡reconcho! -exclamó López armando un chisporroteo de todos los diablos en la chimenea, a fuerza de revolver desaforadamente los tizones.

-Y ¿por qué? -preguntó su amigo de enfrente.

-Porque no hay en el mundo más que un hombre que sepa estimar a esa mujer en todo lo que vale, y ese hombre no es el que se la lleva.

-Pues no es esto sólo lo que hay, -añadió Romero.

-¿Pues qué más que eso puede haber ya, tratándose de esa mujer, canastos?

-Es que no se trata de ella ahora -respondió el otro después de celebrar con una risotada de las suyas el dicho de Fabio López,- aunque algo la toque de cerca. Sé, por el mismo autorizado conducto, que también se casa su hermana.

-¿Esa guindilla? -preguntó López, volviéndose rápido hacia Juanito Romero, que celebró con otra carcajada la pregunta.- Y ¿con quién se casa?

-Pues asómbrese usted: con Pepe Gómez.

-¿Con Pepe Gómez? -repitió el otro asombrándose de veras.- ¿Con ese alfeñique blando, avefría de los demonios?...

-Con ese mismo.

-Vamos, hombre: va a ser cosa de irse uno del mundo, por no ver ciertas enormidades.

-Pues ahí verá usted.

-Pero no me digas ¡reconcho! que ese maniquí de sastrería, con aquellas patillitas recortadas, y aquel vestidito reluciente...

-Le advierto a usted que ya no gasta la ropa con barniz, ni chanclos en cuanto llueve. Es condición que ella le ha puesto.

-¿Esa sola?

-Que se sepa...

-Y aquella alma de sorbete, y aquellos dientecitos de cristal, y aquel andar y sonreír de aire colado, ¿con qué se enmiendan? ¿con qué se meten en calor, reconcho?

-Eso será cuenta de ella -contestó Romero con otra carcajada.- El hecho es innegable.

-¡Hombre, hombre... no me digas!... ¡Y fíese usted ahora de pintas de mujer!

Por estos resquicios se coló la conversación de la tertulia en los asuntos de la familia Brezales relacionados con la del «prócer» de Madrid. Se conocía de público hasta lo del trueque de las cartas de Nino, y era evidente que a lo aprendido con aquella lección providencial, debía don Roque el cambio que se notaba en su modo de ser. Apenas iba al Casino ya; y cuando iba, hablaba poco, en estilo llano y muy a tiempo. No había que mencionarle La Alianza, ni «los intereses del partido,» ni los proyectos de Sancho Vargas, ni a Sancho Vargas mismo; tampoco intimaba con Vaquero, Gárgaras, Casquete y otros tales. Sus negocios, por ocupación; su familia, por todo recreo... y nada más. Se conocía bien a sí propio, y no quería meterse en caballerías peligrosas, de las cuales había salido siempre mal y desairado, miradas las cosas desde lejos. Con este modo de ser y de conducirse, resultaba un buen hombre en toda regla, digno, muy digno de tener imitadores entre otros sujetos de su pelaje, que aún continuaban creyéndose hombres de importancia porque tenían cuatro pesetas más que el vulgo de las gentes. Por la fuerza de las cosas, había resultado algo filósofo; y una noche de las últimas había dicho en el Casino: «desde que me bajé de las alturas sin cimientos en que antes vivía, a los llanos en que vivo ahora, me parece que he crecido media vara... por adentro, y que alcanzo más que el doble con la vista alrededor.» Y esto lo había dicho en el momento en que se elevaba Sancho Vargas hasta los cuernos de la luna, hablando de un proyecto «colosal» que andaba concibiendo para fomentar, por cuenta del municipio, la recría de sanguijuelas en unos barrizales del común. Pues ni por esas se había apeado Sancho Vargas de su cabalgadura. De la dote que daba Brezales a sus hijas, se contaban espantos. El hombre era más rico aún de lo que parecía, y estaba dispuesto a echar la casa por la ventana en honor de...

-¿Y qué me dicen ustedes -interrumpió de pronto Fabio López, dale que le das a los tizones,- sobre eso de los humos de Huelva?... Asunto nuevo, gracias a Dios, e interesante para este amigo (el de enfrente), que comienza ahora a enterarse de él, según acaba de declararme por lo bajo... ¡Reconcho, qué suerte la de algunos! Yo siempre estoy enterado de todo lo que no me importa un rábano, y además me revienta.

De estos jarros de agua se valía aquel hombre para matar las conversaciones que no le divertían; siendo de advertir que había noches en que no soltaba el jarro de la mano.

Se guardó muy bien Juanito Romero de insistir en sus curiosos informes, y pasó de un salto a tratar de las reuniones de las de Sotillo: quiénes concurrían a ellas, y para qué, y si se proyectaban hasta charadas y cuadros vivos, éstos, del género religioso. Tampoco cuajó el asunto. Se tocó otro nuevo en otro rincón del concurso, y lo mismo. Se apuntó otro diferente en otro lado... Igual. De esta manera se trató allí en breve tiempo de infinitas materias del teatro; del caso de la fumarela fregoteada y del subsiguiente de la langosta; de Derecho penal; de un comiso de cajetillas; de Disciplina eclesiástica; de un crimen en Barcelona; del gran Canciller de Alemania; de cirugía; de un correo trasatlántico; de matemáticas; del sport; de una anécdota boulevardière referida por el Gil Blas; del coche de don Lucio Vaquero; de un Murillo de pega, colado por legítimo a un tratante en cuadros; de una tabla del siglo XV robada en un convento de Navarra; de la última comedia estrenada en el Español, de Madrid; del último libro de un autor de fama... hasta que por este carril se fue deslizando la conversación hacía el terreno del Arte y de las Letras, donde jamás vertían Fabio López ni su amigo el agua de sus jarros, y gustaban de verse reunidos todos los tertulianos: en guerra abierta, sí, como en todos los demás campos, y completamente disconformes unos con otros; pero, al cabo, reunidos por el común entusiasmo de un culto para el cual no sobraban los templos ni los fieles en aquella ciudad; y por eso sólo el amigo especial de Fabio López, hombre algo dado al vicio de las letras, llamaba las Catacumbas a aquel ignorado refugio, adonde no llegaban, en las horas de culto, ni las miradas del César, ni el tufo de los paganos ritos de abajo.

Y en verdad que el amigo Alhelí, incapaz de leer en los hombres más adentro de sus pecheras, y aun para eso habían de estar adornadas de brillantes, se hubiera visto y deseado para sacar de aquella tertulia algo que ofrecer en sus crónicas almibaradas a la voracidad distinguida de sus elegantes lectoras. Por lo pronto, su pluma, avezada a pintar a la luz del fausto palatino, no hubiera sabido moverse en la relativa estrechez de aquella estancia, casi cubiertas sus paredes, vestidas de modesto papel verde, por grandes y sencillos armarios abarrotados de libros útiles; algunos cuadros de buenas firmas; un diploma de Licenciado en Derecho; una gumía y un fez, con auténtica; la vera efigies de un amigo, por misericordia de Dios vivo aún, grabada en acero; y la de otro, muerto ya, fotografiada; un reló junto al grabado; un barómetro junto al diploma, y un espejo sobre la chimenea; el suelo tapizado de moqueta; en el centro de él una mesa de «señor jurisconsulto;» sobre la mesa una lámpara colgada del techo; y en los huecos de los balcones, jaulas con canarios, que a lo mejor salían reclamándose... Y nada más. ¡Ni un muñeco, ni un bibelot, ni una escudilla, ni un trapo de esos que cuestan un sentido!

Después, ¿con qué ojos había de mirar el adamado cronista, aunque exprimiera su meollo de peluche, empapado antes en almizcle y triple esencia de myosotis, un congreso de hombres incompatibles entre sí por la edad, por el genio y por el corte del ropaje? ¿Qué se le daba a él de aquellas porfías obstinadas, de aquellos chispazos geniales sobre puntos jamás ventilados en los concursos de sus devociones? ¿Para qué servían los debates mismos sobre más levantados asuntos en aquel oscuro rincón, sin eco y sin horizontes; con aquellos modales, y aquellas salidas extrañas a lo mejor, y aquellas interjecciones crudas?... ¿Cómo había de descubrir él, ni menos saborear, la salsa de todo aquello, aunque hubiera adivinado sus curiosos orígenes, y el paradero de los más de sus fundadores, y el precio en que se estimaron las modestas sillas vacantes, y el lujo decorativo que se despilfarró en las instancias que elevaron los muchos golosos de ellas, y que andaba por el mundo más de un libro con fortuna, cuyas páginas más salientes habían pasado por allí antes que por los tórculos que las estamparon?

Y luego, «aquel hombre» preocupándose de pequeñeces, y poniendo en solfa y tomando a chanza los asuntos más graves de la vida... ¿Qué precedentes, ni qué motivos, ni qué luz poseía el trivial y cominero folletinista para penetrarle y medir toda la hondura que alcanzaba lo que había debajo de aquella pintoresca y original superficie en que chisporroteaban los cráteres del ingenio? Y sobre todo, ¿cómo podría creer que en los tiempos que corrían se daban por satisfechos con aquello poco para matar el hastío de las largas noches del invierno, unos hombres que habían corrido algo el mundo, y, cuando menos, sabían leer y escribir y vestían «de señores»?

Y menos lo comprendería y mayor sería su asombro, al ver que en cuanto sonaron las ocho y media en el reló de la pared, es decir, la hora de salir él de la cama en Madrid, se levantó de su silla el impaciente Fabio López, y la arrimó a la pared, y en seguida hizo otro tanto con las pocas que estaban desarrimadas; y golpeó con las tenazas las ya mustias ascuas de la chimenea; y se levantaron de sus correspondientes sillas, casi a un tiempo, todos los tertulianos; y desfilaron en tropel, como a toque de corneta, sin detenerse en el vestíbulo más que lo indispesable para apurar los últimos retales de la conversación de adentro, mientras se vestían los abrigos y recogían los paraguas.

Porque eso aconteció en aquella ocasión, como acontecía de ordinario.

Y aconteció además que, bajando hacia su casa el tertuliano que había subido a la tertulia el primero de todos, un buen trecho antes de llegar al fin de su jornada se topó con un señor; amigo suyo, envuelto en pieles y bufandas; el cual señor (que suspiraba de continuo por un paseo de invierno, con estufas y cubierto de cristales, y había hecho la hombrada aquella noche, aprovechando una escampadita, de alejarse cien varas de su portal, por un motivo de suma urgencia), detuvo al otro y le dijo, cuidando mucho de que, al hablar, no se le colara el aire frío por la boca:

-¡Será usted capaz de venir de esa tertulia!

-Lo soy, -respondió el detenido.

-¡Qué barbaridad! ¿Con esta noche?

-Con esta noche; y no me las dé Dios peores.

-¡Mire usted que es rareza! Pero, hombre, ¿qué atractivos puede tener eso para ustedes? Vaya usted contando. Hay que ir hasta los quintos infiernos, y por lo más triste y desamparado de la ciudad.

-Convenido.

-Se concluye cuando debiera empezar, en noches tan largas como éstas.

-Exacto.

-Después, según mis noticias, nunca están ustedes allí conformes en cosa alguna... y hasta riñen a veces unos con otros.

-Bien: ¿y qué?

-Que dónde está la golosina de esa tertulia.

-Pues en todo eso.

-¡Vamos! -dijo el señor de las pieles, tocándose la sien derecha con un índice enfundado en lana muy tupida, y apartándose del otro al mismo tiempo:- ¡están de aquí!

El cual «otro» continuó el interrumpido andar hacia su domicilio, admirándose, por casualidad, de lo que abundaba en el mundo la materia novelable, y deplorando amargamente al mismo tiempo que no le hubiera dotado Dios a él del arte necesario para saber utilizarla en la estrechez de los moldes de su ingenio.