Nazarín/Quinta parte/I
Quinta Parte
I
editarA la media hora de camino, el anciano mendigo, cansado de su taciturnidad, pegó la hebra con D. Nazario.
«Compañero, usted estará hecho a estos viajecitos, ¿eh?
-No señor: es la primera vez...
-Pues yo... me parece que con este llevo catorce. ¡Si las leguas que tengo en el cuerpo fueran monedas de cinco duros...! Y le diré a usted, en confianza: ¿a que no sabe quién tiene la culpa de lo que a mí me pasa? Pues Cánovas... no exagero.
-¡Hombre!
-Lo que usted oye. Porque si D. Antonio Cánovas no hubiera dejado el Poder el día que lo dejó, a estas horas me tenía usted a mí repuesto en la plaza que me quitaron el 42, por intrigas de los moderados, sí señor, mi placita de escribiente con seis mil. Mi ramo era Directas, negociado de Ocultaciones. Pues me fastidió D. Antonio con no quedarse un día más: ya estaba extendida la orden para que la firmase Su Majestad... ¡Pero hay tanta intriga...! Como que derribaron al Gobierno para evitar mi reposición.
-¡Qué maldad!
-Aquí donde usted me ve, tengo dos hijas, la una casada en Sevilla con uno que está más rico que quiere; la otra casó con mi yerno, naturalmente, mala persona, y el causante de que todo lo mío esté en pleito... Porque la herencia de mi hermano Juan, que murió en América, y que asciende a unos treinta y seis millones, no exagero, no puedo cobrarla hasta el año que viene, y gracias... Como que entre la curia, el consulado de allá, y mi yerno, lo enredaron por fastidiarme... ¡Ay, qué punto! En el primer cafetín que le puse me gastó seis mil duros, más bien más que menos. Y él fue quien lo convirtió en casa de juego, de donde vino el que yo estuviera seis meses en la cárcel, hasta que se vio mi inocencia, y... Mire usted si es desgracia: el mismo día que iba a salir de la cárcel, tuve una cuestión con un compañero que quiso estafarme treinta y dos mil reales y pico, y allí me tuvieron otros seis meses, no exagero.
Viendo que Nazarín no se interesaba en su historia, lo tomó por otro lado.
«Oí que es usted sacerdote... ¿Es verdad?
-Sí señor.
-Hombre... He visto en mis viajes personas muy diversas. Nunca he visto un señor eclesiástico en la conducta.
-Pues ahora lo ve usted. Ya tiene cosas nuevas y raras que añadir a su historia.
-¿Y por qué ha sido ello, padre? ¿Se puede saber? Algún descuidillo. Le veo en compañía de mujeres, y esto me da mala espina. Sepa que todo el que anda mucho entre faldas, es hombre perdido. Dígamelo usted a mí, que tuve relaciones con una dama principal, de la más alta aristocracia. ¡Ay, qué líos me armó! Entre ella y una marquesa amiga suya me robaron sobre setenta mil duros, no exagero. Y lo peor fue que me procesaron. ¡Mujeres! no me las nombre si no quiere que pierda los estribos. Por una prima de mi yerno, que es horchatera, y tiene amores con un teniente general, me veo yo ahora en este mal paso, porque me dieron esa niña para que la llevara a unos tíos que tiene en Navalcarnero, y los tíos no la quisieron tomar, si no les aseguraba yo que se les condonarían seis años de contribución, no exagero... Todo proviene de las mujeres, alias el bello sexo, por lo cual, compañero, yo le aconsejo que se quite de ellas, y pida perdón al obispo, y no se meta más en sectas protestantes y heréticas... ¿Qué dice usted?
-No he dicho nada, buen hombre. Hable usted todo lo que quiera, y déjeme a mí, que nada puedo decirle, porque de fijo no me entendería.
En tanto, Beatriz preguntaba a la niña su nombre y el de sus padres. Pero la infeliz estaba como idiota y no sabía contestar a nada. Ándara se adelantó, con permiso de los guardias, para distraer un poco a Nazarín con su conversación, y el mendigo anciano se arrimó a Beatriz. En el primer descanso, los criminales que iban atados echaban requiebros a las dos mozas con frase descarada y obscena. Almorzaron todos en el suelo, y Nazarín repartió entre sus compañeros lo que el alcalde le había puesto en el morral. Los guardias, a quienes sorprendía la constante dulzura y sumisión del desdichado sacerdote, le convidaron a echar un trago; mas no quiso aceptar, rogándoles que no lo tomasen a desprecio. Debe decirse que si, al principio, la opinión de los dos militares era poco favorable al misterioso preso que conducían, y le tuvieron por un redomado hipócrita, en el curso del viaje, esta creencia se trocaba en dudas acerca de la verdadera condición moral del personaje, pues la humildad de sus respuestas, la paciencia callada con que sufría toda molestia, su bondad, su dulzura les encantaban, y acabaron por pensar que si don Nazario no era santo lo parecía.
Dura fue la primera jornada, pues por no hacer noche en Villamanta, que infestada seguía, lleváronles de un tirón a Navalcarnero. Los dos criminales iban dados a los demonios, y llegó el caso de que, tumbados en mitad del camino, se negaron a seguir, viéndose obligados los civiles a emplear el acicate de sus amenazas. El anciano se arrastraba difícilmente, echando pestes de su desdentada boca. Nazarín y sus dos compañeras disimulaban su cansancio, y no proferían queja alguna, a pesar de que las dos mujeres alternaban en llevar en brazos a la niña. Llegaron por fin medio muertos, ya muy entrada la noche. La excelente estructura de la cárcel de Navalcarnero permitió a los guardias descansar en la vigilancia, y los presos, después de recibir su rancho, fueron encerrados, los hombres en una parte, las mujeres en otra, pues allí había buen acomodo para esta separación tan conveniente en la generalidad de los casos. Era la primera vez que el peregrino y sus dos compañeras, que ya la partida llamaba burlonamente las discípulas, y también las nazarinas, se separaban, y si penoso fue para ellas el no verle junto a sí, y oírle y platicar de las mutuas adversidades, no fue menor el desconsuelo de él, viéndose obligado a rezar solo. ¡Pero qué remedio había más que conformarse!
Detestable fue la noche para Nazarín, en la obscuridad de aquel encierro, entre desalmados malhechores: pues, a más de sus dos compañeros de viaje, había tres que dieron en cantorrear y decir desvergüenzas, como poseídos de un frenesí de grosería. Enteráronse los que allí estaban, por los otros dos (a quienes llamaremos, a falta de filiación, el parricida y el ladrón sacrílego), del carácter sacerdotal de D. Nazario, y no tardaron entre unos y otros en construirle a su modo una historia de impostor o aventurero religioso. En alta voz hacían comentarios soeces acerca de las ideas diabólicas que, a juicio de ellos, constituían su doctrina, y en cuanto a las mujeres que llevaba consigo, el uno sostenía que eran monjas escapadas de los conventos, el otro que eran tomadoras de las que en las iglesias alivian los bolsillos de las beatas. Los horrores que en su cara dijeron al buen D. Nazarín no son para repetidos. Este le llamaba el Papa de los gitanos, aquel le preguntó si era cierto que llevaba en una botellita polvos venenosos, para echarlos en las fuentes de los pueblos y producir la viruela. Entre bromas y veras, acusábale otro de robar niños para crucificarlos en los ritos del culto idolátrico que profesaban, y todos, en fin, le colmaban de indecentes y bestiales injurias. Pero el delirio de aquella estúpida y repugnante bufonada fue que le pidieron que hiciese delante de ellos el simulacro de una misa a estilo infernal, amenazándole con pegarle si al momento no decía el satánico oficio, con arrumacos y latines contrarios y semejantes a los de la misa de Dios verdadero; y mientras el uno se ponía de rodillas con burlescos fingimientos de oración, otro se daba en semejante parte golpes como los que los buenos cristianos se dan en el pecho en señal de contrición, y todos gritaban mea culpa, mea culpa, con feroces aullidos.
Ante tan bestiales irreverencias, que ya no afectaban a su persona, sino a la sagrada Fe, perdió su bendita serenidad el padre Nazarín, y ardiendo en santa cólera se puso en pie, y con arrogante dignidad increpó a la vil canalla en esta forma:
«¡Desdichados, perdidos, ciegos, insultadme a mí cuanto queráis; pero guardad acatamiento a la Majestad de Dios que os ha creado, que os da esa vida, no para que la empleéis en maldecirle y escarnecerle, sino para que realicéis con ella actos de piedad, actos de amor a vuestros semejantes! La putrefacción de vuestras almas encenagadas en cuantos vicios y maldades desdoran al linaje humano, sale a vuestras bocas en toda esa inmundicia que habláis, y corrompe hasta el ambiente que os rodea. Pero aún tenéis tiempo de enmendaros, que ni aun para los inicuos empedernidos como vosotros están cerrados los caminos del arrepentimiento, ni secas las fuentes del perdón. No os descuidéis, no, que el daño de vuestras almas es grande y profundo. Volved a la verdad, al bien, a la inocencia. Amad a Dios Vuestro Padre, y al hombre que es vuestro hermano; no matéis, no blasfeméis, no levantéis falso testimonio, ni seáis impuros de obra ni de palabra. Las injurias que no os atreveríais a decir al prójimo fuerte, no las digáis al prójimo desvalido. Sed humanos, compasivos; aborreced la iniquidad, y evitando la palabra mala, evitaréis la acción vil, y como os libréis de la acción vil, podréis libraros del crimen. Sabed que el que expiró en la cruz, soportó afrentas y dolores, dio su sangre y su vida por redimiros del mal... ¡Y vosotros, ciegos, le arrastrasteis al Pretorio y al Calvario; vosotros coronasteis de espinas su divina frente; vosotros le azotasteis; vosotros le escupisteis; vosotros le clavasteis en el madero afrentoso! Pues ahora, si no reconocéis que le matasteis y que continuamente matándole estáis, y azotándole y escupiéndole; si no os declaráis culpables, y lloráis amargamente vuestras inmensas culpas; si no os acogéis pronto, pronto, a la misericordia infinita, sabed que no hay remisión para vosotros; sabed, malditos, que os aguardan por toda una eternidad las llamas del Infierno».
Grandioso y terrible estuvo el bendito Nazarín en su corta oración, dicha con todo el fuego y la severa solemnidad de la elocuencia sagrada. En la cárcel no había más claridad que la de la luna que por altas rejas entraba, iluminándole la cabeza y el busto, los cuales, en medio de aquellos pálidos resplandores, adquirían mayor belleza. La primera impresión que el tremendo anatema y el tono y la figura mística del orador produjeron en los criminales, fue de un estupor terrorífico. Quedáronse mudos, atónitos. Pero la intensidad de la impresión no evitó que fuera de las más fugaces, y como el mal tenía tan profunda raíz en su dañadas almas, pronto se rehicieron y recobraron su perversidad. Oyéronse otra vez los soeces insultos, y uno de los bribones, el que hemos convenido en llamar el Parricida, que era el más bravucón o insolente de todos, se levantó del suelo, y como si orgulloso quisiera sobrepujar con su barbarie la barbarie de los otros bandidos, se llegó a Nazarín, que continuaba en pie, y le dijo: «Yo soy mesmamente el obispo de pateta, y te voy a confirmar. Toma».
Diciendo «toma» le dio tan fuerte bofetón, que el débil cuerpo de Nazarín rodó por el suelo. Oyose un gemido, articulaciones guturales del infeliz caído y ultrajado, que quizás fueron roncos anhelos de venganza. Era hombre, y el hombre en alguna ocasión había de resurgir en su ser, pues la caridad y la paciencia, aunque profundamente arraigadas en él, no habían absorbido todo el jugo vital de la pasión humana. Tan terrible como breve debió ser la lucha sostenida en su voluntad entre el hombre y el ángel. Oyose otra vez el gemido, un suspiro arrancado de lo más hondo de las entrañas. La canalla reía. ¿Qué esperaban de Nazarín? ¿Que airado se revolviera contra ellos, y les devolviese, si no golpes, porque no podía contra tantos, injurias y denuestos iguales a los suyos? Por un momento pudo creerse así, al ver que el penitente se incorporaba, alzándose primero sobre las rodillas, bajando la barba hasta el suelo, con el pecho en tierra, como un gato que acecha. Por fin levantó el busto, y volvió a salir el suspiro arrancado, como de un tirón, de las profundidades toráxicas .
La respuesta al ultraje fue, y no podía menos de serlo, entre divina y humana.
«Brutos, al oírme decir que os perdono, me tendréis por tan cobarde como vosotros... ¡y tengo que decíroslo! ¡amargo cáliz que debo apurar! Por primera vez en mi vida, me cuesta trabajo decir a mis enemigos que les perdono: pero os lo digo, os lo digo sin efusión del alma, porque es mi deber de cristiano decíroslo... Sabed que os perdono, menguados, sabed también que os desprecio, y me creo culpable por no saber separar en mi alma el desprecio del perdón.