VII

Es Salado un trucha de primera, si falto de autoridad y luces para el gobierno de la ínsula concejil, sobrado de marrulleras habilidades para los enredos de campanario y los empeños de su egoísmo. Servicial y deferente con los poderosos y con todo el que ayudarle pueda en su privanza política, guarda sus rigores de ley y sus asperezas de carácter para los humildes sometidos a su vara, por una punta más dura que roble, blanda por otra como junco. Nada teme de los de abajo, infeliz rebaño de hombres sencillos, más embrutecidos por la miseria que por la ignorancia, los cuales bajo el falso colorín de una Constitución que proclama y ordena franquicias mentirosas, gimen en efectiva esclavitud. Nada teme tampoco de los de arriba, con tal que en la votada saque el candidato que se le designó, y se constituya después en agente o truchimán del diputado, del jefe político y del ministro, cualesquiera que sean los caprichos contra la ley o antojos contra la justicia que inspiren los mandatos de estas insolentes voluntades. Fuera de las infamias propias del oficio, que pocos ven, porque los que trabajan y sufren están ciegos, insensibles, y los que tienen luces y algún dinero huyen de los pueblos para refugiarse en Madrid, donde lo espacioso de la jaula garantiza relativamente la libertad y la dignidad cívica; fuera de esto, digo, Salado puede figurar entre los hombres corrientes, simpáticos, agradables, tan dispuestos para un fregado como para un barrido. Casado y con hijos, es mejor padre que esposo, y mejor Alcalde para sí que padre para el pueblo que administra.

Sigo contando. Cerca ya de la Puerta de Antequera, salió el sacristán de San Gil, apodado el Né, a contarnos la más lastimosa ocurrencia entre las innumerables, cómicas y trágicas, que produjo el pedrisco. Pasando por alto las gallinas y pollos ahogados, el cerdo que perdió el uso de la palabra, quiere decirse del gruñido, la burra que en los momentos de pánico se metió en la iglesia y no paró hasta la sacristía, la desaparición de cabras, cabrones y carneros; omitiendo asimismo la rotura del brazo de la Tía Mortifica, las descalabraduras de otras viejas, las caídas de ancianos y tullidos que por su calidad de pordioseros representaban menos valor que los animales, puso el narrador toda su labia en referirnos el grave estropicio de D. Ventura Miedes. Bajaba el benéfico sabio de socorrer a los Ansúrez (y consta que les llevó tres libras de peras y una botella de tostadillo), cuando fue sorprendido del temporal, y si él apresuraba el paso para evitar la lluvia y los coscorrones, más prisa se dieron las piedras en caer furiosas, creciendo de volumen a cada segundo. Arrebatado de su cabeza el sombrero por una racha, fue a parar a la veleta de la torre de la Trinidad. Hallábase el pobre D. Ventura en lo más desamparado del cerro, sin ver en derredor suyo árbol ni cueva, ni pedazo de muro en que guarecerse, y en esto las piedras como huevos de gallina, de los de dos yemas, le caían sobre el cráneo y las sienes, aporreándole sin ninguna compasión. Una, mayor que las demás, como huevo de pava, le dio con fuerza y se rompió en cascos de hielo; vino luego un canto que más bien parecía ladrillo, y al tremendo golpe perdió el sentido D. Ventura, y cayó rodando por el suelo hasta dar en un hoyo, donde aún el cielo despiadado siguió apedreándole como los gentiles a San Esteban.

Presenciaron esto desde el pórtico de Santa María unos mendigos; mas no pudiendo socorrerle, dieron voces, que con el estrépito de la granizada oír no pudo ningún cristiano. Pasado había la tormenta y ya lucía el arco iris, cuando fue descubierto el infeliz Miedes hecho un ovillo entre montones de granizo, y le recogieron medio helado y casi difunto, llevándole a su casa en una burra, a la manera de los sacos que van al molino, la cabeza cayendo por un lado, los pies por otro. Visto y examinado del médico D. Pascual Pareja, dijo este, según nos refirió el Né, que las abolladuras hechas en el casco por las piedras eran de cuidado; pero que la mayor gravedad estaba en los propios sesos, de la conmoción y el derramen. Grande fue nuestra pena por el accidente del anciano sin ventura. Ignacia me dijo: «Día que empezó tan mal no había de concluir sino con esta sarta de calamidades horrorosas».

Habríamos corrido a casa de Miedes si no estuviese muy cerrada ya la noche y no sintiéramos tanta prisa de vernos junto a mi madre. En casa, el fenómeno meteorológico no había causado ningún desperfecto grave. Describiendo con pintoresco estilo la lluvia de piedra, mi madre nos dijo que creyó ver la espadaña de San Juan volando por los aires y estrellándose sobre nuestro techo. Cenamos, y María Ignacia, rendida del cansancio, se durmió con sueño tranquilo, Por la mañana despertó gozosa, poseída de un cierto ardor de beneficencia, y me propuso socorrer a las víctimas del temporal. «¿Y de los del Castillo qué se sabe? -me dijo risueña-. A esos no los parte un rayo. Si se van hoy, debemos favorecerles, y fuera de aquí arréglense para vivir con las mañas que usan; que llevando algún dinero serán mañas menos malas». Pareciome esta observación la propia sensatez, y sobre lo mismo hablábamos después del desayuno, cuando nos avisaron que el Sr. Ansúrez, a punto de partir, quería despedirse de nosotros y darnos las gracias. No quisimos hacerle esperar, y encontramos al celtibero, secundum Miedes, con uno de sus hijos en la cocina, donde ya mi madre nos había tomado la delantera, llevando dos hogazas, un manojo de cebollas y un cesto de ciruelas, para obsequiar a la trashumante familia. Por cierto que en aquella segunda entrevista, hubo de parecerme aún más gallarda que en la primera la figura del viejo Ansúrez, y su rostro más impregnado de exquisita nobleza. Sus elegantes actitudes no desmerecían con la pobre vestimenta del coleto burdo, el remendado calzón y las abarcas de cuero. Su afable sonrisa, su despejada frente, sus cabellos blancos, todo el conjunto de su vejez vigorosa me hacían el efecto de ver reproducidos en él los caballeros de remotas edades, que seguramente no irían mejor vestidos, ni hablarían con más entonada y cortés gravedad. Su hijo Gonzalo, que en realidad veíamos por primera vez, pues en nuestra visita de la mañana anterior dormía, era una hermosa figura juvenil, el rostro ennegrecido, los ojos con llamas, la mano poderosa, el desplante galán y altanero.

«Queremos -dijo el padre sin extremar la inclinación del cuerpo-, despedirnos de Sus Excelencias y ofrecernos para cuanto hayan menester de nosotros en estas o quellotras tierras... Manden lo que gusten, que si por nuestra pobreza no podemos servirles en acordancia con lo que son Sus Mercedes, válganos por lo chico del servicio lo grande de la voluntad».

A mi pregunta de si pensaba la tribu trasladarse a Madrid, contestó que él trataba de mantener a toda la familia en un haz y llevarla por un solo rumbo; pero que esto no sería fácil, y tendrían que dispersarse tomando cada cual por los caminos a que le llevasen sus diferentes querencias. «A todos mis hijos -prosiguió-, ha puesto el Señor mucha sal en la mollera, tanto que del rebosamiento de tanta sal han venido sus desafueros y las maldades de algunos. Y con la sal abundante les puso el Señor inclinaciones fuertes, a cada cual para lo suyo. A Gonzalo, que está presente, le tira la milicia, pero la milicia libre, que no hallará mientras no salten otras guerras como las pasadas; a Diego le tira la mar, de quien se enamoró en cuanto la vio en la salida del Ebro por los Alfaques, y tanto es su amor de las aguas, que en ellas se metería dentro de un zapato para ver toda tierra descubierta o por descubrir; a Gil le llama el mando, la guapeza, y no es capitán de bandoleros, porque eso no trae cuenta con tanta Guardia cívica que tenemos ahora; a Leoncio le tira la cerrajería fina, o sea el amañar armas de fuego, y llaves tan sutiles que con ellas no pueda cerrar y abrir quien no tenga el secreto; y si de Rodriguillo no diré, por razón de su corta edad, que está ya bien clara la inclinación, pienso que le tira la música, o el arte de sacar coplas y de componer lo prosaico con buena concordancia. Si unos irán con gusto a Madrid, otros quieren más campo, más aire y espacios grandes. De mí digo que me tira Madrid, porque habiendo padecido trabajos y agonías debajo del trillo, que con esto comparo al Gobierno y Fisco que nos aplastan, antes que ser la espiga que está debajo, quiero ponerme donde va el trillador, y ayudarle a llevar la máquina, si me dejan. Créanme los señores excelentísimos: mejor que ser la liebre guisada, es ser el cocinero que la guisa, ya que no sea uno el rico que se la come. Feo y mal mirado es el oficio de verdugo; pero vale más ser ejecutor de la justicia que ajusticiado. Labrador fuí, y los mejores años de mi vida me los entretuvo y gastó el amor de la tierra; mas desengañado ya y harto de fatigas sin fruto, digo: «¡Adiós, tierra, con doscientos y el portero!»... A mí me han molido, me han zarandeado, y me han quitado una y mil veces lo que gané con mi sudor. Déjenme ahora maldecir y renegar del diezmo, de la primicia, del voto de Santiago, del apremio, del montonero, del embargo, de la mano muerta, de la mano viva. ¡Arre allá por cepas! Más vale saber que haber. Váyanse al demonio el alcalde, el jefe político, el regidor decano, el síndico personero, el agente de apremios, el recaudador, el fiel de fechos, el escribano, el alguacil, el del fielato, el pontonero, y cuantos tienen autoridad del Ministro para abajo. Pues ahora quiero yo vengarme, o como se dice, ponerme encima, y ya que mis espaldas saben a lo que saben los golpes, sepa también mi mano a qué sabe tener el palo, y con el palo licencia para pegar de firme.

-Comprendido, Sr. Ansúrez -dijo mi madre risueña-: lo que usted quiere ahora es un destinito. Vaya, vaya: es tonto y pide para las ánimas.

-Destino tendrá -afirmó María Ignacia, que encontraba graciosas las cuitas y las ambiciones del buen Ansúrez-. Y si, como dicen, es usted leído y escribido, bien podrá entrar en una oficina.

-Más que oficinante, me gustaría ser guarda de Sitios Reales, administrador de un depósito... verbigracia, o almacenero de los tabacos de Su Majestad.

-Vaya, vaya -dijo mi madre-; aquí viene bien lo de aún no ensillados y ya cabalgades. Pepe, ya puedes recomendarle...».

Preguntado si tenía relaciones en la Corte, o si en su larga vida había hecho conocimiento con alguna persona de viso, que ahora le pudiera favorecer, contestó que su estrechez y desgracia no le han traído más que conocimiento de gente miserable, pues por algo se dice: en cama angosta y en luengo camino no hallarás amigos.

En este punto de la sabrosa conversación, precipitose mi mujer con esta pregunta: «Ya sabemos que a uno de sus hijos le tira el mar, a este la milicia, al otro la música, a usted le tira Madrid; ¿y a su hija Lucila, qué le tira?

-Mi hija tira al monte, quiero decir, a las grandezas -replicó el viejo-, como si de padre y madre coronados hubiera nacido esa criatura; y aunque Sus Mercedes la ven tan extremada en el trajín pobre, vistiéndose por la moda de las imágenes, es que gusta de pintar la grandeza con la rematada pobreza, por aquello de parezco nada para serlo todo... Tiene buen natural, eso sí, y a compasiva no le gana ni Santa Leocadia... Pero yo quisiera que si vamos a Madrid, encontráramos para Lucila un buen recogimiento al lado de señoras maduras y sentadas que la enseñaran la gobernación de casa humilde, y le quitaran de la cabeza la idea de que vuelven al mundo las hembras guapas de la idolatría... no sé explicarme...

-Lo entendemos muy bien -observó mi madre-. Esa niña de usted, según me dicen, es como si viniera de gentiles, o nos quisiera traer la moda del tiempo en que eran vivas las estatuas... ¡Buena pécora será la muchacha si no la curan de esa manía!... Pero mis hijos le darán a usted cartas de recomendación para que en Madrid halle donde colocarla honestamente».

Esta idea sugirió a mi mujer el propósito de formular las recomendaciones inmediatamente, ansiosa de mirar por la errante familia. Sus nervios disparados no admitían espera, y que quieras que no, tiró de mí y arriba me llevó para que escribiera las cartas. «¿Pero a quién he de escribir, mujer?...

-A tu familia, a tus amigos, a Eufrasia, a tu hermana Catalina...

-Creo -le respondí-, que recomendándola a mi hermana no será preciso molestar a nadie. Lo que no haga Catalina no lo hará ni el propio Narváez».

Obediente al caprichoso estímulo de María Ignacia, forma de un recelo que locamente la inquietaba, cogí la pluma y empecé la carta. Mi mujer miraba por encima de mi hombro lo que yo escribía; y viéndome indeciso en los términos de recomendación, me apuntó resoluciones y fines concretos: «Diles claramente, y encárgales con gran interés, que la metan monja.

-Pero, mujer, falta que tenga vocación.

-La vocación se hace... ¡Qué tonto eres! Monja, monja, que no hay como la disciplina del claustro para domar a estas que dan en la flor de vestirse por los figurines del Paraíso Terrenal. Así evitará su perdición y la de muchos hombres. Ponlo, ponlo bien claro... Que nos interesamos por esa joven; que deseamos su ingreso en un convento de regla muy estrecha...

-¡Pero si no tiene dote, y ya sabes que sin dote es difícil...!

-Yo la dotaré. Ponlo clarito: eso hace mucha fuerza».