Noli me tangere (Sempere ed.)/XXVI

Nota: Se respeta la ortografía original de la época

XXVI

Planes siniestros

Ibarra había pasado en Manila algunos días.

Gracias al afecto del general, no le fué difícil ser recibido por el arzobispo, que se dignó escuchar sus explicaciones, y después de darle buenos consejos, le levantó la excomunión que sobre él había lanzado el padre Dámaso.

El joven oreía conjurado para siempre todo peligro, y se apresuró á volver cuanto antes al pueblo de San Diego, con objeto de adelantar su boda con la hija de Capitán Tiago.

Una vez realizada la ilusión de toda su vida, emprendería un largo viaje en compañía de su esposa. De este modo conseguiría que se amortiguasen antiguos resentimientos y no volvería á ver más á su irreconciliable enemigo el padre Dámaso.

Cuando llegó al pueblo, el pobre joven experimentó una decepción horrible. María Clara había cambiado por completo. Mostrábase triste y reservada y se negaba á tener una explicación con él.

Durante su ausencia había estado muy enferma, y tanto el padre Salví como el padre Dámaso no habían cesado de aconsejarla. Sobre todo, este último pareció haberla convencido, después de una larga entrevista, de que no debía casarse con Ibarra. El padre Dámaso que, como sabemos, era el padrino de María Ciara y ejercía sobre ésta gran influencia, había triunfado.

Sin embargo, no estaba toda vía contento hasta conseguir la completa ruina del joven. Para esto había fraguado un siniestro plan en colaboración con el padre Salví.

Durante la ausencia de éste, había llegado al pueblo de San Diego un joven español llamado Linares, emperentado con el padre Dámaso, el cual se apresuró á presentarlo en casa de Capitán Tiago. Linares era el esposo que ahora destinaban á María Clara. Sólo el padre Salví no se mostraba conforme con este proyecto.

Ibarra, entretanto, sufría horriblemente.

Permanecía días enteros sin salir de casa, abismado en tristes ca vilaciones, y todo se le vol vía escribir cartas á María Clara, sin obtener respuesta.

Comprendía que el padre Dámaso era el causante de su desdicha, y más de una vez había cruzado por su imaginación la idea de matarlo. Pero el temor de un nuevo escándalo, que sólo haría empeorar su diffcil situación, le hacía refrenar su cólera.

Para distraer su pena entregábase á difíciles estudios en su laboratorio.

Un hombre entró de improviso una noche en el cuarto de estudio.

—¡Ah! ¿Eres tú, Elfas? El piloto continuaba mostrando al joven una lealtad y un agradecimiento sin límites.

—Vengo á comunicaros gra ves noticias. No hay tiempo que perder. Es preciso que recojáis vuestros papeles y huyáis de aquí.

Ibarra miró sorprendido á Elías, y al ver la expresión alterada de su semblante se le cayó la pluma que tenía en la mano. Le dió un vuelco el corazón. Comprendió que le amagaba una nueva desgracia y esperaba anhelante que se explicase su fiel amigo.

—Quemad cuanto os pueda comprometer y poneos á salvo!

—¿Y por qué?

—Quemad todo papel escrito por vos ó para vos: el más inocente puede comprometeros.

—Pero ¿por qué? Explícate, Elfas!

—Porque acabo de descubrir una conspiración que se os atribuye para perderos.

—¿Una conspiración? Y quién la trama?

—Me ha sido imposible averiguar el autor de ella, aunque no es difícil adivinarlo. ¡Quizá el padre Dámaso! Los frailes nunca perdonan, y menos ese, que es el más soberbio y cruel de todos. Hace un momento que acabo de hablar con uno de los desgraciados pagados para ello y á quien no he podido disuadir.

Y no te ha dicho quién le paga?

—¡Cree que sois vos!

—Dios mío, cuánta maldad!-exclamó Ibarra, y se quedó aterrado.

—¡Señor, no dudéis: no perdamos tiempo, que la conjuración acaso estalle esta noche mismo! Ibarra, con los ojos desmesuradamente abiertos y las manos en la cabeza, parecía no oirle.

—El golpe no se puede impedir-continuó Elías; -es demasiado tarde, desconozco á sus jefes...

¡Salvaos, señor! ¡Os va en ello el honor y la vida!

—Y adónde he de huir?

—A otro pueblo cualquiera, á Manila, á casa de alguna autoridad, á cualquier parte, para que no se diga que dirigíais el movimiento.

—Y si yo mismo denuncio la conspiración? Imposible!-exclamó Elfas mirándole y retrocediendo;-pasaríais por traidor y cobarde á los ojos de los conspiradores y por pusilánime á los ojos de los otros; se diría que les tendisteis un lazo para hacer méritos...

—¿Qué debo hacer entonces?

—Ya os lo dije: destruir cuantos papeles tengáis que se relacionen con vuestra persona, huir y esperar los acontecimientos... Yo procuraré indagar vuestro paradero y continuar siéndoos útil.

Elfas desapareció.

Y el joven, aturdido, atontado por la terrible noticia, abría y cerraba cajones, recogía papeles y rasgaba cartas. Obedecía maquinalmente la orden de Elías, sin saber toda vía lo que iba á hacer ni qué partido tomar. Querfan pe separarle para siempre de María Clara! El padre Dámaso se proponía hacer con el hijo lo que ya había hecho con el padre. Lo encerrarían en un calabozo, lo matarían de tristeza y luego arrojarían su cadáver por una sima, Ahora sentía no haberse vengado ya de aquel hombre, no haberle dado muerte como á una bestia dañina. Al fin su suerte iba á ser bien desgraciada, y los culpables quedarían sin castigo. Sintió que en aquellos momentos se hundía para siempre, en el fondo de su alma, la escasa fe que aun tenía. Y sus dolores, las persecuciones de que le hacían objeto sin motivo justificado, le hicieron pensar en la triste condición de sus paisanos, tiranizados por aquellos hombres crueles y lascivos que se titulaban representantes de una amorosa religión de paz. Y aunque le indignaba la burda comedia in ventada para perderle, comprendía que algún día concluiría por conspirar de veras para vengarse de lo que le estaban haciendo sufrir, rle! Querían para conseguir la rehabilitación de su raza y la libertad de su país.

Rompía cartas y papeles, que humedecía con las lágrimas que cafan de sus ojos. No había en ellas nada que pudiese com prometerle, pero obedecía á Elfas porque se acordaba de lo que el teniente Guevara le había contado de su padre.

Tan pronto sentía inmensa cólera al acordarse del padre Dámaso, como se apoderaba de su alma profundo desconsuelo al pensar que su felicidad iba á ser truncada para siempre y que ya no podría casarse con María Clara. El plan no podía estar mejor combinado para perderle. Por lo menos conseguirían que las gentes dudasen y que las autoridades le retirasen su protección y aprecio. Y el rubor subía á su rostro al pensar que el general, que tan bondadoso se había mostrado con él, tal vez le creyese capaz de corresponder á su conducta noble y justa con una villanía.

La campana del con vento anunciaba la oración de la tarde. Al oir el religioso tañido deteníanse los transeuntes y los hombres se quitaban el sombrero.

Los labradores que regresaban del campo montados en sus carabaos deteníanse un momento y murmuraban un rezo; las mujeres se persignaban en medio de la calle y movían con afectaeión los labios para que nadie dudase de su devoción..

Solo el padre Salví caminaba de prisa y con el sombrero puesto, sin acordarse de representar su papel. ¡Importante asunto debía preocuparle para ol vidarse así de sus propios deberes y de los de la Iglesia! Subió precipitadamente las escaleras y llamó con impaciencia á la puerta del alférez, que apareció cejijunto, seguido de su cara mitad.

—¡Ah, padre cura! Ahora mismo iba á verle á usted, para decirle que sus cabritas no dejan planta sana en mi jardín.

—Vengo para un asunto importantísimo.

—No puedo permitir que me rompan el cerco, y les pego un tiro si vuelven.

Eso si vive usted mañana!-dijo el cura jadeante, dirigiéndose á la sala.

El fraile señaló la puerta, que el alférez cerró de un puntapié.

—Ahora, desembuche usted!-dijo al cura tranquilamente.

El fraile se le acercó y preguntó con misterio: -No sabe usted nada nuevo? El altérez se encogió de hombros.

—¡De modo que confiesa usted que no sabe nada absolutamente! ¡Vaya!-dijo el fraile lentamente y con cierto desdén.-Ahora se convencerá una vez más de la importancia que tenemos los religiosos.

Y bajando la voz con mucho misterio, dijo: -He descubierto una conspiración! El alférez dió un salto y miró al fraile lleno de estupor.

—Una terrible y bien urdida conspiración que ha de estallar esta misma noche.

—Esta misma noche!-exclamó rriendo á coger su revólver y su sable colgados de la pared.

—¿A quién prendo? ¿A quién prendo?-gritó.

—¡Cálmese usted, aun hay tiempo, gracias á la prisa que me he dado! Hasta las ocho...

—¡Los fusilaré á todos!

—¡Escuche usted! Esta tarde, una mujer cuyo nombre no debo decir (es un secreto de confesión), se ha acercado á mí y me lo ha descubierto todoalférez coPretenden apoderarse del cuartel por sorpresa, saquear el con vento, apresar la falúa y asesinarnos á todos los españoles.

El alférez estaba aturdido.

—La mujer no me ha dicho más que esto-añadió el cura.

—No ha dicho más? ¡Pues la prendo!

—No lo puedo consentir; el tribunal de la penitencia es el trono del Dios de las misericordias.

—¡No hay Dios ni misericordias que valgan! ¡La prendo!

—Está usted divagando. Lo que usted debe hacer es prepararse; arme usted silenciosamente á los soldados y póngalos en emboscada; mándeme cuatro guardias para el convento y advierta á los de la falúa.

—¡La falúa no está! ¡Lo que haré es pedir auxilio á las otras secciones!

—No, porque entonces lo notarán y no se atreverán á dar el golpe, Lo que importa es cogerlos vivos y hacerlos cantar; digo, usted les hará cantar; yo, en calidad de sacerdote, no debo mezclarme en estos asuntos. ¡Atención! Aquí puede usted ganarse cruces y estrellas; sólo pido que haga constar que soy yo quien le ha prevenido.

—Constará, padre, constará, y acaso le caiga una mitra!-contestó el alférez radiante, mirándose las mangas de su uniforme.

—Conque mándeme usted custro guardias disfrazados, ¿eh? ¡Mucha discreción! ¡Esta noche á las ocho llueven estrellas y cruces!...