Nubes de estío/Capítulo VI
Capítulo VI
Aquel día rebasó de los límites de lo empalagoso La estafeta local de El Océano. Como no iba firmada, las gentes indoctas que la habían leído se la colgaban a Casallena, fundándose en que aquél era su estilo, clavado; es decir, el estilo de que él abusaba cuando metía la pluma a revolvedora de estirpes, elegancias y finiquituras «de sociedad;» porque, como ya se ha indicado más atrás, Casallena valía mucho más que todas esas chapucerías de similor: pensaba por todo lo alto y escribía como un jerifalte; era agudo, ingenioso, castizo y ameno hasta más no poder; sólo que en cuanto le llegaba el acceso de cronista elegante, ¡adiós mi dinero! ya estaba con los ojos virados, la mano en la mejilla, y lánguido, lánguido, lánguido, trocando el tintero de sus glorias por una dulcera, y empapando las lisonjeras hipérboles de su pluma en almíbar de cabello de ángel. Entonces se dejaba ir como todos los del oficio ese, aunque, con algunas diferencias de arte, que no eran apreciables al paladar iliterato del vulgo leyente. Por esas diferencias, que saltaron bien pronto a los ojos de los expertos, se conoció al golpe que en lo de aquel día no había puesto su mano Casallena, como era la pura verdad; sin que esta aclaración signifique que era menos empalagosa, en lo esencial, aquella sección de El Océano, cuando la perjeñaba él.
Comenzaba de este modo:
«En el exprés de hoy se espera a la distinguidísima familia del egregio duque del Cañaveral, marqués de Casa-Gutiérrez. Es verdadera y hondamente lamentable para sus numerosos amigos de aquí y para la elagante colonia madrileña que nos honra este verano con su residencia en los hermosos hoteles de nuestra playa incomparable, que altísimos deberes políticos y particulares impidan a aquel insigne prócer acompañarla en el viaje, y le obliguen a retrasar el suyo algunos días. Felizmente no serán muchos, porque también en este modesto y oscuro pedazo de la patria querida reclaman al gran estadista excepcionales asuntos, que, por ser de los que tocan al corazón y esparcen en el sagrado del hogar el ambiente de las bendiciones del cielo y la luz de las auroras de mayo, han de arrastrarle bien pronto, con fuerza poderosa e irresistible, al seno de su adorada y elegante familia. ¡Ah, si no temiéramos pecar de indiscretos! ¡Ah! si lo que está todavía oculto, aunque, en transparentes cendales, en gasas sutiles, como ángeles entre arreboladas nubes, no lo estuviera, ¡qué grata, qué dulce, qué arrobadora noticia daríamos hoy a nuestras bellas y elegantes lectoras! Pero nos está vedado, nos está prohibido, nos está... ¿cómo lo diremos?... défendu, añadir una palabra más, y no la añadiremos. Entre tanto, consuélese nuestra high life con saber que dentro de pocas horas tendrá la dicha de poseer a la egregia dama, duquesa del Cañaveral y marquesa de Casa-Gutiérrez; a su digna hija, la bella, la elegante, la dichosa, la afortunada (como que en ella se adunan, y coexisten, y se compenetran la hermosura, el esprit y las riquezas); la bella, repetimos, la elegante, la dichosa, la afortunada duquesita de Castrobodigo; a su otra hija, la espiritual, la incomparable por su distinción y su donaire; en fin, María Casa-Gutiérrez, y está dicho todo; al joven duque de Castrobodigo, prez de la nobleza castellana y honra del Sport-Club; y, por último, a nuestro queridísimo amigo, al brillante joven Antonino Casa-Gutiérrez, unido a la buena sociedad de este pueblo por tantos y por tan fuertes vínculos; vínculos que aún se afianzarán más y más, estamos seguros de ello, en el transcurso de este verano; verano feliz y venturoso para ciertas almas d'élite, que bien merecido se lo tienen. Pero tente, pluma: ¿qué cendales, qué gasas tenues, qué nubes vaporosas ibas a desgarrar imprudente y temeraria? ¡Oh! el choque de la felicidad ajena en corazones bien nacidos, da por fruto inmediato la indiscreción. Es el torrente que avanza y se desborda. Perdón, afortunados e ilustres jóvenes, si del exceso de este mi desbordado torrente de entusiasmo por vuestra felicidad, se ha disgregado de la onda arrolladora un copo siquiera de leve espuma, que agite, que conmueva, que deshaga un solo pliegue del cendal, de la gasa, de la nube que oculta el delicioso misterio a los ojos voraces de la pública curiosidad.»
Después iba esto:
«En el mismo exprés debe llegar, según autorizadas noticias, el joven aristócrata y distinguido clubman, vizconde de la Hondonada, que desde hace días tiene tomada habitación en el hotel inmediato al que ha de ocupar durante la season elegante de este año, en la incomparable playa de esta afortunada ciudad, la egregia familia mencionada en el párrafo precedente, y de la cual forma parte el astro esplendoroso y vivificante, cuya atracción arrastra en pos de sí, como a su mimado planeta, al ilustre viajero de quien vamos hablando, y que ha de caer de lleno en el foco de aquel sol sin manchas, que calienta sin quemar, dentro de breve tiempo: a la vuelta de la hoy dispersa sociedad elegante de la corte, a sus hogares; a la apertura de los aristocráticos salones, templos suntuosos del lujo, de la elegancia y de la felicidad. Como este fausto suceso no es un secreto ya para nadie en el gran mundo, no pecamos de imprudentes al dársele a conocer a nuestras elegantes conterráneas, con la lícita vanidad de ser los primeros en cumplir esta ambicionada misión... ¡Qh, gracias, gracias, a quien es causa hechicera de ello, por tan inmerecida como honrosa merced!»
Y más abajo:
«Jira elegante.- Nos consta que se dispone una para dentro de pocos días al delicioso río Pipas, ideada por la galante y bizarra juventud de nuestra distinguida sociedad, en obsequio de las bellas y aristocráticas forasteras que son el ornamento de nuestra ciudad y de su playa incomparable, el presente verano, y de los hombres importantes de la política y de la alta banca, que nos honran más de lo que merecemos, eligiendo este apartado cuanto bello rincón de la patria común para solaz y descanso de sus trabajados espíritus, durante los días estivales. La jira se hará en uno de los vaporcitos de La Pitorra, fletado con este fin. El programa de la fiesta, con el menú del almuerzo, que ha de servirse a los invitados en una verde pradera festoneada de pomposos castaños y de atildados abedules, y cedida al efecto por un honrado y generoso labrador de aquellas pintorescas y fragantes comarcas; ese programa, repetimos, que ha de ser, por cierto, una curiosidad originalísima y del más depurado buen gusto, una primorosa obra de arte, en fin, será repartido con los billetes de invitación. Ahora, que el genio protector de los pastoriles recreos, espejo y remembranza de la feliz Arcadia de los poetas bucólicos; que las Ninfas y las Hadas y las Napeas bienhechoras, de aquellas aguas, de aquellos prados y de aquellas arboledas, conjuren las hurañas nubes, para que el día de la fiesta depongan los odres de sus diluvios, y dejen que luzca el sol en toda su pompa, que nunca será tanta que amengüe el brillo de los refulgentes astros que han de surcar, en el esbelto vaporcillo de La Pitorra, las mansas y cristalinas aguas del afortunado Pipas.»
Y así, por este arte, venía luego la noticia de un baile «en los lujosos salones del Casino Recreativo,» y detrás de ella la de «muy acreditados rumores de un five o'clock de confianza en casa de los distinguidos señores de Rasquetas, y un garden-party en la deliciosa quinta de los condes de Muñorrodero, a las altas horas de la noche, con hachas de viento, fumívoras, y farolillos a la veneciana.»
Y aún venían otras cosas más tan de plañir y amurriarse el lector, de pura dulcedumbre deleitosa, como las precitadas; pero como, en rigor de verdad, ninguna de ellas es propiamente conexa con el asunto del presente capítulo, con excepción de la primera, y eso porque no se diga que se sacan aquí los personajes por los cabellos y sin su debida filiación y razonada procedencia, vamos al asunto verdadero, comenzando por declarar que El Océano de aquel día, aunque empalagoso, estaba perfectísimamente informado.
Media hora antes de la llegada del expreso, el tronco de yeguas alazanas de don Roque Brezales, enganchado al landó recién venido de París, piafaba inquieto delante de la estación del ferrocarril, o tascaba el freno, resoplando y revolviéndose bajo las ligaduras de su flamante guarnición de plateado hebillaje, al sentir sobre sus amplios y rollizos lomos la tralla sutil con que castigaba sus impaciencias el adusto cochero, con sombrero de copa alta, guantes de color de teja y tirillas muy almidonadas, señal de que se repicaba gordo aquel día en casa de sus amos. Detrás de este coche formaba, también abierto, el de don Lucio Vaquero, que se le había prestado a Brezales para aquellos altos fines; porque aunque don Roque tenía más de un carruaje, sólo contaba con un tronco para todos ellos; y así resultaba que en los trances de apuro se veía en la necesidad de molestar a los amigos, que también le molestaban a él en idénticos casos. No era, por cierto, tan majo y tan vistoso el tren del señor Vaquero como el de su amigo Brezales; algo cuarteados tenía ya los barnices el landó y bien resobada la vestidura de tafilete morado, y no se distinguía el cochero ni por lo bien vestido ni por lo muy afeitado; ni tampoco relucían de gordos los desmazalados caballones, que dormitaban con la cabeza caída y el belfo lacio; ni de nuevos ni de limpios los arreos que llevaban encima; pero podía pasar todo ello, y, por último, el que daba lo que tenía no quedaba obligado a más.
Mientras estos dos carruajes daban «el tono» entre una docena de otros harapientos y desvencijados que acudían allí para buscarse la vida, exponiendo la de los infelices viajeros que en ellos se metieran, en el andén de adentro aguardaban, él con camisa limpia, sombrero de copa, levita seria y bastón de manatí, y ellas dos arreadas con los trapos y aditamentos que rigorosamente exigía la moda para aquellos lances y aquellas horas, don Roque Brezales, su mujer y su hija Petra, que, por cierto, estaba muy linda. Irene, por motivos de gran monta, no estaba allí; y esto, precisamente esto, era lo que amargaba aquellos instantes solemnes de la vida de don Roque, que no conocía el disimulo ni la fuerza de voluntad.
-¿No ha de ser chocante, mujer -decía a la suya, atormentado por un hormigueo interior que le consumía;- no ha de ser chocante que sea ella, precisamente ella, la única de la familia que falte aquí en esta ocasión?
-Y ¿qué vamos a hacerle? -respondió al último doña Angustias, harta ya de los ahogos de su marido.- ¿Es nuestra la culpa? ¿Hemos de traerla en una camilla y con la Guardia civil? ¡Buenos alientos me das, en gracia de Dios! Ten, ten un poco de correa, y atrévete a mentir con arte, como tendremos que mentir nosotras. Pues si todos los malos pasos fueran como éste... Harto peor es el otro, y no te apura tanto.
-¡El otro! -exclamó don Roque con espanto.- Porque le veo más lejos... ¡Pero si tú supieras!...
-¡Bah, bah! -contestó hasta con desgarro doña Angustias.- A ver si me dejas en paz; y ya que no me des ánimos, no me los quites. ¡Pues estoy yo lucida, para salir de apuros, con un hombre de tus agallas! Mejor fuera que consideraras, y no miento, que no tiene ella toda la culpa, y que nos está mirando ahora, y más ha de mirarnos después, toda la población, unos por curiosidad, y otros por envidia, y muchos... sabe Dios por qué. Con que hazte el pequeñito, y échate por los suelos.
Todo esto lo hablaba a media voz el excelente matrimonio, mientras paseaba por el andén, y Petrilla se entretenía alegremente en un corrillo de amigas suyas, que también aguardaban la llegada del exprés. A aquellas horas, ya había llamado don Roque como diez veces a un mozo de equipajes, conocido suyo, para encargarle siempre una misma cosa.
-Note olvides, ¿eh? Además de la familia del señor duque, mi amigo, vendrá un vizconde joven, amigo de ellos, y mío por lo tanto, que también traerá su correspondiente equipaje, ¡y no poco! Ojo a todo ello, y nada más te importe en cuanto llegue el tren. ¡Cuidado con que me faltes hoy!
Pasó otro cuarto de hora, y se oyó la última señal de la campana. Don Roque sintió también unos pitidos muy lejanos, hacia el Oeste; luego, y más próximo, el son clamoroso de una bocina; después, por encima de una peña vio unas guedejas flotantes de humo tan blanco como la nieve; y, por último, abocar a la llanura de aquel lado la faz monstruosa, negra como la pez y con un ojo solo hacia la frente, como los cíclopes de la fábula, llamados ojáncanos por Brezales, del monstruo que conducía en la panza lo que aguardaba el pobre hombre con descomedidas emociones; tan descomedidas, que, al ver aquello, le dio el corazón diez porrazos contra las paredes del pecho; llegó el hormigueo de antes a ser temblor espasmódico; empalideció el moreno sucio de su cara, y comenzó a no encontrar en el andén espacio bastante para revolverse.
-¡Venancio! -gritaba al mozo de equipajes, girando a un lado y a otro con el cuerpo y con la vista.- ¡Aquí, a mi vera, como te tengo dicho!... ¡Petrita! -añadía buscándola con la vista y alzándose de puntillas para mirar por encima de la muchedumbre que había ido reuniéndose allí.- ¡Acá con nosotros en seguida, que ya vienen! Y tú, Angustias, no te separes mucho, porque, ya lo sabes, el primer envite sobre el caso ha de ser el tuyo, si no hemos de echarlo a perder... Y es la gaita que no veo por aquí gentes de nota que yo contaba por seguras para recibirlos como es de razón. Ni siquiera el Gobernador civil... Pues no me parece eso bien del todo... Puede que no lo supiera... a pesar de que El Océano bien recio lo ha trompeteado... Verdad que cabe también que él no lo haya leído... Tampoco veo a don Lucio, que me prometió venir... ni a Sancho Vargas, que es la misma puntualidad y cortesía... ¡Venancio!... ¡No te alejes, caray! ¡Petrila!... ¡acaba de venir, mujer!... Pues, señor, ya está ahí. (¡Válgame la Virgen Santísima!)
En esto el monstruo se iba acercando, arrastrándose, arrastrándose, con un fragor sordo y profundo, como si, por donde se arrastraba, cayeran lluvias de peñascos en los abismos de la tierra; crecía por momentos el diámetro de su cabeza enorme, coronada de blancas y espesas crines; el ojo de la frente, dilatándose también, rechazaba en manojos los rayos del sol, que le herían de plano; y por la ancha hendidura de sus mandíbulas entreabiertas, asomaban las llamas de sus fauces incandescentes. Ya se oía el acompasado jadeo de su respiración de volcán, y el gotear incesante de sus espumarajos de fuego sobre la senda tapizada de empedernidas escorias. Acercose más, amortiguando la rapidez de su marcha, dócil al mandato del hombre que, encaramado en su cerviguillo negro, parecía regirle por una de sus antenas de acero; las gentes del andén, enfiladas poco antes a lo largo de la orilla, retrocedieron dos pasos, movidas de un mismo impulso temeroso; viéronse asomar racimos de cabezas por otros tantos agujeros de la panza del reptil; resonó bajo la alta techumbre de cristal el acompasado clan, clan, de la plataforma, al pasar sobre ella los cien poderosos e invisibles pies; siguió el monstruo avanzando lenta, descuidada y majestuosamente, como si aquellos ámbitos resonantes fueran la caverna de su elección para descanso de sus fatigas; y sin dejar de deslizarse todavía, y mientras se cruzaban entre los viajeros y los espectadores miradas de curiosidad, sonrisas cariñosas, saludos entusiásticos, en medio de un vocerío discordante, de unos rumores de colmena, del chirriar de las carretillas y el gritar de los empleados, fueron abriéndose las portezuelas cuyos eran los agujeros por donde asomaban los racimos de cabezas, y con ello quedaron a la vista las entrañas del endriago, henchidas de gentes de todas cataduras, que empezaban a bullir y revolverse en sus celdillas, como los gusanos en el queso.
-¡Aquéllas creo que son! -gritaba a lo mejor don Roque, que no cabía en su vestido.
-¿Cuáles? -le preguntaba su mujer, que toda se volvía ojos para mirar a derecha e izquierda.
-Las que van en ese reservado que acaba de pasar.
-Que sí. -Que no. -Que los de este compartimiento. -Que los de aquél de más abajo. -Que los del coche-salón. -Que los de la berlina...
Hasta que Petra, más serena y con mejor vista, dijo en el momento de detenerse el tren:
-Aquí están.
Y se lanzó con su madre hacia un «reservado» que se había detenido a pocos pasos de allí. Don Roque las seguía, tirando y llevándose a remolque al mozo de equipajes.
Nino y otro joven, que debía de ser, y lo era en efecto, el vizconde de la Hondonada, estaban de pie, tapando toda la portezuela, como dos fardos de bacalao, pues no a otra cosa más elegante se parecían con los guardapolvos, o fundas de lienzo crudo, que los envolvía de pies a cabeza; asomaba la suya, tocada con un sombrerete inverosímil, con muchos colgajos de gasas y buen acopio de flores y de hortalizas contrahechas, la «espiritual» y «donairosa» María, por la ventanilla de la izquierda; y por la de la derecha, que estaba desocupada, se veía en el fondo al resto de la familia como buceando en un mar de cestos, de maletas, de líos, de cartones, de sombrillas y cabás, que, ora se despeñaban en cascada desde las redes de la cornisa, ora rodaban en oleajes por el suelo. En medio de estas marejadas, revueltas por las impaciencias de la duquesita y su marido, flotaba, por decirlo así, la duquesa madre, sosegadamente entretenida en enderezarse los moños, tender sobre la cara el tupido crespón de color de rosa de su sombrero con lilas, y en esponjar los marchitos perifollos de su juvenil atalaje.
Nino y su futuro cuñado, en cuanto vieron a la familia de don Roque correr hacia ellos, saltaron al andén; y María, aunque con cara de mala gana, hizo en seguida otro tanto. Cambiados los besos, los apretones de manos y los saludos de costumbre, y hecha por Nino la presentación del vizconde en debida forma, saltó la pregunta que tanto espantaba a don Roque:
¿Por qué no estaba allí Irene?
Huyendo de la respuesta, que había quedado a cargo de las mujeres, Brezales se coló en el vagón abierto, seguido del mozo de equipajes y de la servidumbre de las señoras, que acudía presurosa desde su correspondiente agujero.
-¡Duquesa y señora mía!... y usted, señor duque, y usted, señora duquesita... -fue diciendo, por entrar, a medida que pasaba la más desocupada de las manos, la del bastón, de uno a otro personaje:- sean mil veces bien llegados a esta pobre, pero hermosa tierra, en que tanto se les quiere, y se les desea, y se les aguarda.
Se cree que don Roque llevaba en la memoria, desde la víspera, esta salutación, a la que correspondió la duquesa madre con media cabezada y tres cuartos de sonrisa; la duquesa joven con un poco más de teatro, y el duque con una explosión de alegría falsa; pero, con ser tan poco en conjunto, aún lo atajó don Roque a la mitad para decir:
-Ante todo, señores míos: aparten de estos equipajes lo que hayan de llevar ustedes a la mano, y hagan que me de los talones quien los tenga, para que este mozo, que es de mi mayor confianza, después de cargar con lo sobrante de aquí, recoja lo facturado... a ver, Venancio, ponte a las órdenes de estos señores... y ya sabes lo demás. Ustedes no tienen que ocuparse en nada, absolutamente en nada, más que en descansar en cuanto lleguen al hotel.
Y mientras, unos instantes después, se armaba otro tiroteo de besos y de saludos a la misma puerta del vagón, entre los del andén que querían entrar y los del vagón que se daban mucha prisa por salir, don Roque, colándose por los resquicios, asaltó al vizconde para pedirle... el talón de su equipaje, con los honrados fines que se conocen.
El vizconde, dándole las gracias con una cortesía muda, sacó una carterita de su bolsillo de pecho, y comenzó a rebuscar en ella con los dedos.
-¡Cadamba! -dijo algo impaciente porque tardaba en hallar el papelejo mezquino.- ¿Ónde le puse llo? ¡Toma! si le tae mi alluda de cámada... ¡Pedeguín!... ¡Pedeguiiinnn!
Con lo que quedó demostrado que el «distinguido clubman,» como le llamaba el cronista de El Océano, no andaba tan corriente de lengua como de pergaminos, defecto que parecía adivinarse en su cara rubiota y mofletuda, de ojos azules mortecinos, boca grande, labios gordos y entreabiertos, dientes largos y barba colorada, poco nutrida y rizosa. El cuerpo era arreglado a la cara, y el aire arreglado al cuerpo.
Precisamente todo lo contrario de su novia, que era menudita, pálida, de ojos negros, pero chiquitillos; nariz afilada, labios lisos y muy apretados, pocas líneas curvas en su talle, y muy suelta de pico cuando quería hacer uso de él, que, por las trazas, no debía de ser muy a menudo.
Esto mismo, en escala mayor, es decir, un poco más alta, un poco más gruesa, un poco más sana de color, con los ojos un poco mayores, los labios algo más abiertos, y algo más abundante de palabras y de sonrisas, era su hermana, «la bella, la elegante, la dichosa...» Cuyo marido la sacaba un palmo a lo alto, pero ni una pulgada a lo redondo, por donde quiera que se le tomara la medida. Era deslavazado como él solo, de poco pelo, barba lacia y dientes podridos.
Nino era bastante más bajo que su cuñado, muy marchito de cutis y excesivamante largo y correoso de pescuezo; muy enjuto de piernas y no desagradable de fisonomía, aunque andaban sus facciones a cien leguas de lo correcto y armónico. En todo él, de pies a cabeza, en unos puntos porque se transparentaban, y en otros porque saltaban a los ojos, se veían las rozaduras que deja sobre la naturaleza humana el paso continuo de las pasiones sin freno y de las horas despilfarradas.
En rigor de verdad, lo mejor de los recién llegados parecía, a cierta distancia, la vieja duquesa, como obra de talla y como bloque; sólo que, vista de cerca, ¡estaba ya la obra tan apolillada y emplastecida!...
En fin, tales como Dios los había hecho y el tiempo había ido transformándolos, unos cargados con paquetes y otras con saquitos más o menos caprichosos; éste medio entumecido, y la otra renqueando, y todos en peletón y revueltos con la familia de don Roque, entraron en el caudal del arroyo de gentes, que, desbordado por el andén, se iba encauzando, con bastantes apreturas, en el callejón de salida a la otra parte de la estación.
Una vez en la explanada, desmandose Brezales del rebaño, llamó a voces a los dos cocheros, arrimaron éstos algo más los respectivos carruajes, distribuyéronse en ellos las nueve personas; y pocos minutos después el complacido don Roque, llevando a su derecha a la duquesa del Cañaveral, al atravesar lo más vistoso de la población con rumbo a la playa, casi, casi se admiraba de que no estuvieran colgados los balcones y no se arrojaran desde ellos, entre estallidos de cohetes y el clamoreo de las campanas de la catedral, canastillas de rosas deshojadas, versos en papeles de colores y palomitas con lazos, sobre las gentes ilustres que le acompañaban y le seguían.
¡Ah! sin las negras y mortificantes visiones que iban persiguiéndole implacables, y le danzaban delante de los ojos, sobre el regazo de la duquesa, a las barbas del vizconde y donde quiera que fijara la vista azorada y recelosa, ¡qué grande, qué espléndido, qué venturoso hubiera sido aquel día para él!