Noli me tangere (Sempere ed.)/XXVII

Nota: Se respeta la ortografía original de la época

XXVII

La catástrofe

A las ocho de la noche el pueblo de San Diego se sintió sobrecogido de espanto. Se oy eron gritos, detonaciones y carreras. Las tímidas babays encendieron cabos de cera bendita delante de las santas imágenes colgadas de las paredes y se postraron de rodillas implorando misericordia. Los chiquillos quedáronse al principio mudos de terror, prorrumpiendo después en gritos y lloros. Algunos curiosos asomaron las narices por las rendijas de puertas y ventanas, pero el olor de la pólvora y el ruido de los disparos hiciéronles retirarse apresuradamente.

Unos pocos valientes pretendieron salir á enterarse de lo que pasaba, pero sus mujeres echáronles los brazos al cuello y con súplicas y lágrimas lograron disuadirles de semejante temeridad.

Nadie sabía lo que pasaba ni á qué obedeoía aquel tumulto. Creían los tranquilos vecinos que una formidable partida de tulisanes había in vadido el pueblo. La campana del convento tocaba á rebato. Ladraban los perros de una manera furiosa, y las tranquilas á ves de corral, sorprendidas en su primer sueño, armaban una algarabía de mil diablos.

Debía librarse una verdadera batalla á juzgar por las repetidas detonaciones.

Ibarra, al oirlas, salió del aletargamiento en que se encontraba. Hacía do8 ó tres horas que estaba sin saber qué resolución tomar. Había roto cartas y papeles maquinalmente, y cansado al fin de aque- Ila tarea, quedóse aniquilado y sin voluntad. Pensó en la fatalidad y en el destino irremediable. Un hado cruel le perseguía desde que había venido al mundo. ¡Hasta la riqueza era para él causa de desdichas y quebrantos! Si en vez de criarse en la opulencia hubiese nacido pobre, quizás fuese máa feliz. No codiciarían entonces su oro y nadie le tendría envidia, Sería un ignorante como la mayoría de sus paisanos y sufriría como ellos, resignado, sin que en su alma se despertasen anhelos de libertad y de justicia.

Poco á poco le acudían á la mente todos los recuerdos de su vida. Recordaba, sobre todo, los días felices de su infancia pasados en compañía de María Clara, á la que había amado siempre. Y volvía á ver la muchacha morena de ardientes ojos negros y abundante cabellera de ébano, para la cual tejía coronas de azahar y olorosas sampagas, cuando se bañaban en el lago y paseaban los dias enteros correteando por el bosque. ¡Luego sobrevino la dolorosa separación! Su padre quería hacer de él un hombre instruído y lo envió á Europa. Su alma de adolescente sintió entonces emociones indecibles. Cruzó mares de esmeralda y contempló desde la toldilla del vapor países de ensueño. Experimentó en aquel tiempo la sensación dulcísima del pajarillo que por primera vez extiende las alas y se pierde en el cielo azul. El espectáculo del mundo aumentó su ingénita bondad. Ante su vista desplegáronse nuevos y dilatados horizontes. Al princiJOSÉ KIZAL pio se sintió deslumbrado... Durante la larga travesía del vapor que lo conducía á Europa, pasaba las noches enteras sentado en la cubierta contemplando los astros y la estela fosforescente que dejaba en pos de sí el gallardo na vío. Pensaba entonces como todos los jóvenes enamorados, y aunque su espíritu rebosaba alegría infinita, complacíase en las ideas tiernas y melancólicas. Y veía en los rayos de la luna pliegues de flotantes veetiduras que le recordaban los vaporosos encajes con que se adornaba la hija de Capitán Tiago. ¡Y de sus ojos brotaban lágrimas dulcísimas semejantes á un rocío prima veral!...

La civilización europea le había fascinado al principio. Los grandes bulevares, los magníticos squares y soberbios edificios le hicieron pensar con tristeza en la humilde y primitiva aldehuela de cañas y nipa donde se había criado y en las vetustas y agrietadas murallas de Manila, Pero lo que más le sorprendió fué la consideración y el respeto con que le trataban en todas partes, y que ofrecían singular contraste con las humillaciones que hacían sufrir á cada paso á los mestizos de bronceado rostro los españoles de Filipinas. No tardó, sin embargo, en deecubrir el secreto. En Europa ya no había preocupaciones, ni creencias, ni pureza de sangre, ni distinción de linajes. Sólo se adoraba á un dios, y era éste el becerro de oro. Las consideraciones y respetos que le tenfan no eran para él, sino para su dinero. De todos modos, se sentía halagado y se consideraba feliz muchas veces al ver que por un puñado de monedas le servían humildemente los hombres blancos, tan orgullosos y despóticos en los países conquistados. Mas conforme transcurría el tiempo cambiaba de pensar y experimentaba una piedad infinita por los pobres pueblos europeos donde, á pesar de los progresos realizados, toda vía existía la esclavitud.

Y al ver las multitudes famélicas y sucias que vivian amontonadas en los suburbios de la ciudades y se agolpaban á las puertas de los asilos y de los cuarteles en busca de un plato de bazofia repugnante, y los labriegos de fisonomía bestial, con el cerebro duro como los terrones que arañaban desde tiempos seculares, y las manadas de obreros que á cambio de un salario irrisorio trepaban á los andamios, se achicharraban en las fraguas y se consumían en las minas, pensaba que los indios filipinos eran más felices, porque nunca les faltaba un plato de arroz y frutas de los árboles para alimentarse...

Se sucedían los recuerdos de una manera vertiginosa.

De nuevo se encontraba en su país. La alegría de pisar otra vez el suelo natal velase amargada por la noticia de la muerte de su padre. La felicidad de ser toda vía correspondido por María Clara, había sido casi eclipsada por el conocimiento de una historia horrible. Las palabras del teniente Guevara resonaban nuevamente de una manera lúgubre en sus oídos. Imaginábase á su dssgraciado padre encarcelado, abandonado de todos, moribundo, y surgía ante sus ojos, iluminados por la ira, la vengativa figura del padre Dámaso. Crueles remordimientos hacían presa de su alma. ¡Era un mal hijo que no había sabido vengarse de los verdugos de su padre! ¡Lo había cegado el amor! El deseo de ser feliz al lado de la mujer amada le había hecho olvidar los agravios. De poco había servido su egoísta conducta. Sus implacables enemigos, los que habían asesinado al autor de sus días y ni siquiera habían respetado sus cenizas, le asestaban ahora, en pago de su generoso proceder, un terrible golpe para labrar definitivamente su ruina. No era diffcil pronosticar gu suerte. Le esperaban la cárcel, la deshonra y el desprecio de todos. El siniestro plan que acababa de revelarle Elias estaba hábilmente urdido y produciría los efectos que sus autores deseaban.

Ante esta villanía, ante este nuevo atentado contra su dicha, experimentaba una desesperación sin límites. Todas sus energias parecían haberse agotado de repente. ¡Era su destino! ¡Era la fatalidad que les perseguía desde la cuna! ¡Era la triste suerte de sus antepasados! ¡La suerte del abuelo ahorcado en la rama del baliti, en medio del bosque!... ¡La suerte del padre, lanzando el último suspiro en un obscuro calabazo!... ¡No quería luchar más! Que los implacables enemigos de su familia terminasen su obra!...

Ibarra sollozaba como un niño, con los codos apoyados en la mesa y la cabeza entre las manos.

El ruido de los disparos le volvió á la realidad.

¡Estaba perdido! Y sin pérdida de tiempo, se dispuso á poner en práctica el consejo de Elias. Se levantó como un loco, entró en el gabinete y quiso preparar una maleta. Abrió una caja de hierro, sacó todo el dinero que allí había y lo metió en un saco. Recogió sus alhajas, descolgó un retrato de María Clara y se puso al cinto un puñal y un revólver.

En aquel instante tres fuertes golpes resonaron en la puerta.

—¿Quién va?-preguntó Ibarra con voz alterada.

—¡Abra en nombre del rey, abra en seguida ó echamos la puerta abajo!-contestó una voz imperiosa en español.

Ibarra miró hacia la ventana; brillaron sus ojos y amartilló su revólver; pero, cambiando de idea, dejó el arma y fué á abrir él mismo en el momento que acudían los criados.

Tres guardias le cogieron al instante.

—Dése usted preso en nombre del rey!-dijo el sargento.

—Por qué?

—Ya se lo dirán á usted.

El joven reflexionó un momento, y no queriendo tal vez que los soldados descubriesen sus preparativos de huída, cogió el sombrero y dijo: Estoy á su disposición!

—Si usted promete no escaparse, no le maniataremos; el alférez le hace esta gracia; pero si hace la menor intención de huir le levantaremos la tapa de los seso8.

que había estado rondando por el pueblo á fin de adquirir noticias y por los alrededores de la casa de Ibarra, al ver salir á éste, conducido por los guardias, saltó la tapia, trepó por la ventana y penetró en el gabinete.

Elías vió los papeles, los libros, las armas y los saquitos que contenían el dinero y las alhajas. Reconstituyó en su imaginación lo que allí había pasado, y viendo tantos papeles que podían comprometer pensó recogerlos y enterrarlos.

Lanzó una mirada al jardín y á la luz de la luna vió relucir las bayonetas y capacetes de dos guardias civiles que venían hacia la casa.

Entonces tomó una resolución: amontonó ropas y papel en medio del gabinete, vació encima una lámpara de petróleo y prendió fuego. Ciñóse precipitadamente las armas, eogió los dos sacos de dinero y saltó por la ventana.

Ya era tiempo; los guardias civiles penetraban en la casa.

Repartieron unos cuantos culatazos entre los criados y subieron las escaleras. Mas no pudieron entrar en las habitaciones, de las cuales salía una espesa humareda y grandes lenguas de fuego que lamían puertas y ventanas.

—Fuego! ifuego!-gritaron todos, y su primera intención fué apagar el incendio.

Pero bien pronto se convencieron de que esto era imposible y sólo pensaron en ponerse á salvo.

Ibarra era aficionado á los estudios quimicos y tenía un pequeño laboratorio. Cuando llegaron á él las llamas, estalló una detonación formidable que concluyó de aterrorizar á los pobres habitantes de San Diego.

El viejo edificio, tanto tiempo respetado por los elementos, estaba convertido en una espantosa hoquera. Crepitaban las maderas y se desplomaban los techos. En el sitio donde estaba el laboratorio surgían llamaradas verdes y azules. Sobre la inmensa fogata veíase una bandada de blancas palomas que huían asustadas.

Los criados indios, sentados en cuclillas, contemplaban tranquilamente la obra destructora del incendio mascando buyo. Los guardias imitaron su ejemplo y se sentaron también.

Aquellos amarillos semblantes no expresaban alegría ni pena. Parecían los misteriosos sacerdotes del elemento sagrado y purificador.

En el cielo brillaba la luna, cuyos pálidos rayos parecían más blancos al lado de los rojizos resplandores del incendio.

Reinaba un silencio solemne. La bandada de cándidas palomas habíase posado en lo alto de un cocotero, quizás para contemplar también la destrucción del viejo edificio que solían engalanar con una fimbria de rizadas plumas y patitas de color de rosa. El pueblo de San Diego habíase sumido de nuevo en el reposo. Las campanas del convento habían cesado de tocar á rebato y la alta torre semejaba un mudo fantasma, acariciado por la luz de la luna. Sólo se escuchaba de cuando en cuando el lúgubre ladrido de un can. De la parte del bosque llegaban mil ruidos confusos que parecían aumentar el majestuoso silencio de la noche. Eran zumbar de insectos, silbidos de serpientes y desperezos de alas.

Los indios continuaban contemplando impasibles el devastador incendio. Del pueblo no llegaba tampoco ningún auxilio, y las llamas, coronadas de inquietas chispas y penachos de humo, apenas tenían ya cosa que consumir en el vasto edificio.

Cantó un gallo y pronto le contestó una algarabía infernal. De las casas, de los árboles y del bosque se elevó en el aire un cacareo infinito.

Comenzaron á palidecer las estrellas y el cielo á hacerse transparente.

En el sitio que había ocupado la casa sólo había un montón de pavesas.

Los criados continuaban como petrificados en contemplativo éxtasis.

—Abá! ¡Se acabó!-murmuró uno de ellos levantándose.

Los otros le imitaron y se dirigieron al pueblo, quizás á inquirir noticias de su amo.

Otro incendio empezaba entonces á inflamar el cielo y abrasar la tierra.

¡Había salido el sol!...