XXVIII

San Ildefonso, Septiembre.- El 25 de Agosto, día de San Luis Rey de Francia, a los pocos de mi doble entrevista con la Reina, fue para mí memorable, por la aglomeración y enracimado de sucesos que voy a enumerar. Asistí al Besamanos; vi a Narváez y a Sartorius; vi a D. Saturno con un resplandeciente uniforme no sé de qué, cubierto el pecho de cruces y cintajos de variados colorines; en los dorados salones tuve el honor de ser presentado al Nuncio de Su Santidad, monseñor Brunelli, y al Embajador de Austria, un caballero muy guapo vestido de magiar; y en fin, terminada la ceremonia palatina, bajé al parque con toda la Corte, y corrieron las fuentes en presencia de Su Majestad, soberana pastora de aquella Arcadia de abanicos. Mi mujer también paseó por los jardines, y juntos disfrutamos de aquel lindo espectáculo de las aguas amaestradas y sacadas a bailar sobre el verdor de los parterres y arboledas. En el teatro, donde cantaron Don Pasquale por despedida, vi a Eufrasia, que con misterio de ópera cómica me dijo que se hablaba sotto voce de mis frecuentes visititas a Palacio. No le hice caso: yo no había vuelto allá desde la soirée que he escrito.

A Narváez le vi al anochecer en la Casa de Canónigos, y me dijo... ¿qué me dijo? Ya no me acuerdo... No sé cómo tengo mi cabeza. De dos semanas acá, mi aturdimiento y mis distracciones graves suscitan alarmas de mi cara esposa, que inquieta por mi salud me somete a cariñosos interrogatorios acerca de cuanto hago y dejo de hacer, de cuanto hablo, pienso y sueño. «No es nada, mujer -le contesto yo, que a todo antepongo su tranquilidad-; no es más que... eso que padezco, y que me ataca de vez en cuando, la efusión... ¿de qué?, la efusión de lo ideal, de lo desconocido, de lo que debiendo existir no existe. Volvemos a lo mismo: yo debí dedicarme a un arte, y en él habría sido maestro... Pero no tengo arte, y mis facultades funcionan en el vacío... No me hagas reír, mujer. ¿Qué dices, que el ser padre es un arte?... ¿padre de muchos hijos...? Bueno, mujer. Lo admito, si en ello te empeñas... Pero ese arte, como la historia de un reinado que empieza, está todavía verde».

Ahora me acuerdo de lo que me dijo Narváez. Fue de lo más insignificante, y en realidad no merece ser transcrito. «Yo me vuelvo a Madrid, y dentro de unos días saldré para las aguas de Puertollano... Aquí nada tiene usted ya que hacer. Pronto se irá la Corte. Se le van a usted la Marquesa de Capricornio y los demás enredillos que tiene el pollo aquí... A mi regreso de la Mancha espero encontrarle a usted en los Madriles...». En efecto, pasados algunos días, desapareció la Corte; partió Eufrasia sin despedirse de mí, y el Real Sitio, árboles y flores, aguas transparentes y sutiles aires, se adormecían lentamente en una soledad dulce y fresca. Contenta de esta soledad, mi mujer desea permanecer hasta fin de Septiembre, y del mismo parecer son sus padres. Yo lo apruebo. Deseo el descanso.

Madrid, Octubre.- Ya estamos aquí. Escribo en el Congreso. Nada digno de mención nos ocurrió en la Granja después de la partida de la Corte, como no sea la tranquilidad que disfruté, la íntima vida que hice con mi mujer, consagrándole yo todos los instantes de mi vida, y las feroces mañas que va sacando mi hijo, las cuales manifiesta tirándome del bigote hasta hacerme llorar...

La traviesa, la diabólica Eufrasia no ha vuelto a llevarme a la isla de Paphos (Casino de la Reina). La he visto poco y de prisa, coincidiendo en visitas, o encontrándonos en el Prado, y no he podido hablar con ella detenidamente de cosa alguna. Sus ojos, que ni en las ocasiones de mayor disimulo dejan de ser elocuentes, me dicen que se halla en grave crisis de ambición o de amor. El anuncio que le hice de la pronta concesión del título, no produjo en ella la grata sorpresa que yo esperaba. «¿Y hemos de agradecerlo al Espadón? -me dijo-. Pues que nos titulen Marqueses de la Ingratitud».

Y voy con el asunto que, a mi entender, merece aquí preferente lugar, por el grande espacio que ocupa en mi espíritu noche y día. Ya dije que entre los pobres pedigüeños de la parroquia de San Ginés, hay uno con quien entablé relaciones policíacas, socolor de caridad, tocantes al descubrimiento de la hermosura celtíbera vista y evaporada en la puerta de aquella sacra mansión. Mi amigo, que me ha resultado también celtíbero de los llamados Ilergetes, consagró su vida al negocio de sanguijuelas en tierras de Teruel... Es hombre muy corrido; peleó por D. Carlos en la partida del Serrador, y establecido por fin en Madrid como herbolista, ha venido por sucesivas desgracias comerciales y domésticas a la mísera condición presente. Conserva el hombre agilidad de piernas y lucidez del entendimiento, lo que no es poca ventaja para el trabajo diplomático que yo le encomendé; pero tales partes pierden mucho de su energía por la deplorable ruina de otras: uno de los brazos, envuelto en amarillas bayetas, no funciona; el cuello se le tuerce del lado izquierdo, los ojos son como fuentes, y la lengua y boca sufren de un paralís que desfigura su sintaxis y su pronunciación, pues por causa de tal dolencia compone los conceptos al revés, y suele comerse las primeras sílabas de las palabras más importantes. Con todos estos inconvenientes, el pobre Gambito, que tal es su nombre o su apodo, me sirve bien, añadiendo a sus incompletas facultades una voluntad y una diligencia increíbles.

Antes de irme a la Granja, díjome que la hermosa mujer había vuelto, sin hacer más que llegarse a la sacristía con una carta... ¿Para quién? Para un capellán, que habría estado en la iglesia, sino estuviera en el cementerio: había fallecido dos días antes... Desconsolada se fue la moza llevándose la carta. ¿De quién era esta? Gambito no lo sabía ni pudo averiguarlo entonces. A mi regreso de la Granja, estimulado el hombre por mis donativos, y en espera de mayor recompensa, me da cuenta de sus minuciosas pesquisas en Agosto y Septiembre, y de ellas resulta una luz desigual, que tan pronto esclarece el asunto como lo rodea de mayores tinieblas. Con mi feliz memoria reproduzco textualmente el informe, componiendo a mi modo la sintaxis, y supliendo las sílabas comidas: «El Surez Jeromo entró servicio de Colapios (los Escolapios) señores Padres de Tafe (Getafe), y la su hija, que la llaman Cigüela (Lucihuela), moró en una casa de Madres Colapias donde se arrecogen hijas de Padres, o hijas de cualsiquiera Madres putativas...». Para que yo descifrara lo restante de esta jerga hubo de repetirlo una y otra vez, y aún así no pude llegar a la interpretación exacta. Toda la paciencia del mundo no basta para poner en claro los trazos de este borrado palimpsesto. Creo haber sacado en limpio que Lucihuela estuvo unos días en el convento de Jesús, y que después pasó al servicio de un señor que Gambito llama Taja (ignoro el verdadero nombre, al que creo falta una sílaba), administrador de los lavaderos del Pío Infante Don Cisco (traduzco: lavaderos del Príncipe Pío, pertenecientes al infante Don Francisco)...

Débil luz, resplandor vago, ¿a dónde me llevas?

Madrid, 20 de Octubre.- Ayer reventó sobre Madrid una bomba. Pienso que su estruendo formidable es público ruido de los que han de llegar a la Posteridad sin que yo los transmita; pero ahí van por mi cuenta noticias de cómo fue la explosión y de las cóleras y risas que produjo, refiriendo después el desarrollo de suceso tan extraordinario hasta su inaudita solución. Desde el jueves por la noche empezaron a correr voces de crisis, suponiendo en esta los caracteres más extraños... Oílo yo en casa de María Buschental; mas no le di crédito, y aun me permití negarlo autorizadamente. Por la tarde había yo visto al Duque de Valencia en su casa, y nada le oí que pudiera ser vaticinio de cambio de Gobierno. Pero las afirmaciones que hice no acallaban los rumores, que a cada instante venían más densos y con más visos de verdad, de esa verdad inverosímil que aquí gastamos. «Hay crisis -dijo Carriquiri, entrando a media noche-; la crisis más absurda y más... demagógica que puede imaginarse... Nada: que a D. Ramón, sin decirle oste ni moste, le ponen la cuenta en la mano y le señalan la puerta». Llegó luego Tassara y nos contó que la primera noticia de este gatuperio la tuvo Molins, Ministro de Marina, el cual, comiendo en su casa, recibió un pliego de la Reina, incluyéndole carta que le había escrito su marido, en la cual este le decía en substancia: «Narváez y compinches son unos tales y unos cuales, y para que no acaben de perder a la Nación, hay que sustituirles inmediatamente por estos caballeros muy dignos cuyos nombres van en la adjunta lista».

-¿Quiénes son?

-No recuerdo más que al Conde de Cleonard y al Sr. Cea Bermúdez, Conde de Colombí... La lista ha sido inspirada por personas que traen recados del Altísimo.

-Esto es ignominioso.

-Esto es simplemente cómico y no puede prevalecer. ¿Y el Duque?

-Al llegar a su casa se encontró con una comunicación semejante a la que recibió Roca de Togores».

Puso fin a la confusión Andrés Borrego, refiriendo que aquella misma tarde (lo sabía de la mejor tinta), habiendo tenido Narváez un soplo de lo que se tramaba, fue a Palacio y habló a la Reina: «Señora, esto se ha dicho, esto se susurra...». Y la Reina le contestó riendo: «No hagas caso. Son patrañas que salen del cuarto de ese...». Oyendo esto, muchos negábamos que pudiera ser verdad; otros lo confirmaban, algunos callaban, mordiéndose las uñas. «Es forzoso -dijo no recuerdo quién-, abrirle a la opinión unas tragaderas del tamaño de esta casa. Según se van poniendo las cosas, todo es posible, todo puede suceder, y no hay bola, por disparatada que sea, que no entrañe la verdad...». Y otro: «La historia de España se nos está volviendo folletín». Y otro: «Eso no lo inventa usted. Es frase de doña María Cristina»... «Pero la Reina Madre habló del folletín sin calificarlo, y ahora debemos decir folletín malo»... «No, folletín tonto». Y todos concluían por llevarse las manos a la cabeza, exclamando: «¡Señores, cómo estará Narváez! Será cosa de alquilar balcones...».

Participando de esta curiosidad, y con medios de satisfacerla, me fui a la Presidencia. Al bajar presuroso por la calle de Alcalá, me encontré a San Román que llevaba la misma dirección y objeto que yo, y hablando del suceso de la noche, entramos en la gruta de la fiera, a quien suponíamos en el paroxismo del furor. Un ayudante nos dijo en la puerta que el General estaba en el palacio de la Reina Madre, y que le aguardaban muchos señores en el salón, ávidos de saber la verdad o mentira de una crisis que parece comedia. Subimos. Entre los que allí esperaban el parto de la Fatalidad (así lo dijo uno de los presentes, creo que Bermúdez de Castro), vi a Sartorius y a D. José Zaragoza, Jefe político de Madrid, el cual hacía rudo contraste con el Ministro, pues si este es la propia distinción y delicadeza, la sangre fría y comedimiento en todas las ocasiones, el diputado por Ciudad Real, cenceño, rudo, de faz temerosa y mirada fulgurante, parece cortado para la acción vehemente y repentina. Otros había en la sala, entre ellos mi hermano Agustín, comentando lo que ignoraban o arrojando bilis sobre lo que sabían; a cada instante entraban más caras de estupefacción, de impaciencia, de ira... Por fin, como todo llega en este mundo, vimos que la mampara roja se abrió con chirrido estridente, por la violencia del golpe que la empujara, y entró Narváez con paso y tiesura de gallo, y sin quitarse el sombrero echó una fulmínea mirada en redondo, diciendo: «Señores, ya lo ven ustedes: esto no tiene nombre... Sí, sí; lo tiene: es una canallada... ¡Ni entre gitanos, señores; ni entre gitanos!

-¿Qué dice la Reina Madre? -preguntó San Luis, que más que anatemas y desvergüenzas, deseaba hechos para someterlos a un frío examen.

-Doña María Cristina... -contestó el de Loja, ya en el colmo de la fiereza y de la amargura-. Pues nada, señores: que todos son unos. La Reina Madre no sabe nada; dice que no tiene arte ni parte... y yo no sé si creerlo... no creo nada.

-Yo pongo mi mano en el fuego -declaró Sartorius con cierta solemnidad-, por la inocencia de la Reina Cristina en este asunto.

Algo más expresó no sé quién en defensa de la ex-Gobernadora.

«Mi General -dijo con acentos de club el Jefe Político-, bien claro está que la voluntad de Isabel II ha sido secuestrada. Esto es una intriga, y la primera víctima de la intriga es Su Majestad. O no servimos para nada, o debemos echar el cuerpo adelante para amparar a la Reina.

-¡Sacar el cuerpo, yo! Lo he sacado ya mil y mil veces. ¡Si mi cuerpo ¡ajo! es una criba, de los balazos que ha recibido ¡ajo! defendiendo el trono liberal!... Y ya ven el pago... El Gobierno, señores, ha presentado su dimisión. No podía hacer otra cosa sin faltar a la decencia... ¡y a la vergüenza, ¡ajo!... Ceder a esto es declarar que la vergüenza se ha concluido en España».

Insistió Zaragoza en que esta crisis no es más que una infame celada. «Corramos a Palacio -gritó con destemplada voz-, rompamos los lazos pérfidos que oprimen a Su Majestad.

-El que tenga la cara endurecida para los bofetones y quiera ir a Palacio, que vaya -dijo Narváez sin mirar a nadie, paseándose, la vista arrastrada por el suelo-. Yo no me expongo a que un mequetrefe con medias coloradas, o un fantasmón cargado de veneras, me mande salir a la calle... Vámonos a nuestras casas, y que se arreglen como puedan.

-Mi General -le dijo enfáticamente Don José María Mora-. Usted tiene a su lado la mayoría de las Cortes; usted tiene el Ejército...

-Yo no soy ya jefe del Ejército... Lo es el general Cleonard, que a estas horas habrá jurado en manos de la Reina... ¿Pero no se han enterado todavía, ajo?».

Soltó esta bomba gritando en medio de la sala con gesto de ira y menosprecio, y a sus palabras sucedió un silencio de consternación. Casi todos los presentes, hasta que oyeron aquella declaración fatídica, conservaban un resto de esperanza; algunos, ciegos optimistas, creían que habría componenda, bien porque Narváez hubiese amedrentado a Isabel, bien porque esta pudiera librarse a tiempo del encantamento que aprisionaba su soberano albedrío... La noticia, dada por el propio Espadón, de que Cleonard juraba, y era ya sin duda Presidente y Ministro de la Guerra, abatió grandemente los ánimos.

«Pues si es así -murmuró mi hermano Agustín-, digo que esa señora está loca.

-Encantada, señores, o hechizada como el Carlos II.

-El hechizado aquí soy yo... y después sacado a bailar -dijo Narváez pasando de la cólera al sarcasmo-. ¿Pues no querían que refrendara yo los decretos? Todos están locos allá... ¡A fe que tengo yo cara de zurcidor de estos... líos! Molins ha ido a Palacio a ejercer de escribano...

-Mi General -declaró el impetuoso Don José Zaragoza avanzando al centro de la sala-, el Jefe Político de Madrid sabe dónde se ha tramado este maquiavelismo. Ya no tengo por qué guardar secreto. En la Escuela Pía de San Antón se reunieron esta tarde los que serán compañeros del Sr. Cleonard en el flamante Ministerio, y los que han engañado a nuestra querida Soberana. Los conozco a todos; sé cuanto allí pasó y cuantos disparates allí se hablaron. Había en la reunión hombres que quieren ser públicos, y mujeres que lo fueron. Al anochecer trasladáronse todos en coches al convento de Jesús a recibir órdenes... Lo mismo se hizo hace ocho días; pero la Monja que da la consigna les dijo entonces: «Aún es pronto, hijos míos. Esperad hasta que yo os avise. La Reina no cede. Ya cederá...». Hoy, la impostora les ha dicho que todo estaba hecho, y locos de contento se han ido al cuarto del Rey, el cual los presentó a su augusta esposa. La Reina... me consta, señores, y lo aseguro como si lo hubiera visto... nuestra amada Soberana habló con ellos un momento... les despidió diciendo a los nuevos gobernantes que mañana jurarán, y luego rompió a llorar... Pues bien, mi General: conozco a todos los que andan en esta intriga, y tengo notas bien claras de sus domicilios... Con media palabra que se me diga, voy y los prendo a todos antes que sea de día, sin distinción de sexo, calidad ni estado, sin reparar en uniformes ni en faldas, ni en hábitos ni en sobrepellices, y mañana, es decir, hoy, antes de las ocho salen para Leganés, y de Leganés, por la tarde para donde se disponga, sea Cádiz, sea Cartagena, que no faltará un cachucho en un puerto o en otro, que los lleve a tomar los aires de Filipinas... Esto haré, si el Jefe lo manda, y respondo de que no es atropello, sino justicia».

Pausa. El murmullo que resonó en la sala demostraba cuán feliz y oportuno pareció a todos los presentes este atrevido plan policíaco.