XVII


Los montes de Santa Lucía, cerca de las cabeceras del río, formaban en aquellos tiempos una intrincada selva no sólo por la espesa vegetación arbórea que cubría totalmente sus bordes, sino también por la de los arroyos que iban a desaguar en su cuenca. Hacia su ensanche y libre curso los dos festones verdes adquirían mayor desenvolvimiento, invadiendo los mismos terrenos de costra arable con sinnúmero de «isletas» pintorescas y frondosas. En treinta leguas próximamente de corriente, -desde los manantiales que brotan junto a los verrugones de uno de los ramales de la Cuchilla Grande-, el río no presentaba bosques más espléndidos, ni más feraces que los que exhibía dominantes en mitad de su cauce. Allí estaban su lujo y sus encantos. Si bien poco elevados los árboles, como todos los que crecen en el país, -en relación a los troncos gigantescos de los trópicos-, eran tan numerosos en una y otra ribera que en realidad debían ser éstos considerados como florestas indígenas, cuyos ramajes ni siquiera había chapodado el hacha del leñador. Grandes praderas de ambos lados, sin asperezas sensibles a sus flancos, hacían resaltar en esa zona la bella perspectiva de boscajes y espesuras cuyas líneas iban a perderse uniformes en el litoral del Plata.

En ciertos lugares, junto a aquellos bosques casi vírgenes donde una que otra vez habían acampado ejércitos y aun las huestes charrúas, sin desflorarlos, el bañado o el estero formaban como manchas en los terrenos bajos. Los juncales y las pajas bravas bordaban sus perímetros, y brotaban viciosos en sus mismos centros, subdividiéndolos en cenagosos pantanos cubiertos por montes de verdura que engañaban al ojo inexperto; pero entre todas las plantas y arbustos acuáticos, las «cortaderas» primaban bajo el sol estival con sus largos, flexibles y elegantes penachos blancos de forma cónica, como otros tantos extremos de «colas de zorros» en posición vertical, sustentadas por varillas rectas. El aire ardiente al deslizarse perezoso doblegaba suave las cúspides en ondulaciones tan leves como plácidos rizos de laguna, sin descubrir un vacío; a tal punto la fecunda tierra daba vida e incremento aun a lo inservible. La manzanilla con sus florecillas color de oro, el «macachín», el trébol, la ortiga brava y el cardo de penacho azul matizaban parte del suelo en los contornos, en abigarrado conjunto de breñas y pastos fuertes. Sobre esos colores y aromas silvestres vagaban zumbones mil insectos, saltaba por todos lados la langosta y corría la lagartija, -el « tiyú» del «tape»-. Zona poco frecuentada a no ser por el peonaje a escape en las recogidas, o en la caza de venados y avestruces, era la más apropósito para dar entrada secreta al monte. La torada había abierto dos o tres boquetes en aquella parte los que conducían a pequeños «potreros» y al río mismo, tras una tortuosa travesía; y de estas obras del animal «matrero» se servían muchos de los que tenían cuentas pendientes con la justicia o eran víctimas de las persecuciones y los odios locales.

Ladislao conocía bien esos parajes, y a ellos guió a sus compañeros.

En un día de sol rajante, penetraron en el campo de Robledo, dirigiéndose sin detenerse al monte. Ganado disperso aquí y acullá en busca de frescura; algunas reses cobijadas bajo el ramaje de las «sombras de toro» con las «picanas» al sol y moviendo inquietos los borlones de las colas para espantar los tábanos y mosquitos que mortificaban su piel; varios ñandúes errantes por el bajo a paso lento y erguido el cuello; y uno que otro ciervo, muy en alto la cornamenta, quieto y prevenido en las próximas alturas, -era todo lo que daba animación y relieve al paisaje.

Los jinetes entráronse por la «picada» del centro.

Aunque rendidos por la jornada a medias, en día tan ardiente, desmontáronse sin desaliento repetidas veces para chapodar ramas, y abrir caminos con dagas y sables haciendo oficio de ingenieros y zapadores, al mismo tiempo que iban estudiando cada uno a su manera la naturaleza del terreno, la calidad del bosque y las medidas necesarias para obstruir después la vía con arreglo al procedimiento práctico observado por los maestros en el arte del escondrijo.

En su instalación conveniente emplearon varios días; consiguiendo al fin, con ayuda de otros huéspedes que ocupaban hacía tiempo otros compartimientos de aquel inmenso falansterio selvático, levantar sus viviendas en lugares escogidos, oscuros, casi impenetrables, y por lo mismo a salvo de toda sorpresa. Los hombres muy baqueanos del pago, únicamente, podían llegar hasta allí sin tropiezo, antes de ser ocupado el sitio; después les habría sido imposible. Se hubiesen encontrado con vías cambiadas, obstáculos imprevistos; tupidas barreras de todo género de plantas agrestes donde ellos dejaron fácil pasaje; troncos acumulados hasta una altura considerable, que ocultaban detrás el peligro; descuajes y desmontes extraordinarios que, al modificar el aspecto y topografía del paraje, borraban toda noción anterior, desconcertando por completo el ánimo del más osado campero.

En tales sitios se establecieron Berón y sus amigos, los que informados por sus nuevos compañeros acerca de las cualidades que distinguían, con sello nativo, al propietario del campo, determinaron evitarle todo daño; y contribuir por el contrario desde lejos a hacerle el bien posible. Este propósito se puso en práctica muy pronto, con motivo de las invasiones de reses «alzadas» a las praderas del monte. Las vacas y novillos cimarrones dirigíanse como de costumbre a los potreros escondidos, donde hacían vida común con las yeguas ariscas; allí hallaban hierbas blandas, sombra apacible, enormes canceles oscuros en la época del celo, y hasta retiros ignorados para rascarse recíprocamente en las paletas y cruceros sin que viniese a atormentarlos el silbido agudo y la arremetida a media rienda del pastor. Pero, en posesión ya de esos lugares, cuya feracidad sólo debían aprovechar sus caballos, los habitantes del monte no podían tolerar semejantes irrupciones sin grave peligro de sí mismos; y, como se quiera que, al arrojar del monte al ganado «orejano» en beneficio propio, -aun cuando de él echasen mano para su alimento-, se lo hacían también al señor Robledo, procedieron en las primeras semanas a la expulsión de una parte; dejando al cuidado del peonaje de la estancia la operación de «entablarlo» tratándose de caballos, o de pastorearlo y aquerenciarlo si se trataba de vacas y de toros.

En una de esas faenas fatigosas a la par que entretenidas, Esteban descubrió a través de lo más enmarañado del bosque una extensa vía o túnel a trechos contorneado, -obra también de la torada-, por el cual se podía avanzar a pie, inclinado el cuerpo o de bruces a veces hasta un boquete transversal que conducía a la ribera. Esta exploración, debida al acaso, dio buenos resultados. Los antiguos «matreros» conocían en parte esta vía; pero de ella no se habían preocupado, ni la habían recorrido desde que tomaron posesión del terreno de la costa, en el cual no fueron nunca perturbados. Cierto es que estaba interrumpida por nuevas vegetaciones, y que para dejarla en algo expedita, el liberto se había visto en el caso de desgajar árboles y destruir gran número de enredaderas. Tal vez a estos detalles, y a la circunstancia de haber sido abandonada por el ganado, -ojeador por instinto inteligente de la línea más corta-, aquéllos no la tuvieron nunca en cuenta.

Así que Ladislao y Cuaró examinaron el boquete, convinieron en que era útil para correrse a lo largo del monte sin necesidad de mostrarse en el campo. Podía suceder que de improviso fueran atacados por ahí, y entonces la salida era casi imposible; y podía ocurrir que se viesen obligados, sin ser acometidos por ese lado, a deslizarse rápidos como culebras por la «picada» en busca de mejor terreno. De acuerdo pues, procedieron a obstruirla parcialmente por medios ingeniosos; de modo que para ellos fuese siempre una salida de escape, y para los extraños, un verdadero laberinto que inutilizara su acción por completo. Al efecto, dieron bifurcación al sendero ligándolo con otros más estrechos -obras del «aguará» y del «tamandúa»; erizáronlo de distancia en distancia de postes comunes, medios postes livianos, estacones reforzados y aun estaquillas puntiagudas -temibles defensas en tales sitios contra el avance a caballo;- y despejaron sin temor el resto, sobre el «abra» misma o hueco del monte a que nos referíamos, y que se distinguía de la «picada» por su anchura y la desnudez del suelo.

Asegurados así contra riesgos posibles, construidas sus cabañas de follaje en un «potrero» espacioso, y con todo género de elementos al alcance, agua, leña, ganado, aves, peces -alternándose en sus fogones la carne de vaca y la de perdiz-martineta, con la del «mangrullo», el «surubí» y la «tararira»- dejaron transcurrir varias semanas en la inacción.

De vez en cuando solamente, Cuaró o algunos de los «tapes» fugitivos de Soriano que con ellos se reunieron desde los primeros días, hacían excursiones para proveerse en la «pulpería» del otro lado del paso, o recoger noticias sobre la marcha de los sucesos. De sus informes vagos, resultaba que ninguna fuerza patriota se había visto por las cercanías; y sí destacamentos portugueses o brasileros, que pasaban de largo, arreando por lo común la flor del ganado en su trayecto.

En uno de esos días, Berón acompañado de Ladislao y un «tape» recorrió el monte hasta la parte en que éste, haciendo una gran curva, enfrentaba con las «casas». Cuaró y Esteban se habían detenido algo más atrás, acechando cerca del linde una familia de «peludos», cuyos miembros grandes y pequeños entrábanse o se salían de su cueva bajo las «talas» en permanente inquietud.

Luis María entreteníase en cortar una rama de «ñapindá» con mucho cuidado, pues defendíase bien ésta con sus bravas «uñas de gato» -que tal forma revisten sus pinchos-, cuando llamó su atención y la de sus compañeros cierto rumor inusitado, en la orilla próxima del monte- figurándose al principio algo así como el aleteo de una paloma que arrulla fatigada.

Grande fue sin embargo su sorpresa al observar que era una mujer joven -la traviesa de Dorila la que, aturdida y casi ahogada por la risa, lo había distraído en la tarea, sentándose en un tronco del que ella hizo hamaca. La llegada inmediata de Natalia, después del pasaje de don Anacleto, aumentó la novedad del episodio.

A la vista de las jóvenes, todos se quedaron en suspenso mirando con gran curiosidad por los claros del follaje. La emoción experimentada por cada uno de ellos fue quizás la misma en el fondo; pero, las manifestaciones se distinguieron, según cada clase y temperamento.

Luis María se sorprendió agradablemente. A su alrededor dentro del monte, veíanse claveles y habas del aire, aromas y bayas de laurel; de aquellas que delante estaban no había otros ejemplares parecidos que las «azucenas del bosque». ¡Quizás porque hacía ya muchos meses que no veía tan cerca de sí reunidas, juventud y hermosura, bajo formas de mujer!

Quedóse mudo y atento...

No así sus compañeros.

-Doman con la vista -dijo Ladislao, asomando su rostro pálido por encima del hombro de Berón.

-« Enderezà-ponà» [9] añadió el «tape», sonriéndose.

[9] En guaraní: lindos ojos.

Al ruido de ramas y de voces, fue que Nata y Dora huyeron.

Se recordará que, escapando al aguijón de las abejas salvajes de la «lechiguana», habíanse reunido en aquel sitio y sentádose en el viejo tronco.

Seguíales en su fuga con la mirada todavía Berón, cuando aproximándosele Esteban, que acababa de llegar, informóle cómo, casualmente, había presenciado de cerca el episodio de la «lechiguana», o del «camoatí» -según él decía. Después de oírlo en todos sus minuciosos detalles: de cómo acumularon leña las niñas y diole fuego una de ellas, para escaparse enseguida al sentirse el «borbollón de las avispas»; de la llegada de don Anacleto al sitio y de su corrida también, acosado por las «lancetas de los bichos», -Luis María dijo al liberto:

-Si no tienes miedo al aguijón, saca esta noche la «lechiguana» y la pones en aquella huerta. Pero, no has de dejar dentro del panal ni una sola abeja.

Diose maña el negro. Acompañado de Cuaró, hizo uso del poncho de paño: -sistema de atrapar panales que consistía en cubrir bien por uno de los lados el globo, dejando libre la puerta de salida, de manera que los insectos desalojaran el nido y fuesen ocupando el espacio descubierto en espesa nube. Tapado a su vez el liberto, debían sus manos jugar debajo del poncho como sobre un tambor, sacudiendo el esferoide de hojaldres hasta producir la fuga de los porta-aguijones; cosa que él practicó entre grandes risas, haciendo con los dedos lo que sus congéneres africanos en la marímbula, -un verdadero candombe. Resguardada la cabeza tanto como lo estaba el cuerpo todo, tendido el poncho a lo largo, los insectos al salir embotaban sus lancetas en el paño, y alejándose algunas varas, manteníanse en el espacio en espantoso hervidero o torbellino negro. Realizada la operación en esta forma, -lo que no era fácil para el que careciese de la habilidad necesaria-, arrancábase a su asidero el nido, adherido comúnmente a un débil gajo o insignificante ramita, y se le hacía rodar por las hierbas hasta despoblarlo en absoluto.

Tal fue la diligencia de Esteban.

Concluida, cogió el «rebozo» de Dora que había quedado allí cerca, y que don Anacleto no pudo levantar; envolvió primero el nido en unas hojas anchas de «camalote» que Cuaró le trajo, y luego en la manta, con el mayor cuidado; y a hora de madrugada, aproximóse con el teniente a la huerta de Robledo.

Mientras Cuaró se entendía con los mastines, llamándolos con su acento suave y frotándose los dedos, al punto de amansarlos y transformar sus ladridos de amenaza en simples gruñidos sordos, el liberto colocó el bulto en el cerco -en el lugar donde Dorila lo halló poco después.

Pasados algunos días, ya en sus alojamientos, un «tape» que volvía de la orilla opuesta, comunicó a los huéspedes del monte que una partida de caballería se acercaba al «tranco» hacia la citada ribera, y que parecía gente de Frutos.

Venía el jinete con el caballo bañado en sudor, y por su aspecto algo demudado, inferíase a primer golpe de vista que algunas balas habían silbado en sus oídos.

Convínose entonces cambiar por el instante de sitio, como los «terus», a fin de que la fuerza pudiese el rumbo, y en caso de refriega, se efectuase ésta algo lejos del campamento. Listas las armas de fuego, marcharon todos a pie hasta el grupo de sauces que señalaba el linde o línea divisoria entre el río y una frondosa «isleta» -precisamente aquella que Nata y Dora escogían siempre, para sus paseos por la tarde, pocas cuadras distante de las «casas».

El lugar era excelente, una abra o claro espacioso entre dos espesuras que permitía descubrir los menores movimientos en la orilla vecina, tanto más cuanto en el centro casi del cauce un islote cuajado de malezas y arbustos favorecía el espionaje. Entre ese islote y la escarpa del río, las aguas formaban un gran remanso sobre el que los sauces tendían sus largos gajos provistos de verdes e innumerables guedejas. Por ese claro cruzaron Luis María y Cuaró, quedándose los otros en la espesura opuesta.

Ya emboscados, las voces y risas de Dorila y Natalia, que llegaban a los sauces y se sentaban tranquilas en los troncos, junto al remanso, no dejó de contrariarlos. Pudo Barón observarlas bien sin ser visto, oculto como lo estaba entre «mataojos» y «blanquillos» pareciéndole que las dos hijas de don Luciano Robledo, en todo su brillo juvenil, eran frutas demasiado tentadoras para no merecer algunos minutos de contemplación. Felizmente -pensaba él- su padre es querido, y estos «matreros» no pertenecen al número de los peores...

Pronto el destacamento de caballería, cuya proximidad denunciara el «tape», se puso a la vista, avanzando al paso y en grupo, y deteniéndose en los juncales que bordaban la costa del frente. Todos esos hombres venían con la vista atenta, examinando los claros del «abra», los senderos del ganado, los árboles altos, las hierbas en busca de huellas, el suelo blando, el islote; y, al fin, acabaron por fijarse en las jóvenes. Luis María y sus compañeros permanecieron en silencio, tal vez evitando un conflicto que no habían previsto. Así que ellas se alejaron veloces, hasta entrar al campo libre, muy próximo en esa parte, resolviéronse a espantar «los pájaros de paso» -según la frase de Ladislao; e hiciéronles dos o tres disparos de tercerola, que dieron con uno de los jinetes en tierra. Se apresuraron a levantarlo los demás con gran vocerío, contestando algunos con otros tantas descargas a los invisibles enemigos; y, persuadidos sin duda, de que era más fácil «bolear» un ñandú o un «guazubirá» que dar caza a un «matrero», emprendieron en tumulto la retirada atropellándose en el «abra» con no poco azoramiento.

Era este suceso el que había provocado la confusión en las «casas», a la llegada de las dos hermanas, y las medidas precaucionales del bueno de Robledo.

Conoce ya los demás el lector: el incidente de Luis María pocos días después al lanzar el ganado «orejano» al campo en aquellos mismos sitios; la presentación de Esteban una noche en las «casas» en hora en que don Anacleto narraba sus cuentos campesinos, y la traslación del herido a la tapera del bajo -transformada en local habitable por la industria del liberto.

Instruido pues, a este respecto, sobre el origen de Berón y las causas que motivaban su presencia en el pago, pasamos a reanudar aquí el relato interrumpido, desde la tarde aquella en que Luis María se aproximó por vez primera a la estancia de los «Tres Ombúes».