Noli me tángere
El pais de los frailes (1902) de José Rizal
La cabria
Nota: Se respeta la ortografía original de la época

XX

La cabria

Sobre ocho metros de altura se elevaba complicada andamiada: cuatro gruesos maderos, hundidos en el suelo, servían de almas, sujetos entre sí por colosales vigas cruzadas, formando diagonales, unidas unas á otras por gruesos clavos, hundidos sólo hasta la mitad, acaso porque, teniendo el aparato un carácter provisional, pudiera ser después fácilmente deshecho. Enormes cables, colgando por todos lados, daban un aspecto de solidez y grandiosidad al conjunto, coronado allá arriba por banderas de abigarrados colores, gallardetes y guirnaldas de flores artísticamente entretejidas.

De lo alto pendía sujeta por cuerdas y ganchos de hierro una descomunal polea de tres ruedas, sobre cuyos brillantes bordes pasaban tres cables aun mayores que los otros, de los cuales estaba suspendido el enorme sillar, socavado en su centro, para formar con la excavación de la otra piedra ya descendida en el foso, el pequeño espacio destinado á guardar la historia del día, como periódicos, escritos, monedas, etc., y transmitirla á lejanas generaciones. Estos cables iban á arrollarse al cilindro de un torno sujeto en tierra merced á gruesos maderos. Este torno, que se podía poner en movimiento por medio de dos manubrios, centuplicaba la fuerza de un hombre merced á un juego de ruedas dentadas.

En los kioscos que vimos anteayer ocupar al maestro de escuela y á los alumnos, se preparaba ahora el almuerzo, opíparo y abundante. En la enramada que los unía estaban los asientos para los músicos y una mesa cubierta de dulces y confituras y frascos de agua coronados de hojas y flores para el sediento público.

El maestro de escuela había hecho levantar cucañas, y colgar sartenes y ollas para alegres juegos.

La multitud, luciendo trajes de alegres colores, se aglomeraba, huyendo del sol ardiente, bajo la sombra de los árboles y del emparrado. Los muchachos se subían á las ramas y sobre las piedras para ver mejor la ceremonia, y miraban con en vidia á los chicos de la escuela, que limpios y bien vestidos, ocupaban un sitio destinado para ellos.

Pronto se oyeron los lejanos acordes de la música, que se acercaba precedida de una abigarrada turba. El hombre encargado de la cabria se puso inquieto y examinó con una mirada todo su aparato. Un curioso campesino seguía su mirada y obser vaba todos sus movimientos: era Elías, que acudía tambien á presenciar la ceremonia; por su salakot y su manera de ir vestido casi no se le conocía. Se había procurado el mejor sitio, casi al lado mismo del torno, al borde de la exca vación.

Con la música venían el alcalde, los munícipes, los frailes y los empleados españoles. Unicamente faltaba el padre Dámaso. Ibarra conversaba con el primero, de quien se había hecho muy amigo desde que le dirigiera unos finos cumplidos por sus condecoraciones y bandas: los humos aristocráticos eran el flaco de S. E. Capitán Tiago; el alférez y algunos ricos más acompañaban á las lindas jóvevenes, que preservaban los rostros morenos de los rayos del sol bajo vistosas sombrillas de seda. El padre Salví seguía, como siempre, silencioso y pensativo.

—Cuente usted con mi apoyo siempre que se trate de una buena acción-decía el alcalde á Ibarra;-yo le proporcionaré cuanto usted necesite, y si no haré que se lo proporcionen los otros.

A medida que se iban acercando sentía el joven palpitar su corazón. Instintivamente dirigió una mirada á la extraña andamiada allí levantada; vió al hombre encargado de la cabria saludarle respe tuosamente y fijar en él un momento la vista. Con sorpresa descubrió á Elías, que con un significativo pestañeo le dió á entender que se acordase de lo que le había dicho en la iglesia.

El cura se puso las vestiduras sacerdotales y empezó las ceremonias. El tuerto sacristán mayor tenía el libro, y un monaguillo el hisopo y la vasija de agua bendita. Los demás, en rededor, de pie y descubiertos, guardaban un profundo silencio.

Entretanto se habían colocado en la caja de cristal periódicos, medallas y monedas.

—Señor Ibarra, ¿quiere usted colocar la caja en su sitio?-murmuró el alcalde al oido del joven.

—Con mucho gusto-contestó éste,-pero usurparía ese honroso deber al señor escribano; él es quien debe dar fe del acto.

El escribano descendió entonces la alfombrada escalera que conducía al fondo de la exca vación, y con la solemnidad conveniente depositó la cajita en el hueco de la piedra. El cura cogió el hisopo y roció las piedras con agua bendita.

Llegó el momento de poner cada uno su cucharada de mezcla sobre la superficie del sillar que yacía en el foso, para que el otro se adaptase bien y se agarrase.

Ibarra presentó al alcalde una pala de albañil, sobre cuya ancha hoja de plata estaba grabada la fecha del día; pero S. E. pronunció antes una alocución en castellano: c¡Vecinos de San Diego!-dijo con grave acento:-Tenemos el honor de presidir una ceremonia de una importancia que vosotros comprenderéis sin que Nos os lo digamos. Se funda una escuela; la escuela es la base de la sociedad. Enseñadnos la escuela de un pueblo y os diremos qué pueblo es.

¡Vecinos de San Diego! Bendecid á Dios que os ha dado virtuoSos sacerdotes y al gobierno de la madre patria que difunde incansable la civilización en estas fértiles islas, amparadas por ella bajo su glorioso manto! Bendecid á Dios que se ha apiadado de vosotros trayendo estos humildes sacerdotes que os iluminan y os enseñan la divina palabra! Bendecid al gobierno que tantos sacrificios ha hecho, hace y hará por vosotros y por vuestros hijos! ¡Y ahora se bendice la primera piedra de este importante edificio. Nos, alcalde mayor de esta provincia, en nombre de S. M. el rey, que Dios guarde, rey de las Españas, en nombre del preclaro gobierno español y al amparo de su pabellón inmaculado y siempre victorioso, Nos consagramos este acto y principiamos la edificación de esta escuela!

»Vecinos de San Diego, ¡viva el rey! ¡Viva España! ¡Vivan los religiosos! Viva la religión católica!a Viva! ¡Vivaaa!-contestaron muchas voces.- ¡Viva el señor alcalde! Este descendió después majestuoso á los acordes de la música, que empezó á tocar; depositó unas cuantas paletadas de mezcla sobre la tierra y con igual majestad que había descendido volvió á subir.

Los empleados aplaudieron.

Ibarra ofreció otra pala de plata al cura que, después de fijar los ojos en él un momento, descendió lentamente.

A la mitad de la escalera levantó la vista para mirar la piedra que colgaba sujeta por los poderosos cables, pero sólo fué un segundo y continuó descendiendo.

Los frailes y los empleados bajaron también uno tras otro. Tampoco fué olvidado Capitán Tiago.

Faltaba Ibarra, y ya se iba á ordenar que el hombre amarillo hiciese descender la piedra, cuando el cura se acordó del joven, diciéndole en tono de broma y afectando familiaridad: -No mete usted su cucharada, señor Ibarra? ¡Ande usted!-dijo el alcalde empujándole suavemente;-si no doy orden que no descienda la piedra y nos estaremos aquí hasta el día del juicio.

Ante tan terrible amenaza, Ibarra tuvo que obedecer.

Elfas le miraba con expresión indefinible; al verle se habría dicho que toda su vida se reconcentraba en sus ojos. El hombre amarillo contemplaba el abismo abierto á sus pies.

El joven quedó solo. Elías ya no le miraba: sus ojos estaban clavados en el hombre amarillo que, inclinado sobre el foso, seguía con ansia los movimientos del jo ven.

Oíase el ruido de la pala removiendo la masa de arena y cal, al través de un débil murmulle de los empleados que felicitaban al alcalde por su discurso.

De repente, la polea atada á la' base de la cabria salta, y tras ella el torno que golpea el aparato como un ariete: los maderos vacilan, vuelan las ligaduras y todo se derriba en un segundo y con espantoso estruendo. Una nube de polvo se levanta; un grito de horror compuesto de mil voces llena el aire. La multitud huye en todas direcciones. Solamente María Clara y el padre Salví permanecen en su sitio sin poderse mover, pálidos Cuando la polvareda se hubo desvanecido un poco, vieron á Ibarra de pie entre vigas, cañas y cables, entre el torno y la enorme piedra, que al descender tan rápidamente lo había aplastado todo.

El joven tenía aún en su mano la pala y miraba con ojos espantados el cadáver de un hombre que yacía á sus pies, medio sepultado entre las vigas.

Milagro! ¡milagro!-gritaron algunos.

—¡Venid y desembarazad el cadáver de este desgraciado!-dijo Ibarra como despertando de un sueño.

Al oir su voz María Clara, cayó desmayada en brazos de sus amigas.

Reinaba una gran confusión: todos hablaban, gesticulaban, corrían de un lado á otro aturdidos y consternados.

—¿Quién es el muerto?-preguntaba el alférez.

Rsconocieron entonces al hombre amarillo que estaba de pie al lado del tornosin palabra.

—¡Que procesen al maestro de obras!-fué lo primero que pudo decir el alcalde.

Examinaron el cadá ver, pusieron la mano sobre su pecho, pero el corazón ya no latía. El golpe le había alcanzado en la cabeza y la sangre le brotaba por las narices.

Los sacerdotes felicitaban calurosamente al joven, estrechando su mano.

—Que esto no impida que la fiesta continúe, señor Ibarra-decía el alcalde:-jalabado sea Dios! ¡El muerto no es sacerdote ni español! ¡Hay que festejar su salvación de usted! ¡El muerto no es más que un indio!

—¡Que siga la fiesta! Música! ino resucita al muerto la tristeza! ¡Capitán, aquí se practicarán las diligencias! ¡Que venga el directorcillo! Preso el maestro de obras!

—¡Al cepo con él! ¡Eh! imúsica! ¡música! ¡Al cepo el maestrillo!

—¡Señor alcalde-repuso gravemente Ibarra,- Bi la tristeza no ha de resucitar al muerto, menos lo conseguirá la prisión de un hombre sobre cuya oulpabilidad nada sabemos. Yo salgo garante de su persona y pido su libertad por estos días al menos!

—Bien, bien, pero que otra vez tenga más cuidado.

Circulaban toda clase de comentarios. La idea del milagro era ya cosa admitida. Fray Saiví, sin embargo, parecía alegrarse poco del portento atribuído á un santo de su corporación y de su parroquia.