Nicolás Avellaneda (VAI)

Nota: Se respeta la ortografía original de la época
NICOLÁS AVELLANEDA.


NICOLAS AVELLANEDA
(1837 - 1886)




N

INGUNO de los presidentes constitucionales

de la Nación ha sido objeto, como Avellaneda, de más crueles é injustos agravios inferidos por sus adversarios. Ninguno tampoco se ha impuesto como él, merced á la potencia incontrastable del talento colocado al servicio del orden y de la grandeza nacional. El tiempo, que todo lo aquilata, ha sido, y continuará, siendo propicio á la fama que rodea su nombre de estadista.


I.

Nació el doctor don Nicolás Avellaneda en la pintoresca ciudad de Tucumán, sepulcro de la tiranía como la nombraron los próceres de la nacionalidad argentina, el día 2 de octubre de 1837.

Miembro de una familia distinguida, su padre Marco M. de Avellanada pereció trágicamente en la guerra civil siendo gobernador de Tucumán y jefe de la liga del Norte durante la tiranía de Rosas; y este antecedente con que don Nicolás vino á la vida pública, le impuso desde comienzo de ella una responsabilidad histórica que supo sobrellevar con dignidad, acrecentando con su propia obra de escritor y gobernante el prestigio de su ya ilustre apellido.

Principiados sus estudios en la Universidad de Córdoba los terminó con lucimiento en la de Buenos Aires, graduándose en ella de doctor en jurisprudencia. Sus primeros trabajos profesionales los hizo en el estudio del doctor Roque Pérez, abogado de fuste, y corazón tan generoso y abnegado que pereció víctima de la fiebre amarilla en 1871, sirviendo desinteresadamente al vecindario de la hoy capital de la Nación argentina.

Avellaneda hizo sus primeres ensayos de periodista en hojas de poca importancia; pero de ellas fué sacado para encargarle de la redacción de El Nacional, diario que entonces era una fuerza incontrastable como órgano de la opinión pública en Buenos Aires y aún en la República, pues debía su fundación al eminente jurisconsulto doctor don Dalmacio Vélez Sarsfield y había tenido por redactores hombres de influencia en la politica ó de renombre en la prensa sud-américana. Mitre y Juan Carlos Gómez figuraron entre ellos.


II.

Vinculado desde temprano al partido que en Buenos Aires tenía por jefe al doctor Adolfo Alsina, Avellaneda le representó en la Legislatura provincial.

Sirviendo esa misma política en las altas esferas de la gobernación del Estado, escribió su mejor obra, su Estudio sobre la Tierra pública, que le conquistó la reputación de jurisconsulto y economista distinguidísimo.

Avellaneda no sólo descolló en la prensa, en el parlamento y en el libro, sino también en la cátedra del maestro. Tocóle dictar la clase de Economía Política recientemente creada en la Universidad de Buenos Aires, tarea que desempeñó con ciencia, con brillo y novedad.

Este es Avellaneda en 1868. En ese año Sarmiento le entrega la cartera de Justicia é Instrucción pública, que desempeña por largos años, procurando llevará los más remotos vecindarios de la República los beneficios de la educación y las garantías tutelares de la Justicia.

Sarmiento no pudo haber elegido con más acierto un secretario de Estado: la voz del ilustre propagandista era escuchada con veneración por el joven ministro, quien, asesorándose de hombres envejecidos en las tareas del magisterio, completaba la personalidad múltiple del guiador de pueblos, del educacionista eficiente desde las altas esferas gubernativas.

Candidato á la Presidencia de la República, abandona el ministerio en 1873, á esperar en la llanura el éxito de la contienda electoral. Electo constitucionalmente para suceder á Sarmiento en la primera magistratura del país, estalla, en setiembre de 1874, una revolución que se extiende á toda la República.

El 12 de octubre de ese año, al entregar Sarmiento el bastón de mando, le entrega una situación llena de dificultades. Sarmiento había dominado varonilmente los primeros instantes del conflicto. Avellaneda pone fin á la lucha sangrienta, afianzando el prestigio del gobierno de la Nación.

Á la crisis política se agrega la crisis económica; y con la misma serenidad con que dominó la primera, domina la segunda.

Aconsejabásele que decretara la suspensión del servicio de la deuda externa. Fué entonces que pronunció Avellaneda aquellas célebres palabras, norma de su conducta en lo sucesivo: « Economizaremos sobre nuestra hambre y nuestra sed para salvar el crédito comprometido. »

La conciliación de 1878 demostró prácticamente que Avellaneda no era hombre de rencores, ni vencedor implacable. Si ella no tuvo mayores consecuencias, desarmó la revolución con que le amenazaban sus adversarios políticos, lo que constituye un verdadero triunfo para un político inteligente y civilizado.

Mientras tanto, el doctor Adolfo Alsina, su ministro de la guerra, daba principio á la conquista del desierto, grandiosa obra de utilidad nacional que consumó bajo un plan más vasto el general Julio A. Roca, quien sucedió á Alsina en la cartera de guerra y marina. La suma de riqueza que representa semejante conquisa es invalorable: por lo pronto, valió la adquisición de 18,000 leguas y la supresión casi completa de las excursiones devastadoras del salvaje, de que hoy ya no tenemos ni noticia siquiera.

La revolución vencida en 1874, renaciente y aplacada por la conciliación de 1878, estalla de nuevo ni 1880; y Avellaneda vuelve á contemplar el país al fin de su gobierno como lo viera al principio, sumido en esta vergüenza de la civilizacion hispano-americana que se llama la revolución, y que no es otra cosa sino la anarquía latente mantenida y fomentada por partidos personales y por el predominio de la gente de espada en la dirección general de la política nacional.

« Apenas vió amenazada la autoridad que los pueblos habían depositado en sus manos, ha dicho el doctor Delfín Gallo; apenas vió en peligro la unidad de la Nación y esterilizados los esfuerzos que había hecho para conservar la paz, el doctor Avellaneda, con dolor supremo en el alma, pero con decisión firme y con tranquila energía, asumió la actitud que su deber le marcaba y levantó los hombres y las armas de la Nación para contener el movimiento sedicioso encabezado por el gobernador de Buenos Aires.

« Vedlo en la Chacarita. Sus hombres de guerra le aconsejan su refugio á un buque de guerra, ó por lo menos la retirada á Zarate. Avellaneda resiste todas las insinuaciones y permanece al frente de los suyos dispuesto á acompañarles en la buena como en la mala fortuna.

« El triunfo ha coronado sus esfuerzos y la ciudad de Buenos Aires cede ante las fuerzas de la Nación.

« El hombre de Estado reaparece entonces en toda su plenitud; y comprendiendo que la sangre derramada no debe ser estéril, so pena de confundirnos con los pueblos más desgraciados de nuestra raza, aborda resueltamente la cuestión capital de la República, y venciendo las resistencias del localismo expirante, consigue coronar su gobierno, dando á la Nación su capital histórica y sellando con este acto, el más grande de todos después de nuestra emancipación política y de nuestra organización constitucional, la paz y el orden en el porvenir. »

El 12 de octubre de 1880 entrega á su sucesor, el general Julio A. Roca, el bastón y la banda simbólica de la primera magistratura de la Nación.


II.

Tal fué el político. El hombre intelectual no fué menos notable. Gobernó haciendo uso de la frase, que consideraba, y con razón, elemento precioso para regir los destinos de un pueblo, aplicándola con precisión y patriotismo.

Sus discursos y mensajes trasuntan admirablemente la amplitud de su espíritu y el alcance de sus actos políticos. Su estilo era, tal vez, demasiado rebuscado, pero había adquirido los últimos tiempos cierta tersura y flexibilidad expontánea de que antes careciera.

« Ni en sus principios, ni en su ascenso, ni en su pleno desenvolvimiento, la personalidad del doctor Avellaneda se asemeja á las de otros Argentinos que llegaron á una notoriedad esclarecida, ha dicho el doctor Pedro Goyena. Si volvemos la mirada á los tiempos pasados, ó la hacemos girar en torno nuestro, no descubriremos personaje como éste, que no deba su celebridad ni haya debido su influjo al brillo de las armas, á extensas vinculaciones en el sitio que fuera el teatro de su acción, á su temperamento vigoroso, á un gesto ceñudo ó á una franca familiaridad con las masas populares.

« Ha sido el representante más genuino del poder intelectual, que vence los obstáculos insuperables para los que sólo confían en las fuerzas, ó en el favor de las muchedumbres. »


III.

La Presidencia le dejó inoculado el germen de una enfermedad terrible: el mal de Bhright. Su salud fué declinando día á día hasta que le fué indicado la realización de un viaje á Europa.

Nada, ni nadie pudo detener la marcha de la mortal dolencia que por fin le causó la muerte el 25 de noviembre de 1886, á bordo del vapor Congo y en las proximidades de la embocadura del Río de la Plata.