Nazarín/Cuarta parte/II
Cuarta parte
II
Mientras que Nazarín parecía connaturalizado con la fétida atmósfera de las lóbregas estancias, con la espantable catadura de los enfermos, y con la suciedad y miseria que les rodeaba, Ándara y Beatriz no podían hacerse, no, no podían, infelices mujeres, a una ocupación que instantáneamente las elevaba de la vulgaridad al heroísmo. Habían visto, del ideal religioso, tan sólo lo bonito y halagüeño; veían ya la parte impregnada de verdad dolorosa. Beatriz lo expresaba en su tosco lenguaje: «Eso de irse al Cielo, muy pronto se dice; ¿pero por dónde y por qué caminos se va?». Ándara llegó a adquirir una actividad estúpida. Se movía como una maquina, y desempeñaba todos aquellos horribles menesteres casi de un modo inconsciente. Sus manos y pies se movían de por sí. Si la hubieran en otro tiempo condenado a tal vida, poniéndola en el dilema de adoptarla o morir, habría preferido mil veces que le retorcieran el pescuezo. Procedía bajo la sugestión del beato Nazarín, como un muñeco dotado de fácil movimiento. Sus sentidos estaban atrofiados. Creía imposible volver a comer.
Beatriz obraba conscientemente, ahogando su natural repugnancia por medio de un trabajo mental de argumentación, sacado de las ideas y frases del maestro. Era por naturaleza más delicada que la otra, de epidermis más fina, de más selecta complexión física y moral, y de gustos relativamente refinados. Pero en cambio de esa desventaja, poseía energías espirituales con que vencer su flaqueza e imponerse aquel durísimo deber. Evocando su fe naciente, la avivaba, como se aviva y agranda un débil fuego a fuerza de soplar sobre él; sabía remontarse a una esfera psicológica vedada para la otra, y en sí misma, en su aprobación interior y en el gozo del bien obrar, encontraba consuelos, que la otra pedía a su amor propio, sin recibirlos en proporción de tan gran sacrificio. Por esta diferencia, al llegar la noche, la de Polvoranca se rindió displicente, aunque sin dar su brazo a torcer; la de Móstoles se rindió gozosa, como soldado herido que no se cura más que del honor.
El árabe manchego sí que no se rendía. Infatigable hasta lo sublime, después de haber estado todo el día revolviendo enfermos, limpiándoles, dándoles medicinas, viendo morir a unos en sus brazos, oyendo los conceptos delirantes de otros, al llegar la noche no apetecía más descanso que enterrar los doce muertos que esperaban sepultura. Así lo propuso al alcalde, diciéndole que con dos hombres que le ayudaran bastaría, y que si no había más que uno, y ya se arreglaría con él y con las dos mujeres. Autorizole el representante del pueblo para que se despachase a su gusto, admirado de tanta diligencia y religiosidad, y puso a su disposición el cementerio, como se ofrece a un invitado la sala de billar para que juegue, o el salón de música para que toque.
Ayudado de un viejo taciturno y al parecer idiota, que, según se supo después, era pastor de guarros; ayudado también de Beatriz, que quiso apurar el sacrificio, y adestrarse en tan horrenda como eficaz escuela, Nazarín empezó a sacar muertos de las casas, y los llevaba a cuestas, por no tener angarillas, y los iba dejando sobre la tierra, hasta que estuvieron todos reunidos. La penitente y el pastor cavaban, y el alcalde iba y venía, echando una mano a cualquier dificultad, y encargando que no se hiciera de mogollón, como en las obras municipales, sino todo a conciencia, los cuerpos al fondo, y la tierra bien puesta encima. Ándara se había ido a dormir tres horas, pasadas las cuales, se levantaría para que su compañera se acostase otro tanto tiempo. Esto disponía el jefe, para no agotar las fuerzas de su aguerrida meznada.
Y concluidos los entierros, el heroico Nazarín, sin tomar más alimento que un poco de pan y agua de lo que le brindó el alcalde, volvió a las pestilentes casas de los enfermos, a cuidarles, a decirles palabras de consuelo si podían oírlas, y a limpiarles y a darles de beber. Asistió Ándara desde media noche a tres niñas hermanas, que habían perdido a su madre de la misma enfermedad; D. Nazario, a una mujerona, que deliraba horriblemente, y a un mozalbete, del cual decían que era muy guapo, mas ya no se le conocía la hermosura debajo de la máscara horrible que ocultaba su rostro.
Amaneció sobre tanta tristeza, y el nuevo día llevó al ánimo de las dos mujeres un mayor dominio de la situación, y más confianza en sus propias fuerzas. Una y otra creían haber pasado largo tiempo en aquella meritoria campaña; y es que los días crecen en proporción de la cantidad y extensión de vida que en ellos se desarrolla. Ya no les causaban tanto horror las caras monstruosas, ya no temían el contagio, ni sentían tan viva en sus nervios y estómago la protesta contra la podredumbre. El médico hizo justicia al celo piadoso de los tres penitentes, diciendo al alcalde que aquel hombre de facha morisca, y sus dos compañeras, habían sido para el vecindario de Villamantilla como ángeles bajados del Cielo. Antes de medio día, sonaron las campanas de la iglesia en señal de regocijo público; y fue que se supo llegaría pronto el socorro enviado desde Madrid por la Dirección de Beneficencia y Sanidad. ¡A buenas horas! Pero en fin, siempre era de agradecer. Consistía la misericordia oficial en un médico, dos practicantes, un comisionado del ramo, y sin fin de drogas para desinfectar personas y cosas. Al propio tiempo que se enteró Nazarín de la feliz llegada de la Comisión sanitaria, supo también que en Villamanta reinaba con igual fuerza la epidemia, y que no se tenía noticia de que el Gobierno mandara allá ningún socorro. Adoptando al instante una resolución práctica, como gran estratégico que sabe dirigir sus fuerzas con la celeridad del rayo al terreno conveniente, tocó a llamada en su reducido ejército; acudieron el ala derecha y el ala izquierda, y el general les dio esta orden del día:
«Al momento en marcha.
-¿A dónde vamos?
-A Villamanta. Aquí no hacemos falta ya. El otro pueblo está desamparado.
-En marcha. Adelante.
Y antes de las dos, iban a campo traviesa por un sendero que les indicó el pastor de guarros. De los víveres de la Coreja, nada tenían ya, y Ándara no quiso llevar otros de Villamantilla. Las dos mujeres se lavaron en un arroyo, y D. Nazario hizo lo mismo a distancia de ellas. Frescos los cuerpos, contentas las almas, prosiguieron andando, sin más contratiempo que el haber tropezado con unos chicos de las familias fugitivas de Villamantilla, alojadas en miserables chozas en lo alto de un cerro. Los angelitos solían matar el aburrimiento de la emigración, apedreando a todo el que pasaba, y aquella tarde fueron víctimas de este inocente sport, o deporte, Nazarín y los suyos. Al general le dieron en la cabeza y al ala derecha en un brazo. El ala izquierda quiso tomar la ofensiva, disparando también contra ellos. Pero el maestro la contuvo diciendo: «No tires, no tires. No debemos herir ni matar, ni aun en defensa propia. Avivemos el paso, y pongámonos lejos de los disparos de estos inocentes diablillos».
Así se hizo, mas no pudieron llegar de día a Villamanta. Como no llevaban provisiones ni dinero para adquirirlas, Ándara, que iba delante, como a cien pasos, pedía limosna a cuantos encontraba. Pero tales eran la pobreza y la desolación del país que nada caía. Tuvieron hambre, verdadera necesidad de echar a sus cuerpos algún alimento. La de Polvoranca se condolía, la de Móstoles disimulaba su inanición, y el de Miguelturra las animaba, asegurándoles que antes de la noche encontrarían sustento en alguna parte. Por fin, en un campo donde trabajaban hombres y mujeres, dando una vuelta a la tierra con el arado, hallaron su remedio, consistente en algunos pedazos de pan, puñados de garbanzos, almortas y algarroba, y además dos piezas de a dos céntimos, con lo cual se creyeron poseedores de una gran riqueza. Acamparon al aire libre, porque Beatriz decía que necesitaban ventilarse bien antes de entrar en otro pueblo infestado. Reuniendo carrasca seca, hicieron candela, cocieron las legumbres, con la añadidura de cardillos, achicorias y verdolagas que Ándara supo escoger en el campo; cenaron con tanta frugalidad como alegría, rezaron, el maestro les dio una explicación de la vida y muerte de San Francisco de Asís y de la fundación de la Orden Seráfica, y a dormir se ha dicho. Al romper el día entraron en Villamanta.
¿Qué podrá decirse de aquel inmenso trabajo de seis días, en los cuales, Beatriz llegó a sentir en sí una segunda naturaleza, nutrida de la indiferencia de todo peligro, y de un valor sereno y sin jactancia, Ándara una actividad y diligencia que dieron al traste con sus hábitos de pereza? La primera luchaba con el mal, segura de su superioridad, y sin alabarse de ello, por rutina de la fe desinteresada, y un convencimiento que sostenían las altas temperaturas del alma en ebullición; la segunda por rutina de su amor propio satisfecho y de su pericia bien probada, gustando de alabarse y echar incienso a su egoísmo, como soldado que entra en combate movido de las ambiciones del ascenso. ¿Y de Nazarín qué puede decirse, sino que en aquellos seis días fue un héroe cristiano, y que su resistencia física igualó por arte milagroso a sus increíbles bríos espirituales? Salieron de Villamanta, por la misma razón que habían salido de Villamantilla, o sea la llegada del socorro del Gobierno. Satisfechos de su conducta, inundada la conciencia de una claridad hermosa, la certeza del bien obrar, hicieron verbal reseña de su doble campaña, permitiéndose la inocente vanagloria de recontar los enfermos que cada cual asistiera, los que habían salvado, los cadáveres a que dieron sepultura, con mil y mil episodios patéticos que serían maravilla del mundo si alguien los escribiera. Pero nadie los escribiría ciertamente, y sólo en los archivos del Cielo constaban aquellas memorables hazañas. Y en cuanto a la jactancia con que las enumeraron y repitieron, Dios perdonaría de fijo el inocente alarde de soberbia, pues es justo que todo héroe tenga su historia, aunque sea contada familiarmente por sí mismo.
Se encaminaron a un pueblo, que no sabemos si era Méntrida o Aldea del Fresno, pues las referencias nazarinistas son algo obscuras en la designación de esta localidad. Sólo consta que era un lugar ameno, y relativamente rico, rodeado de una fértil campiña. Próximo a él, vieron sobre una eminencia las ruinas de un castillo; las reconocieron, y hallaron en ellas lugar propicio para instalarse por unos días, y hacer vida de recogimiento y descanso, pues Nazarín fue el primero que encareció la necesidad de reposo. No, no quería Dios que trabajasen de continuo, pues urgía conservar las fuerzas corporales para nuevas y más terribles campañas. Dispuso, pues, el jefe que se acomodara la partida en las ruinas de la feudal morada, y que allí atenderían a la reparación conveniente de sus agotadas naturalezas. El sitio era en verdad hermosísimo, y desde él se descubría en gran extensión la feraz vega por donde serpea el río Perales, huertas bien cultivadas, y preciosos viñedos. Para llegar arriba, había que franquear empinadísima cuesta; pero una vez en lo alto, ¡qué deliciosa soledad, qué puro ambiente! Creíanse en mayor familiaridad con la Naturaleza, en libertad absoluta, y como águilas lo dominaban todo, sin que nadie les dominase. Elegido el lugar de las ruinas donde aposentarse debían, bajaron al pueblo a mendigar, y les fue muy bien el primer día: Beatriz recogió algunos cuartos, Nazarín lechugas, berzas y patatas, y Ándara se procuró dos pucheros y un cántaro para traer agua.
«Esto sí que me gusta -decía-. Señor, ¿por qué no nos quedamos siempre aquí?
-Nuestra misión no es de sosiego y comodidad -replicó el jefe-, sino de inquietud errabunda y de privaciones. Ahora descansamos; mas luego volveremos a quebrantar nuestros cuerpos.
-Y sabe Dios si nos dejarían estar aquí -indicó Beatriz-. El pobre no tiene casa fija en ninguna parte, y como el caracol, siempre la lleva consigo.
-Pues yo, si me dejaran, labraría un pedacito de esta ladera -dijo Ándara-, y plantaría algo de patata, cebolla y coles para el gasto de casa.
-Nosotros -declaró Nazarín-, no necesitamos propiedad de tierra, ni de cosa alguna que arraigue en ella, ni de animales domésticos, porque nada debe ser nuestro; y de esta absoluta negación resulta la afirmación de que todo puede venir a nuestras manos por la limosna.
Al tercer día, la de Polvoranca fue al río a lavar unas piezas de ropa, y cuando regresó al castillo, bajó Beatriz por agua, hecho vulgarísimo que no puede pasar sin mención en esta verídica historia, porque de él se derivan otros hechos de indudable importancia y gravedad.