Nazarín/Primera parte/IV

Primera parte

IV


No nos hartábamos de preguntarle, y él a todo nos respondía sin mostrar fastidio de nuestra pesadez. Tampoco manifestaba la presunción natural en quien se ve objeto de un interrogatorio, o interview, como ahora se dice. Trájole Estefanía, después de las sardinas, una chuleta al parecer de vaca y de no muy buena traza; mas él no la quiso, a pesar de las instancias de la amazona, que volvió a descomponerse y a soltarle mil perrerías. Pero ni por éstas ni por lo que nosotros cortésmente le dijimos para estimularle más a comer se dio el hombre a partido, y rechazó también el vino que le ofrecía la tarasca. Con agua y un bollo de a cuarto puso fin a su almuerzo, declarando que daba gracias al Señor por el sustento de aquel día.

—¿Y mañana?—le dijimos.

—Pues mañana no me faltará tampoco, y si me falta esperaremos al otro día, que nunca hay dos días seguidos rematadamente malos. Empeñóse el reportero en convidarle a café; pero él, confesándonos que le gustaba, no quiso aceptar. Fue preciso que le instáramos los dos en los términos más afectuosos para que se decidiera; lo pedimos al cafetín próximo, nos lo trajo la tuerta que vendía licores en el portal, y tomándolo con la comodidad que la estrecha mesa y el mal servicio nos permitían hablamos de multitud de cosas y le oímos varios conceptos por donde colegimos que era hombre de luces.

—Dispénseme usted —le dije— si le hago una observación que en este momento se me ocurre. Bien se conoce que es usted persona de ilustración. Me sorprende mucho no ver libros en su casa. O no le gustan o ha tenido, sin duda, que deshacerse de ellos en algún grave aprieto de su vida.

—Los tuve, sí, señor, y los fui regalando hasta que no me quedaron más que los tres que ustedes ven ahí. Declaro con toda verdad que, fuera de los de rezo, ningún libro malo ni bueno me interesa, porque de ellos sacan el alma y la inteligencia poca sustancia. Lo tocante a la Fe lo tango bien remachado en mi espíritu, y ni comentarios ni paráfrasis de la doctrina me enseñan nada. Lo demás, ¿pare qué sirve? Cuando uno ha podido añadir al saber innato unas cuantas ideas, aprendidas en el conocimiento de los hombres, y en la observación de la sociedad y de la Naturaleza, no hay que pedir a los libros ni mejor enseñanza ni nuevas ideas que confundan y enmarañen las que uno tiene ya. Nada quiero con libros ni con periódicos. Todo lo que sé bien sabido lo tengo, y en mis convicciones hay una firmeza inquebrantable; como que son sentimientos que tienen su raíz en la conciencia, y en la razón la flor, y el fruto en la conducta. ¿Les parezco pedante? Pues no digo más. Sólo añado que los libros son para mí lo mismo que los adoquines de las calles o el polvo de los caminos. Y cuando paso por las librerías y veo tanto papel impreso, doblado y cosido, y por las calles tal lluvia de periódicos un día y otro, me da pena de los pobrecitos que se queman las cejas escribiendo cosas tan inútiles, y más pena todavía de la engañada Humanidad que diariamente se impone la obligación de leerlas. Y tanto se escribe y tanto se publica, que la Humanidad, ahogada por el monstruo de la Imprenta, se verá en el caso imprescindible de suprimir todo lo pasado. Una de las cosas que han de ser abolidas es la gloria profana, el lauro que dan los escritos literarios, porque llegará día en que sea tanto, tanto lo almacenado en las bibliotecas, que no habrá la posibilidad material de guardarlo y sostenerlo. Ya verá entonces el que lo viere el caso que hace la Humanidad de tanto poema, de tanta novela mentirosa, de tanta historia que nos refiere hechos cuyo interés se desgasta con el tiempo y acabará por perderse en absoluto. La memoria humana es ya pajar chico para tanto fárrago de Historia. Señores míos, se aproxima la edad en que el presente absorberá toda la vida, y en que los hombres no conservarán de lo pasado más que las verdades eternas adquiridas por la revelación. Todo lo demás será escoria, un detritus que ocupará demasiado espacio en las inteligencias y en los edificios. En esa edad —añadió, en tono que no vacilo en llamar profético—, el César, o quienquiera que ejerza la autoridad, dará un decreto que diga lo siguiente: "Todo el contenido de las bibliotecas públicas y particulares se declara baldío, inútil y sin otro valor que el de su composición material. Resultando del dictamen de los químicos que la sustancia papirácea adobada por el tiempo es el mejor de los abonos para las tierras, venimos en disponer que se apilen los libros antiguos y modernos en grandes ejidos a la entrada de las poblaciones, para que los vecinos de la clase agrícola vayan tomando de tan preciosa materia la parte que les corresponda, según las tierras que les toque labrar." No duden ustedes que así será, y que la materia papirácea formará un yacimiento colosal, así como los de guano en las islas Chinchas; se explotará mezclándola con otras sustancias que aviven la fermentación, y será transportada en ferrocarriles y buques de vapor desde nuestra Europa a los países nuevos, donde nunca hubo literatura, ni imprentas, ni cosa tal.

Grandemente nos reímos celebrando la ocurrencia. Mi amigo, a juzgar por las miradas recelosas que oyéndole me echaba, debió de formar opinión muy desfavorable del estado mental del clérigo. Yo le tenía más bien por un humorista de los que cultivan la originalidad. Nuestra charla llevaba trazas de ser interminable, y ya picábamos en este asunto, ya en el otro. Tan pronto el buen Nazarín me parecía un budista, tan pronto un imitador de Diógenes.

—Todo eso está muy bien —le dije—, pero podría usted, padre, vivir mejor de lo que vive. Ni esto es casa, ni estos son muebles, ni por lo visto tiene usted más ropa que la puesta. ¿Por qué no pretende usted, dentro de su estado religioso, una posición que le permita vivir con modesta holgura? Este amigo mío tiene mucho metimiento en ambos Cuerpos colegisladores y en todos los ministerios, y no le sería difícil, ayudándole yo con mis buenas relaciones, conseguir para usted una canonjía.

Sonrió el clérigo con cierta sorna y nos dijo que ninguna falta le hacían a él canonjías y que la vida boba de coro no cuadraba a su natural independiente. También le propusimos agenciarle alguna plaza de coadjutor en las parroquias de Madrid o un curato de pueblo, a lo que respondió que si le daban tal plaza la tomaría por obediencia y acatamiento incondicional a sus superiores.

—Pero tengan por seguro que no me la dan —añadía con seguridad exenta de amargura—. Y con plaza y sin plaza, siempre me verían ustedes tal como ahora me ven, porque es condición mía esencialísima la pobreza, y si me lo permiten les diré que el no poseer es mi suprema aspiración. Así como otros son felices en sueños, soñando que adquieren riquezas, mi felicidad consiste en soñar la pobreza, en recrearme pensando en ella y en imaginar, cuando me encuentro en mal estado, un estado peor. Ambición es ésta que nunca se sacia; pues cuanto más se tiene más se quiere tener, o, hablando propiamente, cuanto menos, menos. Presumo que no me entienden ustedes o que me miran con lástima piadosa. Si es lo primero, no me esforzaré en convencerles; si lo segundo, agradezco la compasión y celebro que mi absoluta carencia de bienes haya servido para inspirar ese cristiano sentimiento.

—¿Y qué piensa usted —le preguntamos con pedantería, resueltos a apurar la interview— de los problemas pendientes, del estado actual de la sociedad ?

—Yo no sé nada de eso —respondió, encogiéndose de hombros—. No sé más sino que a medida que avanza lo que ustedes entienden por cultura, y cunde el llamado progreso, y se aumenta la maquinaria, y se acumulan riquezas, es mayor el número de pobres y la pobreza es más negra, más triste, más displicente. Eso es lo que yo quisiera evitar: que los pobres, es decir, los míos, se hallen tan tocados de la maldita misantropía. Crean ustedes que entre todo lo que se ha perdido, ninguna pérdida es tan lamentable como la de la paciencia. Alguna existe aún desperdigada por ahí, y el día que se agote, adiós mundo. Que se descubra un nuevo filón de esa gran virtud, la primera y más hermosa que nos enseñó Jesucristo, y verán ustedes qué pronto se arregla todo.

—Por lo visto es usted un apóstol de la paciencia.

—Yo no soy apóstol, señor mío, ni tengo tales pretensiones.

—Enseña usted con el ejemplo.

—Hago lo que me inspire mi conciencia, y si de ello, de mis acciones, resulta algún ejemplo y alguien quiere tomarlo, mejor.

—Su credo de usted, en la relación social, es, según veo, la pasividad.

—Usted lo ha dicho.

—Porque usted se deja robar, y no protesta.

—Sí, señor; me dejo robar y no protesto.

—Porque usted no pretende mejorar de posición ni pide a sus superiores que le den medios de vivir dentro de su estado religioso.

—Así es; yo no pretendo, yo no pido.

—Usted come cuando tiene qué comer, y cuando no, no come.

—Justamente..., no como.

—¿Y si le arrojan de la caso?

—Me voy.

—¿Y si no encuentra quien le dé otra?

—Duermo en el campo. No es la primera vez.

—¿Y si no hay quien le alimente?

—El campo, el campo...

—Y, por lo que he visto, le injurian a usted mujerzuelas, y usted se calla y aguanta.

—Sí, señor; callo y aguanto. No sé lo que es enfadarme. El enemigo es desconocido para mí.

—¿Y si le ultrajasen de obra, si le abofetearan..?

—Sufriría con paciencia.

—¿Y si le acusaran de falsos delitos..?

—No me defendería. Absuelto en mi conciencia, nada me importarían las acusaciones.

—Pero ¿usted no sabe que hay leyes y Tribunales que le defenderían de los malvados?

—Dudo que haya tales cosas; dudo que amparen al débil contra el fuerte; pero aunque existiera todo eso que usted dice, mi tribunal es el de Dios, y para ganar mis litigios en ése no necesito papel sellado, ni abogados, ni pedir tarjetas de recomendación.

—En esa pasividad, llevada a tal extremo, veo un valor heroico.

—No sé... Para mí no es mérito.

—Porque usted desafía los ultrajes, el hambre, la miseria, las persecuciones, las calumnias y cuantos males nos rodean, ya provengan de la Naturaleza, ya de la sociedad.

—Yo no los desafío, los aguanto.

—¿Y no piensa usted en el día de mañana?

—Jamás.

—¿Ni se aflige al considerar que mañana no tendrá cama en que dormir ni un pedazo de pan que llevar a la boca?

—No, señor; no me aflijo por eso.

—¿Cuenta usted con almas caritativas como esta señora Chanfaina, que parece un demonio y no lo es?

—No, señor; no lo es.

—¿Y no cree usted que la dignidad de un sacerdote es incompatible con la humillación de recibir limosna?

—No, señor; la limosna no envilece al que la recibe ni en nada vulnera su dignidad.

—¿De modo que usted no siente herido su amor propio cuando le dan algún socorro?

—No, señor.

—Y es de presumir que algo de lo que usted reciba pasará a manos de otros más necesitados o que lo parezcan.

—Alguna vez.

—¿Y usted recibe socorros, para usted exclusivamente, cuando los necesita?

—¿Qué duda tiene?

—¿Y no se sonroja al recibirlos?

—Nunca. ¿Por qué había de sonrojarme?

—¿De modo que si nosotros, ahora..., pongo por caso..., condolidos de su triste situación, pusiéramos en manos de usted... parte de lo que llevamos en el bolsillo..?

—Lo tomaría.

Lo dijo con tal candor y naturalidad, que no podíamos sospechar que le movieran a pensar y expresarse de tal manera ni el cinismo ni la afectación de humildad, máscara de un desmedido orgullo. Ya era hora de que termináramos nuestro interrogatorio, que más bien iba tocando en fisgoneo importuno, y nos despedimos de don Nazario celebrando con frases sinceras la feliz casualidad a que debíamos su conocimiento. Él nos agradeció mucho la visita y nuestras afectuosas manifestaciones, y nos acompañó hasta la puerta. Mi amigo y yo habíamos dejado sobre la mesa algunas monedas de plata, que ni siquiera miramos, incapaces de calcular las necesidades de aquel ambicioso de la pobreza: a bulto nos desprendimos de aquella corta suma, que en total pasaría de dos duros sin llegar a tres.