El brazalete de rubíes: Novelas (1920)
de Aleksandr Kuprín
traducción de Nicolás Tasín
Natalia Davidovna

NATALIA DAVIDOVNA



Hacía diez y seis años que era inspectora en un instituto de doncellas nobles, y gozaba de una estimación profunda por parte de la directora y de todos los jefes. Se apreciaban en ella la austeridad, los conocimientos pedagógicos y la larga experiencia. Las demás inspectoras hasta tenían celos de ella, tanto más cuanto que la directora, con frecuencia, la invitaba por la noche a conversaciones íntimas. Como es natural, las compañeras no la querían, se le mantenían a distancia y la temían un poco.

A las señoritas que tenía bajo su férula les inspiraba una mezcla de respeto y miedo, y su clase era considerada una clase modelo; las alumnas se portaban muy bien y progresaban mucho en sus estudios. Y, sin embargo, ella no recurría nunca a los gritos, ni a los castigos, ni a las amenazas de quejarse a los padres o a los jefes. Había algo imperioso en su mirada fría y fija, y se advertía en su voz una fuerza tranquila y una serena seguridad de sí misma. Mientras que las demás inspectoras e institutrices tenían todas motes, las muchachas no podían encontrar ninguno para Natalia Davidovna; tan grande era el respeto que les inspiraba.

Había estudiado en el mismo instituto, y lo había hecho con tanta brillantez que se le había concedido una medalla de oro. Luego se había quedado en el establecimiento como inspectora. Se diría que no había tenido infancia ni pasado, ni nada que se pareciese ni remotamente a la novela sentimental indispensable en los institutos de señoritas, como si hubiera nacido ex profeso para llegar a ser inspectora.

Sin embargo, era hermosa. Tenía las facciones finas y la tez de un moreno pálido, uno de esos rostros que gustan a los hombres. Su talle esbelto provocaba la admiración general. Pero, con todo, no se atrevía nadie a hacerle la corte; todos lo consideraban un sacrilegio y una grave ofensa para aquella mujer austera consagrada a la educación en cuerpo y alma.

Uno de los protectores del instituto la llamaba "centinela eterna". Y, en efecto, consagraba al servicio del establecimiento veinte horas diarias, dedicando al sueño sólo cuatro. A veces, con tácitos pasos, pasaba a media noche, cuando todos dormían, por los dormitorios. Conocía al dedillo la vida íntima del instituto, y parecía poseer el don de leer los pensamientos más arcanos.

En los diez y seis años de su servicio Natalia Davidovna no había pedido más que una vez una licencia larga: cuando, por prescripción facultativa, se vió precisada a marcharse a Odesa cuatro meses, a tomar baños de mar. Antes y después de aquellas vacaciones casi no había salido del instituto. Sólo una vez cada dos o tres meses le pedía permiso a la directora para pasar la noche del sábado al domingo en casa de una tía enferma que vivía donde Cristo dió las tres voces, y que padecía desde hacía muchos años una dolencia cruel que le impedía levantarse de su sillón.

Después de pasar una noche penosa junto a la enferma, aquejada de insomnio, y, además, nerviosísima y llena de caprichos, Natalia Davidovna se presentaba en el instituto por la mañana tempranito para asistir a misa con sus alumnas. Después de misa, cuando todas las inspectoras pasaban, haciendo reverencias, por delante de la directora, ésta invitaba a acercarse a Natalia Davidovna con un movimiento de cabeza.

Eh bien! Comment se porte madame votre tante?

—Princesse, Dieu seul peut la sauver. Elle souffre beaucoup—respondía suspirando y tristemente Natalia Davidovna.

— Pourquoi n'étes—vous pas restée encore auprés d'elle ?

—Je suis venue pour remplir mon devoir, princesse.

—Mais vous—méme, mon enfant, vous avez l'air maladif.

—Ma tante n'a pas fermé l'oeil pendant toute la nuit.

Pauvre enfant. Vous perdez votre santé.

Alles—vite vous réposes, ma cherie.

En efecto: los domingos siguientes a las noches pasadas en casa de su tía, Natalia Davidovna tenía un aspecto harto enfermizo. Se diría al mirarla que acababa de dejar el lecho después de una larga dolencia o que se había entregado durante la noche a los placeres de una orgía loca:

tan pálido estaba su rostro, tan cansados sus ojos, tan secos y exangües sus labios.

En realidad, Natalia Davidovna no había tenido nunca tía alguna. Durante los diez y seis años había engañado a todo el mundo hablando de aquella tía mitológica, y nunca nadie había concebido sospechas.

Cada dos o tres meses, el sábado, después de!

rezo de la noche, se dirigía a la directora:

—Me permettrez—vous, princesse, d'aller voir ma tante?

—Mais certaiment, mon enfant. Seulement, ne vous fatiguez pas trop.

Y Natalia Davidovna, después de asegurarse de que las jóvenes alumnas dormían con un sueño profundo, salía lentamente del instituto, saludada por los criados y el portero con marcado respeto.

Cuando se había alejado bastante, sacaba de su bolsillo un tupido velo negro, se cubría la cara con él, y un cambio radical se operaba, como por encanto, en su persona. Natalia Davidovna se convertía en una buscona elegante, en una modista al servicio de un lujoso almacén de modas, en todo lo que queráis, menos en nada parecido a la austera inspectora que la gente estaba habituada.

Andaba con la languidez de una mujer ligera, acostumbrada a entregarse a muchos hombres. Les hacía señas a los transeuntes, se reía provocativamente y, al mismo tiempo, se cuidaba de no tropezarse con nadie que la conociese.

Su linda figura atraía a los hombres; pero cuando le hacían una proposición, se negaba con un movimiento de cabeza, rechazando de un modo enérgico a los más obstinados. Buscaba. Su larga experiencia y su instinto de mujer perversa la ayudaban a escoger el hombre que le hacía falta.

Sin cuidarse para nada de su belleza, de su edad, de su traje, elegía el hombre que necesitaba. A veces era un viejo, a veces un jorobado, con frecuencia un muchacho.

Conducía al que había elegido, en un coche de punto, al extremo de la ciudad, a cualquier hotel de mala fama, y se entregaba, durante toda la noche, a una orgía sensual sin nombre.

A la mañana siguiente, cuando su compañero, extenuado por la monstruosa fiesta de amor, se dormía con un sueño profundo, ella se bajaba sin ruido de la cama, se vestía, y, después de pagar todos los gastos de la noche, tomaba un coche y regresaba presurosa al instituto.

Nunca se acostaba dos veces con el mismo ho nbre, aunque sus amantes de una noche la suplicaban entre caricias que les concediese otra entrevista.

Una noche eligió a un soldado que estaba de escribiente en un regimiento y era un hombre ya entrado en años, grueso. Corría el mes de diciembre.

Al amanecer, cuando se veía ya al través de los cristales la blancura del día, aquel individuo, excitado por las caricias de Natalia Davidovna, le apoyó la cabeza en el pecho y, de repente, roncó y se quedó inmóvil. Asustada, ella comenzó a preguntarle qué le pasaba, y al ver que estaba muerto lanzó un grito desgarrador.

Inmediatamente acudió la servidumbre del hotel. Como Natalia Davidovna no abría, se descerrajó la puerta.

Media hora después llegaron la policía y el juez de instrucción. Este, un hombre de edad y de despejada inteligencia, reconoció en seguida a Natalia Davidovna, a quien veía todos los jueves en el locutorio del instituto, adonde iba él a visitar a su hija.

Pensó echar tierra sobre el asunto; pero la conducta impudente de la inspectora le escandalizó.

Un poco calmada, y comprendiendo que había perdido para siempre su plaza en el instituto, se tornó cínicamente franca. De pie ante el juez, en enaguas, sin corsé, se arreglaba los largos cabellos, en alto los brazos desnudos y los alfileres en la boca, diciendo:

— Dice usted que cómo puede ser que durante diez y seis años no haya abrigado nadie ni una sombra de sospecha? Eso es precisamente lo que me producía un enorme placer. A veces, sola en mi cuarto, me moría de risa pensándolo. ¡Era delicioso! ¡Tener una reputación casi de santa y pasarse noches enteras gozando! Pero ustedes los hombres casados comprenden muy bien las delicias de los amores secretos... Nadie sospechó, cuando me fuí hace años a Odesa, que no me iba por motivos de salud, sino sencillamente porque estaba encinta.

El juez de instrucción la miraba con una mezcla de curiosidad y horror.

—¿Y no se ha tropezado usted nunca con alguno de sus conocidos?

Ella se echó a reír.

—Por fortuna, no. Pero aunque me hubiera encontrado con alguno que me conociera, no me hubiera expuesto a nada. Le habría propuesto ir conmigo, y él hubiera aceptado gustoso. A usted, por ejemplo... un hombre respetable, casado... ¿semejante proposición no le hubiera hecho correr en pos de mí, aunque sólo hubiera sido por su originalidad? Con tanto más motivo cuanto que, de seguro, habrá usted oído hablar muchas veces a su hija de mis virtudes...

Arreglados los cabellos y sentada en el sillón añadió muy tranquila:

—Tenga usted la bondad de mandar a alguien al instituto por mis cosas y mis papeles. Y haga usted el favor de decir que me traigan café...