Nazarín/Segunda parte/II
Segunda parte
II
A la madrugada se puso tan mala la pobre, que Nazario (pues no siempre hemos de llamarle Nazarín, familiarmente) no sabía qué hacerle ni qué medidas tomar para salir con ventura de aquel grave conflicto en que su cacareada y popular bondad en mal hora le puso. La tal Ándara (a quien llamaban así por contracción de Ana de Ara) cayó en extenuación alarmante, con frecuentes colapsos y delirio. Para colmo de desdicha, aunque el buen cura comprendió que todo el mal provenía de extenuación, motivada por la pérdida de tanta sangre, no podía ponerle inmediato remedio por no tener en su casa más vituallas que un poco de pan, un pedazo de queso de Villalón, y como una docena de nueces, sustancias impropias para un enfermo traumático. Pero pues no había otra cosa, forzoso fue apencar con el pan y las nueces hasta que viniera el día y pudiese Nazarín procurarse mejor alimento. Hubiérale dado él de muy buena gana un poco de vino, que era lo que ella principalmente apetecía; mas en casa tan pobre y modesta no entraba jamás aquel líquido. Ya que no podía atender al reparo de fuerzas, trató de acomodar el cuerpo de la miserable en cama menos dura que el santo suelo, donde yacía desde que entró; y viendo la imposibilidad, después de infructuosos ensayos, de que Ándara se moviera de aquel sitio, porque sus músculos habían venido a ser como trapos y sus huesos de plomo, no tuvo el buen Nazarín más remedio que sacar fuerzas de flaqueza y echarse a cuestas, con descomunal trabajo, aquel fardo execrable. Afortunadamente, el peso de Ándara era escaso, porque andaba mal de carnes (la mayor desgracia en su condición), y para cualquier hombre de medianos bríos el levantarla habría sido como cargar un pellejo de arroba a medio llenar.
Así y todo, sudó la gota gorda el pobre cura, y por poco se cae en mitad del camino. Pero al fin pudo soltar su farda, y al caer los molidos huesos y flojas humanidades en el colchón, dijo la moza:
—Dios se lo pague.
Ya cerca del día, y hallándose en un momento lúcido, después de haber desembochado mil desatinos, tocantes al Tripita, la Tiñosa y demás gentuza con que ordinariamente trataba, la tarasca dijo a su bienhechor:
—Señor Nazarín, si no tiene comida, supongo que no le faltará dinero.
—No tengo más que lo de la misa de hoy, que aún no lo he tocado ni me lo ha pedido nadie.
—Mejor... Pues en cuanto amanezca traerá media librita de carne para ponerme un puchero. Y tráigase también medio cuartillo de vino... Pero mire, venga acá. Usted no tiene malicia y hace las cosas a lo santo, con lo cual perjudica sin querer. Mire, oiga lo que le digo. Haga caso de mí, que tengo más... gramática. No compre el vino en la taberna del hermano de Jesusa, ni en la de José Cumplido, donde le conocen. "¡Anda, anda —dirían—, el bendito Nazarín comprando vino, él que no lo cata!" Y empezarían a chismorrear, y que torna, que vira, y alguien se metería en averiguaciones y, ¡contro!, me descubrirían... ¡Y qué cosas dirían de usted!... ¡Váyase a comprarlo a la taberna de la calle del Oso, o a la de los Abades, donde no le conocen, y, además, hay más conciencia que por aquí, vamos al decir, que no bautizan tanto.
—No necesitas decirme lo que tengo que hacer —repitió el clérigo—. Sobre que la opinión del mundo no significa nada para mí, no es bien que yo tome tus consejos, ni que tú te atrevas a dármelos. Ni tengas por seguro tampoco, desdichada Ándara, que esta pobre morada mía es escondite de criminales y que a mi sombra vas a encontrar la impunidad. Yo no te denunciaré; pero tampoco puedo, porque no debo, ¿entiendes?, burlar a tus perseguidores, si con justicia te persiguen, ni librarte de la expiación a que el Señor, antes que los Tribunales, sin duda, te sentencia. Yo no te entregaré a la Justicia: mientras aquí estés, te haré todo el bien que pueda. Si no te descubren, allá Dios y tú.
—Bueno, señor, bueno—replicó la tarasca entre hondos suspiros—. Eso no quita para que compre el vino donde le digo, porque es menos cristiano allá que acá. Y si no tuviere bastante guita, busque en el bolsillo de mi bata, donde debe de haber una peseta y tres o cuatro perras. Cójalo todo, que yo para nada lo necesito ahora, y de paso que va por el vino tráigase una cajetilla para usted.
—¡Para mí! —exclamó el sacerdote con espanto—. ¡Si sabes que no fumo!... Y aunque fumara... Guárdate tu dinero, que bien podrías necesitarlo pronto.
—Pues el vicio del tabaco, ese nada más, bien lo podría tener, ¡mal ajo! Vamos, que el no tener ningún vicio, ninguno, lo que se dice ninguno, vicio también es. Pero no se enfade...
—No me enfado. Lo que te digo es que las vanas palabras y la distracción del espíritu son un nuevo mal que añades a los que ya tienes sobre ti. Reconcentra tus pensamientos, infeliz mujer; pide el fervor de Dios y de la Virgen, sondea tu conciencia, reflexiona en lo mucho malo que has hecho, y en la posibilidad de la enmienda y del perdón, si con fe y amor procuras una y otro. Aquí me tienes para ayudarte si piensas en cosas más series que el escondite, la peseta, el vino y la cajetilla..., a no ser que ésta la quieras para ti, y en tal caso...
—No, no, señor...; yo no... —refunfuñó la moza—. Era que... Total, que si quiere coger la peseta, cójala, pues no es bien que todo el gasto sea de su cuenta.
—Yo no necesito de tu peseta. Si la necesitara te la pediría... ¡Ea!, a pensar en tu alma, en tu arrepentimiento. Repara que estás herida, que yo no puedo curarte bien, que el Señor puede mandarte, a la hora menos pensada, una gangrena, un tifus o cualquier otra pestilencia. ¡Ah!, nunca sería tanto como lo que mereces, ni tan grave como la podredumbre que devora tu alma. En eso es en lo que tienes que pensar, Ándara infeliz; que si en todo caso estamos a merced de la muerte, a ti ahora te anda rondando, y como venga de súbito, que puede venir, y te coja desprevenida, ya sabes adónde vas a parar.
Ni mientras Nazarín hablaba, ni mucho después, dijo Ándara esta boca es mía, demostrando con su silencio el vago temor que la exhortación produjo en su alma. Pasado un largo rato volvió a echar suspiros y más suspiros, manifestando con voz quejumbrosa que si era preciso morir, no tendría más remedio que conformarse. Pero bien podía suceder que viviese, tomando algún alimento, un poco de vino, y aplicándoselo también a las heridas. Y como llegase el caso, ella no dejaría de procurarse todo el arrepentimiento posible, a fin de que el trance final la cogiera en buena disposición y con mucho cristianismo en toda su alma. Fuera de esto, si el padrito no se enfadaba, le diría que ella no creía en el Infierno. Tripita, que era persona muy leída y compraba todas las noches La Correspondencia, le había dicho que eso del Infierno y el Purgatorio es papa, y también se lo había dicho Bálsamo.
—¿Y quién es Bálsamo, hija mía?
—Pues uno que fue sacristán, y estudió para curo, y sabe todo el canticio del coro y el responso inclusive. Después se quedó ciego, y se puso a cantar por las calles con una guitarra, y de una canción muy chusca que acababa siempre con el estribillo de el bálsamo del amor le vino y se le quedó para siempre el nombre de Bálsamo.
—Pues escoge entre la opinión del señor de Bálsamo y la mía.
—No, no, padrito... Usted sabe más... ¡Qué cosas tiene! ¡Cómo se va a comparar!... Si ese de que le hablo es un perdido, más malo que la sarna. Vive con una que la llamamos la Camella, alta y zancuda, mucho hueso. Le viene este nombre de que antes, cuando pintaba algo, le decían la dama de las Camelias.
—No quiero saber nada de camellas ni camelias, ¿entiendes? Aleja de tu mente la idea de todo ese personal inmundo y piensa en sanar tu alma, que no es floja tarea. Ahora procura conciliar el sueño; y yo aquí, en esta banqueta, apoyadito en la pared, espero el día, que ya no ha de tardar en enviarnos sus primeros resplandores.
Durmiéranse o no, ello es que ambos callaron, y silenciosos permanecían cuando penetraban por las rendijas de la ventana y de la clavada puerta los primeros flechazos de la luz matutina. Aún tardaron un ratito en iluminar toda aquella pobreza y en diseñar los contornos de los objetos, poniendo a cada uno su natural color. Ándara se durmió profundamente al amanecer, y cuando despertó, bien entrado el día, encontróse sola. Como notara ruido en la casa, entrar y salir de gente en el patio, el barullo de los huéspedes, la voz tormentosa de la Chanfaina en la cocina, tuvo miedo. Aunque bien pudieran ser aquellos rumores el movimiento común y ordinario de la casa, la infeliz no las tenía todas consigo, y en su zozobra hizo propósito firme de permanecer achantadita en el flaco jergón, cuidando de no hacer ruido, de no moverse, ni toser, ni respirar más que lo preciso para no ahogarse, a fin de que ningún descuido suyo delatara su presencia en la casa del sacerdote.
Más que el miedo para desvelarla, podía la extenuación para adormecerla, y segunda vez cayó en un letargo pesadísimo, del cual la sacó Nazarín, sacudiéndole la cabeza, para ofrecerle vino. ¡Ay, con qué ansia lo tomó y qué bien le supo! Después le aplicó a las heridas el mismo medicamento que empleara para uso interno, y tanta fe en esta terapéutica tenía la mujerona, sin duda por haber presenciado ejemplos mil de su eficacia, que sólo con aquella fe, a falta de otra, se mejoró la condenada. La conciencia de su desamparo ante el peligro le inspiraba mil precauciones ingeniosas, entre ellas el no hablar con don Nazario más que por señas, para que ninguna voz suya llegase a los oídos de la refistolera vecindad. Con visajes y garatusas se dijeron todo cuanto tenían que decirse; y por cierto que pasó Ándara grandes apuros para indicarle con tan imperfecto lenguaje algunas cosas pertinentes al puchero que el buen curita pensaba poner. No hubo más remedio que emplear la palabra, reduciéndola a un susurro apenas perceptible; al fin, se entendieron. Nazarín adquirió preciosas nociones de arte culinario, y la enferma tomó un caldo, que no sería ciertamente de mucha sustancia, mas para ella bueno estaba; y con unas sopas que comió después se fue reponiendo y entrando en caja. Cumplidos estos deberes de hospitalidad caritativa, Nazarín salió, dejando la casa cerrada y a la moza herida sin más compañía que la de sus alborotados pensamientos y la de algún ratón, que, a la husma de las migas de pan, andaba por debajo de la cama.