XVI


Al final de aquella «picada», que no era otra que la del «potrero» en que acampaban Luis María y sus camaradas de fogón, Cuaró vigilante, recibió a Ladislao y Mercedes. Apeáronse éstos para encaminarse por las tortuosidades del sendero oblicuo, llevando el caballo del cabestro, después de cambiar pocas palabras con el teniente.

Esteban, sentado en un gran raigón viejo junto a las brasas, aprestábase a cebar el «mate» con una bolsita llena de yerba, abierta, a la vista. Concienzudamente, sacaba palito por palito de ese saquillo, que iba echando en el fondo de la calabaza como para formar «estiva o camada» que a su vez sirviera de reparo a la «bombilla» previniendo se tupiese de polvo fino al tomarse la infusión. Como sirviente de buena casa, con mucho agasajo acogió a los nuevos huéspedes.

Berón se encontraba en el ribazo entre dos árboles de corta talla, echado sobre las matas silvestres y entretenido al parecer en ver chapuzar y zabullirse entre anchos círculos salpicados de gotas que solían despedir luces brillantes al suave cabrilleo de las aguas, a una media docena de «mbiguáes» hambrientos que hacía poco se habían abatido en el remanso sin graznidos ni aleteos. Apenas el ruido ligero del chapuz, al que se unía el no menos leve del salto de uno que otro pescadillo perseguido, denunciaba la presencia de aquellas aves en el arroyo. Algunos bultos pequeños cruzaban a ratos la superficie; de estos bultos, que al nadar rápidos iban dejando como un surco en la canal, sólo asomaban las cabezas peludas. Parecían haber hecho pacto de fraternidad con los «zaramagullones», pues no se hostilizaban entre sí. Eran «ratas de agua» buenas comadres de barrio que andaban de una a otra escarpa poniendo a prueba sus pies membranosos y sus aptitudes natatorias, en concurrencia con los palmípedos. De vez en cuando aparecía en medio del cauce, nadando «al largo» y gruñendo sordo, un «carpincho»; y entonces, «mbiguáes» y ratas se zabullían, hasta dar tiempo al pasaje del cuadrúpedo anfibio, si es que éste no se sumergía también de pronto hasta el fondo mismo de las aguas. En tal caso, aquellos sempiternos nadadores se replegaban silenciosos a la escarpa, debajo de los árboles, abandonando el teatro de acción al cerdo acuático de afilados dientes y bravas uñas, de modo que, así que reaparecía su estúpida cabeza al rato, dando un ronquido, las aves se escurrían en sentido opuesto como gallardos esquiles, sin preocuparse más de aquel monstruo de hocico porcino, pelaje de león y uñas de topo. A la nocturna escena no faltaba tampoco su acompañamiento musical, como para hacer más sabroso el festín. A intervalos cantaba alguna calandria soñadora desde el fondo de un «tala»; y a sus ecos melodiosos, el «chingolo» melancólico lanzaba sus silbos cual si ya viniese el alba. Estremecíase entonces la coruja en su rama, respondiendo con un chillido lúgubre, propio a advertir que la noche recién daba comienzo.

Aunque con los ojos fijos en el remanso, lejos estaba Luis María de poner mucha atención en esos detalles. Parecía caviloso. Tal vez el recuerdo de sus padres y de su hogar habíase como enclavado en su memoria, después de varios meses de ausencia, de continuas fatigas y sinsabores; quizás trabajaba su espíritu un principio de desaliento por las nuevas recibidas, y pensara que era necesario arrancarse a aquella situación excepcional para él, moverse, buscar la reunión con el mayor número, obtener datos positivos y resolver por último en vista de los sucesos lo que fuere digno y patriótico. Mientras las vicisitudes y emociones de una vida agitada, propias del peligro y de la lucha colectiva dominaron su organismo, adunadas al quebranto físico, a los insomnios y a las privaciones de cada día, su cerebro no se encontró en estado de meditar; y, propiamente, él iba cediendo a una idea tenaz, noble, grande que debía eclipsar en cierto modo ante las deficiencias y exigüidades del medio, el instinto imperioso de la propia conservación. Pero, ahora no eran las mismas las circunstancias: tantos días de reposo habían devuelto sus fuerzas al cuerpo sintiéndose él más robusto y apto para las vertiginosas marchas militares; los dolores y fenómenos nerviosos habían desaparecido con los rigores del invierno; una sangre nueva y ardiente hinchaba sus venas pasando como una ola bajo su cráneo; y al observar la naturaleza toda que lo rodeaba vestirse de hojas y de flores y llenarse de perfumes y armonías, bien pudo él creer que su briosa juventud valía tanto como aquella primavera. ¡Sin embargo, permanecía inactivo! Verdad que el peligro amenazaba por todas partes, y que era forzoso exponer diez veces la vida para trasponer distancias y comarcas en alas de una esperanza por entonces ilusoria. ¿No se hallaba acampado el enemigo en la costa, a poco trecho, y en vísperas acaso de venir a sorprenderlos y exterminarlos en su escondrijo mismo, sin cuartel, con lujo de rigor, tomándolos en cuenta de animales cimarrones? Si eso ocurría, -que bien podía suceder-, el bosque guardaría por largo tiempo o por siempre el secreto, como guardaría ya tantos después de dos lustros de guerras: y si algo se supiese, sería que allí habían sido muertos tras rabiosa pelea cuatro «matreros» temibles, espanto de vecindarios y baldón de su raza. Pero, ni esto había de decirse. Los hombres caían a cada instante y se abrían sepulturas sin tosca cruz que las denunciase; menos favorecidas que las del charrúa, cuyos despojos se arrojaban en sitios que un montón de piedras señalaba al viajero, en prueba de tristes funerales. El monte, amparo y refugio del perseguido, era también como una losa sepulcral: de sus dramas ignorados, pocos hubieran levantado entonces una punta del velo impenetrable.

Más de una vez desde el potril oscuro, Luis María había visto pelear furiosos, chocándose contra los troncos, hundidos hasta los vientres en las breñas, a dos toros del ganado disperso en los claros del bosque. Apenas bramaban, resonando las astas en el encuentro lo mismo que gruesas cañas que estallan en un incendio. Y después de este tremendo combate a solas, apartarse el uno con el cuerno destilando sangre; e ir el otro a tropezones al ribazo, echarse allí en el lecho de arena que enrojecía poco a poco, y morir sin un resuello entre temblores.

¿No revestía acaso una forma análoga la suerte del «matrero»? El grito de su denuedo heroico no pasaba de la bóveda flotante; vencedor, su triunfo por glorioso que fuera sería siempre para los demás un crimen; vencido, su cuerpo mutilado y desnudo, pasto de las fieras y de las aves voraces. La soledad del desierto y el completo olvido: ¡tumba verdadera, entre esos dos grandes silencios!

Luis María oprimió nervioso la culata de la pistola que llevaba al costado, y se puso de pie.

Enseguida, se dirigió a su fogón.

No dejó de ser para él un consuelo la presencia de los nuevos huéspedes. Aumentada la sociedad, hacíase más llevadera aquella vida y menos fatigosa la faena diaria de vigilancia y de adquisición de víveres. Dada la baquía de Ladislao, su actividad y fortaleza de ánimo, presentábase también la ocasión de probar fortuna volviendo a las «cuchillas».

Muy cerca de una hora se la pasó con él en amena plática sobre diversos temas campestres. El «matrero» en toda su conversación, no dio a conocer ni en el gesto lo que sentía en el interior de su alma. Al oírsele, nadie se imaginaría que aquel hombre hubiese pasado pocas horas antes por un trance tan amargo y rudo, como el del episodio dramático de Pontecorbo.

Mercedes, con un aire natural pasivo y resignado, ayudaba eficazmente al liberto en sus tareas de fogón. A veces pasábase la punta del pañuelo que cubría su cabeza por los labios, y miraba al soslayo hacia donde se hallaba Ladislao con una expresión triste.

Luego vino Cuaró a reunírseles. El «mate» siguió todavía circulando por algunos momentos.

Ya era tarde, y como viese Ladislao que el fuego estaba demasiado vivo, advirtió que «sería bueno apagar.» Por única respuesta, Cuaró echó en aquella especie de hornalla, así que separó los tizones gruesos que despedían fuertes gases, varios puñados de tierra arenosa, traída expresamente del ribazo y acumulada allí. El resplandor cesó de súbito.

Tampoco lo necesitaban, pues empezaba a esparcir sus rayos la luna plateando de lado las copas más altas; y era ya hora del descanso.

Buscó cada uno su lugar, a la espera del sueño, que para todos era un consuelo a la par que una necesidad imperiosa. Cuaró fuese a dormir debajo de los «molles» que festonaban la picada, cauteloso y previsor.

Teníanle algo inquieto ciertos «signos» sospechosos, que le había hecho notar Ladislao, como si alguna novedad ocurriese en el campo.

Esos fenómenos nada frecuentes, continuaban de rato en rato.

Primeramente, fijóse que los patos se azotaban de un modo precipitado y violento en el arroyo con mucho ruido de alas y notas roncas, como si hubiesen sido ahuyentados de alguna charca o laguna de los contornos. Luego, confirmóse en que los perros montaraces solían ladrar a lo lejos, con ese ladrido peculiar que denuncia la presencia de gente en el despoblado, -entre amenazante y alborotador, figurándoselos avanzando con los colmillos a la vista y retrocediendo enseguida para irse a esconder en los matorrales. Después, ya en calma perros y gatos salvajes, ajeno al concertante de la serrezuela y del monte, el «chajá» gritaba desde la laguna como un despavorido, al punto de hacer oír a gran distancia sus ecos estridentes.

A pesar de todo lo que eso podía augurar, el indio ladino empezó por el cabeceo -tendióse boca arriba, luchó algo con el sueño, y al fin se quedó dormido.

¿Porqué no hacerlo? Así como el ojo, tenía él muy sutil el oído. Durmióse sin temor, ni importársele que, en la copa de uno de aquellos árboles, un «ñacurutú» estuviese llamando impaciente a la compañera de sus amores.

No disfrutó sin embargo, mucho tiempo de este reposo; porque, a una hora que él no pudo apreciar, una especie de tropel que estremeció el suelo le hizo abrir los ojos.

Parecían jinetes. Por la avalancha sorda, debían venir arreando un gran número de caballos. Percibíanse también choques de armas en vainas de metal.

Aquel piafar y resoplar, propio de caballos que se regocijan al aliviárseles los lomos del peso, y aquel ruido de voces y de sables inusitado, hizo levantar la cabeza a Cuaró; quien, a poco de estarse atento fuese a despertar a Luis María y a Esteban con gran sigilo.

Ladislao estaba ya de pie, escuchando, recostado a un molle en la encrucijada.

Cuaró dijo, con su aire tranquilo:

-Prendete las armas, amigo, y estate quieto... En la orilla hay gente. Miralo a Ladislao bombeando...

Berón y el negro apresuráronse, sin pronunciar palabra, ciñéndose los sables, y preparando bien las de fuego, en tanto el teniente sin turbación alguna ni tropiezo, con ojo seguro y mano firme, aderezaba uno por uno los caballos que un instante hacía pacían en el rincón del «potrerillo.»

A cada momento los mecía de las orejas y pasábales la diestra por las narices. Después proseguía su tarea, sin ajustar mucho las cinchas; metíales los dedos por un lado de la boca, acariciábales las crines, y cuando alguno de ellos barruntaba un resuello fuerte o estornudo intempestivo, ceñíale las fosas nasales con presión de tenazas, -que tal oficio hacían el pulgar y el índice, con ayuda del cordial en caso de refuerzo-, tirándole al mismo tiempo con la izquierda del copete.

En esas diligencias vino Esteban a ayudarle, sin olvidar sus maletas; en las cuales puso y ajustó cuanto él pudo y creyó conveniente, de modo que no produjesen al andar del caballo mayor ruido.

Ladislao había desaparecido a la vista de sus compañeros.

Luis María fue el primero que lo echó de menos, y no dejó de inquietarse.

-Dejalo no más -murmuró Cuaró. ¡Verás que ahora viene!

Efectivamente, apenas transcurridos algunos minutos, sintióse a espaldas del liberto ruido de amas secas y hojarascas, como estrujadas por las enguantadas zarpas de un tigre; viéndose luego brillar fosfóricos dos ojos verdosos y entreabrirse los gajos gruesos, hasta dar paso a un bulto que andaba lento, hecho un arco.

Era Ladislao.

Habíase ido agazapándose por la «picada» hasta la orilla del monte; una vez allí, tendido a lo largo entre la cebadilla que crecía al pie de los troncos, estúvose observando muy atento; después, se había venido arrastrando en cuatro manos y aun sobre el vientre, paralelamente a la «picada», sin perder el rumbo hasta enfrentarse con el «potrero».

Disueltas algunas nubes y brillando clara la luna en mitad del cielo, parecióle así prudente bifurcar su marcha de reptil a fin de no ser descubierto.

A su llegada interrogóle Berón en el acto, -agrupándose los cuatro hasta juntar cabeza con cabeza. Mercedes púsose a oír también, con sus manos puestas en los hombros del «matrero.»

-Hasta diez conté, -decía bajito Ladislao-. Vienen de chuza y sólo dos con tercerolas Han campado arrimadito al monte y juntan leña. No hay sino que piensan dormir aquí...

-¿Son criollos?

-¡De donde! Conversan en portugués... No va a faltar mucho que bajen algunos al arroyo por la «picada» grande en busca de agua.

-Entonces los acometemos sobre la costa misma, -dijo Luis María.

-Dejá... tú no sabés, hermano, -observó juiciosamente Cuaró. No hay que correr «guazubirá».

-Asina que el sueño los aplome, -repuso Ladislao, los agarramos ciegos, lo mesmo que pájaros de laguna. Los hombres llegan aplastados y con ganas de quedarse con la barriga abajo... ¡Vean como meten algazara!

Quedáronse todos silenciosos.

Venían, apagadas por la distancia y la interposición del bosque, voces y risas, a la vez que crujidos secos de chapodar de ramas o varas, y golpeteos de masetas en las estacas de atar caballos.

También percibíase el rumor de gente a pie, del lado de la picada.

Quieren «matear» los hombres, y van por agua.

-¿No nos verán?

-Hay mucho monte por delante, señor -dijo Esteban. Sólo que se entrasen otros por la «picada» de este lado y se topasen con la que viene al «potrero»...

-No han de ser lerdos los maturrangos -interrumpióle Ladislao-, y antes de asomarse por esa puerta que da a lo escuro se dejan cortar las orejas...

Mercedes se estremeció ante esta ocurrencia, que envolvía el recuerdo del reciente drama sangriento.

-Podemos aguardar sin recelo a que se duerman -prosiguió el «matrero»- y entonces los sorprendemos lindo, a paso de zorro... Porque, miren: el arroyo aquí sólo se puede cruzar a nado, y de la otra orilla es guadaloso. Allí se nos empantanaban los mancarrones conforme quisieran arrancar por derecho, el monte es ralito, y aunque fuese tirando por la costa cáibamos en los tembladerales hasta el pescuezo y nos rociaban de puro gusto los mesmos zorrinos...

-Cerrá esa boca, -dijo Cuaró sin perder su tono impasible.

Sentíanse pasos en el sendero próximo.

Volvieron todos a callar.

Pero, como lo había asegurado Ladislao, aquellos pasos cesaron bien pronto a mitad de camino, volviéndose al parecer los que venían.

Esa « picada» era muy oscura, y más estrecha que la otra. Las ramas se reunían por encima casi a la altura de la cabeza, y extendíanse algunas a los costados erizadas de espinas de manera que azotaban como látigos al transeúnte poco baqueano para aventurarse de noche en semejantes callejuelas.

Extinguido el rumor confuso de voces y el ruido de pasos, Ladislao continuó diciendo:

-No hay que hacer, sino aguaitarlos a que se duerman, y dende que el sueño los agarre de firme, los acabamos juntos...

-Mejor sería pelearlos de frente, -observó Luis María.

-Son diez, señor, -apresuróse a decir el liberto, sin que, como antes, nadie le facultara para abrir opinión-: casi tres para uno.

-¿Y a ti qué te importa? ¡Mejor es que calles! -contestóle el joven severamente.

-Importa, -dijo Ladislao con aire de gravedad-. Al «matrero» no le conviene pelear al rayo del sol, sino a lo escurito, sin apartarse mucho de los árboles, cuando los contrarios son más y están bien montados. El murciégalo enseña que se chupa mejor la sangre al dormido que al que no le atormenta la gana... y por ahí andan algunos, que no me dejarán mentir.

Soy del mesmo parecer, -añadió Cuaró.

Luis María se encogió de hombros, murmurando:

-¡No hay que decir más!... Estoy pronto.

Después de este breve diálogo, designóse de común acuerdo a Ladislao para la dirección de la empresa, teniéndose en cuenta sus perfectos conocimientos del terreno. Cuaró fue a colocarse en su «bichadero» de la encrucijada, y Esteban trepóse en lo alto de un «mataojo» para observar los movimientos del campo.

A solas Luis María con Ladislao, llegó a convencerse de que, si bien el instinto de propia conservación aconsejaba no provocar una lucha desigual, en cambio nadie podría darles seguridades de que el peligro inminente desaparecería en breves horas, con el alejamiento de los que estaban acampados en la orilla del monte. Era preciso combatir, y desde luego despejar el campo.

Así fue que, cuando Esteban descendió del árbol, diciendo que todo estaba en silencio, y momentos después vino Cuaró a confirmar este dato-, decidióse acometer, tomándose las precauciones del caso.

Los cuatro debían marchar en fila hasta la orilla del monte en medio de árboles y breñas, cuidando de no producir ruido y de no alejarse mucho unos de otros. Mercedes quedaría en el «potrero» con los caballos del cabestro. Una vez sobre los enemigos se haría uso de las armas de fuego, y luego de las blancas si fuere preciso. Al efecto, Ladislao había puesto una buena carga a su trabuco de cañón de bronce y el liberto a su tercerola. Las pistolas de Luis María y de Cuaró estaban listas. Este último y el «matrero» levaban las dagas cruzadas por delante, en los cintos; Berón y Esteban, los sables desnudos en la mano izquierda.

Pasada media-noche, los cuatro se entraron sigilosos en la espesura, guardando una distancia de cinco o seis varas uno de otro. Mercedes se quedó en el campamento.

Favorecía el avance la naturaleza del terreno. El ruido mismo ocasionado por los rozamientos con las ramas, podía bien confundirse con el que producen los animales montaraces a toda hora, y aun las aves somnolientas al aletear entre el follaje. Por otra parte, los «chajaes» seguían gritando en las lagunas, y los patos y gallaretas graznaban en el arroyo en gran pendencia y alboroto. Los «matreros» adelantaron pues, camino, sin dificultad seria, hasta ponerse en la orilla del monte, siempre obedeciendo a las instrucciones de Ladislao.

Los hombres del destacamento de caballería reposaban confiados en sus lechos de caronas y «cojinillos», a pocos metros del bosque, sobre un suelo pastoso y blando. Varios fogones aún no apagados esparcían apenas en rededor una claridad rojiza llena de humo: los troncos abrasados y cubiertos en un extremo de cenizas, despedían por los anchos poros del otro un hilo gaseoso, que ascendía lento por la serenidad del aire, formando volutas al nivel de los pastos -así como las que producen los tacos ardiendo. Cerca de sus dueños atados a la estaca, pacían a trechos los caballos de marcha con sonoro ruido de molares; y algo más lejos, en una explanada húmeda y verde, otros muchos sueltos de los que venían arreando para relevos. Ningún hombre se veía en pie; todos parecían entregados al suelo, a juzgar por los ronquidos que se oían a lo largo del pequeño campamento. Algunos, sin duda soñadores o sonámbulos, solían hablar en voz alta cosas incoherentes, revolviéndose debajo de los ponchos, para quedarse nuevamente en una inmovilidad completa. La luz de la luna inundaba el valle. Los soldados se encontraban en la sombra que proyectaba el monte, percibiéndose bien con todo sus bultos negros tendidos en fila, con las cabeceras hacia la espesura. Junto a éstas estaban clavadas varias lanzas de moharras en forma de hoja de naranjo, con banderolas triangulares, quietas y en ondas sobre los astiles. El aura era tan mansa, que no agitaba uno solo de sus pliegues. Las respiraciones roncas y el triscar de las hierbas, en original concierto, eran los únicos ruidos que resonaban en el trecho de sombra, alternados a veces por algún resoplido o estornudo difícil de clasificar dada la proximidad y compañía de hombres y de bestias.

Los huéspedes del monte pudieron desde luego llegar sin ser sentidos al lugar designado por Ladislao para realizar la sorpresa, en despliegue de guerrilla, guardando las distancias convenientes y con las armas preparadas. Aun cuando cuatro o cinco animales vacunos ariscos, encontrados al paso entre los árboles cercanos a la orilla, se mostraron inquietos sacudiendo las astas y dando brincos en la maleza, el rumor no trascendió al llano. Todo se resumía en los ecos misteriosos del bosque y no podían estos ecos inspirar recelos a los que lo habían escogido para acampar. En esa confianza, Cuaró no tuvo inconveniente en el tránsito de dar con la culata de su pistola un golpe en el lomo a un «tamandúa» que se le interpuso, al arrastrarse por los pastos, y Esteban un sablazo de plano a un carpincho que le gruñó en las narices al correr hacia el arroyo.

Una vez en el linde del monte, nuestros hombres que se habían quitado desde el primer momento las espuelas, se adelantaron paso a paso en el mayor silencio hasta ponerse encima de otros tantos enemigos.

¡No había ya que titubear!

El trance era duro y decisivo.

Sonaron varias descargas...

Después, algunas voces semejantes a alaridos.

Aquellos bultos se sacudieron e incorporaron como movidos por un solo resorte, arrojando lejos sus ponchos y corriendo hacia sus caballos alborotados. Pero, no fueron todos. Tres habían quedado inmóviles bajo el plomo de los asaltantes; y otros echaron mano a sus armas, a pesar de estar dominados por el sueño. El instinto de la propia conservación, aunque tropezando, casi ciegos, los impelía a la defensa contra un peligro para ellos invisible cuanto era de inesperado. Al ruido de las detonaciones la «caballada» dispersa en el valle arrancó a escape pisoteando entre bufidos de pavor súbito, a un soldado que encargado de cuidarla allí cerca dormía; y a este retemblar del suelo uniéronse los gritos de Cuaró, que acometía daga en mano a los que saltaban en pelos, castigando a golpes de puño sus caballos en el cuello hasta hacer zafar las estacas o reventar los «maneadores». En medio del tumulto, sin recostarse a los árboles, Luis María, que había tenido tiempo de herir o de matar por segunda vez, manteníase quieto con su sable en alto, no poco asombrado de aquel género de tragedia nuevo para él. Como todo lo violento, poco duró. La mitad del destacamento logró escapar dejando sus lanzas en el campo; cinco hombres quedaron tendidos, y bien muertos, pues de que así sucediera se encargó el teniente, que no gustaba ver «penar» a sus enemigos. Cubierto todo de sangre, y ya tranquilo después de su exaltación terrible, con dos heridas ligeras en el tronco a causa de dos botes de lanza blandida a ciegas por uno de los aterrados adversarios, llamó a Esteban para que le ayudase a recoger el botín. El negro que no había dado muerte a ninguno, a pesar de haber descargado su tercerola a quema ropa, apresuróse a ayudarlo en el «carcheo» aun cuando nada de valioso había quedado en el lugar de la sorpresa, a no ser las monturas viejas, ponchos descoloridos, armas de poco precio, ropas casi inservibles, utensilios de vivac, un poco de yerba-mate, algunas libras de «fariña» para hacer «pirón», tabaco negro y tres o cuatro «patacas» en los bolsillos de los muertos.

Ladislao conversaba en tanto con Luis María, con la mayor suma de tranquilidad. Parecía el «matrero» acostumbrado a esos lances y dábase aire con el chambergo, con el mismo gesto natural de un hombre que acaba de correr en tarde calurosa detrás de una manada de redomones.

Convinieron con Berón en que no era prudente la permanencia en aquellos lugares, tanto más cuanto el monte no ofrecía seguridades mayores que las de la «isleta» en que se hallaban. El enemigo podía volver reforzado y hacer la batida hasta con perros cimarrones, -dolido de la sorpresa y de las pérdidas sufridas- pues ni el alférez había escapado de ellas.

Para refugio, quedaban los montes del Río Negro, o los del Santa Lucía en las primeras sinuosidades del cauce.

En esos sitios las madrigueras eran tan seguras como las del tigre, no sólo por lo intrincado de la arboleda, sino también por los boscajes de juncos, «cortaderas» y «totoras», «chilcas» y pajonales que nutrían esteros y bañados a lo largo de las riberas. Entre unos y otros, según Ladislao, los del Santa Lucía eran preferibles, porque la zona era más poblada. Los del Río Negro tenían la vecindad de los toldos de la parte del norte, en que se extendía el país de Pirú, así llamado por ser el nombre del cacique de la hueste: campiñas feraces llenas de ganado vacuno, de potros hermosos, de «guazubiraes» y ñandúes salvajes, en cuya caza ejercitaban siempre los charrúas el tiro de bolas.

Luis María se decidió por los montes del Santa Lucía, por encontrarse más cerca de Montevideo; -pero, antes quiso oír la opinión de Cuaró.

Requerido, el teniente se sonrió encogiéndose de hombros. El sitio, siendo en la campaña, le era indiferente.

-Mandá, hermano -dijo. -¡Verás que voy lejos!

Entráronse todos al monte, y sacaron los caballos.

La luna alumbraba el lugar de la sorpresa y los cuerpos tendidos, dominando ya de lo alto las copas de los árboles, el valle todo y la orilla exterior del monte; oíanse furiosos, como si aún repercutiesen las detonaciones y el tropel de los caballos fugitivos, ladridos de perros a la distancia; aullidos confusos, y gritos de «chajaes» cada vez más frecuentes. Los gatos monteses andaban a saltos por las ramas. Algunas cabezas siniestras se asomaban y escondían de vez en cuando entre las malezas del linde, olfateando en la sombra los despojos; las de perros «tigreros» alzados contra la autoridad de sus amos, y que en la espesura llegaban a adquirir en grado máximo la propia ferocidad del «yaguareté».

Listos ya para partir, y en posesión Mercedes de un bayo regularmente enjaezado, la cabalgata rompió la marcha costeando el arroyo de a dos en fondo, y formando Esteban la retaguardia con su tercerola en la diestra.