Nazarín/Cuarta parte/VIII
Cuarta Parte
VIII
editarEn tanto, en la cárcel propiamente dicha, las dos mujeres, los dos guardias civiles, y algunas otras personas que se habían colado, entre ellas el gran Ujo, hablaban familiarmente. Beatriz, desde que entraron, llegose a uno de los guardias, alto, buen mozo, de agradable fisonomía militar, y tocándole el brazo le dijo:
«Oye tú, ¿eres el preferente Mondéjar?
-Para servirte, Beatriz.
-¿Me has conocido?
-¡Pues no!
-Yo dudaba, y decía para entre mí: Juraría que este es el preferente Cirilo Mondéjar, que estuvo en Móstoles.
-Yo te conocí; pero no quise decirte nada. Me dio pena verte entre esa gente. Y para que lo sepas, contigo no va nada, y tú estás en la cárcel porque quieres. La orden de prisión es para él y la otra. A ti te hemos traído por estar allá. En fin, el alcalde te dirá si te vas o te quedas.
-Diga el alcalde lo que quiera, yo sigo con mis compañeros.
-¿Por tránsitos?
-Por lo que sea, y si ellos entran en la cárcel, yo también. Y si van a la Audiencia, yo con ellos. Y si hay patíbulo, que nos ahorquen a los tres.
-Beatriz, tú estás loca. Te dejaremos en Móstoles con tu hermana.
-He dicho que voy a donde D. Nazario vaya, y que por nada del mundo le abandono en su desgracia. Si yo pudiera, ¿sabes tú lo que haría? Pues tomar para mí todas las penalidades que le esperan, las injurias que han de decirle, y los malos tratos y castigos que ha de recibir... ¡Pero qué distraída estoy, Cirilo! No te había preguntado por Demetria, tu mujer.
-Está buena.
-¡Mucho quiero yo a Demetria! Y dime, ¿cuántos niños tienes ya?
-Uno... y otro que pronto ha de venir...
-Dios te los conserve... Serás feliz, ¿verdad?
-No hay queja.
-Pues mira, no ofendas a Dios, que podría castigarte.
-¿A mí? ¿Por qué?
-Por perseguir a los buenos, y esto de los buenos no lo digo por mí.
-Lo dices por el preso. Nosotros, los guardias, nada tenemos que ver. Eso el juez.
-El juez, y el alcalde, y los guardias, todos sois unos. No tienen conciencia, ni saben lo que es virtud... Y no lo digo por ti, Cirilo, que eres buen cristiano. No perseguirás al escogido de Dios, ni consentirás que los infames le martiricen.
-Beatriz, ¿estás loca, o qué te pasa?
-Cirilo, el loco eres tú, si consientes que tu alma se pierda por ponerte del lado de los malos contra los buenos. Piensa en tu mujer, en tus hijitos, y hazte cuenta de que para que el Señor te los conserve, es preciso que tú defiendas la causa del Señor.
-¿Cómo?
Beatriz bajó la voz, pues aunque los demás presentes rodeaban a Ándara, charlando y riendo al otro extremo de la prisión, temía que la oyesen.
«Pues muy sencillo. Cuando nos lleves presos, te harás el tonto, y nos escaparemos.
-Sí, y a lo tonto os dejaré secos de un tiro. Beatriz, no digas disparates. ¿Sabes tú lo que es la Ordenanza? ¿Conoces el Reglamento de la Benemérita? ¡Y a buena parte vienes con esas bromas! Yo no falto a mi deber por nada de este mundo, y antes de deshonrar mi uniforme, consentiría en perderlo todo, la mujer y los hijos. Pone uno su honra en esto, y no es uno, Beatriz, es el Cuerpo... ¡Qué más quisiera uno que tener lástima! Pues no busques en toda la Fuerza un sólo número que la tenga, digo lástima, para cosas del servicio, porque no lo hallarás. El Cuerpo no sabe lo que es compasión, y cuando el alma, que es la Ley, le manda prender, prende, y si le manda fusilar, fusila.
Dijo esto con tan gallarda convicción y sinceridad el buen preferente, y tan claro revelaban sus ojos, su ademán, su acento, el culto fervoroso de la orden de caballería que profesaba, que la moza inclinó su cabeza suspirando, y le dijo: «Tienes razón, no sé lo que digo. Cirilo, no me hagas caso. Cada uno a su religión».
Los curiosos abandonaron el rincón donde estaba Ándara, y se corrieron al lado de Beatriz y el preferente. Junto a la otra no quedó más que Ujo, que en pie alzaba poco más que la cintura de su amiga sentada.
«A lo que diba -le dijo cuando se vio solo con ella-. Mal te portéis conmigo, caraifa... Yo pensé que eras más fina, caraifa... Pero manque de fino no ties un pelo, y me has escupitado mismamente en la cara, yo diz que te estimo... Manque me escupites otra vez, te lo diz.
-¿Que yo te escupí? -replicó Ándara jovial, repuesta ya del espasmo de furia-. Sería sin pensar, chiquitín del pueblo, mi coquito, mi nanito gracioso. Es que yo soy así: cuando quiero decir que estimo, escupo.
-¿Quiés más? Pues cuando le pegaites la cuchillada a Lucas, el del mesón... te volvites guapa. Yo miraite, y no te conocéi, caraifa. Porque tú seis fea, Ándara, y por fea y horrorosa te estimo yo, caraifa, y me peleo con la Verba divina por defendeite, recaraifa.
-¡Viva mi renacuajo, mi caracol cabezudito! ¿Has dicho que el tío ese a quien le tiré con el cuchillo es el mesonero?
-El tío Lucas.
-Me dijiste el otro día que vivías en el mesón.
-Pero mudeime ayer, porque una mula me arrimó una coz. Ahora vivo en cas del tío Juan el herrero.
-¡Oh, y qué bien estará mi caracolito en casa del herrero! Pues mira, caraifa: ¿tú dices que me estimas?
-Con alma.
-Pues para que yo te lo crea, vas a traerme de tu casa, de la casa del herrero... lo que yo te diga.
-¿Qué?
-Mucho jierro. Yo quiero jierro... Tú arréglatelas como puedas. Allí habrá de todo. Me traerás clavos... No, clavos no... Sí, sí; un par de clavos grandes, y también un cuchillo bueno; pero que corte, ¿sabes? Y una lima... pero que coma... Te lo traes todo bien guardadito, aquí debajo de tu sayal, y...
Callaron, porque entró Nazarín acompañado del alcalde, y este, echándoselas de hombre benévolo y humanitario, cualidades que no excluían la dominante de la buena sombra, les dijo: «Ahora, estas madamas van a cenar alguna cosita. Conste que la cena es de mi bolsillo, porque en el presupuesto no la hay. Y usted, reverendo Sr. Nazarín, ya que no come, dé un poco de descanso a sus huesos... Señores guardias, el preso nos da su palabra de no intentar escaparse. ¿Verdad, señor profeta? Y ustedes, señoras discípulas, mucho ojo. A bien que tenemos aquí una cárcel que no nos la merecemos, con unas rejas que ya las quisiera el Abanico de Madrid. Total, que como no haya una chispa de milagro, de aquí no salen. Con que... los que han venido a curiosear están de más. Despéjenme la cárcel. Ujo, largo de aquí».
Despejaron, y sólo permanecieron allí, además de los desgraciados penitentes, el alcalde y el juez municipal, tratando de la conducta de presos, que era forzoso aplazar un día, para esperar a otros vagabundos y criminales recogidos en la Villa del Prado y en Cadalso. Trajo después el alguacil la cena, que Ándara y Beatriz apenas probaron; el alcalde les dio las buenas noches, los guardias y el alguacil cerraron con ruidoso voltear de llaves y corrimiento de cerrojos, y los tres infelices presos pasaron la primera mitad de la noche rezando, y la otra mitad durmiendo sobre las baldosas. El día siguiente les trajo el consuelo de que muchas personas del pueblo se interesaron por su triste situación, ofreciéndoles comida y ropas que no fueron aceptadas. Ujo se ingeniaba para trepar la reja del patio como una araña, y departía con las dos mozas. Por la noche, llegaron los otros presos que debían ir también a Madrid, a saber: un mendigo viejo, acompañado de una niña, cuya procedencia era objeto de las investigaciones de la justicia, y dos hombres de muy mala facha, en quienes Nazarín reconoció al punto a los vagabundos que les robaron la tarde aquella que precedió a la noche de la captura. Ambos se habían escapado de la cárcel de Madrid, en cuya Audiencia les seguían causa, al uno por parricidio, al otro por robo sacrílego. A los cuatro les enchiqueraron en el mismo estrecho local, donde apenas podían revolverse, por lo cual todos deseaban que les sacaran al aire, y diera principio la conducta. Por penosa que esta fuera, nunca lo sería tanto como la aglomeración de cuerpos nada limpios en un obscuro, reducido y malsano aposento.
A la siguiente mañana, tempranito, despachada la documentación, se dispuso la marcha. Presentose el alcalde a despedir a Nazarín, diciéndole con su habitual sorna: «Lo cortés no quita lo valiente, señor profeta; no vea en mí más que el amigo, un ciudadano de buen humor, a quien le hace mucha gracia usted y su cuadrilla, y la sombra con que ha convertido la vagancia en una religión muy cómoda y desahogada... ja, ja... Esto no es ofensa, porque hay que reconocerle el talento, la trastienda... En fin, que el tío es muy largo, pero muy largo, y yo siento que no haya querido clarearse conmigo... Repito que no hay ofensa. ¡Si me ha sido usted muy simpático!... No quiero que se vaya sin que quedemos amigos. Aquí le traigo algunos víveres para que se los lleve en su morral.
-Gracias mil, señor alcalde.
-Y dígame: ¿no quiere algo de ropa, unos calzones míos, zapatos, alpargatas...?
-Infinitas gracias. No necesito ropa ni calzado.
-¡Vaya con el orgullo! Pues crea que es de corazón. Usted se lo pierde.
-Muy agradecido a sus bondades.
-Pues adiós. Sabe que aquí quedamos. Me alegraré que salga en bien, y que siga su campaña. No crea, ya sacará discípulos, sobre todo si el Gobierno sigue recargando las contribuciones... Adiós... Buen viaje... Niñas, divertirse.
Salieron, y como era tan de mañana, poca gente salió a despedirles. Al frente de los curiosos se veía la cabeza oscilante de Ujo, el cual fue dando convoy a la estimada de su corazón hasta donde la debilidad de sus cortas piernas se lo permitía. Cuando tuvo que quedarse atrás, se le vio arrimado a un árbol, con la mano en los ojos.
Los guardias echaron de delanteros a Nazarín y al anciano mendigo. Seguían: la niña de este dando la mano a Beatriz, luego Ándara, y detrás los dos criminales, atados codo con codo; a retaguardia los civiles, fusil al hombro. La triste caravana emprendió su camino por la polvorienta carretera. Iban silenciosos, pensando cada cual en sus cosas, que eran ¡ay, tan distintas...! Cada cual llevaba su mundo entre ceja y ceja, y los caminantes o campesinos que al paso les veían formaban de todas aquellas existencias una sola opinión:
«Vagancia, desvergüenza, pillería».