Nota: Se respeta la ortografía original de la época

XVI

Al anochecer

En casa de Capitán Tiago se habían hecho también grandes preparativos. Su afición al fausto y su orgullo de manileño debían humiliar en esplendidez á los provincianos. Otra razón había además que le obligaba á procurar eclipsar á los otros; estaban allí su hija Macía Clara y su futuro yerno, del cual hablaba todo el mundo con elogio.

En efecto: uno de los más serios periódicos de Manila le había dedicado un artículo en su primera plana, colmándole de alabanzas. Entre otras cosas le llamaba el dustrado joven y rico capitalista; dos líneas más abajo, el distinguido filántropo; en el siguiente párrafo, el alumno de Minerva que habia ido á la Madre Patria para saludar el genuino suelo de las artes y de las ciencias, y un poco más abajo, el español filipino. OCapitán Tiago ardía en noble emulación y pensaba en levantar á su costa un convento.

Días antes habían llegado á la casa que habita- ban María Clara y su tía Isabel, multitud de cajas de comestibles de Europa, espejos colosales, cuadros y el piano de la joven.

Capitán Tiago se presentó la víspera de la fiesta: al besarle su hija la mano le regaló un hermoso relicario de oro con brillantes y esmeraldas, conteniendo una astilla de la barca de San Pedro, donde se había sentado Nuestro Señor durante la pesca.

La entrevista con el futuro yerno no pudo ser más cordial; se habló naturalmente de la escuela, y Capitán Tiago propuso que se llamase escuela de San Francisco.

—Créame usted-decía;-San Francisco es un buen patrón. Si usted la llama escuela de Instrucción primaria no gana usted nada. ¿Quién es Instrucción primaria? Llegaron algunas amigas de María Clara y la invitaron á salir á paseo.

—Vuelve pronto-dijo Capitán Tiago á su hija; -ya sabes que esta noche cena con nosotros el padre Dámaso, que acaba de llegar.

Y volviéndose á Ibarra que se había puesto pensativo, añadió: -Cene usted también con nosotros; en su casa estará usted solo.

—Con muchísimo gusto, pero debo estar en casa por si van visitas-contestó balbuceando el joven, esquivando la mirada de María Clara.

—Traiga usted á sus amigos-replicó Capitán Tiago;-en mi casa siempre hay comida abundante... Quisiera, además, que usted y el padre Dámaso se entendiesen.

—Ya habrá tiempo para eso!-contestó Ibarra sonriendo con sonrisa forzada, y se dispuso á acompañar á las jóvenes.

Bajaron las escaleras.

María Clara iba en medio de Victoria é Iday; la tía Isabel seguía detrás.

La gente se apartaba respetuosa para abrirles paso. Clara estaba hermosísima; su palidez había desaparecido y sus labios sonreían dulcemente. Con esa amabilidad de la doncella feliz, saludaba á los antiguos conocidos de su niñez, hoy admiradores de su dichosa juventud. En menos de quince días había vuelto á recobrar aquella franca confianza, aquella charla infantil que parecían haberse aletargado entre los estrechos muros del beaterio.

Las casas principales comenzaban á iluminarse, y en las calles que recorría la música encendíanse las arañas de caña y madera, imitación de las de la iglesia.

Desde la calle, á través de las abiertas ventanas, se veía la gente bullir en las casas en medio de una atmósfera de luz y de los acordes de pianos y orquestas. Cruzaban las calles chinos, españoles, filipinos, vistiendo éstos ya el traje europeo, ya el del país. Confundíanse y codeábanse criados cargados de gallinas, estudiantes vestidos de blanco, hombres y mujeres, exponiéndose á ser atropellados por coches y calesas, que á pesar del tabi ó aviso de los conductores, difícilmente se abrían paso.

Delante de la casa de Capitán Basilio, algunos jóvenes saludaron á nuestros conocidos y los invitaron á que visitaran la casa. La alegre voz de Sinang, que descendía las escaleras corriendo, puso fin á toda excusa.

—Subid un momento para que yo pueda salir con vosotras. Me aburre estar entre tantos desconocidos, que sólo hablan de gallos y barajas.

Subieron. La sala estaba llena de gente. Algunos se adelantaron á saludar á Ibarra, y los demás quedáronse extasiados contemplando la hermosura de María Clara. Algunas viejas murmuraban mientras mascaban buyo: <Parece la Virgen!»

Allí tu vieron que tomar chocolate. Capitán Basilio se había hecho íntimo amigo y defensor de Ibarra desde el día de la jira campestre.

Después de tomar el chocolate, nuestros jóvenes tuvieron que oir el piano, tocado por el pianista del pueblo.

—¿Quiere usted venir con nosotros esta noche?

—preguntó Capitán Basilio al oído á Ibarra en el momento de despedirse.-El padre Dámaso va á poner una pequeña banca.

Ibarra se sonrió y no aseguró nada.

—¿Quién es ese?-preguntó María Clara á Victoria, señalando con una rápida mirada á un joven que las seguía.

—Ese... es un primo mío-contestó algo turbada.

—¿Y el otro?

—Ese no es primo mío-contestó vivamente Sinang.

Pasaron por delante de la casa parroquial, que por cierto no era de las menos animadas. Sinang no pudo contener una exclamación de asombro al ver que ardían las lámparas de una forma antiquísima que el padre Salví no dejaba nunca encender por no gastar petróleo. Oíanse gritos y sonoras carcajadas; veíase á los frailes pasear lentamente fumando ricos cigarros y lanzando bocanadas de humo. Los seglares que entre ellos estaban procuraban imitar cuanto hacían Ios buenos religiosos.

Por el traje europeo que vestían, debían ser empleados ó autoridades de la provincia.

María Clara distinguió los abultados contornos del padre Dámaso al lado de la correcta silueta del padre Sibyla. Inmóvil en su sitio estaba el misterioso y taciturno padre Salví.

Está triste!-observó Sinang;-piensa en lo que le van á costar tantas visitas. Pero ya veréis como no lo paga él, sino los sacristanes.

—Sinang!-exclamó Victoria en tono de reprensión.

—No le puedo sufrir; yo ya no me confieso con él.

Entre todas las casas se distinguía una que ni estaba iluminada ni tenía las ventanas abiertas: era la del alférez. Extrañóse de ello María Clara.

—La bruja! ¡La musa de la Guardia civil, como la llaman!-exclamó la terrible Sinang.-¿Qué tie ne ella que ver con nuestras alegrías? ¡Estará rabiando! Deja que venga el cólera y verás como da un convite.

—Pero Sinang!-volvió á exclamar su prima.

—Nunca la he podido sufrir, y menos desde que turbó nuestra fiesta con sus guardias civiles. A ser yo arzobispo, la casaba con el padre Salví... Mira que hacer prender al pobre piloto que se arrojó al agua por complacer...

No pudo concluir la frase: en el ángulo de la plaza, donde un ciego cantaba al son de una guitarra el romance de los peces, se presentaba un raro espectáculo.

Era un hombre cubierto con un ancho salakot de hojas de palma y vestido miserablemente. Consistía su traje en una levita hecha jirones y unos calzones anchos, como los de los chinos, rotos en diferentes sitios. Miserables sandalias calzaban sus pies. Su rostro quedaba todo en sombras, gracias á su salakot. Era alto y por sus movimientos debía creerse que era joven. Depositaba un cestoen tierra, y se alejaba después pronunciando sonidos extraños, incomprensibles; permanecía de pie completamente aislado, como si él y la muchedumbre se esquivasen mutuamente. Entonces acercábanse algunas mujeres á su cesta, depositaban frutas, pescado, arroz y otras viandas. Cuando ya no había nadie que se acercase, lanzaba otros sonidos menos lastimeros como en acción de gracias; recogía su cesta y se alejaba para repetir lo mismo en otro sitio.

María Clara preguntó llena de interés quién era aquel hombre.

—Es el lazarino-contestó Iday.-Hace cuatro años ha contraído esa enfermedad; unos dicen por cuidar á su madre, otros por haber estado en la prisión. Vive en el campo, cerca del cementerio de los chinos; no se comunica con nadie; todos huyen de él por temor de contagiarse. Si vieras su choza! Es la choza de Giring-giring; el viento, la llu via y el sol entran y salen como la aguja en la tela. Le han prohibido tocar nada que pertenezca á la gente. Un día cayó un chiquillo en el canal, y él, que pasaba por allí cerca, le ayudó á salir. Súpolo el padre, se quejó al gobernadorcillo y éste le mandó dar seis azotes en medio de la calle, quemando después el bejuco. ¡Aquello era atroz! El lazarino corría, el azotador le perseguía y el gobernadorcillo le gritaba: ¡Aprende! ¡Más vale que uno se ahogue que enferme como tú! ¡Es verdad!-murmuró María Clara.

Y sin darse cuenta de lo que hacía, acercóse rápidamente á la cesta del desgraciado y depositó en ella el relicario que acababa de regalarle su padre.

—¿Qué has hecho?-le preguntaron sus amigas.

—¡No tenía otra cosa!-contestó disimulando con una sonrisa las lágrimas de sus ojos.

—¿Y qué va él á hacer con tu relicario?-le dijo Victoria.-Un día le dieron dinero, pero con una caña lo alejó de sí. ¿Para qué lo quería si nadie acepta nada que venga de él? ¡Si el relicario pudiera comerse! María Clara miró con en vidia á las mujeres que vendían comestibles, y se encogió de hombros.

Pero el leproso se acercó á la cesta, cogió la alhaja que brilló entre sus manos, se arrodilló, la besó y después, descubriéndose hundió la frente en el polvo que la joven había pisado.

María Clara ocultó el rostro detrás de su abanico y se llevó el pañuelo á los ojos.

Entretanto se había acercado una mujer al desgraciado, que parecía orar. Traía la larga cabellera suelta y desgreñada, y á la luz de los faroles se vieron las facciones extremadamente demacradas de la loca Sisa.

Al sentir su contacto, el lazarino lanzó un grito y se levantó de un salto. Pero la loca se agarró á su brazo, con gran horror de la gente, y decía: -Recemos, recemos! Hoy es el día de los muertos! ¡Recemos por mis hijos! Separadla, que se va á contagiar la loca! Pero nadie se atrevía á acercarse.

—Ves aquella luz en la torre? ¡Aquella es mi hijo Basilio que baja por una cuerda! ¿Ves aquella allá en el con vento? Aquella es mi hijo Crispín; pero yo no voy á verlos porque el cura está enfermo y tiene muchas onzas y las onzas se pierden.

¡Recemos, recemos por el alma del cura! Yo le levaba amargoso y zarzalidas; mi jardín estaba lleno de flores y tenía dos hijos.

Y soltando al leproso se alejó cantando: Yo tenía jardín y flores; yo tenia hijos, jardín y flores!

102.

JOSE BIZAL —Qué has podido hacer por esa pobre mujer?

—preguntó María Clara á Ibarra.

Nada! Estos días había desaparecido del pueblo y no se la podía encontrar-contestó el joven.

—He estado además muy ocupado, pero no te aflijas; el cura prometió ayudarme, recomendándome mucho tacto y sigilo, pues parece que se trata de la Guardia civil. 1El cura parece que se intesa mucho por ella!

—No decía el alférez que haría buscer á los niños?

—Sí, pero entonces estaba un poco... bebido! Apenas acababa de decir esto, cuando vieron á la loca, arrastrada más bien que conducida por un soldado. Sisa oponía resistencia.

—Por qué la prendéis? ¿Qué ha hecho?-preguntó Ibarra.

—¿Qué? No habéis visto cómo ha alborotado?

—contestó el custodio de la pública tranquilidad.

El leproso recogió precipitadamente su cesto y se alejó.

María Clara quiso retirarse, pues había perdido la alegría y el buen humor.

Al llegar á la puerta de su casa sintió aumentarse su tristeza al ver que su novio se negaba á subir y se despedía.

— Es necesario!-decía el joven.

María Clara subió las escaleras, enjugándose con el bordado pañuelo de piña las lágrimas que brotaban de sus hermosos ojos negros.