Nubes de estío/Capítulo V

Capítulo V

Debe saberse cómo ejercía de miembro de aquella sociedad el señor don Roque Brezales. Desde luego entendía por Casino, no las salas de juego, ni los gabinetes de lectura, ni el amplio vestíbulo, ni tantas otras piezas «secundarias» del local: a todo esto lo miraba él con una indiferencia que rayaba en menosprecio. El verdadero Casino, el único Casino, lo que por Casino entendía y reverenciaba don Roque, era el salón «principal,» aquel salón de rojas colgaduras de terciopelo, espesa alfombra, mullidos sillones y voluptuosos divanes, gran chimenea de mármol con juego de reló y candelabros, espejos de «cuerpo entero» y vistoso mirador. Aquello sólo era el Casino para él, y apurándole un poco los entusiasmos, cierto camarín, de vara y media en cuadro, embutido entre el patio y el extremo más remoto de un pasadizo; y no por el mechinal en sí, sino por cierto aparato prodigioso de blanquísima porcelana que contenía, arrimado a la pared, con su impetuoso y abundante chorro de agua cristalina, que bajaba, no sabía él de dónde, pero que duraba en continua descarga tanto como permaneciera su dedo pulgar apretando el botón que había al alcance de la diestra. Las horas muertas se pasaba el buen hombre entre aquella porcelana fría y reluciente y aquel botón, aprieta que aprieta, por dar a sus oídos el regalo del estruendo de aquella catarata, que parecía, por el sonar, una cellisca, y se iba hundiendo, con rumores de hervor y gorgoritos, por el tragadero invisible de «este demonches de cosa.» Grande era el entusiasmo con que usaba y abusaba de ella; y mayor aún su indignación contra los inciviles socios que no se conducían allí con la compostura y los miramientos respetuosos que él.

Pero, al fin, se resignaba a que este mínimo departamento sirviera para todos. No así por lo que toca al salón. El salón era suyo, exclusivamente suyo y de una docena escasa de caballeros privilegiados como él. Y tal cual lo pensaba, sucedía. El salón, en rigor de verdad, era de ellos; y siéndolo venía de otros tales, como por juro de heredad, desde los tiempos más remotos. Para ellos solos era el calorcillo de la chimenea en los días invernizos; para ellos la frescura del salino ambiente que inundaba en verano aquellos ámbitos desocupados; para ellos el recreo del holgado mirador a las horas convenientes; para que ellos descabezaran el sueño después de la bazofia del mediodía, los cómodos sillones; para que desentumecieran las piernas sin la molestia del ruido de las pisadas, el alfombrado pavimento, y para ellos, en fin, antes que para nadie, la servidumbre de la casa, que les limpiaba el polvo de las botas cuando llegaban del paseo; iba a los respectivos domicilios a buscarles los paraguas o los abrigos, según los casos; les abría o les cerraba las vidrieras; aumentaba o disminuía la luz de los mecheros; les llevaba los recados para este amigo o para el otro pariente que estaban en el gabinete de lectura, o en la sala de tresillo, o en los claustros de la Catedral; o sufría pacientísimamente la catilinaria que le soltaban, porque habían hallado papeles rotos en el suelo, o sabían que los gemelos marinos se habían sacado de allí para hacer uso de ellos «los mequetrefes de la otra sala;» y así por este arte, y hasta para traerles, en casos muy singulares, el vaso de agua limpia, único regalo que se permitían dar al estómago durante sus largos solaces; y ese porque no costaba dinero.

En aquel vetusto Senado, cada cual de las senadores tenía su gracia especial, su papel asignado, o mejor dicho, el papel que le había ido resultando, por selección necesaria y forzosa de la vida de relación entre los demás organismos tan singulares y egoístas como el suyo. Uno poseía el «don de la lectura con sentido» en alta voz, para las sesiones de Cortes y las vistas de causas célebres; otro despuntaba por socarrón con gracia para chismes y cuentos de vecindad; otro tenía la comezón de las obras públicas, así del municipio como de los particulares, y se pintaba solo para llevarlas una cuenta corriente por hiladas de ladrillos y maseradas de mortero; a otro le poseía el ansia de la estadística inútil y hasta mal oliente: por ejemplo, lo que abultaban, lo que pesaban y lo que valían los pellejos de patatas consumidas en Londres cada veinticuatro horas, considerados como simples mondaduras frescas destinables a la fabricación de aguardientes; bien transformados en materia putrefacta aplicable a la agricultura... y así sucesivamente, hasta el último de todos, el más viejo y descuajaringado, cuyo destino exclusivo era apurar los relatos y comentos de los demás por medio de interrupciones sagaces y de reparos maliciosos. Teníase por el Quevedo de aquel parnasillo en escabeche. Don Roque venía a ser como el Panglós de aquel recinto, el mejor de los posibles, a su entender.

Aunque ninguno de los actores desempeñaba su papel con los honrados fines de divertir a los demás, ¡rescoldo para ellos! sino por pura vanidad de oficio, por afán de lucir sus talentos en aquel perenne certamen de indigestos regañones, como la censura era la fibra dominante en la naturaleza de todos ellos, convenían siquiera en el deleite de poner tachas a todo lo que caía por su banda, desde las obras de cal y canto, hasta las de misericordia. Todo iba mal hecho, todo caro, todo mal entendido; todo era excesivamente ancho y escandalosamente lujoso: así se daba al traste en cuatro días con los caudales más fuertes y con la administración mejor montada. Lo mismo que si lo pagaran ellos de su propio peculio.

En honor de la verdad, don Roque era de lo más optimista o inofensivo que había allí: siempre votaba con los menos mordaces, y hallaba atenuaciones que exponer; quería una prudente tolerancia para los desaciertos, y mucha moderación en las censuras; y no se atrevía a cosas mayores, porque estaba muy agradecido a aquéllos sus consocios que medían con la misma vara que él a ciertas y determimadas personas de dentro y de fuera de la casa. De las primeras, es decir, de las que tenían acceso al salón principal del Casino y formaban como galanes, digámoslo así, en aquella compañía de actores «de carácter anciano;» entre las contadísimas que gozaban de este raro privilegio, eran Sancho Vargas y otro «buen muchacho» que era el ojo izquierdo de don Roque; y hubiera sido el derecho, a llegar un poco antes que el indiscutible, incomparable y sempiterno proyectista, al trato del admirador de ambos.

Pero el tal ojo izquierdo veía por los dos, aunque parecía corto de vista. Era un mozo «de buen arte,» guapo sin ser hermoso, bien vestido siempre, y, mejor que elegante, pulcro y cepillado. Paseaba con método; se sentaba a pulso; nunca tenía rodilleras ni rebarba en los pantalones, ni barro en las bruñidas botas de becerro; usaba chanclos en invierno; sombrero de copa y bastón en todos los días claros del año; levita cerrada, a la inglesa, de mayo a octubre, y gabán entallado desde noviembre a junio. Era doctor en derecho, y no tenía «gran bufete;» pero ejercía de abogado, aunque de abogado pacífico y complaciente, en todos los actos de su vida social. Hablaba, sin ser elocuente, con agradable corrección, y sabía bastante de muchas cosas, y todo lo necesario para pasar por docto, sin esforzarse, entre las vulgaridades de su trato, y por discreto y sesudo entre los que sabían tanto como él. No se le descubrían vicios ni calaveradas, ni sus coetáneos recordaban haberle conocido muchacho. Parecía haber nacido así, graduado de doctor, de pies a cabeza, por dentro; y con aquellos atalajes de hombre formal, y al mismo tiempo de «guapo joven,» por fuera.

Sancho Vargas creía que para merecer el dictado de grande hombre hacia donde caminaba él con pie seguro, era indispensable comenzar por no asombrarse de cosa alguna; por no reírse jamás, sobre todo cuando se riera el vulgo; por poner en cuarentena hasta lo más comprobado; por andar lentamente, con la cabeza erguida y contando las pisadas con el bastón; por hablar con ceño adusto y con voz algo plañidera, y, en fin, por desdeñar, hasta el desprecio, cuanto a él no le cupiera en el cacumen. Así se le vio en la sesión de La Alianza; así se conducía en todas partes, y así, por consiguiente, se portaba en el salón principal del Casino Recreativo, donde se le reverenciaba, y no soltaba la lengua sino para enconar las heridas, obscurecer lo dudoso y ennegrecer lo ya oscuro, aunque con la previa salvedad de que él ni entraba ni salía, ni tenía otra aspiración que el bien y el sosiego de todos, y particularmente la prosperidad del pueblo que casi le había visto nacer.

Pepe Gómez, el ojo izquierdo de don Roque Brezales, era todo lo contrario, allí y fuera de allí. Frío, como sus manos, pálidas aun en el rigor del verano; con una sonrisa inalterable escondida entre el rubio y atusado bigotejo y el puño del bastón, que pasaba y repasaba dulcemente por él, con excursiones rápidas a los contornos inmediatos de las recortadas patillas; los ojos azules clavados en los interlocutores, y el cuerpo blandamente acomodado en el sillón, escuchaba en silencio el palabreo fogoso de la más enconada pelotera; y cuando le tocaba meter baza porque le pidieran su dictamen, o le provocaran a ello de cualquier modo, sin lo cual no desplegaba sus labios, jamás hallaba un desatino, por gordo que fuera, sin su lado sustentable, ni rasgo de cordura que, bien apurado, no se pudiera mermar en una buena porción. Esto era táctica en el avisado mozo para no quedar mal con nadie y restablecer el alterado equilibrio entre aquellos encrespados censores, incapaces de estimar la verdad verdadera, aunque se les metiera por los ojos, y mucho menos de humillar a su yugo las cervices. Y como este procedimiento le usaba el precavido Gómez sin perder el ritmo grato de su voz armoniosa, con la sonrisa en los labios, frase elegante y muy a tiempo lisonjera, el más adusto de los corregidos deponía el ceño y hasta quedaba muy satisfecho del corrector. Decíase que con esta táctica y su discreto modo de ser en todo, venía persiguiendo desde la Universidad la estimación de los hombres de dinero... y un buen acomodo con cualquiera de sus hijas. Dichos de las gentes, que si se declaran aquí es por puro escrúpulo de biógrafo imparcial y minucioso. Don Roque, que aunque era de los batalladores, nunca de los agresivos y siempre de los más lisonjeados por el dulce mediador, le aplaudía y le admiraba; y allá en sus adentros, después de contemplar alternativamente a Sancho Vargas y a Pepe Gómez, no podía menos de hacer un paralelo entre los dos.

-Gran cosa -se decía entonces,- es ese Vargas, por su cabeza maravillosa para los grandes planes, y su correa para llevarlos a cabo, y su valentía para sostener que son los mejores del mundo; pero este Gómez, con esa finura de palabra, y ese saber de todo, y ese don de poner paz en las más reñidas guerras, y ese consejo tan sabio y tan bien dicho, que parece que se le va ocurriendo a uno, y se pasma de que no se le haya ocurrido antes que a él... ¡buen muchacho es igualmente; buen muchacho es de veras!... ¡Vaya un par de mozos esos!...

Y por estas razones y otras tales, que también se les ocurrían a los demás consocios viejos del salón principal del Casino Recreativo, eran admitidos en él, no sólo sin protesta, sino con muchísimo gusto, Sancho Vargas y Pepe Gómez, amén de dos o tres actores de «medio carácter» que gozaban del mismo privilegio, porque, a faltas de lo proyectista del uno y de las altas prendas del otro, quizás servían allí de cabezas de turco para probar los bríos de la sátira, o el temple de la atrabilis de los barbas más intolerantes de aquella reducida hueste de censores de la legua.

Ello es que en aquel medio desierto salón no entraba nadie más que ellos, ni otros ojos que los suyos se recreaban en el mirador contiguo y único de la sociedad. Se daban casos, muy raros, de que algún tertuliano del salón vecino, destinado a la gente joven, penetrara en el principal con algún motivo muy apremiante. ¡Era de ver cómo lo hacía!: asomando primero la cabeza, como para pedir permiso, y después andando de puntillas y medio a escape, como quien quiere indicar que lo hace por precisión y por un solo momento. Pero lo cierto es que, aunque nadie le pegaba por ello, había allí cada mirada y cada gesto, que equivalían a un silletazo.

¿Cómo don Roque, que era una poza en la cual se reflejaban en seguida todos los relumbrones, no había de tomar por lo serio aquellos prestigios, aquellos derechos, aquella inviolabilidad del salón privilegiado y, por inapelable jurisprudencia, hasta las genialidades de aquel casi augusto senado de que él era miembro?

Había que verle cuando presentaba en el Casino a algún personaje de su amistad, o que le estuviera recomendado: le llevaba a trote vivo, como toro entre cabestros, de sala en sala y de pasillo en pasillo, por todo «lo secundario» de la casa. «El gabinete de lectura -iba diciéndole y andando.- Mucho papel, mucho libro, ¡psch! para calentarse la cabeza la gente curiosa que pierde aquí lo mejor del tiempo... La sala de los billares: bastante espaciosa... aquí se juega cuando no hay otra cosa que hacer, y se pasan los hombres las horas muertas, dale que dale y trastazo va y trastazo viene... ¡psch! Hay gentes que no se conciben... Otro pasadizo que va a las salas de tresillo... Pues aquí hay algo verdaderamente digno de verse.» Y se detenía delante de la puerta del mechinal ya mencionado. La abría después de cerciorarse de que no había nadie adentro, y se colaba allá, empeñándose en que le siguiera el otro, que ya se daba por enterado. -«Pase usted, pase usted -insistía,- que no ha de pesarle... No está esto todo lo curioso que debiera, porque hay hombres ordinarios hasta lo incapaz; pero ¡mire usted qué cosa tan bien entendida!... ¡mire usted qué hermosura de utensilio! Todo porcelana de la misma Ingalaterra, con su tablero de alza y baja; ¿ve usted? y con sus bisagritas doradas... Y el tablero, de caoba maciza... Pues verá usted ahora lo mejor en cuanto yo apriete este botón de la pared. Verá usted qué chorro de agua tan hermoso, y con qué estrépito sale. (Riissschsss...) Pues así se estaría un mes entero si yo no levantara el dedo de aquí. ¿Ha visto usted cosa como ella?... Aquí el aguamanil con su toballa, su jabonera con su pastilla: ¿ve usted? para las manos. Le digo a usted que es una lástima que tengan derecho a esto cuatro pulgares rústicos que no debieran de usar levita... Y vamos andando. Las salas de tresillo, con todo lo necesario para los viciosos que consumen aquí la vida y los dineros tontamente. Otra sala de recreo para la gente moza. Demasiado bien alhajada para el trato que la dan los mequetrefes que no saben estimar el valor del dinero... Éste es el recibidor por donde entramos antes... bien espacioso: aquí para los abrigos, esto para los paraguas... y esta puerta, la que da a la gran pieza de la sociedad. Aquí la tiene usted: éste es nuestro salón. Aquí hallará usted, a las horas de costumbre, una docenita escogida de buenos amigos, personas verdaderamente ilustradas, con quienes se pasan muy buenos ratos hablando de cosas serias. Verá usted qué mirador: es un coche parado... Medio mundo se ve desde él... Para ayudar a la vista natural, tenemos estos gemelos, que nadie usa en la casa más que nosotros. Son de Ingalaterra también, como la porcelana de antes... No hay como los ingleses para hacer las cosas bien... Ahora le voy a presentar a usted a estos cuatro amigos que casualmente se hallan en el salón... Señores, tengo el gusto de presentar a ustedes a don Fulano de Tal, opulento capitalista de tal parte; o al marqués de Esto o de lo Otro, persona de mi mayor estimación y amistad... El señor don Felipe Casquete, comerciante retirado y rentista fuerte; el señor don Anselmo Gárgaras, propietario riquísimo y mayor contribuyente... el señor don Lucio Vaquero, más propietario y contribuyente todavía que él; y el señor don Sancho Vargas, del comercio de esta ciudad, y nuestra gran cabeza. No digo de él lo que merece y vale, porque no se ofenda su mucha modestia y cortesía natural...»

Don Roque, pues, había llegado a hacer de aquel salón algo como lugar sagrado en donde penetraba a las horas de culto con fervor entusiástico, y hasta con unción casi mística. Para sus alegrías, para sus pesares, para sus proyectos en germen... para todo necesitaba de aquellos tonos encarnados, de aquel mirador vistoso, de aquellos suelos alfombrados, de aquella oscura chimenea, de aquéllos sus privilegiados consocios, de sus voces cascajosas, de sus caras avinagradas, de las zumbas insípidas del uno, de la iracundia del otro, de las pesadeces de éste, de las displicencias de aquél, de las lamentaciones de Sancho Vargas y de las dulzuras de Pepe Gómez: todo ello en conjunto y cada cosa de por sí, tenía la virtud de inspirarle ideas, de fortalecerle el ánimo, de desahogarle el corazón de más de cuatro corajinas, y de mejorarle el estilo.

¡Y hubo un día en que unos cuantos mequetrefes, como los del salón vecino, alborotando a la sociedad y seduciéndola, lograron barrenar sus estatutos tradicionales y hacer que se bailara, ¡que se bailara! cuando los mocosos tuvieran antojo de ello, en aquel salón jamás profanado, ¡precisamente en aquél! Y ya se había bailado muchas veces, y se bailaría otras muchas más; y cada vez que se bailaba, los candelabros con lágrimas de estearina al día siguiente, y la alfombra pisoteada, y los muebles trastrocados... En fin, no se podía hablar de eso... Y no se hablaba jamás de la negra desventura en el sanedrín aquel.

Pues bueno: al despertarse don Roque al día siguiente a la sesión borrascosa de La Alianza, no quiso pensar, por de pronto, en las murrias de Irene ni en lo que con estas murrias se eslabonaba por detrás y por delante, sino en el fracaso de los suyos y de los proyectos de Sancho Vargas; en las burradas de Aceñas; en la complicidad manifiesta del presidente, y en las palabritas cortantes del hipocritilla de marras al salir a oscuras de la sesión. Se le ocurrió entonces mucho y nuevo que replicarle, y también al presidente, y a cuantos habían hecho la contra a los proyectos, y hasta al rocín de Aceñas; le entró con esto una comezón que no le dejaba parar en la cama, y levantose muy desazonado. Le picaba también la curiosidad de saber lo que dirían del suceso los dos periódicos de la localidad que él recibía, y eran ambos de la mañana. Desayunose deprisa; y al bajar al escritorio, mucho antes de la hora de costumbre, ya le habían metido en casa, por debajo de la puerta, El Océano, el cual periódico no se clareaba gran cosa acerca del asunto. Empleaba una de cal y otra de arena. Buenas eran las intenciones del proyectista; beneficiosos quizá sus proyectos; realizables acaso; pero también habían sido muy cuerdos los reparos que se le habían hecho; y para eso se discutía, para depurar las cosas y quedarse con lo mejor de lo bueno. En cuanto a los planes de Aceñas, no eran, al fin y al cabo, más que un modo particular de ver en el asunto, con el mejor y más patriótico de los deseos... En suma, que todo lo hallaba pasadero el articulista, menos la escasez de alumbrado en el salón de actos de una sociedad tan respetable. Lo de haberse quedado a oscuras a lo mejor tanto caballero pudiente, y verse obligados a salir del local alumbrándose con cerillas, no le parecía cosa mayor.

-Pues tampoco a mí las explicaderas tuyas, grandísimo pastelero, -exclamó don Roque, poco ducho en paladear ironías, arrojando con furia el periódico.

A poco rato llegó al escritorio el otro, El Eco Mercantil. ¡Éste sí que cantaba claro y ponía el dedo sobre la llaga! Según él, era una mala vergüenza lo que había pasado allí. Hasta se había puesto en duda, por la malevolencia de un puñado de pigmeos, la capacidad inmensa y el inconmensurable patriotismo del insigne autor de los dos proyectos que, una vez realizados por los medios fáciles y llanos que con asombrosa lucidez se exponían en la Memoria razonada («que, por cierto, dio motivo a uno de los discursos más hermosos y conmovedores que se habían oído ni se oirían en aquel salón»), hubieran engrandecido y regenerado a aquella infortunada ciudad, tan digna de mejor suerte. No había habido recurso, por innoble que fuera, de que no se echara mano para matar en germen aquella grande obra, fruto de colosales esfuerzos de una inteligencia superior, y de incalculables y mal agradecidos desvelos. Hasta se había acudido al arma del ridículo, explotando la estulticia de un desdichado, cuyos desvaríos, consentidos por el presidente, habían sido el castigo providencial de la desatinada conjura. Y así a este tenor seguía cantando el papel.

Don Roque le leía temblando de gusto y punteándole y comeándole con ¡bravos! y con ¡leñas! que a él mismo le levantaban del sillón destripado en que se sentaba.

-Esto siquiera le venga a uno y le consuela de verdad -díjose después de acabar la lectura.- Así se escribe, ¡con alma! Y no como vosotros, cantarines de chanfaina... «Pero ¡qué demonio! -pensó de pronto,- si, bien mirado el caso, lo de El Eco es como tener un tío en Alcalá... porque está puesto por el mismo Sancho Vargas: lo sé yo por el aire de ello, y porque siempre ha hecho lo mismo. Pero, con todo -añadió después de cavilar un poco,- la cuenta sale: la gente que no está en la malicia, no verá más que lo que cantan las letras de molde. ¡Buen golpe, amigo! ¡Bueno de veras!»

Y con esto se consoló por de pronto, y fue entreteniendo las impaciencias hasta la hora de darse un desahogo a todas sus anchas en el Casino. Las horas de culto en aquel santuario eran después de comer y antes de cenar. Comió poco; y con lo último de ello entre los dientes, se largó de casa, ignorando si, en lo veloz del paso que llevaba, podía más que el deseo de llegar pronto al gran salón, el de alejarse del otro lío, del doméstico, cuyas marañas no quería tocar mientras no se desenredase de las del primero, porque al pobre hombre jamás le habían cabido dos enredos juntos en el meollo, y aún le acontecía a menudo, como entonces, posponer en sus preocupaciones lo principal a lo secundario.

Todos sus consocios, menos Sancho Vargas, estaban ya allí. Tomó el caso a señal de que se le preparaba un triunfal recibimiento, como función de desagravio, y en esta inteligencia modificó el andar y rectificó su continente para encajarse mejor en el papel que le correspondía; pero no hubo tal cosa. Le dejaron llegar como todos los días, y, si quiso un saludo, tuvo que comprarle con otro. Esto le descuajaringó. Aguzó el oído útil para pescar el asunto de las varias conversaciones desanimadas que se cruzaban entre sedentarios y ambulantes, y no pescó una pizca de lo que él iba buscando. Nueva desilusión: ni siquiera se hablaba de ello.

Acaso hubieran hablado ya; pero ¿por qué no se renovaba el tema al verle llegar a él? ¿No era él la cabeza del partido derrotado en la sesión memorable? ¿No equivalía a un garrotazo en la suya el fracaso jaleado de los proyectos de Sancho Vargas? Y ¿por qué aquellos hombres no se movían para desagraviarle, por de pronto, y después para ayudarle a tronar contra el enemigo común? ¿Habrían prevaricado también? ¿Sería posible que ya no quedara en el pueblo más hombre de fiar, más hombre serio que él y, a todo tirar, Sancho Vargas? Todo podía creerse, visto como iban corrompiéndose las cosas del mundo, achicándose los caracteres y rebajándose las estaturas.

Sintiendo agigantarse la suya con el calor del supuesto, arrimose a Pepe Gómez, que poseía la única cara decente que había allí, y sentose a su lado. Saludole el otro con la más reverente afabilidad, y hasta tuvo la delicada ocurrencia de preguntarle:

-¿Y qué tal, mi señor don Roque? ¿Se va pasando ya la desazón de anoche?

-¡Desazón? -preguntó a su vez el hombre, con mal disimulado despecho; y en seguida prosiguió, alzando la voz, de modo que le oyeran los demás consocios, que no se curaban de él: -No fue grande, a Dios gracias; pero grandes o chicas, le aseguro a usted, mi buen amigo don Pepe, que no tiene vergüenza el hombre formal, independiente y serio que se las toma por convecinos ingratos, por compañeros... descorteses...

Y recorría con los ojos los grupitos del salón a medida que acentuaba las palabras, por ver si descubría en algunos señales de que les escocían. Pero nadie se daba por dolorido, ni siquiera por enterado de ellas.

-Es así el mundo, señor don Roque -dijo el pulido mozo, golpeándose una pernera con el bastón y enseñando los blancos dientes por la abertura de una sonrisa-, ¡y sabe Dios lo que sería si los hombres de empuje y de buena voluntad, como usted, le dejaran entregado a sus flaquezas originarias! Hágase el bien y peléese por las buenas causas, que no faltará quien lo vea, y lo estime, y lo bendiga...

-¡Cierto, cierto!, exclamó don Roque clavándose por el pecho en la lisonja del otro.- Pero, hombre, déjenle a uno el consuelo de desahogar sus disgustos entre los buenos amigos... si es que los hay. Que le ayuden, ¿eh? que le pregunten esto o lo otro sobre el caso... vamos, que le escuchen y le desenfaden tan siquiera. Porque si...

En esto entró en el salón Sancho Vargas, sofocado, jadeante, sudoroso, con el sombrero a media cabeza y un periódico en la mano.

-¡Esto es el colmo ya de la desvergüenza! -dijo en alta voz;- el sainete de la comedia que se representó anoche en la sociedad por esos caballeros finos y tolerantes, que me soltaron a Aceñas a última hora, como quien suelta un toro de Colmenar... Y nada: aquí no hay enemigos, aquí no hay envidiosos, como decía nuestro digno presidente. ¡Ah, señores! ¡ah, señores! ¡qué paradero aguarda a este pueblo que os vio nacer, por el camino que seguimos!

Preguntósele qué era lo que ocurría; a lo cual respondió, después de arrimarse a la chimenea y de desplegar el periódico arrugado que empuñaba:

-Pues ocurre lo que ya era de esperar, después de visto lo de anoche y lo que quiere decir esta mañana el gazmoñito de El Océano.

-Yo no leo más que El Eco Mercantil, y ese desde que tengo uso de razón, -dijo aquí un socio de los más ariscos y de los más viejos.

-¡Ah! pues gracias a ese respetable periódico, que pone hoy las cosas en su punto -replicó Sancho Vargas;- que si no, medrado estaba el público, y medrados estábamos nosotros con lo que pasó anoche, con lo que dijo esta mañana El Océano, y con lo que acaba de decir este papel que traigo en la mano, La Bocina del País, ese periódico desarrapado, insolente...

Pero ¿qué es lo que dice? -preguntó desde su asiento don Roque, que tiritaba de miedo y renegaba de las digresiones del otro.

-Una friolera -contestó Sancho Vargas, metiendo los ojos por el papel.- Se figura en la copla (porque el cuento está en copla, y de columna y media), que se titula Las constituciones de Sancho Panza, una ínsula...

-Hombre, ¡una ínsula! -exclamó aquí un erudito del auditorio, una de las dos cabezas de turco.- Y ¿qué es eso de ínsula?

-Ínsula -contestó Sancho Vargas, mientras se mordía los labios para disimular la risa Pepe Gómez, y abría don Roque los ojos y la boca para pescar en el aire la definición de la palabreja, que desconocía también,- es... lo que irá usted viendo poco a poco. Se figura una ínsula, una ínsula llamada Ba... ba... Aguarden ustedes. Ba... bara... Barataria... en fin, una ínsula que inventa el coplero, y a esa ínsula va Sancho Panza de gobernador... ¡Vean ustedes qué barbaridad! y va instruido por don Quijote, que ya se sabe que era un caballero que se volvió loco; y como instruido por un loco, el gobernador Sancho Panza empieza a arruinar la ínsula publicando y haciendo cumplir constituciones en que se manda, bajo pena de la vida, punto más, punto menos... lo que se contiene en mis dos proyectos leídos anoche en La Alianza... hasta que le sueltan un novillo de tres años... En fin, caballeros, lo mismo, ¡lo mismo que lo otro!

-Pues eso debe de ser gracioso -apuntó el Quevedo de allí.- Léanoslo usted, amigo don Sancho.

-¡Yo leer estas inmundicias! -exclamó Vargas indignado.- Sería hacerles una honra que no se merecen... Y hasta me extraña la indicación, hablando como lo siento.

-Y diga usted -interrumpió don Roque, que daba ya diente con diente, dirigiéndose a Sancho Vargas:- en el supuesto de que sea usted Sancho Panza el de la ínsula, ¿quién es el don Quijote que le instruyó en lo que debía de disponer en ella?

-Pues ese don Quijote -respondió Sancho Vargas con su poco de fruición,- debe de ser usted, por las trazas.

Riose el cónclave con esto, empalideció de ira don Roque, alzose del sofá súbitamente, irguiose hasta donde le fue posible y; encarándose de medio lado con el grupo de sus consocios, díjoles, con voz un poco descompuesta, cargado sobre el bastón y con un pie enderezado hacia la puerta de salida:

-Éstos son los frutos de ciertas semillas; éstas son las alas que dan a los malos las tolerancias de los buenos... Tomen, tomen ustedes a juego cosas como las de anoche, duérmanse, duérmanse en las delicias de crápula, y en la tonía y la pachorra, y diviértanse como si nada hubiera pasado, mientras el ofendido se consume la entraña de disgusto; déjenle, déjenle que se pudra solo... y no digo más. Adiós, señores.

Dijo, y se largó de allí, sofocado de coraje; pero muy satisfecho del alcance de sus indirectas y del aire de su salida.