Noli me tangere (Sempere ed.)/XXXI

Nota: Se respeta la ortografía original de la época

XXXI

El casorio de María Clara

Capitán Tiago estaba muy contento. En toda aquella terrible temporada nadie se había ocupado de él. No le habían encarcelado, no le habían sometido á incomunicaciones, interrogatorios, máquinas eléctricas, pediluvios continuos en habitanes subterráneas y otros procedimientos profusamente empleados en aquella ocasión por personas que se tenían por civilizadas. Sus amigos, es decir, los que lo habían sido (pues nuestro hombre había renegado de sus amigos filipinos desde el instante en que fueron sospechosos para el gobierno), habían vuelto también á sus casas después de pasar algunos días en los edificios del Estado. El capitán general había ordenado que se les pusiera en libertad, con gran disgusto del manco y de otras personas de orden que querían celebrar las próximas Pascuas á costa de los prisioneros, que para hacer menos triste su situación desprendíanse de sus alhajas y los colmaban de regalos.

Capitán Tinong volvió á su casa enfermo, y tan cambiado que permanecía largas horas silencioso, sin que pudiesen devolverle la alegría y la tranquilidad los mimos y halagos de su familia. El pobre hombre ni siquiera se atrevía á salir de casa por no correr el peligro de saludar á un filibustero.

Historias parecidas á las de Capitán Tinong eran perfectamente conocidas de Capitán Tiago.

El hombre rebosaba de gratitud, sin saber á punto fijo á quién debía tan señalados fa vores. Tía Isabel atribuía el milagro á la Virgen de Antípolo. Capitán Tiago no negaba el milagro, pero añadía: -Lo creo, Isabel, pero no lo habrá hecho únicamente la Virgen de Antípolo: mis amigos habrán ayudado también, y principalmente mi futuro yerno el señor Linares, que tiene mucha influencia.

Y el buen exgobernadorcillo no podía menos de bendecir su suerte y de considerarse el hombre más feliz del mundo, cada vez que ofa hablar acerca del proceso á que estaban sometidos los revolucionarios y sospechosos. Se cuchicheaba por lo bajo que Ibarra sería ahorcado, que si bien faltaban muchas pruebas para condenarle, últimamente había aparecido una que confirmaba la acusación: los peritos habían declarado que en efecto, las obras de la escuela podían pasar por una fortificación, si bien algo defectuosa, como no se podía menos de esperar de los indios ignorantes.

De igual manera que Capitán Tiago y su prima divergían en su opiniones, los amigos de la familia se dividían también en dos partidos, uno milagrero y otro gubernamental. Los milagreros estaban subdivididos; el sacristán mayor de Binondo, la vendedora de velas y el jefe de una cofradía veían la mano de Dios, movida por la Virgen del Rosario; el chino cerero, su proveedor, cuando iba á Antípolo, decía, por el contrario, abanicándose: -No siya osti gongong; Milingen li Antipulo esí.

Esí pueli más con tolo; no siya osti gongong[1].

Capitán Tiago, hombre prudente y temeroso, no sabía por quién decidirse.

En estas dudas se hallaba cuando llegó el partido gubernamental, compuesto de doña Victorina, don Tiburcio y Linares.

Doña Victorina, aquella mestiza que conocimos en uno de los primeros capítulos, y que por seguir la moda europea se pintaba como un payaso, mencionó las visitas de Linares al capitán general, é insinuó repetidas veces la conveniencia de emparentar con una persona de categoría.

La esposa del doctor Espadaña estaba perfectamente ensayada por el padre Dámaso.

—Venimos precisamente á hablar con usted de este asunto.-Y guiñó el ojo maliciosamente, señalando á María Clara.-Tenemos que hablar de negocios, Capitán Tiago.

La joven comprendió que debía retirarse y se despidió lo más afectuosamente que pudo de la entrometida vieja y de sus acompañantes. Ya que no había podido ser la esposa del desgraciado Ibarrapor cuya triste suerte había derramado lágrimas n muy amargas, jamás entregaría su mano á ningún otro hombre. Podían hablar y hacer todos los proyectos que quisieran! ¡No estaba dispuesta á dejar que jugasen con sus sentimientos y su corazón! Lo que en aquella conferencia se dijo es tan bajo y mezquino que preferimos no referirlo. Basta decir que cuando se despidieron estaban todos alegres.

Cuando se quedó solo Capitán Tiago dijo á Tia Isabel: -Tienes que avisar á la fonda, pues mañana damos una fiesta. Ve preparando á María Clara, pues la casamos dentro de poco.

Tía Isabel le miró espantada.

—¡Ya lo verás! Cuando el señor Linares sea nuestro yerno se morirán todos de envidia.

Y así fué como á las ocho de la noche del siguiente día estaba llena otra vez la casa de Capitán Tiago, sólo que ahora sus invitados eran únicamente españoles y chinos.

Allf estaban la mayor parte de nuestros conocidos; el padre Sibyla y el padre Salví entre varios franciscanos y dominicos; el viejo teniente de la guardia civil Guevara, más serio y triste que cuando le conocimos; el alférez, que ha ascendido á teniente con grado de comandante y cuenta por milésima vez su famosa hazaña de San Diego; el doctor Espadaña y su cara mitad doña Victorina.

Linares no había llegado aún, pues como personaje importante, debía presentarse un poco más tarde que los otros con vidados.

En el grupo de las mujeres era Maria OClara el objeto de la murmuración; la joven las había saludado y recibido ceremoniosamente sin perder su aire de tristeza.

—Psh! No es feilla-decía una;-pero el joven Linares podía haber escogido otra que no tuviese el color tan subido y con menos cara de tonta.

—El dinero, chica, el dinero; estos buenos mozos no van más que á caza de dotes! ¡En el pecado llevan la penitencia! ¡Mira que presentar como esposa á esa chonga en sociedad! Por supuesto, que después que se casan las dejan en un rincón y ellos se van á correrla con otras y á gastar los cuartos.

En otra parte se decía: -¡Mire usted que casarse cuando el primer novio está para ser ahorcado!

—Estas indias no tienen corazón!...

La joven comprendía que se trataba de ella y continuaba obser vando una actitud triste y á la vez desdeñosa. Demasiado conocía ella lo que eran las mujeres de los empleados españoles. Llegaban muertas de hambre, casi sin camisa, y al poco tiempo se las veía cubiertas de alhajas que decían haber heredado de sus antepasados. Lo que no les compraban sus maridos se lo proporoionaban ellas asaltando las tiendas de los chinos y vendiéndoles protección. Cuando acudían á las reuniones y fiestas de los filipinos tenían éstos que abrir cien ojos, pues desaparecian como por encanto los cubiertos de plata. Otras, más francotas, cuando veían algo de su agrado, se lo apropiaban tranquilamente delante del amo, que se veía forzado á sonreir y á mostrarse generoso. Había esposa de gobernador civil ó militar que se prendaba de todos los caballos que veía y luego los vendía á buen precio...

María Ciara sabía estas cosas porque las había visto en su propia casa, y por eso sentía menosprecio y desdén por aquellas orgullosas mujeres, que iban por todas partes luciendo sus carnes blancas y fingfan escandalizarse al ver los desnudos y lindos pies de las indias... Estuvo tentada de retirarse, poniendo por disculpa un dolor de cabeza, pero el fin decidió permanecer en la reunión, para enterarse de lo que proyectaban respecto á su boda y para saber noticias de Ibarra.

En el círculo de los hombres la con versación era en voz alta, y naturalmente, versaba sobre los últimos acontecimientos. Todos hablaban menos el padre Sibyla, que guardaba un desdeñoso silencio.

—¿He oído decir que deja vuestra reverencia el pueblo, padre Salví?-preguntó el nuevo teniente, á quien había hecho más amable su inesperada suerte.

—Nada tengo que hacer ya en él; voy á fijarme para siempre en Manila... y usted?

—Dejo también el pueblo-contestó estirándose;-el gobierno me necesita para que con una columna volante desinfecte las provincias de filibusteros y tulisanes.

Fray Sibyla le miró rápidamente de pies á cabeza y le volvió las espaldas despreciativamente.

—Se sabe ya de cierto qué va á ser del cabeeilla Ibarra?-preguntó un empleado.

—Lo más probable y más justo es que sea ahorcado como los del 72.

—Va desterrado!-dijo secamente el viejo Guevara.

—¡Desterrado! Nada más que desterrado? ¡Pero será un destierro perpetuo!-exclamaron varios á la vez.

—Si ese joven-prosiguió el teniente Guevara en voz alta y severa-hubiese sido más preca vido, sihubiera confiado menos en ciertas personas, otra habría sido su suerte...

Esta declaración del viejo teniente y el tono de su voz produjeron una gran sorpresa en el auditorio, que no supo qué decir. El padre Salví volvió la cabeza, quizás para no ver la mirada sombría que le dirigía el anciano.

Durante la comida, en la cual Capitán Tiago se mostró tan espléndido como siempre, el joven Linares, que actuaba ya de futuro yerno, no cesó de abrumar á obsequios á la pobre María Clara.

Las españolas se atiborraban como energúmenos, y entablaban íntimos coloquios con los rolli- ZO8 frailes.

Los cachazudos marinos hacían entretanto la vista gorda y procuraban consolarse de las pequeñas infidelidades de sus costillas, vaciando botellas de champaña y canecos de ginebra.

Capitán Tiago estaba radiante de felicidad, y todo le parecía poco para obsequiar á sus convidados.


  1. No sea neted tonto; es la Virgen de Antípolo. Esa puede más que tod08. No sea usted tonto.