XXIX

No tardó en llegar Molins, próximas ya las tres de la madrugada. Es este un caballero tan acompasado en la vida social como en la política, como en la literaria. Sus actitudes son como sus versos; sus actos como sus discursos, y su traje como toda su correcta y atildadísima persona. Su estatura es aventajada, su talle esbelto, su rostro grave, abundante el cabello en cabeza y barba, la dentadura perfecta, todo suyo y de intachable limpieza. En el trato cautiva, en la oratoria instruye más que arrebata, en la conversación corriente se oye y se le oye con agrado. Aunque allí le esperaban como agua de Mayo, ansiosos de conocer lo ocurrido en la refrendación, el Ministro de Marina no se precipitó a narrar el acto: es hombre que en nada se precipita. Venía de uniforme, el peinado sentadísimo, sin que un solo pelo se desmandara; traía cara melancólica, como de quien sabe apreciar serenamente el punto y ocasión en que los sucesos particulares revisten la suficiente gravedad para convertirse en históricos. Ama con caballeresco ardor, de índole política, a nuestra excelsa Soberana y al Principio que representa, y cree en la ficción Constitucional-Monárquico-Parlamentaria, como se cree en los Misterios dogmáticos, sin entender ni jota de ellos.

Con elegancia narrativa dio cuenta Molins de su cometido, y la serenidad y pulcritud de su palabra fueron como bálsamo que aplacaba la irritación de que los oyentes estaban poseídos. El hecho que refirió habría carecido totalmente de interés si el cuentadante no hubiera marcado muy bien en el relato la nota patética, que acrecía su valor histórico. La Reina, en todo el tiempo que duraron los trámites, no cesaba de llorar, y a la conclusión, su dolor parecía no tener consuelo.

Maravillados escucharon todos esta relación, y la crítica del suceso adquirió un tinte compasivo. No quedaba duda de que circunstancias y resortes misteriosos, que los de fuera no podían penetrar, constreñían a Isabel II a cambiar de Gobierno.

«¡La Reina está secuestrada! -gritaron algunos; y otros-: ¡Salvemos a la Reina!».

Y Ruiz Cermeño, diputado por Arévalo, con calma y agudeza, como hombre que se precia de penetrar hasta el fondo de las cosas, nos dijo a los que le rodeábamos: «Esto es un golpe de Estado, un verdadero golpe de Estado». Mi hermano Agustín, que tan hondamente se afana por el porvenir de esta Nación, no dejaba de expresar sus temores: «¡Pero el Régimen, Señor...! ¿A dónde va a parar el Régimen con estas cosas?... Y ahora precisamente, cuando el Régimen iba como una seda...».

Lo que contó Molins del llanto amargo de Isabel fue desconsuelo y aflicción de todos, menos de Narváez, el cual, irguiéndose más bravo, echando por aquella boca terno sobre terno, hizo estas terribles manifestaciones: «Dejarla que llore... Ríos de sangre han corrido por causa de ella... Y ahora nos quiere pagar con lágrimas... No queremos lágrimas, sino justicia, razón y formalidad. Se reina con juicio, no con lloriqueos... Ella se ha metido en este pantano... Pues vea cómo sale. Que la saquen los angelitos, o esa beata de las llagas asquerosas... Nosotros, señores, a nuestras casas, a ver pasar la mojiganga Cleonard-Colombi. (Risas.) Usted, amigo Zaragoza, ¿qué ha dicho de prender y de encarcelar? De eso se cuidará el que le suceda, que a estas horas estará usted destituido... y habrán nombrado a un escolapio, o al demandadero de las monjas. (Carcajadas.) El que sea recibirá órdenes de prender a todos los que estamos aquí, a mí el primero... En mi casa me encontrarán. (Rumores.) Con que, caballeros, a dimitir todo el que tenga posición para ello... Arrojarle las posiciones a la cara, para que vea lo que somos. Que el Gobierno encuentre vacantes la multitud de plazas que necesita para monagos, cornudos y demás patulea... La orden del día es esta: ¡vergüenza, dimisiones!».

Conticuere omnes, y empezó el desfile. Vi salir cariacontecidos a Esteban Collantes y a D. José María Mora, al corpulento D. Ramón López Vázquez y al gracioso Vahey, al narigudo Martínez Almagro y al elegante Lillo. Disponíame yo a partir con mi hermano, cuando me indicó San Román que me quedara de los últimos, pues el General tenía que hablarme. No tuve necesidad de aguardar al día, porque Narváez me cogió por un brazo y llevándome aparte me dijo: «Váyase usted, Beramendi, que es muy tarde. Mañana charlaremos. Si entre tanto ve usted a esa... (y lo soltó redondo), dígale que le cortaré las orejas... cuando la coja, que algún día será».

Madrid, 22 de Octubre.- El viernes 19 fue día grande en Madrid por lo divertido y fecundo en sorpresas. Desde muy temprano se estacionaban grupos frente al Principal, signo infalible de jarana o de expectación, y de doce a una, ya los cafés hervían de gente ociosa, que es la más numerosa gente de esta capital. Desiertas, según oí, estaban las oficinas; un sentimiento de ansiosa interinidad lanzaba a los funcionarios a la calle y a todo sitio donde corrieran auténticas noticias, y aquí y allá los poseedores del presupuesto encontraban la nube de famélicos cesantes. En el tiempo que llevamos de Régimen, el pánico de unos y las esperanzas de otros, confundiéndose, han creado un mundo de necesidades que ha sido y es en España la principal inspiración de los poetas cómicos. Hay una rama de la literatura contemporánea consagrada exclusivamente al turrón y a los hambrientos, sátira en que se moteja a los que comen, y se ridiculiza a los que piden pan, revelándose el poeta tan necesitado como los lambiones que describe.

En grupos y corrillos se habla del nuevo Ministerio con desprecio y asombro, y menudean las preguntas maleantes: «¿Pero ese Armesto quién es?»... «¿Pueden ustedes decirme quién es ese Manresa?». Entre miles que no saben responder a estas preguntas, sale alguno que tiene vagas noticias de los improvisados hombres públicos. «Pues ese D. Vicente Armesto es empleado supernumerario en el Tribunal de Cuentas, con el sueldo de veinte mil reales...

-¡Vaya una carrerita, señores!... ¿Y es por ventura yerno, sobrino, hermano de leche de alguno de Palacio, o tiene que ver con monjas?

-Es cuñado del general Cleonard... o concuñado, que para el caso es lo mismo... Vaya, señores; yo convido a café y copas al que me diga quién es Colombi.

-Y yo obsequio con un almuerzo al que me demuestre con datos... ha de ser con datos... que Manresa es alguien.

-Hombre, no hay que confundir a Colombi con Manresa, pues de este no se ha podido averiguar sino que no le conoce ni su familia, mientras que Colombi es nuestro embajador en Lisboa, y al parecer hermano del Sr. Cea Bermúdez, de reaccionaria memoria... He oído, no respondo de ello, que ese Sr. Colombi es persona respetable y que no aceptará el cargo... En cuanto a Manresa, por aquí andaba uno que aseguró conocerle. Es murciano, auditor de Guerra de la categoría de capitán... y está procesado porque de palabra faltó al tribunal, se ignora cómo y cuándo».

Las voces más absurdas y los dicharachos más irrespetuosos animaban los corrillos de la Carrera de San Jerónimo y calle de Sevilla. «Por más que me digan, yo sostengo que ese Padre Fulgencio es un mito. No creo en Padres ni Madres que quitan y ponen Ministros»... «Existe un Pae Fulgencio; pero hay quien dice que es el Pae Cirilo, que se ha cambiado el nombre»... «Todo esto, créanme, es obra de un tal Isidrito, que fue cerero y hoy la persona de mayor metimiento en la Concepción Francisca. Todos los días toma café con ese Manresa en los Dos Amigos, y por las noches lleva los cirios benditos a Palacio, para encender a la Virgen del Olvido que tiene el Rey en su cámara»... «No hay que tomar a broma lo de las llagas, que quien las ha visto de cerca me asegura que son de ley, y que la monja tiene pasadas de parte a parte las palmas de las manos. Las enseña poniéndose en un escabel con los brazos en cruz; pero la del costado, por donde se le ve el corazón, la enseña echándose boca arriba y quedándose en éxtasis»... «Dicen que el primer decreto de Manresa será para nombrar Obispo al Pae Fulgencio, dándole la mitra de Aunque os pese, diócesis de la calle de la Justa»... «Hombre, no: es calle de las Beatas».

Por la tarde, no se hablaba más que de las dimisiones que todo el personal de algún viso arrojaba a la cabeza de los nuevos Consejeros. Dimitía el Capitán General de Madrid, Conde de Mirasol; el Gobernador Militar, el Jefe político, el Alcalde corregidor y las Secretarías en masa de Gobernación y Gracia y Justicia. Al anochecer, decían los guasones que Armesto no admitía la cartera de Hacienda, y que en su lugar se nombraba a un bollero ambulante de la Plaza de Toros, llamado Maza. Corrió el rumor de que el Tribunal Supremo en peso dimitía; que será nombrado Capitán General de Madrid el General Villarreal, convenido de Vergara, y Jefe político el Sr. Ferreira Caamaño. A este señor le conozco: es diputado a Cortes por un distrito de Galicia, y habla con gran violencia dando manotazos. Ha sido juez de primera instancia, jefe político, y hoy está furioso porque el Gobierno no es bastante reaccionario... A costa del Sr. Balboa, a quien llaman Don Trinidad, corren y circulan enormes chirigotas. Su Excelencia, al tomar posesión, dijo a los pocos empleados que concurrieron, que él es muy liberal y que respetará todas las libertades, menos la de imprenta, y luego preguntó cómo se extendían los reales decretos. Cierra la noche con una atmósfera tan densa contra el nuevo Gabinete, del cual hacen descarada burla hasta los chicos de las calles, que hay ya quien profetiza la vuelta de Narváez antes de veinticuatro horas.

Al entrar en mi casa encuentro un billete de Eufrasia, escrito con todo el ingenioso disimulo que acostumbra, fingida letra y firma varonil, diciéndome que tiene que hablarme y que me espera en Gobernación a las nueve de la noche. Según la antigua clave de nuestra criminal correspondencia, artificio vigente en el verano último, Gobernación quiere decir la iglesia de San José, como Gracia y Justicia es San Sebastián, y Hacienda San Ginés. Las iglesias que no tienen más que una puerta se designan con nombres de Direcciones Generales; por ejemplo: Aduanas es el Oratorio del Olivar, Rentas Estancadas las Niñas de Leganés... La hora que se indica de noche se entiende siempre de la mañana... Fui y esperé su salida por la calle de las Torres, sitio muy del caso para figurar un encuentro fortuito, y conferenciar brevemente sobre cualquier asunto, o ponernos de acuerdo para fijar día y hora de bajar al Casino. Generalmente no eran largos mis plantones, porque a tantas cualidades de tacto y agudeza, Eufrasia añadía la preciosa puntualidad. Extrañome anteayer su tardanza, y ya me cansaba de dar vueltas arriba y abajo, cuando me veo venir presurosa por la calle de la Reina con rumbo hacia mí, a Rafaela Milagro, vestida del trapillo de andar por iglesias, armada de ridículo y de un par de libros devotos. Requiriéndome con mirada expresiva para que a su encuentro avanzara, nos pusimos al habla en la citada calle, después en la de San Jorge, donde de sus labios oí lo que a la letra copio, previa la advertencia de que Rafaela y Eufrasia se comunican y guardan recíprocamente sus secretos con escrupulosa fidelidad: «Pues no puede venir, Pepe, y por eso vengo yo... Me manda que venga... para decirle que no la espere y contarle lo que ha pasado... ¡Ay, hijo! una zaragata horrorosa... que si nos descuidamos saldrá en los papeles, y aumentará el escándalo de esta maldita crisis... Esos señores han faltado, Pepe; se han portado cochinamente, pues harto les consta que si no es por Eufrasia no cogen el Gobierno... Han sido unos puercos... Aguarde que le cuente. Era cosa convenida... si antes no lo supo, sépalo usted ahora... que Saturno sería Ministro de Gracia y Justicia. ¡Qué más natural! ¡Con lo que él sabe de cosas de clero y curia! Y de que así fue tratado solemnemente, pueden dar testimonio el señor Cleonard, Quiroguilla, Rodón, y otros que no nombro. Pues dan la lista a la Reina, y nos encontramos de Ministro de Gracia y Justicia a ese Manresa. Para mí fue como un escopetazo. Eufrasia se voló... Había que oírla. Nos echamos la mantilla, corrimos al convento de Jesús... 'Hija, no se ha podido evitar -le dijeron-. El Sr. Manresa ha sido impuesto por quien puede... Su nombramiento vino de arriba'... Y Eufrasia contestó con salero: 'Por eso parece un pájaro que se ha caído del nido... Pues del nido no me caigo yo, y esta me la pagan'... 'Hija, tenga paciencia, otra vez será'.

»Salimos de allí más furiosas que entramos. Eufrasia mandó recado al Padre Fulgencio llamándole a su casa, y al mediodía... pim... el Padre... Venía temblando, y entró haciendo mil zalamerías... Que lo sentía tanto, que era resolución superior... que al Sr. Manresa no se le podían negar condiciones... en fin, que él lo arreglaría esta misma tarde, pues como gran amigo y capellán de Saturno, contaba con él para el Ministerio... El arreglo, Pepe, vea usted lo que era. Parece que ayer el Sr. Armesto le hacía fu a la cartera de Hacienda, abroncado por las perrerías que le dicen los periódicos. Pues si en efecto no aceptaba, Hacienda ría para Saturno. Eufrasia, hinchadas las narices, y con ese imperio que tiene, le dice: 'Váyase usted ahora mismo, y antes de la noche me lo trae arreglado en esa forma. Si así no lo hace, usted y los demás que nos han dado este bofetón, se acordarán de mí'. ¡Ay, Dios mío, qué cosas pasan! Pues llega el escolapio al anochecer, sudando como un pollo, y con el resuello tan corto como el que se está ahogando...

-¿Y no traía el arreglo?

-¡Qué arreglo ni qué ocho cuartos! Lo que traía era un miedo fenomenal. Verá usted... Que lo sentía muchísimo; que había tenido un gran disgusto; que desde luego contara Saturno con la cartera en la primera crisis parcial; pero que hoy por hoy no podía ser... porque los de arriba... siempre los de arriba, habían dispuesto que en caso de no admitir el Sr. Armesto, fuera Ministro el Sr. Maza.

-¿Maza? Por eso anoche se hablaba de un bollero...

-No sé si es o no bollero; lo indudable es que a Saturno le han dado el pastel de gato. ¿Verdad que han sido unos grandísimos puercos? Pues considere usted ahora cómo se pondría nuestra amiga... usted que la conoce... cuando el Padre vino con aquellas tintinimarras. Tormenta mayor no he visto nunca. Primero, se quedó lívida... yo pensé que le daba algo... después soltó la risa, una risa sarcástica, como esas de las cómicas en el teatro, cuando fingen que se vuelven locas... yo creí que enloquecía de verdad... después se encaró con el escolapio... Cristeta, que también estaba presente, y yo creímos que le pegaba... A dos dedos estuvieron sus manos de la cara del pobre señor... Y disparándose en gritos, ¡Dios mío, Dios mío, qué cosas salieron por aquella boca!... Cristeta y yo aterradas, Saturno gritándole que callase, y ella, mientras más la amonestaba el marido, más descompuesta y furiosa...

-¿Y el Padre?

-De todos colores, mirando por dónde podría escabullirse... Querido Pepe, no me atrevo a repetir los horrores que oímos, y que el desventurado D. Fulgencio soportó con humildad evangélica... Pero lo más gracioso fue la escena final... Salió escapado el escolapio corriéndose del gabinete a la sala; pero con el azoramiento de la huida se le olvidó el sombrero de teja; volvía por él... ¿Qué hizo Eufrasia? Agarró el sombrero que estaba en una silla, lo tiró en el suelo, y bailó sobre él un zapateado, dejándolo como usted puede suponer. Después lo arrojó a los pies del clérigo, diciéndole: 'Váyase usted pronto de mi casa, mal caballero y peor sacerdote, y no se le ocurra volver a poner las patas en ella'...

-Y ustedes acudirían a calmarla...

-Calle usted, hijo; tuvimos que acudir a Saturno, que nos dio el gran susto. ¡Vaya un soponcio! A fuerza de refregones, logramos volverle en sí; pero luego se nos puso gravemente enfermo, y a media noche tuvo un vómito de sangre... El pobrecito me parece que no la cuenta... ¡Lo que usted oye!... La leona, que de otra manera no puedo llamarla, está consternadísima. Me dijo: 'Rafaela, vete a San José por la calle de las Torres, y entérale de la situación'... Esta mañana Saturno ha pedido confesarse.

-¿Pero tan grave está?

-Y no es para menos, Pepe. A cualquiera le doy yo este desengaño. ¡Pues no estaba poco consentido en que sería Ministro! Y sobre el disgusto, el escándalo... El pobrecito ha pedido los Sacramentos... Y aquí me tiene usted con el encargo de buscarle confesor... porque no hemos de llevarle el suyo, que era el dichoso Fulgencio... Ahora, una vez informado usted de estas trapisondas, entraré en San José, y si no encuentro al padre Morales, iré a Monserrat en busca del padre Claret... Vaya, Pepe, adiós. Le diré que le he visto a usted tan bueno y tan guapo. Dígame: ¿cree que este maldito Ministerio durará mucho?

-Muchísimo: según mis informes, tendrá una vida muy larga... lo menos de veinticuatro horas.

-¿Es de verdad? ¡Oh, qué noticia le llevo a la pobre Eufrasia! Aunque resulte falsa, se consolará con ella... Adiós, hijo, adiós».