Nazarín/Primera parte/III

Primera parte

III

Faltaba la más negra. Oyeron las cuatro tarascas amigas de Estefanía que se acusaba a la Siona, de quien una de ellas era sobrina carnal, y acudieron como leonas o panteras a la ventana, con la buena intención de defender a la culpada. Pero lo hicieron en forma tan brutal y canallesca, que hubimos de intervenir para poner un freno a sus inmundas bocas. No hubo insolencia que no vomitaran sobre el sacerdote árabe y manchego, ni vocablo malsonante que no le dispararan a quemarropa...

—¡Miren el estafermo, el muy puerco y estropajoso, mal comido, alcuza de las ánimas! ¡Acusar a Siona, la señora de más conciencia que hay en todita la cristiandad! ¡Sí, señor; de más conciencia que los curánganos, que no hacen más que engañar a la gente honrada con las mentiras que inventan!... ¿Quién es él, ni qué significan sus hábitos negros de ala de mosca, si no hace más que vivir de gorra y no sabe ganarlo ? ¿Por qué el muy simple no se agencia bautizos y funerales, como otros clerigones que andan por Madrid con muy buen pelo?... Misas a granel salen para todos, y para él nada: miseria, y chocolate de a tres reales, hígado y un poco de acelga, de lo que no quieren las cabras... ¡Y luego decir que le roban!... Como no le roben los huesos del esqueleto, y la coronilla, y la nuez, y los codos, no sé qué le van a robar... ¡Si ni ropa tiene, ni sábanas, ni más prenda que una ramita de romero, a la cabecera, para espantar a los demonios!... Estos serán los que le han robado, estos los que le han quitado los Evangelios y la crisma, y el Santo Óleo de la misa, y el ora pro nobis... ¡robarle! ¿Qué? Dos estampas de la Virgen Santísima, y el Señor crucificado con la peana llena de cucarachas... Ja, ja... ¡Vaya con el señor Domino vobisco, asaltado por los ladrones!... ¡Ni que fuera el Sacratísimo Nuncio pascual, o la Minerva del cordero quitólico, con todo el monumento de Dios en su casa, y el Santo Sepulcro de las once mil vírgenes! ¡Anda y que le den morcilla!... ¡Anda y que le mate el Tato!... ¡Anda y que... !

—¡Arza! —les dijo mi amigo, echándolas de allí con empujones más que con palabras, pues ya era repugnante ver a una persona de respetabilidad, por lo menos aparente, injuriada por tan vil gentuza.

Costó trabajo echarlas: por la escalera abajo iban soltando veneno y perfume, y en el patio tuvieron algo que despotricar con los gitanos y hasta con los burros. Despejado el terreno, ya no pensamos más que en trabar conocimiento con Nazarín, y pidiéndole permiso nos colamos en su morada, subiendo por la angosta escalera que a ella conducía desde el portal. Cuanto se diga de lo mísero y desamparado de aquella casa es poco. En la salita no vimos más que un sofá de paja muy viejo, dos baúles, una mesa donde estaba el breviario y dos libros más y una cómoda; junto a la sala otra pieza, que llamaremos alcoba porque en ella se veía la cama, la tarima, con jergón, una fláccida almohada y ni rastros de sábanas ni colchas. Tres láminas de asunto religioso, y un Crucifijo sobre una mesilla, completaban el ajuar con dos pares de botas de mucho uso puestas en fila, y algunos otros objetos insignificantes.

Recibiónos el padre Nazarín con una afabilidad fría, sin mostrar despego ni tampoco extremada finura, como si le fuera indiferente nuestra visita o si creyese que no nos debía más cumplimientos que los elementales de la buena educación. Ocupamos el sofá mi amigo y yo, y él se sentó en la banqueta frente a nosotros. Le mirábamos con viva curiosidad, y él a nosotros como si mil veces nos hubiera visto. Naturalmente, hablamos del robo, único tema a que podíamos echar mano, y como le dijéramos que lo urgente era dar parte sin dilación al delegado de Policía, nos contestó con la mayor tranquilidad del mundo:

—No, señores; yo no acostumbro denunciar...

—¡Pues qué!... ¿Le han robado a usted tantas veces que ya el ser robado ha venido a ser para usted una costumbre?

—Sí, señor; muchas, siempre...

—¿Y lo dice tan fresco?

—¿No ven ustedes que yo no guardo nada? No sé lo que son llaves. Además, lo poco que poseo, es decir, lo que poseía, no vale el corto esfuerzo que se emplea para dar vueltas a una llave.

—No obstante, señor cura, la propiedad es propiedad, y lo que relativamente, según los cálculos de don Hermógenes, para otro sería poco, para usted podrá ser mucho. Ya ve, hoy le han dejado hasta sin su modesto desayuno y sin camisa.

—Y hasta sin jabón para lavarme las manos... Paciencia y calma. Ya vendrán de alguna parte la camisa, el desayuno y el jabón. Además, señores míos, yo tengo mis ideas, las profeso con una convicción tan profunda como la fe en Cristo nuestro Padre. ¡La propiedad! Para mí no es más que un nombre vano, inventado por el egoísmo. Nada es de nadie. Todo es del primero que lo necesita.

—¡Bonita sociedad tendríamos si esas ideas prevalecieran! ¿Y cómo sabríamos quién era el primer necesitado? Habríamos de disputarnos, cuchillo en mano, ese derecho de primacía en la necesidad. Sonriendo bondadosamente y con un poquitín de desdén, el clérigo me replicó en estos o parecidos términos:

—Si mira usted las cosas desde el punto de vista en que ahora estamos, claro que parece absurdo; pero hay que colocarse en las alturas, señor mío, para ver bien desde ellas. Desde abajo, rodeados de tantos artificios, nada vemos. En fin, como no trato de convencer a nadie, no sigo, y ustedes me dispensarán que...

En este punto vimos que señá Chanfa oscurecía la habitación ocupando con su corpacho toda la ventana, por la cual largó un plato con media docena de sardinas y un gran pedazo de pan de picas, con más un tenedor de peltre. Tomólo en sus manos el clérigo, y después de ofrecernos se puso a comer con gana ¡Pobrecillo! No había entrado cosa alguna en su cuerpo en todo el santo día. Ya fuese por respeto a nosotros, ya porque la compasión había vencido a sus hábitos groseros, ello es que la Chanfaina no acompañó el obsequio con ningún lenguarajo. Dando tiempo al curita para que satisfaciera su necesidad, volvimos a interrogarle del modo más discreto. De pregunta en pregunta, y después que supimos su edad, entre los treinta y los cuarenta, su origen, que era humilde, de familia de pastores, sus estudios, etc., me arranqué a explorarle en terreno más delicado.

—Si tuviera yo la seguridad, padre Nazarín, de que no me tenía usted por impertinente, yo me permitiría hacerle dos o tres preguntillas.

—Todo lo que usted quiera.

—Usted me contesta o no me contesta, según le acomode. Y si me meto en lo que no me importa, me manda usted a paseo, y hemos concluido.

—Diga usted.

—¿Hablo con un sacerdote católico?...

—Sí, señor.

—¿Es usted ortodoxo, puramente ortodoxo? ¿No hay en sus ideas o en sus costumbres algo que le separe de la doctrina inmutable de la Iglesia?

—No, señor —me respondió con sencillez que revelaba su sinceridad y sin mostrarse sorprendido de la pregunta—. Jamás me he desviado de las enseñanzas de la Iglesia. Profeso la fe de Cristo en toda su pureza, y nada hay en mí por donde pueda tildárseme.

—¿Alguna vez ha sufrido usted correctivo de sus superiores, de los que están encargados de definir esa doctrina y de aplicar los sagrados cánones?

—Jamás. Ni sospeché nunca que pudiera merecer correctivo ni admonición...

—Otra pregunta. ¿Predica usted?

—No, señor. Rarísimas veces he subido al púlpito. Hablo en voz baja y familiarmente con los que quieren escucharme, y les digo lo que pienso.

—¿Y sus compañeros no han encontrado en usted algún vislumbre de herejía?

—No, señor. Poco hablo yo con ellos, porque rara vez me hablan ellos a mí, y los que lo hacen me conocen lo bastante para saber que no hay en mi mente visos de herejía.

—¿Y posee usted sus licencias?

—Sí, señor, y nunca, que yo sepa, se ha pensado en quitármelas.

—¿Dice usted misa?

—Siempre que me la encargan. No tango costumbre de ir en busca de misas a las parroquias donde no conozco a nadie. La digo en San Cayetano cuando la hay para mí, y a veces en el Oratorio del Olivar. Pero no es todos los días, ni mucho menos.

—¿Vive usted exclusivamente de eso?

—Sí, señor.

—Su vida de usted, y no se ofenda, paréceme muy precaria.

—Bastante; pero mi conformidad le quita toda amargura. En absoluto me falta la ambición de bienestar. El día que tango qué comer, como; y el día que no tengo qué comer, no como.

Dijo esto con tan sencilla ingenuidad, sin ningún dejo de afectación, que nos conmovimos mi amigo y yo..., ¡vaya si nos conmovimos! Pero aún faltaba mucho más que oír.