Nazarín/Cuarta parte/III
Cuarta Parte
III
editarAl anochecer, subía la moza por la enriscada pendiente con tal agitación en su alma, y en sus piernas tan grande flojedad, que hubo de quitarse el cántaro de la cabeza, y sentarse en el suelo, para cobrar aliento. ¿Qué le había pasado en la fuente del pueblo, situada entre la espesura de una chopera próxima al río? Pues ocurrió un hecho inesperado, de absoluta insignificancia en la vida total, mas para Beatriz de una gravedad extrema, uno de esos hechos que en la vida individual equivalen a un cataclismo, diluvio, terremoto o fuego del cielo. ¿Qué era?... Nada, ¡que había visto al Pinto!
El Pinto fue su amor y su tormento, el burlador de su honra, el estímulo de sus esperanzas, el que había despertado en su alma ensueños de ventura, y despechos ardientes. Y cuando ella había conseguido, si no olvidarle, ponerle en segundo término en su pensamiento, cuando con aquel ascetismo y las saludables guerras de la caridad había conseguido curar el mal profundo de su alma, se le presentaba el indino, para quitarle toda su cristiandad, y precipitarla otra vez en los abismos. ¡Maldito Pinto, y maldita la hora en que a ella se le ocurrió bajar a la fuente!
Esto lo pensaba en aquel descanso que se tomó a la mitad de la cuesta. Aún creía estarle viendo, en su aparición súbita a dos pasos de la fuente, cuando ya ella volvía con el cántaro lleno en la cabeza. Él la llamó por su nombre, y ella echó mano al cántaro, que tambaleándose, estuvo a punto de caerse. La impresión fue tal que se quedó como muerta en pie, y no podía moverse ni articular palabra.
«Ya sabía que andabas por aquí, mala cría -le había dicho él, las manos metidas en los bolsillos de la chaquetilla o blusa, el aire jaquetón, la voz dura, mezcla extraña de enojo y desprecio-. Ya te vi ayer, ya te vi bajar al pueblo con un prójimo harapiento que parece el moro de los dátiles, y una mujer más fea que Tito... ¿Qué vida haces, loca? ¿Con qué zarrupas andas? Bien te dije que te habías de ver perdida, pidiendo limosna, como una callejera vergonzante o sin vergüenza... y así ha salido. Ya sé, ya sé, grandísima puerca, que te escapaste de Móstoles, con ese que diz que es apóstol y que echa los mesmos demonios con la santiguación del misal, y viceversa los vuelve a meter.
-¡Pinto, Pinto, por Dios -había respondido ella recobrando al fin el uso de la palabra- déjame en paz! Yo concluí contigo y con el mundo. No me hables, sigo mi camino.
-Espérate un poco... siquiera por la educación, mujer. ¿Semos o no semos personas cabales? Oye: yo siempre te quiero. Descalza y hecha un ánima del Purgatorio, como estás, te quiero, Beatriz. La ley es la misma. ¿Sabes lo que te digo? Que no te perdono el alternar con ese fantasma... ¿Quieres volverte conmigo a Móstoles?
-No, de ninguna manera.
-Piénsalo, Beatriz; yo te mando que lo calcules, mujer. Mira que me darías que sentir. Yo, verbigracia, te quiero; pero ya sabes que gasto un genio muy bravo. Es mi ley. He venido a este pueblo con Gregorio Portela y los dos Ortiz a comprar ganado para el matadero de Madrid, y viceversa tenemos que volvernos allá mañana a la noche. En el mesón del tío Lucas, ¿sabes? te espero mañana en todo el día para estar contigo en particular, y que hablemos de nuestra comenencia... Que vayas, Beatriz.
-No iré; no me esperes.
-Que vayas te digo. Ya sabes que yo cuando digo lo que digo, lo digo... diciéndolo, quiere decirse, como el que sabe hacer lo que dice.
-No me esperes, Manuel.
-Que vayas... Por la cuenta que te tiene, Beatriz, no seas terca, y arrepara en tu honor, que está tirado como una alpargata vieja por los caminos. Vas y hablamos. ¿No vas? Pues a la noche subo con mis amigos al castillo, donde sé que paráis, y pasamos a cuchillo al apóstol y a la apóstola, y a toda la corte infernal de los abismos celestiales... Ea, con Dios. Sigue tu camino.
Esto fue lo que hablaron, y nada más. Muerta de miedo se dirigió la infeliz moza a su salvaje morada, y su temor se aumentaba creyendo sentir tras sí las pisadas de Pinto. No era, no; pero en la obscuridad de la noche creía verle amenazador, bien plantado, eso sí, fiero y despótico, dominándola por el terror como por el deleite la dominara antes. Un poco se serenó en el breve descanso que hizo a mitad de la cuesta; pero apartar no podía de su pensamiento el bárbaro mandato de aquel hombre, ni su imagen imborrable, el cuerpo muy derecho, la ropa ceñida, a estilo de torero, la cara muy hermosa, cetrina y bien afeitada, los ojos que despedían lumbre, junto a la boca un lunar de pelo muy rizado, que parecía un borlón.
Al llegar arriba, la primera idea de Beatriz fue contar al beato Nazarín lo ocurrido. Pero un secreto inexplicable impulso, cuyo origen desconocía, la hizo enmudecer. Comprendiendo que no referir el suceso era una falta, la cohonestó con el aplazamiento, y se dijo: «Cuando cenemos se lo contaré». Pero cenaron, y en el momento de romper a decirlo, sentía como si le echaran un candado a su lengua. Era una discreción, una cautela que de las profundidades de su instinto salía, y la infeliz mujer no hallaba en su sinceridad fuerza igual que oponerle.
Y ¡qué casualidad! aunque hablar quisiera con el padre Nazarín no podría. Ved aquí por qué. Uno de los ángulos de la torre principal del castillo permanecía en pie, desafiando siglo tras siglo el furor de las tempestades y la injuria del tiempo. Desde lejos parecía un hueso, la mandíbula de un inmenso animal.
Componíase de gruesos sillares descarnados, pero bien sujetos uno contra otro, y por un lado formaban lo que de lejos tenía apariencias de encía, al modo de peldaños, por donde no era difícil subir hasta las piedras más altas. En estas había un hueco bastante capaz para acomodarse una persona, y era la mejor atalaya para dominar cielo y tierra. Pues allá trepó Nazarín, y se acostó en las piedras últimas, echando la cabeza para atrás, los pies colgando sobre el abismo. Iluminada por la luna, que ya era llena, su escueta figura, la cabeza, manos y pies aparecían como de una cerámica recocha, recortándose sobre el cielo. Nunca se vio más patente el tipo arábigo que en aquella ocasión y postura. Se le tomaría por un santo profeta, que, buscando el aislamiento en los altos espacios, a donde no llegaran el ruido y las vanidades del mundo, no se creyera seguro hasta no usurpar sus nidos a las cigüeñas, su espigón a las veletas de las torres. Las dos mozas miraron, y le vieron en aquella eminencia, coronado de las estrellas, orando quizás, o dejando volar sus ideas por las inmensidades del cielo para recoger con ellas la verdad. Beatriz, en tanto, a la tierra miraba con los ojos del alma más que con los del cuerpo, y mientras su señor se recreaba en la contemplación del firmamento, y en tender sus ideas por él, ocupando no menos espacio que el de las muchedumbres siderales, ella sostenía en su espíritu una lucha horrenda. Diéranle a curar a todos los leprosos de la tierra, y a los enfermos más inmundos, y lo preferiría a la turbación de aquella interna batalla, y a las probables consecuencias de ella. Desde el pueblo la llamaba una tentación de poderosa virtud magnética, y algo sentía dentro de sí que la mandaba obedecer el reclamo del Pinto. Contarle todo a D. Nazario era lo prudente, lo recto, lo cristiano; pero si se lo contaba no podría ir, y si no se lo contaba y a la cita acudía, ¡adiós gracia, adiós méritos ganados por su alma en aquella vida de penitencia! Pues otra: si no iba, el Pinto cumpliría su terrible amenaza. De modo que el gusto de ir se le acibaraba con la reprobación de su conciencia, y el triunfo de esta, si no iba, sería causa de la muerte de todos.
¿Qué era lo mejor? ¿Ir o no ir? ¡Espantoso dilema! Ni la virtud le valía, pues si sofocaba la pícara tentación que como un rabillo de diablo trazaba ondas de venenoso fuego por todo su ser, si se conservaba buena y honrada, el otro subía, y no dejaba títere con cabeza. Y si bajaba, y se perdía para siempre, ¿con qué cara se volvía a presentar al buen Nazarín, y a pedirle que la perdonara? No, no, ¡qué vergüenza! No, no podría volver a verle. Y luego, la infeliz quedaría para siempre sometida al capricho y a las volubilidades de aquel demonio... No, no... Esta idea, este miedo de un porvenir tan vergonzoso como había sido el pasado, la decidió. ¡Gracias a Dios! Sin duda Cristo y la Virgen, a quienes invocó, la oyeron y le inspiraron la buena solución: contar todo a su maestro, y arrostrar las consecuencias de la venganza del Pinto.
Bajó el árabe de su atalaya, fue Beatriz derecha a él con ánimo de revelarle su conflicto, y otra vez sintió el candado en su boca. No dijo nada. Durante la cena, haciendo esfuerzos por vencer su repugnancia de la comida y aparentar serenidad, teníase por la más mala y depravada mujer del mundo. Y mientras rezaban, sentía dificultad para pronunciar las palabras más dulces de la oración dominical. Su mal constitutivo empezó a hacerle guiños en diferentes partes de su cuerpo, y a remover el sedimento dejado en él por los demonios fugitivos... Sintió recónditos instintos de destrozar algo, y luego pánico indecible.
Tuvo que actuar sobre sí con toda su voluntad, o la parte de ella disponible, para no saltar, para no salir de estampía, aullando como las fieras, o precipitarse por aquellos despeñaderos hasta caer deshecha en el fondo del valle. Felizmente, no llegó a estos extremos, y consiguió encadenar sus nervios, y contener el rebelado mal, invocando para que la auxiliasen, a la Virgen María y a todos los santos de su devoción. Al acostarse, se sintió más tranquila y con ganitas de llorar.
Como en aquel local anchuroso tenían habitaciones de sobra, o sea multitud de huecos muy abrigados y con independencia, las dos hembras se acostaron en una alcoba, y en otra, separada de la primera por gruesos muros, el benditísimo Nazarín, que no tardó en coger un sueño sosegado. La de Móstoles, en cambio, no podía dormir, y tantas vueltas dio en la cama, y tan angustiosos eran sus ayes, suspiros y exclamaciones de pena, como si a solas hablara, que Ándara hubo de desvelarse también, y la interrogó. Picotearon, y palabra tras palabra, la curiosidad hurgando la confianza, al fin Beatriz contó el caso a su compañera, sin omitir sus horribles dudas y tentaciones.
«Nada, cantas claro, y que D. Nazarín lo sepa todo -dijo Ándara-. ¡Pues mira que si el bruto de Pinto sube aquí y nos mata! Capaz es. ¿Y quién habrá de defendernos, si somos unos pobretes que no valemos nada en el mundo? Nuestro santo lo dirá... Con este, no hay cuidado. Verás cómo saca de su cabeza alguna cencia para que, sin hacer tú maldades, los tres salvemos la pelleja».
Charlando estuvieron hasta la madrugada, en que rendidas del cansancio, quedáronse dormidas. Cuando despertaron, ya hacía más de una hora que Nazarín se había encaramado en su atalaya para ver salir el sol. Ándara dijo a su compañera: «Llámale, y cuando baje se lo cuentas».
Entonces Beatriz, inundada de un gozo inefable, reconoció que había caído de su boca el candado que la impidiera revelar al maestro su desdicha; sintió libres las palabras, antes esclavas de un mal pensamiento, y no queriendo esperar a que Nazarín bajara, le llamó con grandes voces: «Señor, señor, baje, que tengo que hablarle.
-Allá voy -respondió el clérigo, saltando por los sillares-; pero no tengas prisa, mujer, que tiempo hay. Ya sé para qué me quieres.
-¿Cómo lo sabe si aún no lo he dicho?
-No importa. Ea, ya me tienes aquí. Con que ¿decías que...? Hija, gracias a Dios que hablas. A ti te pasó algo ayer.
-Pero, señor, ¿cómo lo sabe? -preguntó Beatriz asombrada.
-Yo me entiendo.
-¿Acaso lo adivinó? ¿Usted sabe lo que no ha visto, lo que no han dicho?
-A veces sí... Según quien sea la persona a quien le pasa lo que no veo.
-¿Pero de veras, adivina?...
-Esto no es adivinar... es... saber...