Nota: Se respeta la ortografía original de la época

IV

Hereje y flibustero

Al salir Ibarra á la calle, el viento de la noche, que por el mes de Octubre suele ser ya bastante fresco en Manila, pareció despejar su frente, atormentada por mil ideas tristes.

Pasaban por su lado coches como relámpagos, calesas de alquiler á paso de carreta, arrastradas por caballos enanos y famélicos, transeuntes de diferentes nacionalidades que daban á la vía pública un aspecto abigarrado y original. Ibarra se detuvo un instante emocionado para contemplar aquella multitud multicolora, que gesticulaba y reía. Le parecía nuevo el espectâculo después de siete años de ausencia. Y en medio de su tristeza y de su honda preocupación, experimentó una sensación de infinita dulzura al encontrarse de nuevo en el país natal. ¡Qué diferencia entre las multitudes grises, uniformes y sombrías de las ciudades europeas, preocupadas siempre por la incertidumbre del mañana, ataviadas con telas obscuras, corriendo siempre detrás del miserable mendrugo, por miedo de llegar tarde, y aquel vistoso desfile de mujeres morenas y ardientes ojos negros, con la espléndida cabellera tendida sobre la espalda como un manto sedeño, y de gentes de color, en cuyas almas sencillas existía siempre, á pesar del fraile egoísta y el soldado cruel, la sana alegría de los pueblos primitivos, á quienes la Naturaleza ha dotado de una riqueza inagotable que les ahorra innumerables congojas y cuidados.

Pasaban por su lado las mujeres indias con paso cadencioso arrastrando las chinelas de seda y terciopelo bordadas de oro y luciendo vistosas faldas de colores de largas colas, con las cuales barrían el suelo, ó sujetas á la cintura para caminar más libremente. ¡También ellas tenían su belleza! Y al pasar le envolvían con una ráfaga voluptuosa y ardiente. A través de las camisas de piña transparentes veía las carnes morenas y aterciopeladas y los fecundos pechos. No había nada postizo, ni engaño, ni compostura.

Pasaban también los hombres con la camisa blanca y brillante como un espejo y los faldones por fuera. Y los chinos, de ojos oblicuos y aspecto femenil, temerosos y astutos, ofrecían singular contraste con los españoles, ataviados con biancos trajes á la inglesa, altaneros é insolentes, como señores de un país conquistado.

Entre tanto rostro moreno aparecían de cuando en cuando un rojo semblante y unos mostachos rubios. Eran los verdaderos amos, los alemanes é ingleses, que lo escudriñaban y lo acaparaban todo, y mientras los españoles pasaban el tiempo en procesiones y fiestas, ellos se hacían dueños de inmensos tesoros.

De pronto notó Ibarra que la multitud se detenía, como si todos los transeuntes obedeciesen á un resorte. Las elegantes victorias de charol reluciente, donde iban muellemente reclinadas, llenas de plumas y cintajos, las mujeres de los castilas[1], y las desvencijadas calesas llenas de indios, se detuvieron también. Se escuchó un rumor reverente. Las mujeres se pusieron de rodillas y los hombres se quitaron el sombrero, inclinándose con respeto. Ibarra no comprendió al pronto á qué obedecía aquello. Jamás había visto en Europa cosa semejante. Sólo la aparición de un Dios podía dar motivo á tales pruebas de respeto...

Un lujoso carruaje tirado por cuatro caballos blancos asomó entonces por el extremo de la calle. Mujeres y hombres inclinaron la cabeza y murmuraron una especie de plegaria. Hasta las damas y caballeros adoptaron una actitud humilde y reverente.

El carruaje de los cuatro caballos blancos cruzó por delante de Ibarra, que permanecía con el sombrero puesto, sin darse cuenta todavía de lo que pasaba. Entonces vió reclinado en el fondo un fraile apoplético, de blancos hábitos.

¡Era el señor obispo! Se descubrió apresuradamente é hincó en el suelo una rodilla. ¡No había más remedio que seguir la costumbre, so pena de despertar la cólera de la multitud fanatizada ó hipócrita!...

La tristeza hizo presa de nuevo en su alma. A pesar de que habían transcurrido siete años, encontraba á su pueblo lo mismo que al partir. Y se sumió en hondas reflexiones. Con ese andar desigual que da á conocer al distraído ó al desocupado, dirigióse el joven hacia la plaza de Binondo. ¡Todo estaba igual! Las mismas calles con las mismas casas de paredes blanqueadas ó pintadas al fresco, imitando mal el granito; la misma torre de la iglesia ostentando su reloj con la traslúcida carátula; las mismas tiendas de chinos con sus cortinas sucias y su olor nauseabundo; los mismos puestos alumbrados por huepes[2] donde viejas indias vendían comestibles y frutas...

Reinaba en aquellos lugares extraordinaria algarabía. Los vendedores de refrescos gritaban con voz gutural: ¡Sorbeteee!, y bandadas de chicuelos, semejantes á figurillas de terra cotta, lanzaban insultos y denuestos con sus vocecillas chillonas, y hasta se atrevían á pegar con cimbreantes bejucos y largas cañas á los chinos cargadores, de cuerpo atlétioo y sudoroso, que á veces perdían la paciencia y comenzaban á gesticular desaforadamente, causando la hilaridad de todos.

Mientras admiraba este espectáculo, una mano se posó suavemente sobre el hombro del joven; volvió la cabeza y se encontró con el viejo teniente, que lo contemplaba sonriendo.

—¡Joven, tenga usted cuidado! ¡Aprenda usted de an padre! ¡En este país es un delito decir lo que uno piensa!

—¡Me parece que usted ha estimado mucho á mi padre!—dijo Ibarra mirándolo con cariño.—¿Me podría usted decir cuál ha sido su suerte?

—¿Acaso no lo sabe usted?—preguntó el militar sorprendido.

—Le he interrogado á don Santiago y no ha querido contarme nada hasta mañana. Entéreme usted de lo que sepa; yo se lo ruego. Deseo salir cuanto antes de esta cruel incertidumbre.

—Más ó menos tarde lo ha de saber usted todo; por lo tanto no tengo por qué guardar reserva. Dispóngase usted, pues, á oir una historia muy triste. En las circunstancias dolorosas de la vida es cuando se dan á conocer los grandes corazones y las almas bien templadas. Me parece que usted posee las dos cosas y que sabrá hacer frente á la desdicha. ¡Su padre de usted murió en la cárcel!

El joven retrocedió un paso. Sintió que se le nublaba la vista y se le oprimía el corazón. Las casas pintadas de blanco, los puestos de frutas, la abigarrada multitud, todo se borró y desvaneció por un instante. Se quedó ciego y sordo y comenzó á temblar y á castañetear los dientes, como si de repente lo envolviese una ráfaga de hielo.

El viejo teniente le echó un brazo al cuello y le dijo con cariñoso acento:

—¡Tranquilícese usted! ¡Tranquilícese usted! No debía habérselo dicho así, de pronto, sin preparación...

El joven se pasó una mano por la frente, cubierta de frío sudor. Comenzó de nuevo á ver claro y á ser dueño de sí mismo, Entonces exclamó:

—¿En la cárcel? ¿Quién murió en la cárcel? ¿Mi padre? ¿Sabe usted quién era mi padre? ¡Cuéntemelo usted todo! ¡Por Dios, cuentemelo usted todo!...

—¡Cálmese usted! No puede usted figurarse cuánto siento haberle dado este disgusto. ¡Ya le contaré! ¡Ya le contaré!

Anduvieron algún tiempo en silencio. Ibarra llevaba con frecuencia el pañuelo á los ojos para limpiarse las lágrimas. El anciano parecía reflexionar y pedir inspiración á la blanca perilla que acariciaba con su manaza de soldado.

—Como usted sabe muy bien—comenzó diciendo,—su padre era el más rico de la provincia, y aunque era amado y respetado por muchos, otros, en cambio, le odiaban ó envidiaban. Los españoles que venimos á Filipinas no somos desgraciadamente lo que debíamos. Los cambios continuos, la desmoralización de las altas esferas, el favoritismo, lo barato y lo corto del viaje, tienen la culpa de todo; aquí viene lo más perdido de la Península si llega uno bueno pronto lo corrompe el país. Pues bien; su padre de usted tenía entre los curas y los españoles muchísimos enemigos. ¡Pocas veces se perdona al hijo del país ser honrado é inteligente!...

Aquí hizo una breve pausa.

—Meses después de su salida de usted comenzaron los disgustos con el padre Dámaso, sin que yo pueda explicarme el verdadero motivo. Fray Dámaso le acusaba de no confesarse; antes tampoco se confesaba, y sin embargo eran muy amigos, como usted recordará aún. Además, don Rafael un hombre muy honrado y más justo que muchos que se confiesan y comulgan. Tenía para sí una moral muy rígida, y solía decirme cuando me hablaba de estos disgustos: «Señor Guevara, ¿cree usted que Dios perdona un crimen, un asesinato con sólo contárselo á un sacerdote y dar muestras de arrepentimiento?... Yo tengo otra idea del Ser Supremo—decía;—para mí ni se corrige un mal con otro mal, ni se obtiene el perdón con vanos lloriqueos ni con limosnas á la Iglesia.» Y me ponía este ejemplo: «Si yo he asesinado á un padre de familia, si he hecho de una mujer una viuda infeliz y de unos alegres niños huérfanos desvalidos, ¿habré satisfecho á la eterna justicia dejándome ahorcar y dando limosnas á los curas, que son los que menos las necesitan? ¡No! Mi conciencia me dice que estoy verdaderamente arrepentido debo sustituir en lo posible á la persona á quien he asesinado, consagrándome por toda la vida al bien de la familia cuya desgracia causé en un momento de arrebato, y aun así, ¿quién sustituye el amor del esposo y del padre?... Así razonaba su padre de usted, y con esta moral severa obraba siempre, y se puede decir que jamás ha ofendido á nadie. Pero volvamos á sus disgustos con el cura. Estos cada vez tomaban peor carácter. El padre Dámaso le aludía desde el púlpito, y si no le nombraba claramente era por milagro, pues de su carácter todo se podía esperar. Yo preveía que tarde ó temprano la cosa iba á terminar mal.

El viejo teniente volvió á hacer otra breve pausa.

—Recorria entonces la provincia un exartillero arrojado de las filas por demasiado bruto é ignorante. Como el hombre tenía que vivir y no le era permitido dedicarse á trabajos corporales, que podrían dañar al prestigio de los españoles, obtuvo de no sé quién el empleo de recaudador de impuestos sobre vehículos. El infeliz no había recibido educación ninguna, y los indios lo conocieron bien pronto: para ellos es un fenómeno un español que no sabe leer ni escribir. Todo era burlarse del desgraciado, que pagaba con sonrojos el impuesto que cobraba y conocía que era objeto de burla, lo cual agriaba su carácter, ya de por sí rudo y malo.

Sucedió que un día, mientras daba vueltas á un papel que en una tienda le habían dado, deseando ponerlo al derecho, un chico de la escuela empezó á hacer señar á sus compañeros, á reirse y á señalarle con el dedo. El recaudador veía la burla retozar en los serios semblantes de los presentes, y oía las risas de les chiquillos. Perdió la paciencia, volvióse rápidamente, y empezó á perseguir á los muchachos, que corrían gritando: ba, be, bi, bo, bu. Ciego de ira y no pudiendo darles alcance, les arrojó su bastón, hiriendo á uno en la cabeza y derribándolo; corrió entonces á él y lo pateó furiosamente, sin que ninguno de los presentes tuviese el valor de intervenir. Por desgracia pasaba por allí en aquel instante el padre de usted; indignado corrió hacia el cobrador, le cogió del brazo y le increpó duramente. Este, que estaba loco de ira, quiso pegarle como al muchacho; pero su padre de usted no le dió tiempo y lo empujó con tal fuerza que fué á parar al suelo, dando con la cabeza en una piedra puntiaguda. Don Rafael levantó entonces tranquilamente al niño y lo llevó al tribunal. El artillero moría algunos minutos después. La punta del guijarro le había penetrado fatalmente por la sien derecha. A consecuencia de este triste suceso, su padre fué preso, y todos sus ocultos enemigos surgieron de repente. Llovieron las calumnias sobre él y se le acusó de filibustero y hereje. Todos le abandonaron; sus papeles y libros fueron recogidos. Se le acusó por estar suscrito á El Correo de Ultramar y á periódicos de Madrid, por haber enviado á usted á la Suiza alemana, y qué se yo por cuántas cosas más. De todo deducían acusaciones, hasta del uso de la camisa al estilo del país siendo descendiente de peninsulares. A haber sido otro su padre de usted caso hubiera salido pronto libre, pues hubo un médico que atribuyó la muerte del desgraciado cobrador á una congestión; pero su fortuna, su confianza en la justicia y su odio á todo lo que no fuera leal ni justo, le perdieron. Yo mismo, á pesar de mi repugnancia á implorar la merced de nadie, me presenté al capitán general, antecesor del que tenemos e hice presente que no podía ser filibustero quien acoge á todo español, rico ó pobre, dándole techo y mesa, ¡Todas mis gestiones fueron inútiles!

El viejo militar se detuvo para tomar aliento. Por las morenas mejillas del joven Ibarra se deslizaban tristes lágrimas. En medio de su terrible pena sentía un consuelo inmenso al escuchar los elogios que hacía de su padre aquel amigo bueno y leal. Guevara continuó:

—Hice las diligencias del pleito por encargo de su padre. Acudí al célebre abogado filipino, el joven A, que rehusó encargarse de la causa.—«Yo la perdería—me dijo.—Mi defensa sería un motivo de nueva acusación para él y quizás para mí. Acuda usted al señor M., que es un orador vehemente, de fácil palabra, peninsular y que goza de muchisimo prestigio.» Así lo hice, y el célebre abogado se encargó de la causa, que defendió con brillantez. Pero los enemigos eran muchos y algunos desconocidos y ocultos. Los falsos testigos abundaban y sus calumnias tomaban cada vez más consistencia. Le acusaron de haberse apoderado ilegalmente de muchos terrenos, le pidieron indemnización de daños y perjuicios, y llegaron á asegurar que sostenía relaciones con los tulisanes[3] para que sus sembrados y animales fuesen respetados. Se embrolló el asunto de tal modo, que al cabo de un año nadie se entendía. Los sufrimientos, los disgustos, las incomodidades de la prisión ó el dolor de ver á tantos ingratos, alteraron su salud y enfermó gravemente. Y cuando todo iba á terminarse, cuando iba á salir absuelto de la acusación de enemigo de la patria y de la muerte del cobrador, murió en la cárcel, sin tener á su lado á nadie.

El teniente se calló y el joven le estrechó la mano en silencio.

—¡Gracias! ¡gracias! Es usted un hombre honrado, un corazón generoso!—exclamó Ibarra después.

El largo paseo por las calles les había fatigado. Tomaron un coche y se dirigieron á la fonda de Lala, donde Ibarra se había hospedado.


  1. Españoles.
  2. Antorchas.
  3. Ladrones.