Noli me tangere (Sempere ed.)/XIX
XIX
El sermón
El padre Dámaso atravesó la multitud, precedido de dos sacristanes y seguido de otro fraile que llevaba un gran cuaderno. Desapareció al subir la escalera de caracol, pero pronto reapareció su redonda cabeza, después del grueso cogote, seguido inmediatamente de su cuerpo. Miró á todas partes con seguridad, lanzando una tosecilla; vió á Ibarra: un pestañeo particular dió á entender que no se olvidaría de él en sus oraciones; después dirigió una mirada de satisfacción al padre Siby la y otra de desdén al padre Manuel Martín, el predicador del día anterior. Concluída esta revista, volvióse disimuladamente al compañero, diciéndole: «;Atención, hermano.» Este abrió el cuaderno.
Fray Dámaso empezó lentamente, pronunciando á media voz: «Et spirituum tuum bonum dedisci, qui doceret eos, et manna tuum non prohibuisti ab ore eorum, et aquam dedisti eis in siti, «Y les diste tu espíritu bueno para que los enseñase y no quitaste tu maná de su boca y les diste agua en su sed.»
«Palabras que dijo el Señor por boca de Esdras, libro II, cap. IX, vers. 20.
El padre Sibyla miró sorprendido al predicador; el padre Manuel Martín palideció y tragó saliva: el discurso iba á ser mejor que el suyo.
Sea que fray Dámaso lo notara ó estuviese aún ronco, es el caso que tosió varias veces, poniendo ambas manos sobre el antepecho de la santa tribuna. El Espíritu Santo estaba sobre su cabeza, acabado de pintar, blanco, limpio, con las patitas y el pico color de rosa.
Excelentísimo señor (al alcalde), virtuosísimos sacerdotes cristianos, hermanos en Jesucristo! Aquí hizo solemne pausa, paseando de nuevo sus miradas por el auditorio, cuya atención y recogimiento le satisfacieron.
La primera parte del sermón debía de ser en castellano y la segunda en tagalo: loquebantur omnes linguas.
Después de la pausa extendió majestuosamente la mano derecha hacia el altar, fijando la vista en el alcalde; luego se cruzó los brazos lentamente sin decir una palabra, pero, pasando de esta calma á la movilidad, echó hacia atras la cabeza, señaló hacia la puerta mayor, cortando el aire con el bor de de la mano con tanto impetu, que los sacristanes interpretaron el gesto por un mandato y cerraron las puertas; el alférez se inquietó y estuvo dudando sobre si salir ó quedarse, pero ya el predicador empezaba á hablar con voz fuerte, llena y sonora. Decididamente la antigua ama era inteligente en medicina.
« Esplendoroso y relumbrante es el altar; el aire es el vehículo de la santa palabra divina que brotará de mi boca; oíd, pues, con los oídos del alma y del corazón para que las palabras del Señor no caigan en terreno pedregoso y las coman las aves del infierno, sino que crezcan y broten como una santa simiente en el campo de nuestro venerable y seráfico padre San Francisco! Vosotros, grandes pecadores, cautivos de los moros de la vida eterna en poderosas embarcaciones, Vosotros que estáis cargados con los grilletes de la lascivia y concupiscencia y remáis en las galeras de Satán infernal, ved ahí, con reverente compunción, al que rescata las almas de la cautividad del demonio, al esforzado David, al victorioso Roldán del cristianismo, al guardia civil celestial, más valiente que todos los guardias civiles juntos, habidos y por haber-el alférez arruga el ceño,-que sin más arma que una cruz de palo vence con denuedo al eterno tulisán de las tinieblas y á todos los secuaces de Luzbel, y habría extirpado á todos para siempre si los espíritus no fuesen inmortales. Esta maravilla de la creación divina, este portento, es el bienaventurado Diego de Alcalá.»
Los rudos indios, según expresión del corresponsal, no pescaron del párrafo otra cosa que las palabras guardia civil, tulisán, San Diego y San Francisco; observaron la mala cara que había puesto el alférez y el gesto belicoso del predicador y dedujeron que le regañaba á aquél porque no perseguía á los malhechores. San Diego y San Francisco se encargarían de ello, como ya había hecho éste último en otro tiempo, según atestiguaba una pintura existente en el convento de Manila, en que San Francisco, con sólo su cordón, había contenido la invasión china de los primeros años del descubrimiento. Alegráronse, pues, no poco los devotos, agradeciendo á Dios esta ayuda, y no dudando que una vez desaparecidos los tulisanes, San Francisco destruiría también á los guardias civiles. Redoblaron, pues, la atención escuchando al padre Dámaso, que continuó: Humilde y recogido santo, tu cruz de palola que tenía la imagen era de plata,-tu modesto hábito honra al gran Francisco, de quien somos hilos é imitadores! Nosotros propagamos tu santidad en todo el mundo, en todas las ciudades y todos los pueblos, sin distinguir el blanco del negro, sufriendo abatinencias y martirios: tu santa fe que sostiene al mundo en equilibrio y le impide que caiga en el abismo de la perdición.s Los oyentes, hasta el mismo Capitán Tiago, boskezaban y se aburrían. María Clara no atendía al sermón; sabía que Ibarra estaba cerca y pensaba en él, mientras miraba abanicándose el toro de uno de los evangelistas, que tenía todas las trazas de un pequeño carabao.
Todos debíais saber de memoria las Santas Escrituras, la vida de los gantos, y así no tendría yo que predicaros, pecadores; debiais saber cosas tan importantes y necesarias como el padrenuestro, que muchos de vosotros habéis olvidado viviendo como herejes, que no respetan á los ministros de Dios, jcomo los chinos! ¡Os vais á condenar si antes de la muerte no hacéis méritos suficientes para salvaros!> —¡Abá cosa ese pale Dámaso, ese!-murmuró el chino Carlos mirando con ira al predicador, que seguía improvisando, desencadenando una serie de apóstrofes é imprecaciones: «¡Moriréis en la impenitencia final, raza de herejes! ¡Dios os castiga ya desde esta tierra con cárceles y prisiones! Las mujeres debían huir de vosotros, los' gobernantes os deberían ahorcar á todos, para que no se extienda la semilla de Satanás en la viña del Señor!... Jesucristo dijo: «Si tenéis un miembro malo que os induce al pecado, cortadlo, arrojadlo al fuego...
Fray Dámaso estaba ner vioso, había olvidado su sermón y su retórica.
—Oyes?-preguntó un joven estudiante de Manila á su compañero.-Te lo cortas?
—Ca! Que lo haga él antes!-contestó el otro señalando al predicador.
Ibarra estaba inquieto. No oía nada ni veía á María Clara, que ahora, para distraer su aburrimiento, contemplaba el cuadro de las benditas ánimas del purgatorio, almas en forma de hombres y mujeres en cueros, con mitras, capelos y tocas, asándose en el fuego y agarrándose al cordón de San Francisco, que á pesar de tanto peso no se rompía.
El espíritu santo fraile, con aquella improvisación, había perdido et hilo del sermón y saltado tres largos párrafos, apuntando mal el padre Dámaso.
Todos se arrodillaron, levantando un murmullo como el zumbido de mil moscardones. El alcalde dabló trabajosamente una rodilla, moviendo la cabeza disgustado; el alférez estaba pálido y contrito.
Entretanto el padre Dámaso, en vez de rezar el avemaría, reñía á su espíritu santo por haber saltado tres de sus mejores párrafos, y tomaba dos merengues y un vaso de Málaga, seguro de encontrar en ellos mayor inspiración que en todos los espíritus santos, ya fuesen de madera en figura de paloma, ya de carne bajo la forma de un distraído fraile. Iba á empezar con el sermón tagalo.
El padre Dámaso improvisaba en este idioma, no porque lo poseyese mejor, sino porque, teniendo á los filipinos de provincias por ignorantes en retórica, no temía cometer disparates delante de ellos.
Empezó con un maná capatir con cristiano, al que siguió una avalancha de frases intraducibles; habló del alma del infierno, del mahal na santo pintacasi, de los pecadores indios y de los virtuosos padres Franciscanos.
—¡Menche!-dijo uno de los irreverentes estudiantes manileños á su compañero;-eso está en griego para mí; yo me voy.
Y viendo cerradas las puertas, se salió por la sacristía, con gran escándalo de la gente y del predicador, que se puso pálido y se detu vo á la mitad de una frase; algunos esperaban un violento apóstrofe; pero el padre Dámaso se contentó con seguirle con la vista y prosiguió su sermón.
Se desencadenó en maldiciones contra el siglo, contra la falta de respeto y la naciente irreligiosidad. Este asunto parecía su fuerte, pues se mostraba inspirado y se expresaba con energía y claridad. Habló de los pecadores que no se confiesan, que mueren en las cárceles sin sacramentos, de familias malditas, de mesticillos orgullosos, de jóvenes sabihondos, filosofillos ó pilosopillo8, abogadillos y estu diantillos pedantes.
Ibarra lo oía todo y comprendía las alusiones.
Conser vaba no obstante su aparente tranquilidad.
Entretanto, el entusiasmo del predicador subía por grados. Hablaba de los antiguos tiempos en que todo filipino al encontrar á un sacerdote se descubría, doblaba una rodilla en tierra y le besaba la mano.-Pero ahora-añadía-sólo os quitáis el salakot ó el sombrero de castorillo, que colocáis medio ladeado sobre vuestra cabeza para no desarreglar el peinado. Os contentáis con decir: buenos días, amomg, y hay orgullosos estudiantillos que por haber estudiado en Manila ó en Europa se creen con derecho á estrecharnos la mano, en lugar de besarla... ¡Ah! el día del juicio pronto viene, el mundo se acaba, muchos santos lo han profetizado, va á llover fuego, piedra y ceniza para castigar vuestra soberbia!, Y exhortaba al pueblo á que no imitase á esos salvajes, sino que huyese de ellos y los aborreciese, porque estaban excomulgados.
¡Oid lo que dicen los santos concilios!-decía.
—Cuando un indio encontrase en la calle á un oura, doblará la cabeza y ofrecerá el cuello para que el among se apoye en él; si el cura y el indio van á caballo, entonces el indio se parará, se quitará el salakot ó sombrero reverentemente; en fin, si el indio va á caballo y el cura á pie, el indio bajará del caballo y no volverá á montar hasta que el cura le diga sulung ó esté ya muy lejos. Esto dicen los santos concilios, y el que no obedezca estará excomulgado.»
—Y cuando uno monta un carabao?-pregunta un escrupuloso labriego á su vecino.
—Entonces... sigue adelante!-contesta éste, que era un casuísta.
Pero á pesar de los gritos y gestos del predicador, muchos se dormían ó distraían, pues aquel discurso era el mismo de siempre. En vano algunas devotas trataron de suspirar y lloriquear por los pecados de los impíos, pues tu vieron que desistir de su empresa, porque no hubo quien les hiciese coro. La misma hermana Puté pensaba todo lo contrario. Un hombre sentado á su lado se había dormido de tal manera, que se cayó sobre ella, descomponiéndole el hábito; la buena anciana cogió su zueco y á golpes empezó á despertarle, gritando: Quita, salvaje, demonio, carabao, perro, condenado!
Movióse un tumulto, como era consiguiente.
Paróse el predicador, levantó las cejas sorprendido de tamaño escándalo. La indignación ahogó la palabra en su garganta y sólo consiguió pronunciar algunas palabras incoherentes, golpeando con los puños la tribuna.
—s¡Aaah! ¡Aaah!-pudo al fin exclamar el indignado sacerdote cruzando los brazos y agitando la cabeza;-para eso os estoy predicando toda la mañana, salvajes! ¡Aquí en la casa de Dios reñís y decís malas palabras, desvergonzados! Aaah! iya no respetáis nada! ¡Esta es la obra de la lujuria é incontinencia del siglo! Ya lo decía yo: jaaah!»
Y sobre este tema siguió predicando por espacio de media hora. El alcalde roncaba; María Clara cabeceaba: la pobrecita no podía resistir el sueño, no teniendo ya ninguna pintura ni imagen que analizar ni con qué distraerse. A Ibarra ya no le hacían mella las alusiones; pensaba ahora en una casita en la cima de un monte, donde soñaba ser feliz con María Clara. ¡Que en el fondo del valle se arrastrasen los hombres y viviesen en sus miserables pueblos! El padre Salví había hecho tocar dos veces la campanilla, pero esto era poner leña al fuego: fray Dámaso era terco y prolongaba más el sermón.
Fray Sibyla se mordía los labios y arreglaba repetidas veces sus anteojos de cristal de roca montados en oro. Fray Manuel Martín era el único que parecía escuchar con placer, pues estaba sonriente.
Por fin se cansó el orador y bajó del púlpito.
Todos se arrodillaron para dar gracias á Dios.
El alcalde se restregó los ojos, extendió un brazo, como para desperezarse, soltando un aah profundo y bostezando.
Continuó la misa.
Cuando al cantar Balbina y Chananal el Incarnatus est todoS se arrodillaban, un hombre murmuró al oído de Ibarra: -En la ceremonia de la bendición no os alejéis del cura, no descendáis al foso, no os acerquéis á la piedra, que va la vida en ello.
Ibarra vió á Elfas que, dicho esto, se perdía entre la muchedumbre.