Nota: Se respeta la ortografía original de la época

III

La cena

Instintivamente los dos religiosos se dirigieron á la cabecera de la mesa, y como era de esperar, sucedió lo que á los opositores á una cátedra: ponderan con palabras los méritos y la superioridad de los adversarios, pero luego dan á entender todo lo contrario, y gruñen y murmuran cuando no la obtienen.

—El sitio de honor es para usted, fray Dámaso.

—¡Para usted, fray Sibyla!

—Si usted lo manda obedeceré—dijo el padre Sibyla disponiéndose á sentarse.

—¡Yo no lo mando—protestó el franciscano, yo no lo mando!

Iba ya á sentarse fray Sibyla sin hacer caso de las protestas, cuando sus miradas se encontraron con las del teniente. El más alto oficial es, según la opinión religiosa en Filipinas, muy inferior al lego más ignorante. Cedant arma togæ, decía Cicerón en el Senado; cedant arma cotæ dicen los frailes en Filipinas. Pero fray Sibyla era persona fina y repuso:

—Señor teniente, aquí estamos en el mundo y no en la iglesia; el sitio le corresponde.

Pero á juzgar por el tono de su voz, aun en el mundo le correspondía á él. El teniente, bien por no molestarse ó por no sentarse al lado de su adversario el padre franciscano, rehusó brevemente.

Ninguno de los candidatos al sitio de preferencia se había acordado del dueño de la casa. Ibarra le vió contemplando la escena con la sonrisa en los labios y lleno de satisfacción.

—¡Cómo, don Santiago! ¿No se sienta usted entre nosotros?

Todos los asientos estaban ya ocupados. Nadie se movió, sin embargo. El generoso Creso sin duda alguna, tendría que ir á cenar á la cocina, mientras que sus invitados se atiborraban de ricos manjares en la espléndida mesa.

Sólo Ibarra hizo ademán de levantarse.

—¡Quieto! ¡no se levante usted!—dijo el Capitán Tiago poniendo la mano sobre el hombro del joven. Precisamente esta fiesta es para celebrar la llegada de usted. ¡Que tralgun la tinola! Mandé hacer tinola porque supuse que usted, después de tanto tiempo, tendría ya ganas de probarla.

Trajeron una gran fuente coronada de humo. El dominico, después de murmurar el Benedicite principió á repartir el contenido. Sea por descuido ó mala intención, al padre Dámaso le tocó un plato donde, entre mucho caldo y calabaza, nadaban un cuello desnudo y un ala dura de gallina, mientras los otros comían magníficos trozos y tiernas pechuolvidado de mi. ¡Ni aun se molestaron en decirme cómo murió mi padre!

—¡Ah!—exclamó el teniente.

—Y ¿dónde estaba usted que no pidió noticias, aunque fuese por telégrafo?—preguntó doña Victorina, que no abría la boca más que para deoir disparates.—Nosotros cuando nos casamos telegrafiamos á la Peninsula, comunicando la fausta nueva á la familia de mi marido.

—Señora, durante estos dos últimos años estuve en el Norte de Europa: en Alemania y en la Polonia rusa.

El doctor Espadaña, que hasta entonces no se había atrevido á hablar, creyó conveniente decir algo, y como en decir disparates ganaba á su mujer, soltó la siguiente vaciedad, ruborizándose hasta las niñas de los ojos:

—Co... conocí en España un polaco de Va.. Varsovia llamado Stadtuitzki, si mal no recuerdo; ¿le ha visto usted por ventura?

Es muy posible—contestó con amabilidad Ibarra;—pero en este momento no lo recuerdo.

—¡Pues no se le podía co... confundir con otro! —añadió el doctor cobrando ánimo:—era rubio como el oro y hablaba muy mal el español.

—Buenas señas son, pero durante mi estancia en aquellas tierras no he hablado una palabra de español más que en algunos consulados.

—¿Y cómo se arreglaba usted?—preguntó admirada doña Victorina.

—Me servía del idioma del pais, señora.

—¿Habla usted también el inglés?—preguntó el dominico, que había estado en Hong Kong y conocía el Pidgin English, esa adulteración del idioma de Shakespeare por los hijos del Celeste imperio.

—He estado un año en Inglaterra entre gentes que sólo hablaban el inglés.

—Y ¿cuál es el país que más le gusta á usted de Europa?—preguntó el joven rubio.

—Después de España, mi segunda patria, no tengo preferencia por ninguno. Sin embargo, escogería el más libre.

—Habrá usted visto muchas cosas notables!—dijo Laruja.

—¡Notables! Lo más notable es el lamentable atraso de los europeos y su orgullo inconmensurable. Sienten un soberano desprecio por los otros pueblos, y no obstante, excepto una insigniticante minoría, son tan ignorantes como ellos y aun más desgraciados. La Naturaleza y los hombres los oprimen al mismo tiempo. Ya quisieran gozar de la libertad y la abundancia de los países semisalvajes. Por eso los miran con rencor y tratan de exterminarlos

—Y ¿no has visto más que eso?—preguntó con risa burlona el franciscano, que desde el principio de la cena estaba enfurruñado, buscando la manera de vengarse de la burla que le había hecho el dominico con el plato de tinola.—¡Vaya unas lindezas! La culpa no la tenéis vosotros, sino quien os consiente que vayáis á Europa á pervertiros y á aprender disparates. No son vuestros cerebros los más á propósito para comprender la cultura europea. Empieza por cegaros y concluye por trastornar vuestros débiles cacumenes. Afortunadamente estamos nosotros aquí para volveros á la razón, ó en caso contrario sujetaros con una camisa de fuerza.

Ibarra quedóse sin saber qué decir: los demás, sorprendidos, guardaron también silencio y se miraron unos á otros, temiendo un escándalo.

—Como ya estamos concluyendo de cenar, no me extraño que su reverencia se encuentre un poco ebrio—iba á contestar el joven, pero se contuvo sólo dijo lo siguiente:

—Señores, no se extrañen de la familiaridad con que me trata mi antiguo cura: ¡así me trataba cuando niño! Para su reverencia en vano pasan los años; yo se lo agradezco, porque sus palabras autoritarias me recuerdan al vivo aquellos días felices de mi infancia, en que fray Dámaso frecuentaba la casa de mi padre y comía los mejores manjares de su mesa.

El dominico miró furtivamente al franciscano, que se había puesto tembloroso y tenía los ojos inyectados. Ibarra, impasible, le lanzó una mirada de desprecio, y continuó levantándose:

—Con el permiso de ustedes voy á retirarme. Mañana mismo debo partir para mi pueblo, y tengo que evacuar antes algunos asuntos. Antes, señores, he de levantar mi copa por que Dios ilumine á España y haga dichosas á las islas Filipinas.

Y apuró una copita, que hasta entonces no había tocado. El viejo teniente le imitó, asintiendo con la cabeza á gus palabras.

 —¡No se vaya usted!—decíale Capitán Tiago en voz baja.—De un momento á otro debe llegar María Clara: ha ido á buscarla Isabel. También ha de venir el nuevo cura de su pueblo, que es un santo.

—Volveré mañana. Hoy tengo que hacer.

Y partió. Entretanto el franciscano daba rienda suelta á su cólera, mal reprimida hasta entonces.

—¿Ha visto usted?—decía al joven rubio, blandiendo un cuchillo de postres.—¡Se marcha por orgullo! ¡No pueden tolerar que el cura los reprenda! ¡Ya se creen personas decentes é ilustradas! Todo esto es consecuencia de enviar los jóvenes á Europa. El gobierno debía prohibirlo.

Aquella noche escribía el joven rubio, entre otras cosas, el capítulo siguiente de sus Estudios coloniales: «De cómo un cuello y un ala de pollo en el plato de tinola de un fraile pueden turbar la alegría de un festín.» Y entre sus observaciones había estas: «En Filipinas la persona más inútil é insignificante en una cena ó fiesta es el que la da y se gasta los cuartos: al dueño de la casa pueden empezar por echarlo á la calle y todo seguirá tranquilamente.» «En el estado actual de cosas casi es hacer un bien á los filipinos el no dejarlos salir de su país ni enseñarlos á leer.»