Nazarín/Segunda parte/I

Segunda parte

I

Una noche del mes de marzo, serena y fresquita, alumbrada por espléndida luna, hallábase el buen Nazarín en su modesta casa profundamente embebecido en meditaciones deliciosas, y tan pronto se paseaba con las manos a la espalda, tan pronto descansaba su cuerpo en la incómoda banqueta para contemplar, al través de los empañados vidrios, el cielo y la luna y las nubes blanquísimas, en cuyos vellones el astro de la noche jugaba al escondite. Eran ya las doce; pero él no lo sabía ni le importaba, como hombre capaz de ver con absoluta indiferencia la desaparición de todos los relojes que en el mundo existen. Cuando eran pocas las campanadas de los que en edificios próximos sonaban solía enterarse; si eran muchas, su cabeza no tenía calma ni atención para cuentas tan largas. Su reloj nocturno era el sueño, las pocas veces que lo sentía de veras, y aquella noche no le había avisado aún el cuerpo su querencia del camastro en que reposarse por breve tiempo solía.

De pronto, cuando más extático se hallaba mi hombre diluyendo sus pensamientos en la preciosa claridad de la luna, se oscureció la ventana, tapándola casi toda entera un bulto que de la parte del corredor a ella se aproximaba. Adiós claridad, adiós luna y adiós meditación dulcísima del padre Nazarín.

Al llegarse a la ventana oyó golpecitos que daban de afuera, como ordenando o pidiendo que abriese. "¿Quién será?..., ¡a estas horas!..." Otra vez el toque de nudillos, como redoblar de un tambor. "Pues por el bulto

—se dijo Nazarín—, parece una mujer. ¡Ea!, abramos y veremos quién es esa señora y a santo de qué viene a buscarme."

Abierta la ventana, oyó el clérigo una voz sofocada y fingida, como la de las máscaras, que con angustioso acento le dijo:

—Déjeme entrar, padrico, déjeme que me esconda..., que me vienen siguiendo, y en ninguna parte estaré tan segura como aquí.

— ¡Pero mujer!... Y a todas estas, ¿quién eres, quién es usted, qué le pasa...?

—Déjeme entrar le digo... De un brinco me meto dentro, y no se enfade. Usted, que es tan bueno, me esconderá..., hasta que... Entro, sí, señor; vaya si entro.

Y acompañando la acción a la palabra, con rápido salto de gata cazadora, se metió dentro de un brinco y cerró ella misma los cristales.

—Pero, señora..., ya comprende...

—Padre Nazarín, no se incomode... Usted es bueno, yo soy mala, y por lo mismo que soy tan remala, me dije digo...: "No hay más que el beato Nazarín que me dé amparo en este trance." ¿No me ha conocido todavía, o es que se hace el tonto?... ¡Mal ajo!... Pues soy Ándara... ¿No sabe quién es Ándara...?

—Ya, ya..., una de las cuatro... señoras que estuvieron aquí el día que me robaron, y por consuelo me pusieron como hoja de perejil.

—Yo fui mismamente la que le insulté más y la que le dije cosas más puercas, porque... La Siona es mi tía... Pero ahora le digo que la Siona es más ladrona que Candelas, y usted un santo... Me da la real gana de decirlo porque es la realísima verdad... ¡Mal ajo!

—¿Conque Ándara?... Pero yo quiero saber...

—Nada, padrito de mi alma, que aquí donde me ve, ¡por vida del Verbo!, he hecho una muerte.

— ¡Jesús!

—No sabe una lo que hace cuando le tocan a la diznidá... Un mal minuto cualisquiera lo tiene... Maté..., o si no maté, yo di bien fuerte... y estoy herida; sí, padre..., tenga compasión... La otra me tiró un bocado al brazo y me levantó la carne..., santísima: con el cuchillo de la cocina alcanzó a darme en este hombro, y me sale sangre.

Diciéndolo, se cayó al suelo como un saco, con muestras de desvanecimiento. El padrito la palpó, llamándola por su nombre. "Ándara, señora Ándara, vuelva en sí, y si no vuelve y se muere de esa tremenda herida, haga propósito mental de arrepentimiento, abomine de sus culpas para que el Señor se digne acogerla en su santo seno."

Todo esto ocurría en oscuridad casi completa, pues la luna se había ocultado, cual si quisiera favorecer la evasión y escondite de la malaventurada mujer. Nazarín trató de incorporarla, cosa no difícil, por ser Ándara de pocas carnes; pero se le volvió a caer de entre las manos.

—Si tuviéramos luz —decía el clérigo, muy apurado—, ya veríamos...

—¿Pero no tiene luz? —murmuró al fin la tarasca herida, volviendo de su desmayo.

—Vela tengo; pero ¿con qué la enciendo, Virgen Santísima, si no hay mixtos en casa?

—Yo tengo...; búsquelos en mi bolsillo, que no puedo mover el brazo derecho.

Nazarín tocaba de abajo arriba en el cuerpo de la infeliz, como quien toca una pandereta, hasta que al fin sonó algo como un cascabel en medio de las ropas, impregnadas de una pestilencia con falsos honores de perfume. Revolviendo con no poco trabajo encontró la caja mugrienta, y ya estaba el hombre raspando el fósforo para sacar lumbre cuando la mujerona se incorporó asustada, diciéndole:

—Cierre antes las maderas. Podría verme algún vecino que ande por ahí, ¡contro!, y entonces buena la hacíamos...

Cerradas las maderas y encendida luz, Nazarín pudo cerciorarse del lastimoso estado de la infeliz mujer. El brazo derecho lo tenía hecho una carnicería, de arañazos y mordiscos, y en la paletilla una herida de arma blanca, de donde brotaba sangre, que le teñía la camisa y el cuerpo del vestido. Lo primero que hizo el curita fue desembarazarla del mantón, y luego le abrió o desgarró, conforme pudo, el cuerpo de la bata de tartán. Para que estuviese más cómoda le trajo la única almohada que en su cama tenía, y procedió a la primera cura con los medios más primitivos, lavar la herida, restañarla con trapos, para lo cual hubo de hacer trizas una camisa que le regalaran aquel mismo día unos amigos de la vecindad.

Y la tarasca, en tanto, no paraba de hablar, refiriendo el trágico lance que a tal extremidad le había traído.

—Ha sido con la Tiñosa.

—¿Qué dices, mujer?

—Que la bronca fue con la Tiñosa, y la Tiñosa es la que he matado, si es que la maté, pues ya lo voy dudando. ¡Contro!, cuando yo la agarré por el moño y la tiré al suelo, ¡ay!, le di el navajazo con toda mi alma, para partirle la suya..., ¡mal ajo!; pero ahora... me alegraría de saber que no la había matado...

—Tal para cual. ¿Conque la Tiñosa?... ¿Y quién es esa señora?

—Una de las que conmigo estuvieron aquí aquella mañana, ¿sabe?; la más fea de las cuatro, con unos ojos de carnero a medio morir, el labio partido, la oreja rajada, de un tirón que le dieron para arrancarle el pendiente, y la garganta llena de costurones. ¡Mal ajo!, si el premio de horrorosa no hay quien se lo quite, y yo mismamente, al par de ella, soy como... Las diosas del Olímpido. Conque..., fue todo por un papel de alfileres de cabeza negra que le dio el Tripita..., y de ahí saltó la quistión... De donde vinimos a una muy fuerte despotrica sobre si el Tripita es caballero o no es caballero... Y porque yo dije que es un lambión y un carnerazo vino la gorda, y el decirme que yo era esto y lo otro, que lo que no hay para qué decírselo a una. Mire, padre, yo soy muy loba, tan loba como la primera, pero no quiero que me lo digan, y menos ella, loba vieja y tan zurrida que ni los gatos la quieren ya...

—Cállate, boca infame, cállate, si no quieres que te abandone a tu suerte desdichada —le dijo el clérigo con severidad—. Arrola de ti el rencor, miserable, y considera que has añadido a tus horribles pecados el de homicidio, para que tu alma no tenga un punto, un solo punto por donde pueda ser cogida para sustraerla a las llamas del infierno.

—Es que..., verá, padrito... Si lo que digo es que yo, cuando me tocan la diznidá..., ¡mal ajo!... Porque aunque una sea un guiñapo, cada cual tiene su aquel de vergüenza propia y quiere que la respeten...

—Cállate, repito..., y no hagas comentarios. Cuéntame el caso liso y mondo, para saber yo si debo ampararte o entregarte a la Justicia. ¿Y cómo escapaste del tumulto que en tu casa, en la calle o en donde fuera debió de formarse?... ¿Cómo conseguiste que no te prendieran inmediatamente? ¿Cómo pudiste llegar aquí sin ser vista y guarecerte en mi casa y por qué razón me has puesto en el compromiso de tener que esconderte?

—Todo se lo contaré como desea; pero antes me ha de dar agua, si la tiene, y si no la tiene váyase a buscarla, porque me está abrasando una sed, que ni el infierno...

—Agua tengo, por fortuna. Bebe y cuenta, si el hablar no te debilita y trastorna.

—No, señor; yo estoy hablando, si me dejan, hasta el día del Perjuicio final, y cuando me muera hablaré hasta un poquito después de dar la última boqueada. Pues verá usted..., la tiré con la navaja en semejante parte y en semejante otra, con perdón..., y si no me desapartan, la mecho... La mitad del pelo de ella me lo traje entre las uñas, y estos dos dedos se los metí por un ojo... Total, que me la quitaron y quisieron asujetarme; pero yo, braceando como una leona, me zafé, tiré el cuchillo y salí a la calle, y de una carrerita, antes que pudieran seguirme, fui a parar a la calle del Peñón. Luego volví pasito a paso..., oí ruido de voces..., me agazapé. La Roma y Verginia chillaban, y la tía Gerundia decía: "Ha sido Ándara, ha sido Ándara... " Y el sereno y otros hombres..., que dónde me habría metido, que por aquí, que por allá..., y que me buscarían para llevarme a la Galera y al patíbulo... Yo que oí esto, ¡contro!, me voy escurriendo, escurriendo, pegadita a la pared, buscando la sombra, hasta que me entré por esta calle de las Amazonas, sin que nadie me viera. Toda la gente allí, y por aquí ni una rata. Yo iba preguntando a qué santo me encomendaría, y buscaba un agujero donde meterme, aunque fueran los de la alcantarilla. ¡Pero no cabía, por mucho que me estirara; no cabía, Señor!... ¡Y doliéndome el brazo y soltando sangre de la herida! ¡Mal ajo! Me arrimé al quicio del portalón de esta casa, que hace mucha sombra..., empujé para adentro y vi que se abría... ¡Oh, qué gusto! ¡Suerte como ella!... Los gitanos suelen dejarlo abierto, ¿sabe?... Entréme despacito, como un soplo de viento, y me fui escabullendo, pensando que si me veían los gitanos era perdida... Pero no me vieron los condenados. Dormían como cestos, y el perro se había salido a la calle... ¡Bendita sea la perra que fue la causante de que saliera!... Pues, señor, me fui colando por el patio como una babosa, y para entre mí decía: "¿Pero dónde me meto yo ahora? ¿A quién le pido yo que me esconda?" A la Chanfa, ni pensarlo. A Jesusita y la Pelada, menos. Pues si me veían los Cumplidos, peor... En esto me pasó por el pensamiento que si no me salvaba el padre Nazarín, no me salvaba nadie. Y de cuatro brincos me subí al corredor. Yo me acordé entonces de que el día de Carnaval le había dicho cuatro frescas, por mor del enfado natural de una. De la conciencia, ¡mal ajo!, sentí que me corría la sangre, como de la herida. Pero dije: "Él es un santorro muy simplón y muy buenazo, y no se acordará de aquellas palabritas, ¡contro!", y me corrí hacia la ventana y llamé, y... ¡Ay, cómo me duele ahora..., ay, ay!... Padrito, ¿usted tiene por casualidad vinagre?

—No, hija; ya sabes que aquí no hay lujo, ni en mi despensa ningún alimento nutritivo ni estimulante.

¡Vinagre! ¿Crees tú que has entrado en Jauja?