Nubes de estío/Capítulo XXIV

Capítulo XXIV

A media lectura de la carta, ya tuvo don Roque que dejarse caer en la butaca, empapado el cuerpo en sudor frío. Doña Angustias, que era quien leía frase a frase y casi palabra por palabra, acentuándolas todas, no solamente con la voz, sino con los ojos y aun con la carta misma, suspendió entonces la tarea; dio un paso hacia el sillón, en cuyo copete se apoyó con un brazo, y en esta postura estuvo observando a su marido.

-Sigue, -la dijo a poco el pobre hombre, con voz apagada y sin levantar la cabeza ni abrir los ojos.

Doña Angustias volvió a leer a media voz como antes y con la misma parsimonia acompasada y solemne. De tiempo en tiempo, aprovechando las pausas que hacía en la lectura, echaba una ojeada a su marido, sobre el cual iban cayendo sus palabras, vertidas de alto abajo, con la fuerza y los estragos de un pedrisco.

Esta escena, que pasaba a puertas cerradas en el dormitorio bien conocido del lector, duró media hora muy cumplida. Cuando doña Angustias la dio por terminada, don Roque se enjugaba con el pañuelo un par de lagrimones que le caían de los párpados contraídos. Su mujer, sin dejar de mirarle con compasivos ojos, esperó a que pasara aquella crisis bienhechora, cuyas causas debían de arrancar de lo más hondo del corazón y del cerebro del pobre iluso.

Duró poco la espera de doña Angustias. Por haberla notado quizás, hizo un esfuerzo don Roque para salir de su letargo penoso, y preguntó a su mujer, removiéndose en la butaca y enderezando el pescuezo, pero sin volver la cara hacia ella, que continuaba de pie a su lado:

-¿Nada más?

-¿Aún te parece poco? -preguntole a su vez doña Angustias.

-¡Psch!... Preso por mil... Aunque, como bastante, ya lo es.

-¡Vaya si lo es!

-¡Cascabeles si es bastante!

Y en esto, se alzó de la butaca, se sonó las narices muy recio, y dio un par de vueltas por el cuarto.

-¡Vaya, vaya, vaya!... ¡Jesús, María y José! -exclamaba a media voz, mientras andaba de acá para allá con la bata al desgaire, la visera de medio lado, las manos en los bolsillos del pantalón y los ojos como puños.

Su mujer le seguía con la vista sin decirle una palabra. De pronto, le dijo él a ella:

-¿Conque esa carta, por lo que me has dicho, la recibió Irene anoche?

-Cabal, y por el correo, -contestó doña Angustias.

-Por el correo -repitió Brezales, enderezándose un poco la visera.- ¿Y dices tú -añadió después de sonarse otra vez,- que no tuviste conocimiento de ella hasta?...

-Hasta esta mañana: hará dos horas.

-¿Por la misma Irene?

-No; por Petra... y eso, después de pensarlo mucho las dos. Por gusto de Irene, la carta se hubiera quemado en seguida. Cuando yo la leí, ni siquiera me hice cruces, porque de nada me extrañé. Al contrario, si bien se miraba. Después hablamos las tres largamente. Irene me pidió por Dios que te lo ocultáramos todo; pero yo la respondí, quedándome con la carta, que sobre ese particular se haría lo que debiera de hacerse; y me vine sin perder momento a leértela de punta a cabo.

-¡Bien hecho! -contestó don Roque acentuando las palabras con manos y cabeza.- ¡Bien hecho! Porque tendría que ver que yo ignorara esas cosas. ¡Jesús!... ¡Jesús, María y José!

Y volvió a pasearse por el cuarto con la cabeza gacha y las manos en los bolsillos. De pronto se detuvo delante de su mujer, y la preguntó:

-¿Y dices tú que vosotras dais por hecho que esa carta ha venido aquí por equivocación?

-Sin la menor duda, Roque: ese mentecato... por no llamarle cosa peor y bien merecida, en la prisa con que anduvo a última hora, cambió los sobres de las cartas, y mandó a Irene la que había escrito para su amigote.

-¡Qué casualidad, Angustias! -exclamó don Roque, llevándose las manos a la cabeza.

-Di mejor ¡qué Providencia! -contestó su mujer.- Porque este cambio ha sido providencial, para que acabes de caer de tu burro...

-¡Válgame el señor san Roque! -exclamó de nuevo Brezales, volviendo a pasearse por el cuarto.- ¡Válganme todos los santos de la corte celestial!... ¡Válgame el mismo Dios y Señor nuestro, Criador de todas las cosas y Divino Redentor del mundo!... ¡Hay que verlo, hay que tocarlo con las manos, para creer que no le engañan a uno y que es la pura verdad!...

Anduvo un buen rato así, ora exclamando, ora llevándose las manos a la frente y la visera de la gorra tan pronto a un lado como a otro, hasta que su inquietud fue trocándose poco a poco en abatimiento; y volvió a inclinar la cabeza sobre el pecho, y se le puso otro nudo en la garganta, y se le empañaron nuevamente los ojos, y se detuvo, de espaldas a su mujer, que no desplegaba los labios, aunque no cesaba de mirarle para enjugarse las lágrimas.

Al fin se volvió hacia ella; y con una voz, y un andar, y una expresión de mirada que daban la medida fiel del estado de su espíritu, entristecido y lacio, pero en perfecto reposo, la habló de esta manera:

-Pensarás tú que lo que más me ha echado el alma por los suelos al oírte leer esa carta, han sido las perrerías que en ella se dicen de mí... Pues te juro que te equivocas si tal piensas, Angustias... Otro sentir muy diferente es el que me ha puesto del modo que me ves. Parte pueden haber tenido, si quieres, esos improperios en el caso; pero, a todo tirar, como a manera de luz que me le ha hecho ver al primer golpe... y el caso que yo he visto; el caso, Angustias, que me espanta y no puede tener perdón de Dios, es la fuerza de vela que yo he venido haciendo, un día y otro día, un mes y otro mes, para poner a la pobre Irene en manos de ese bandolero. ¡Válgame la Divina Misericordia! ¡Qué hubiera sido de ella! ¡Qué hubiera sido de mí! ¡Qué hubiera sido de todos nosotros! Esto, esto, y mucho más de otro tanto he visto yo en toda su claridad desde los primeros renglones de la carta... No parecía sino que Dios mismo, con sus divinas manos, me iba quitando las cataratas de los ojos. ¡Qué barbaridad de cosas he visto, Angustias... y estoy viendo ahora mismo desde aquí, en donde quiera que pongo los ojos de la memoria!... Porque yo soy hombre de bien, Angustias, incapaz de hacer un daño conociéndole; pero he sido tonto, tonto de capirote, como aquí mismo me llamaste tú no hace muchos días; y a lo tonto, a lo tonto, he ido haciendo en la vida muchas atrocidades que no he debido de hacer, aunque ninguna tan gorda como ésta, que merece un grillete lo mismo que un santo un par de velas... pero basta esa barbaridad, Angustias; hasta esa, que, por dicha, no llegó a rematarse, he querido hacerla con buen fin. Mírate tú y créeme: se me figuraba a mí que casando a Irene con ese... con ese malhechor, y siendo yo consuegro, y tú consuegra de su padre, se nos metían las Indias por las puertas de casa, y con las Indias, el mismo sol de los cielos, y todas las pompas y todos los relumbres de la tierra. ¿Qué quieres? Era así, mi modo de ver; y viéndolo de este modo, no había razón que me convenciera de lo contrario; y en esta ceguedad, ¡erre que erre! y... ¡pobre hija de mi alma! ¡Qué juicio habrás formado de tu padre!... ¡y tú de tu marido!... ¡Con toda la atrocidad de lo que yo la quería... de lo que os quería y os quiero a todas! ¡Santo Dios, cuando yo era capaz de dejarme freir en aceite porque no se os chamuscara a vosotras un pelo de la cabeza!... Porque ésta es la pura verdad, Angustias, créasme o no me creas: yo he podido hacer, y vuelvo a repetírtelo, muchas burradas, ¡muchísimas! y de seguro las he hecho; pero ninguna maldad a sabiendas... Eso no; y Dios, que me escucha, sabe que no miento. Aquí arriba estaba el mal, que no me dejaba andar derecho; no aquí abajo, donde todo está sano como unos corales... ¡La ceguera, la ceguera, Angustias; la condenada ceguera de la vanidad es la que pierde a los hombres, y mayormente si son algo tontos de por sí! Pero, amiga del alma, viene a lo mejor de la borrachera un lampreazo como éste, que le desloma a uno y le hace ver las estrellitas del cielo al mediodía, y hasta las cosas más invisibles, como ahora me está pasando a mí.

-Pues no te quejes de ello -le dijo entonces afablemente su mujer:- peor fuera haberte ido a la sepultura con las cataratas.

-¡Quejarme! -exclamó don Roque.- ¡Bueno estaría ello, cuando no acabo de dar gracias a Dios por el beneficio que me hace! Si me parece que comienzo a vivir ahora, mujer, o que soy otro hombre distinto del que fui... Vamos, que estoy en lo mío, donde me bandeo mejor que antes, sin trabas que me estorben el pensar... ni tampoco la palabra. Claro: como que me atengo a mi pobreza, sin soñar en meter la mano en los caudales del vecino pudiente, para darme un lustre que se me cae de encima... Bueno: pues yo quisiera ahora que me fueras preparando, para cuanto antes, una entrevista con la pobre Irene... ¡Es mucho lo qua yo tengo que decirla para que me perdone un poco siquiera de las amarguras que la he hecho pasar, y de la barbaridad del peligro en que la puse!... como espero que me perdones tú la parte que te ha tocado de mis cabezonadas indisculpables; sólo que contigo tengo más franqueza; y es muy natural que la tenga. ¿No es verdad, Angustias?

Sonriose ésta bondadosamente, y dio por concedido todo lo que ambicionaba el pobre hombre.

-Pues Dios te lo pague -dijo éste,- y a ella y a su hermana también, por anticipado... y vamos a otra cosa. Hazme el favor de esa carta; porque, si no me engaña la memoria...

Diole la carta doña Angustias; y después de fijar él la vista en la última carilla del último de los plieguecillos, continuó:

-Justamente: aquí está lo que yo buscaba. Dime, mujer, ¿tú sabes algo de lo que se asegura en esta posdata? ¿Tiene algún fundamento?

Sonriose doña Angustias, y respondiole:

-Esa misma pregunta hice yo a Irene.

-Y ¿qué te respondió?

-Con la boca, ni una palabra.

-¡Hola, hola!...

-Pero su hermana, que es más suelta de pico, me puso al corriente de todo... y resulta que es cierta la noticia.

-¿Conque es cierta? -exclamó don Roque abriendo mucho los ojos.- ¡Vea usted qué demonio!

-Según parece -añadió doña Angustias,- es ya cosa vieja.

-Corriente, corriente -la interrumpió su marido, casi tapándola la boca con las manos.- No necesito saber más... Porque te advierto que yo no entro ni salgo, ni quiero entrar ni salir en ese particular. ¡Dios me librara! Allá vosotras, hijas mías; y si sacáis en limpio que la cosa conviene, no hay más que avisarme; y en avisándome, ya estoy yo corriendo a casa de su padre, y barriéndole el polvo de los suelos, si me la pide como condición para hacer las paces con él. Así como así, toda la guerra estriba en una miseriuca de las que yo usaba cuando era tonto... Repito que allá vosotras... y a ver si me puedes preparar para el mediodía esa conversación que yo quiero tener con Irene; porque sin dejar esas cuentas bien saldadas, no tengo cara para sentarme hoy a la mesa.

-Pues por falta de ese requisito -le replicó su mujer, alegre como unas castañuelas,- no se te ha de indigestar hoy la comida, ni has der quedarte en ayunas. Ahora mismo voy a prevenir a Irene, aunque la prevención está por demás, sabiendo tú lo buena que es tu hija...

-No importa: quiero yo que te haya oído a ti antes de verme cara a cara con ella... Son ahora las diez: a eso de las doce subiré yo del escritorio... porque tengo algo urgente que hacer allí. ¿Estás?

-Enhorabuena -respondió doña Angustias disponiéndose a salir.- Dame la carta.

-¿La carta? -repitió don Roque bajando la mano en que la tenía.- Con la carta esta, y perdona, me quedo yo.

-¿Para qué? -le preguntó doña Angustias algo sorprendida con la ocurrencia.

-Pues para una cosa que he discurrido -contestó don Roque muy entero,- según ibas tú leyéndomela. Es cosa buena, te lo aseguro, y que ha de venir muy al caso... Ya te la diré a su hora conveniente... ¡Verás qué golpe, Angustias!... No temas, no, que sea por el arte de los que daba yo antes... Esos ya pasaron, por misericordia de Dios... En fin, que me quedo con la carta, porque debo de quedarme con ella y anda, hijita, cuanto primero, a hacerme ese favor que me has prometido.

Diciendo esto, impulsaba suavemente hacia la puerta a su mujer; y a una mirada de desconfianza con que ésta le interrogó en el momento de salir al pasillo, contestó Brezales en un tono de convicción y de entereza nunca usado por él hasta entonces:

-¡Cuando te digo que no soy ya ni sombra de lo que fui!...

Media hora después, sentado don Roque Brezales en el sillón de su despacho, escribía sobre el pupitre, en medio pliego de papel comercial con el membrete de la casa, los siguientes renglones que copiaba de un borrador que acababa de perjeñar sin grandes dificultades:

«Excmo. Señor duque del Cañaveral:

Muy señor mío y dueño: tengo el gusto de poner en manos de usted la adjunta carta que, por equivocación del sobre, se ha recibido aquí, para que se la entregue usted al firmante de ella, que debe de tener interés en que llegue a su verdadero destino. Que la carta se ha leído en esta casa en familia, no necesito decírselo a usted, ni tampoco que quedamos bien enterados de ella. Como es cosa superior, se la recomiendo a usted, si quiere pasar un buen rato antes de entregársela a su señor hijo. Léala y quedará encantado.

Dando por supuesto ahora que han de abandonarnos ustedes sin despedirse de nosotros, y preciándome yo de hombre formal y de palabra, lo que en este mismo escritorio le dije de estar saldadas todas nuestras cuentas de metálico, dicho queda y aquí lo mantengo en todo su valor... En fin, que no me debe usted un ochavo a la hora presente. ¿Le parece a usted mucho rumbo el mío? Pues a mí no; porque aunque fuera doble de lo que es, me parecería poco en comparación de lo que he aprendido a costa de ello. Le advierto a usted que no me lleva nadie la mano para decirle estas cosas. Todas ellas, y otras muchas más que me callo, son discurridas por mí. Se pasmaría usted, señor duque, si supiera lo que se me han afinado los sentidos de dos horas a esta parte. Todo por obra de la misma carta. Por eso le decía a usted que, pagándola al precio a que la pago, todavía se me figura que le quedo mucho a deber.

Por lo demás, como si nunca nos hubiéramos conocido, y mande otra cosa a su escarmentado y seguro servidor q. b. s. m.

ROQUE BREZALES.

S/c 22 de agosto.»

Leída y releída por su autor esta carta después de terminada, y punteada y comeada, no con perfección ortográfica precisamente, pero con sumo cuidado, metiola don Roque en un sobre con la otra; escribió la dirección en letra a pulso y bien rasgueada, y llamó a un dependiente.

-Esta carta -le dijo,- en propia mano al señor duque. En propia mano, ¿me entiende usted? Si no está, espérese a que vuelva; y si está, diga de mi parte que necesita verle. A nadie más que a él ha de entregársela... Y a escape ahora mismo, por el tren, o en coche... o por el aire.

Salió el pinche inmediatamente; y don Roque, después de guardar el borrador de la carta en el bolsillo para leérsela a su mujer, bien seguro de que había de valerle un aplauso la ocurrencia, púsose a pasear por el despacho restregándose las manos y con los ojillos muy alegres.

-¡Vaya si estoy satisfecho de mi obra! -pensaba mientras se movía.- ¡Cascabeles si lo estoy!... A estas horas, ya habrá hablado Angustias con Irene. Dentro de un rato, ¡hala para arriba! y comienzo por leerles, a las tres, el borrador de la carta, que gustará, ¡vaya si gustará, con la tirria que ellas les tienen! Esto ya me desembaraza el camino para lo otro... y, puede que me le ahorre todo; y en seguida, las paces... ¡Las paces, Dios eterno!... que son el sosiego y el amor de antes, y la comida sin amargores, y el sueño sin pesadillas... y las caras alegres, y el diablo a la calle, y Dios con todos nosotros... Pero ¡qué cosa más admirable es este alcance de vista que tengo desde que la lectura de esa carta me quitó la venda de los ojos!... Porque no veo solamente lo que ella me puso delante, sino mucho más allá, y por un lado y por otro, y hacia arriba y hacia abajo: vamos, como si los hombres y las cosas hubieran cambiado de pronto de color para mí. ¿Pues no se me antoja ahora mismo, con sólo acordarme de ellos, que Gárgaras y Vaquero y otros tales no son más que un rebaño de judíos comilones y avarientos y sin pizca de educación? ¡Pues dígote con mis peleas en La Alianza y otras partes! ¿Para qué, señor... y por qué?... ¡Si juraría que hasta el mismo Sancho Vargas pudiera ser tonto de la cabeza, como asegura Petrilla!... Sí, señor; pudiera muy bien resultar tonto Sancho Vargas...

Pensar esto y presentársele a la puerta el mencionado, fue una misma cosa. Iba el tal espetado y rozagante como nunca.

-¿A que no me esperaba usted, mi señor don Roque? -le preguntó colándose adentro, como Pedro por su casa.

-Tanto como esperarle -respondió Brezales dejándose estrechar la mano que el otro le pedía con la suya, pero sin aquel entusiasmo de otras veces en casos parecidos.

-Es igual -repuso Vargas, arrojando el pajerillo sobre el atril de Brezales.- Porque entre hombres de seriedad y de negocios, como usted y yo, todas las horas son hábiles para tratar de ellos, y siempre se llega en sazón y a punto. ¿No es cierto, mi señor don Roque?

-Cuando usted lo asegura... -respondió éste, sin moverse del sitio en que el otro le había hallado, y volviendo las manos a los bolsillos.- ¿Y a qué debo el gusto de?...

-Pues, hombre -le interrumpió Sancho Vargas,- ya que usted se me anticipa con la pregunta, le diré que son dos los asuntos que aquí me traen por el momento; principalmente uno de ellos, por ser de índole más delicada.

-¿Quiere usted sentarse? -le preguntó entonces don Roque con bien escaso empeño, y señalándole con la vista y un estirón del pescuezo, no el sillón de la otra vez, sino una silla vulgar de las de abajo.

-Por de pronto -respondió Vargas andando hacia la puerta por donde había entrado,- permítame usted que tome esta precaución, que no estará de más.

-¡Demonio! -exclamó para sí Brezales al ver que cerraba la puerta.- ¿También éste vendrá a pedirme algo?

Volvió Sancho Vargas; sentose donde Brezales quería; sentose Brezales también, a una indicación cortés del otro, en la silla inmediata, y colocados así los dos, dijo Vargas a don Roque:

-Comenzando por lo menos, me permito recordar a usted aquellos mis grandiosos proyectos, tan inicuamente desairados en La Alianza.

-¡Valientes calamidades... los hombres de esa sociedad! -exclamó don Roque, sin poder contenerse; pero con habilidad bastante para poder echar a tiempo sobre los socios de La Alianza lo que salía de sus adentros enderezado a los proyectos de su interlocutor.

-Conformes, mi señor don Roque -repuso éste muy ufano.- Pero no van por ahí mis intentos en la ocasión presente. Convencido de que las envidias y otras miserias han de combatirme aquí, como me han combatido siempre, tenía yo pensado interesar al señor duque... Porque ya ve usted: él es hombre de gran influjo en Madrid; su partido está llamando a las puertas del poder; lo que el señor duque quisiera siendo gobierno... figúrese usted si sería en el acto cosa hecha... En fin, que teniendo esto presente, y que, según mis noticias, se va de aquí mañana Su Excelencia con toda su familia, me ha parecido muy conveniente aprovechar los instantes, contando con el apoyo de los buenos amigos; y a este fin, vengo a preguntarle a usted, si no le parece mal la pregunta, en primer lugar, cómo se halla usted de relaciones con él.

-¿Con quién? -preguntó Brezales muy avispado.

-Con el señor duque, -respondió Vargas.

-De lo peor -dijo don Roque brincando en la silla:- a matar, como el perro y el gato...

-Entendido, entendido -se apresuró a replicar Sancho Vargas.- Ya no hay más que hablar. Era una pregunta como otra cualquiera. A un lado este registro. Todo se reduce a apretar un poco más los propios, al verme yo mano a mano con él... Por lo demás, no me choca ese desconcierto, estando como estoy en determinados antecedentes, por haber tenido usted la bondad de honrarme dándomelos aquí mismo a conocer...

-Cuando yo era tonto -dijo don Roque para sí con grandes remordimientos de su conciencia.- ¡No te relamerías hoy con ese gusto, cascabeles!

-Pero, dejando también esto a un lado -continuó Vargas, a cien mil leguas de sospechar los pensamientos de su interlocutor,- que es puramente accesorio, aunque de alguna importancia en esta ocasión, y viniendo a lo principal de mi visita, ha de saber usted, mi señor don Roque, que, como hombre de fuste que soy, cuando me dispongo a hacer un favor a un amigo a quien aprecio de veras, no solamente le sirvo en lo que desea, sino que voy mucho más allá, como me sea posible. Por estas razones, cuando tuvo usted la bondad de abrirme aquí mismo su atribulado corazón y solicitar mi humilde consejo, no solamente le oí con gusto y le aconsejé conforme a mi leal saber y entender, sino que la cosa consultada no se apartó ya de mi cabeza, y seguí consagrándola de día y de noche gran parte de mis mejores pensamientos.

-Gracias, -dijo al oírlo Brezales, con una socarronería que no pescó el otro.

-No las merezco, mi señor don Roque -contestó Vargas tomando la palabra al pie de la letra.- Y vamos al punto delicado. Dando yo por roto aquel compromiso que, bien estudiado, no tenía ya buena compostura, díjeme: pues, señor, con el escarmiento sufrido por el señor don Roque, y en el estado moral... y material en que se encuentra la Irene, ¿qué es lo que más podría convenirle al uno y a la otra para alejar a los dos en adelante de todo riesgo parecido a éste?... Porque, fíjese usted bien, amigo mío: siendo la Irene una joven de mucho valer por su físico, y su padre un hombre de grandes caudales, las tentaciones del diablo han de perseguir a muchos golosos, y, por consiguiente, han de abundar los peligros de equivocarse cualquiera de ustedes dos... porque ese es el mundo, mi señor don Roque, y no hay que darle vueltas. ¡Oh, si le conozco yo bien, teniendo, como tengo, larga experiencia y mucha luz debajo del pelo, aunque me esté mal el decirlo!... Pues bien, en estos supuestos, me respondí a mí propio: lo que le conviene al señor don Roque para yerno; lo que le conviene para marido a su hija, es un hombre...

En esta palabra se detuvo Sancho Vargas, porque notó en las cejas y en los labios de don Roque ciertos signos de admiración y de sorpresa que le intimidaron un poco.

-¿Estaré, quizás, pecando de indiscreto -dijo entonces, más bien por alardear de precavido que por creer en lo que preguntaba,- hablándole a usted con la franqueza con que le hablo?

-De ninguna manera -respondió al punto don Roque con el aire más campechano del mundo:- siga usted, siga usted, señor don Sancho, que me va interesando la cosa.

-Pues con esa conformidad -repuso Vargas muy hueco,- prosigo: un hombre, dije para mí, de buena edad y no mal porte; de sólida cabeza; experimentado en las cosas del mundo y en los negocios mercantiles; bien capaz de conducir mañana u otro día los de ese excelente sujeto (si llegara a fallecer) por vías de prosperidad y engrandecimiento; y capaz también, en ese caso desgraciado, de ser amparo y sombra de toda su familia, de mirar por ella y de aconsejarla con prudencia y sabiduría. Pero volví a preguntarme: ¿existe un hombre a mis alcances que reúna todas estas prendas? Existe, me respondí al instante. Y existiendo ese hombre, me pregunté otra vez: ¿querría... se prestaría?... En fin, ¿podría contarse con él para llevar a remate una obra tan delicada y expuesta como esa? Creo que sí, volví a responderme; porque esa persona, aunque con la cabeza ocupada de continuo en grandes problemas, es todo un hombre del mundo y de la sociedad cuando llega el caso, y sabe sentir y estimar las cosas como es debido... En fin, mi señor don Roque -añadió Vargas, echando el resto en lo fino, en lo risueño y en lo generoso- puedo contar con ese hombre, y tengo el honor de ofrecérsele a usted para los fines indicados.

-Pues tantísimas gracias -respondió Brezales en el mismo tono en que se le había hecho la oferta.- Y ¿se puede saber -añadió, dispuesto a apurar la materia que le estaba interesando vivamente,- quién es ese hombre tan generoso y tan... vamos, tan conveniente para mí y para todos los de mi casa?

-Como que a eso vengo, mi respetable amigo -respondió Vargas muy templado:- a decirle a usted quién es esa persona; aunque pensaba yo hace un instante que, con las señas que ha tenido el gusto de darle, podría usted haber caído...

-Pues no he caído. ¡Vea usted qué torpeza la mía!

-Ya lo observo, mi señor don Roque; pero es igual para el caso... Pues ese hombre, aunque me esté mal el decirlo, soy yo.

-¡Usted! -exclamó Brezales haciéndose más sorprendido de lo que estaba en realidad.

-¿Me creía usted incapaz -dijo Vargas muy travieso,- de echarme por esos caminos? No sería extraño, acostumbrado, como está, a verme marchar por otros tan diferentes y tan altos... Pero yo soy así, mi respetable y querido amigo: hago a todo, y bajo y subo cuando el caso llega. Ahora, por las razones que le dejo expuestas a usted, bajé de mis cumbres, y me dije: pues, señor, si podemos prestarnos esa familia y yo ese mutuo y buen servicio, ¿por qué no nos lo hemos de prestar? Y éste es el caso, mi apreciable señor don Roque; y aquí me tiene usted esperando su respuesta.

-¡Por vida del ocho de copas! -dijo entonces Brezales, fingiendo que le apuraba mucho el trance.- ¿Conque usted había pensado todas esas cosas tan bien pensadas y tan?... ¡Cascabeles, cuánto lo siento!...

Se le cayó una aleta a Sancho Vargas con esta exclamación de su amigo; el cual, notando la avería, añadió a lo exclamado:

-Ya ve usted: no es plato de gusto para nadie decir a otro que se nos viene con un favor en cada dedo: «se estima la intención; pero no pueden aceptarse,» como tengo que decirle yo a usted en el presente caso.

-¿Así, sin más ni más, señor don Roque? -preguntó Sancho Vargas con cierto dejillo de altanería.

-Sin más ni más, señor don Sancho -le respondió Brezales muy templado.- Como se dicen o deben decirse siempre estas cosas tan serias... entre buenos amigos.

-Pensaba yo -repuso Vargas,- que, cuando menos, menos, se tantearía antes la voluntad de ella.

-¿La de Irene? -preguntole don Roque con ojos de asombro.

-Justamente.

-Por consultada, amigo mío, por consultada -insistió Brezales levantándose al mismo tiempo de la silla.- Conozco esa voluntad como la mía propia; y créame usted, ni a ella ni a mí nos ha ocurrido pensar en esas cosas que ha pensado usted por nosotros, haciéndonos un grandísimo favor.

-Después de lo pasado -apuntó Vargas, algo descompuesto ya,- creía yo...

-Pues precisamente por eso -dijo don Roque. -Precisamente por el ejemplo de lo que acaba de pasarnos. No sabe usted, don Sancho amigo, lo que ese ejemplo nos ha enseñado a todos los de esta casa, particularmente en el modo de mirar y de ver cosas y gentes.

-¿De manera -repuso Vargas enteramente desaplomado,- que, en lo tocante a mi proposición, como si nada hubiera dicho?

-Absolutamente igual, señor don Sancho -respondió, Brezales.- Por de contado que eso no quita que se estimen como es debido el buen deseo, y la generosidad, y la... en fin, todo lo bueno y caritativo que hay en la ocurrencia de usted.

Sancho Vargas, descuajaringado y mustio, y roído además por el despecho que aquel inesperado fracaso le producía, se levantó también; y tendiendo de mala gana la diestra al desconocido Brezales, le dijo con ronca voz y sin mirarle a la cara:

-Lo menos que un hombre como yo puede pedir a otro como usted, en la delicada situación en que en este instante me hallo, es que guarde el secreto de lo que se le ha confiado... por una disculpable equivocación.

A lo que respondió Brezales con gran frescura, porque verdaderamente se iba desconociendo y transformando de hora en hora:

-Aunque no hay ninguna ley que a guardar ese secreto me obligue, porque yo no le llamé a usted a mi casa para que se confesara conmigo, puede descansar en la confianza de que no he de abusar de la que usted puso en mí.

-Cuento con ello; y adiós, señor de Brezales.

-Adiós, señor de Vargas.

Cogió éste el pajerillo que antes había puesto sobre el atril; hizo a don Roque una media reverencia, y salió del escritorio con un aire que anunciaba grandes intenciones de no volver a pisarle.

El padre de Irene, con las manos en los bolsillos, los pies muy afirmados en el suelo y la gorra echada atrás, le vio salir y le siguió con los ojos hasta que desapareció por la puerta que daba a la escalera. Entonces, moviéndose hacia el atril, con la gorra ya en la mano y los ojos muy brillantes, exclamó casi en voz alta:

-¿No lo dije? ¡Tonto virado! Si es cosa vista: fallo que yo eche desde hoy, no tiene vuelta.