Noche de dolor en las montañas

​Noche de dolor en las montañas​ de Numa Pompilio Llona


A don Juan Valera

 

 Rugió la tempestad; y yo, entretanto,
 del monte al pie, la faz sobre la palma
 vertiendo acerbo inextinguible llanto,
 quedé en su pena, adormecida mi alma;
 cuando cesó el sopor de mi quebranto,
 limpio estaba el azul, el viento en calma...
 ¡y con asombro y amargura y duelo,
 alcé mi rostro a contemplar el cielo!...
 

 Sirio radiante sin cesar lucía;
 Saturno, inmóvil, del cenit miraba
 la vida universal... La Láctea Vía,
 que con luz taciturna centellaba
 y al orbe en ancho círculo envolvía
 de brillantes escamas, semejaba
 la infinita, simbólica serpiente
 que se está devorando eternamente...
 

 ¡Cuánto silencio! ¡Oh Dios! ¡Cuánto reposo!
 ¡Y cuán honda y fatal indiferencia!
 ¡Cuán extraño ese todo prodigioso
 es del hombre a la mísera presencia!...
 ¡Al comprenderlo, un pasmo doloroso
 penetra y acongoja la conciencia,
 y en sus abismos íntimos clarea
 una tremenda e implacable idea!
 

 Gira el mundo en el vasto firmamento
 con pompa augusta y majestad suprema,
 y se agita, en acorde movimiento,
 de los astros sin fin el gran sistema...
 ¡Y el hombre pasa, alzando su lamento,
 y de su propio ser con el problema!
 ¡Sufre y muere!... ¡y no turba su caída
 el perpetuo banquete de la vida!
 

 Ser inmenso encerrado en su egoísmo
 parece el universo soberano,
 o un colosal y ciego mecanismo
 que gira sin cesar; ¡y el ser humano
 -el que, entre todos, siéntese a sí mismo-,
 la arista deleznable, el leve grano,
 que va a saciar, sin que eludirlo pueda,
 la actividad de la gigante rueda!
 

 ¡Un resorte es, tal vez, de aquella vasta
 maravillosa máquina divina,
 mas resorte que sufre! ¡Que se gasta,
 y que siente su próxima ruina!
 ¡Ser cuya triste pequeñez contrasta
 con su instinto que a lo alto se encamina!
 ¡Que vive un día en cautiverio infando,
 eterna vida y libertad soñando!
 

 ¡Vive! ¡en su mente el doloroso drama
 llevando de sus propios pensamientos;
 conjunto extraño, mísera amalgama
 de opuestos y encontrados elementos;
 mezcla de sombra y de celeste llama;
 antítesis de todos los momentos;
 híbrido ser; en medio a cuanto existe,
 de la fatalidad víctima triste!
 

 Como el príncipe aquel infortunado
 de los extraños cuentos orientales,
 que, en su inferior mitad petrificado,
 lloraba inmóvil sus eternos males;
 a la inerte materia encadenado
 el hombre, así, por vínculos fatales,
 de las regiones ínfimas del suelo
 ¡ansioso mira y suspirando el cielo!
 

 Más dichosos, del ángel puro y fuerte
 no oprime el barro la sustancia aeria;
 la inmóvil planta, el mineral inerte,
 son insensible estúpida materia;
 siente el bruto los males de su suerte,
 ¡pero no a su dolor y a su miseria
 da una perpetua y céntuple existencia
 el cristal refractor de la conciencia!
 

 Sólo él, que se llama el rey egregio
 de la vasta creación puesto en la cumbre,
 sólo él recibe el alto privilegio
 de la razón, con que su noche alumbre;
 él tiene el pensamiento, signo regio
 que en su frente refulge, interna lumbre,
 del Universo misterioso espejo,
 y de su propio ser sombra y reflejo.
 

 El sol, de eterna majestad vestido,
 que nace en calma allá en el océano,
 cuando, como de amor estremecido,
 palpita y se alza su cerúleo llano;
 cuando bullente mar de oro fundido
 su faz semeja; y su vapor liviano
 flota en los aires, y escalando el monte,
 desvanece el perfil del horizonte;
 

 cuando, en las altas cúspides quebrados,
 hieren los dardos de oro las montañas...
 y de los hondos valles y collados
 el humo se alza ya de las cabañas;
 y el distante mugir de los ganados
 se oye, y la voz de montes y campañas;
 ¡y de la tierra la anchurosa escena
 de luz, de vida y de rumor se llena!
 

 Los espumosos rápidos torrentes
 que, de los montes rudos y sombríos
 relumbrando en las ásperas vertientes,
 bajan al valle; los sonoros ríos
 que, en caprichosos giros refulgentes,
 por entre bosques, pueblos y plantíos,
 se pierden en confusa lontananza...
 ¡como un sueño de amor y de esperanza!
 

 La hora augusta, callada y ardorosa
 del meridiano universal sosiego,
 cuando la Tierra extática reposa
 bajo su blanca túnica de fuego...
 Las sombras de la tarde misteriosa;
 de la campana el clamoroso ruego,
 mientras el sol se oculta paso a paso
 en las pompas sublimes del ocaso;
 

 Del labrador alegre los cantares,
 que, más feliz que próceres y reyes,
 de la diurna faena a sus hogares
 al paso vuelve de sus tardos bueyes;
 las voces de las granjas y lagares;
 el tropel y balido de las greyes
 que en silencio al redil el pastor guía,
 a las vislumbres últimas del día;
 

 Venus que asoma rutilante y pura
 del dudoso crepúsculo entre el velo;
 la muchedumbre de astros que fulgura
 en el profundo cóncavo del cielo,
 mientras cubre aún la tierra sombra oscura.
 ¡Y el alma siente indefinible anhelo
 bajo esa inmensa y trémula techumbre
 de viva, ardiente y fulgorosa lumbre!
 

 ¡La aparición de la triunfante luna
 en el azul más claro del vacío,
 que con serenos rayos la laguna
 argenta y la montaña y selva y río...
 La misteriosa oscuridad que aduna
 tal vez la noche en su recinto umbrío,
 mientras del mar en la tiniebla oculto
 ¡resuenan los gemidos y el tumulto!...
 

 Las nebulosas noches en que vela
 el firmamento sombra vaporosa,
 cuando la luna trémula rïela
 en la mar alterada y tenebrosa,
 y su argentada rutilante estela
 sigue el vaivén del onda silenciosa...
 ¡Y en el alma se eleva, conmovida,
 como el recuerdo de otra augusta vida!
 

 ¡Las montañas inmobles y severas
 que se reflejan en el hondo lago,
 cuyo luciente espejo auras ligeras
 tan sólo agitan, en amante halago;
 sus ondas que en las plácidas riberas
 lentas expiran con murmullo vago;
 los nevados que elevan a lo lejos
 sus cúpulas de fúlgidos reflejos!...
 

 Los azulados pálidos albores
 de la aurora en los valles indecisa;
 el amante susurro de las flores
 que el soplo inclina de la fresca brisa;
 de la escondida frente los rumores;
 de los cielos la fúlgida sonrisa;
 la blanca nube que en su fondo rueda;
 la tórtola que gime en la arboleda...
 

 Del panorama espléndido del mundo
 cada aspecto magnífico y diverso,
 cada acento sonoro o gemebundo
 del himno augusto en la creación disperso,
 de un sentimiento incógnito y profundo
 llenan su corazón; y al universo
 estrecha su alma con gigante abrazo,
 ¡y unirse quiere en perdurable lazo!
 

 ¡Perpetuamente contemplar quisiera
 de la tierra y los cielos la hermosura;
 y, siguiendo en su rápida carrera
 a la gloria e inmortal natura,
 al revolver de la celeste esfera,
 en éxtasis de amor y de ventura,
 del éter por las vastas soledades
 atravesar con ella las edades!
 

 ¡De la ley de la muerte vencedora,
 gozar quisiera de inexhausta vida,
 sin noche, sin ocaso y sin aurora,
 sin término, ni valla, ni medida!
 ¡Y la infinita sed que la devora
 así saciando, al universo unida,
 su espíritu fundiéndose en su esencia,
 abismarse en la cósmica existencia!...
 

 ¡Que es la vasta creación, con los fulgores
 de sus eternos astros, con la orquesta
 de sus seres, y cantos y rumores...
 el coro inmenso, la perpetua fiesta
 entre la cual, la humanidad, de flores
 marcha ceñida, y a morir dispuesta!
 ¡Ifigenia inocente y resignada
 ante ignota deidad sacrificada!
 

 ¡Comprende que es inútil su esperanza!
 ¡Que -blanco de la cólera tremenda
 del destino implacable o la venganza,
 o ante su altar propiciatorio ofrenda-,
 por fuerza oculta arrebatado avanza
 gimiendo el hombre en la terrestre senda,
 a cuyo fin le espera silenciosa
 la universal y sempiterna fosa!...
 

 ¡Oh indecible dolor!... ¡Oh desventura
 eterna, inevitable e infinita!
 ¡Contradicción fatal! ¡Ley de amargura
 a nuestra raza mísera prescrita!...
 Si por doquier a la infeliz criatura
 su propia y triste condición limita,
 ¿por qué esta sed que nos devora interna
 de amor, de vida y venturanza eterna?
 

 ¿Por qué esta ansia de espíritu gigante
 puesta en un ser efímero y mezquino?
 ¿Por qué este anhelo inmenso e incesante
 de lo eterno, inmortal y lo divino,
 si el sueño irrevocable de un instante
 sólo es la vida que le dio el destino;
 niebla que en el azul del firmamento
 veloz agrupa y desvanece el viento?
 

 ¡No! Armada de la séptuple coraza
 de firme voluntad el alma fuerte,
 el golpe esperarás con que amenaza
 tu inerme seno la infalible muerte,
 ¡oh, tú, de Adán desventurada raza,
 hija desheredada de la suerte!
 ¡Y le opondrás la calma y la grandeza
 de tu heroica invencible fortaleza!
 

 De la enemiga tribu prisionero
 y próximo a sufrir muerte cruenta,
 atado al tronco el índico guerrero
 las breves horas de su vida cuenta;
 inmóvil, silencioso y altanero,
 no a sus contrarios apiadar intenta;
 su suerte acepta; y de la turba impía
 desdeñoso la saña desafía;
 

 en lo pasado engólfase su mente
 largo tiempo, al rumor que en la enramada
 forma el viento que le habla tristemente
 de su selva, su choza y de su amada...
 Levanta, alabo, la inclinada frente;
 centellante recorre su mirada
 de sus verdugos el salvaje coro...
 ¡y al fin entona un cántico sonoro!
 

 ¡Un cántico de muerte y de victoria!
 ¡Himno a la vez triunfal y plañidero!
 Que toda encierra la sangrienta historia
 de sus luchas de guerra en el sendero.
 ¡Apoteosis de su propia gloria!
 ¡Consolación de su suplicio fiero!
 En su labio crispado al fin expira...
 ¡y el cuerpo entrega a la inflamada pira!
 

 Así ¡oh tú, alma generosa y fuerte
 que el soplo alienta de viril potencia!
 aceptar debes de la adversa suerte
 la injusta cuanto bárbara sentencia;
 el aspecto cercano de la muerte
 mirarás con estoica indiferencia;
 ¡y, al morir, sin flaqueza y sin quebranto,
 entonarás tu funerario canto!
 

 Y en él dirás: de tus fugaces años,
 las luchas, los cuidados y dolores,
 incertidumbres, dudas, desengaños...
 de la instable fortuna los rigores;
 de la callada edad los lentos daños;
 de los seres más caros y mejores
 la inesperada eterna despedida,
 que extingue la mitad de nuestra vida.
 

 De invisibles contrarios el asedio
 en la terrestre encarnizada guerra;
 la ponzoña letal y sin remedio
 que allá en su fondo nuestra copa encierra;
 la creciente congoja y hondo tedio
 en nuestro triste viaje por la tierra...
 ¡y aquel amargo y desdeñoso acento,
 muriendo, arrojarás al firmamento!
 

 ¡Del propio crimen que nosotros, reo
 sufriendo atroz suplicio en la alta roca,
 no, de Jove, el antiguo Prometeo
 con viles ruegos la piedad invoca;
 encadenado el torso giganteo,
 cerró el silencio del desdén su boca;
 mas, sublime, lanzó, con frente enhiesta,
 a la eterna justicia su protesta!
 

 ¡Sí! que, al morir, elévese a lo menos
 el grito de la mísera criatura,
 y traspasando los etéreos senos,
 allá resuene en la celeste altura;
 que en los espacios mudos y serenos
 eterno vibre su eco de amargura...
 ¡y que después deshágase y sucumba,
 y en polvo caiga en ignorada tumba!


Al pie de los Apeninos, enero de 1872.