VI

De mediano talante estuve toda la mañana, pues el grato efecto de la visita al Castillo se me convirtió en amargura viendo a María Ignacia muda y cavilosa, metida en sí, cual si una idea pesimista esclavizara su pensamiento. Sagaz observadora mi madre, al pasar junto a nosotros, murmuraba: «¡Cuando digo yo que hay demonios!». Con su sombría tristeza efectuaba María Ignacia una violenta reversión a los días pasados; se parecía más a mi novia que a mi mujer; creyérase que se le disipaba la recién adquirida gracia, y que se extinguían los chispazos de inteligencia, volviendo a imperar el mohín de niña vergonzosa y la desapacible estolidez de los días en que se me propuso el casorio. De sobremesa, se me antojó romper el silencio que mi mujer y yo guardábamos, convencido de que callando no íbamos a ninguna parte, y de que las explicaciones razonables disiparían aquella nube. Y antes de que yo dijese lo que decir quería, me interrumpió Ignacia con esta observación: «Guapísima es la hija de Ansúrez, ¿verdad? No creo que exista en el mundo mujer más hermosa. ¿Qué dices tú, Pepe?

-Digo que es linda, sí; pero que con aquella suciedad y aquel vestir harapiento... Quita allá, mujer.

-O eres tonto verdadero, o tonto fingido, Pepe, y a mí no me haces creer lo que has dicho. ¡Suciedad! Todo eso es música. No había de tardar mucho en lavarse y ponerse como una patena cuando lo necesitara... Y a mí me parece que como la hemos visto luce más su hermosura. Parece una estatua, un cuadro no sé si de la Virgen o de alguna diosa muy al fresco y a la pata la llana... Es la belleza en estado natural, lo mismo que Dios la crió. ¿No eran así las mujeres de la antigüedad, cuando nosotras no usábamos corsé, y ustedes los hombres no conocían los pantalones, y andábamos todos con trajes largos, túnicas o qué sé yo qué...?».

Al quedarnos solos, prosiguió María Ignacia de este modo: «Te aseguro que esa mujer me ha trastornado. ¡Qué quieres! empiezo a creer en el mal de ojo. De veras te digo que me cambiaría por ella, comprometiéndome a estar descalza toda la vida, mal cubierta de guiñapos indecentes, vagabunda, sin casa ni hogar... siempre que adoptaras tú la misma vida, dejándote crecer las guedejas y cambiando tu condición de señorío por el oficio de vender burros o de componer calderos. Con tal de tener la cara de esa mujer y su cuerpo precioso, yo diría la buenaventura, y tú y yo nos ejercitaríamos en robar lo que pudiéramos. Puedes creerme que es verdad lo que digo. Dios, que ve los corazones sabe que no miento, que no me hago la romántica... Mujer y esposa, estimo la hermosura como el mayor de los bienes: todo lo demás no vale nada».

El tema era gracioso; pero aunque intenté glosarlo con todo el ingenio de que yo podía disponer, no conseguí hacer reír a María Ignacia, ni sacarla de su tenebrosa melancolía. Como había comido poco y estaba necesitada de alimento y distracción, le propuse que fuésemos a dar un paseo por el camino de Riofrío, llevándonos una buena merienda. Aprobó mi madre este plan, y antes de las cuatro ya teníamos preparada una cesta con diversidad de fiambres y golosinas, la cual fue por delante, alternando en cargarla los chicos del confitero y Calixta; luego salimos mi mujer y yo con Tomasa y Rosarito Salado. La tarde se presentó calurosa, por lo que no andábamos muy aprisa, y requeríamos la sombra que las encinas y castaños proyectaban sobre el sendero a la falda del Padrón de Atienza. Media hora llevábamos de paseo, cuando advertí que de la parte de los altos de Barahona venía una nube parda con visos amarillos en sus rebordes desgreñados; avanzaba como fúnebre cortina que sólo cubría parte del cielo, pues hacia el Oeste brillaba el sol. La nube pareciome de las que traen mala intención, y esta sospecha fue confirmada por el sonar lejano de truenos hacia el Este. Felizmente llevábamos a prevención paraguas y sombrillas, y no faltaban por allí casitas en que guarecernos en caso de aguacero. «Me alegraré de que llueva», dijo María Ignacia, que de su mal humor se consolaba con las displicencias de la atmósfera, o en estas vio perfecta imagen del estado de su espíritu. Que la nube nos estropearía la tarde quitándonos el regocijo de la merienda, ya no podíamos dudarlo viendo los goterones que nos mandaba el cielo, y que caían estampando en el camino redondeles como piezas de dos cuartos. No tardó en deslumbrarnos un relámpago que de lo más próximo de la nube venía, y con el trueno que a poco retumbó, echonos el cielo una rociada de agua y viento que no nos dio tiempo a buscar abrigo. Ruidos en lo alto anunciaban estragos mayores; la lluvia era como un sin fin de látigos que nos azotaban. Rosarito se amparó tras una peña; guarecidos mi mujer y yo bajo una encina, vimos que empezaban a caer con las gotas confites de hielo, que tal parecía el granizo, primero del tamaño de cañamones, luego como garbanzos. Las exhalaciones, difundiendo en todo lo que alcanzaba la vista repentina claridad lívida, nos deslumbraban. «¿Tienes miedo?» pregunté a mi mujer; y ella me respondió: «Ninguno; que caigan las piedras como castañas es lo que deseo».

Sobrevino una clara, y quise aprovecharla para llegar hasta un caserío que veíamos a tiro de fusil. Emprendida la marcha, ¡María Santísima!, y cuando no habíamos andado un tercio del camino, estalló sobre nuestras cabezas formidable estruendo, y fuimos azotados de lluvia y piedra, que ya superaba el grandor de las avellanas. Apretamos el paso, defendiendo nuestras cabezas de los coscorrones del cielo, y pudimos alcanzar la casa más próxima en un momento verdaderamente angustioso, pues al llegar al amparo del edificio, ya eran nueces lo que con estruendo y vibración del aire caía... Ante nosotros corrían los cerdos, las cabras, ávidas de refugio; corría también Rosarito con las faldas por la cabeza; y cuando llegamos jadeantes, apedreados y hechos una sopa, vimos que bajo el ancho balcón de la casa unas veinte o treinta mujeres, algunas con sus críos en brazos, puestas de rodillas en actitud luctuosa, invocaban al cielo con lamentos desgarradores, mezclados de oraciones, y con súplicas que en algunas bocas se trocaban en blasfemias. Nunca vi espectáculo más lastimoso, ni oí voces que más hondamente me sorprendieran y aterraran... Como si el cielo, benigno en su fiereza, hubiera esperado a que estuviésemos en salvo para descargar sobre la tierra toda su ira, la terrible lapidación tomó fuerza aterradora: las piedras, cayendo en espesa lluvia, eran ya como huevos, y el suelo se vio pronto cubierto de aquel blanquísimo material. Algunas, como proyectiles lanzados por furibunda mano, rebotaban al caer y salpicaban en pedazos angulosos, estallando como rotos vidrios, y a la caída sonaban como un chasquido de huesos o de bolas de billar. Al compás de la furiosa pedrea crecía el gran vocerío de las mujeres, roncas ya de tanto pedir misericordia. A la Virgen invocaban unas creyéndola más compasiva, otras a San Roque, a San Antonio, o a la Santísima Trinidad, que era lo más seguro, y alguna voz que empezó rezando el Padrenuestro, lo acababa diciendo: «¡Señor, Señor, que esté una trabajando todo el año para que venga una cochina nube de ese cochino cielo a quitarle a una lo ganado!»... Y por otra parte oíamos: «Santos, ¿qué jacedes que esto consentides? Mala peste con vos y con el cura que no echa las aconjuraciones»... «Virgen del Pilar, acude pronto acá y libranos»... «San Roque, ¿a dónde vos metéis, santico, que estos cielos dejáis a los demonios?»... «Padre nuestro... todo perdido, todo arrasado... venga a nos el tu reino... mi patatal que estaba como un verjel de Dios, y ahora... el pan nuestro... Perdición, Señor, perdición y vengan rayos»... «Jesús, Jesús, ¿aónde estás metío, señor Jesús de la cruz a cuestas?»... «Tiran coces los ángeles, y aquí nos mandan los cascos del pavimento celestial»... «Virgen, para, para; ya no más... que nos morimos»... «¿Quién da patás en el cielo, y quién descuaja los afirmamentos y nos echa encima too este vridio?»... «¡Malhaya quien trabaja, malhaya quien trae criaturas al mundo! Santo Jesús, ¿no diz que sodes Pastor? ¿Por qué matas tu ganado? ¡Trocarte has en labrador para que no mandes truenos, ni esta encandilación de tufo de azufre, ni estos cantos de dos libras!»... «¿Qué pecado hicisteis, patatas mías; en qué habedes faltado, judías, tomates y lechugas?»... «Apóstoles y mártires, ¿qué enfado tenéis? Semos pobres, trabajamos para vivir, y nos dejáis en los huesos. Pelados huesos, ya no tenéis sino hebras de carne, y estas hebras los perros de la contribución vendrán a quitárnoslas. El niño no saca de nuestros pechos más que amargura, y el marido, si no le dan vino, quiere que seamos burras para el trabajo»... «¡Malhaya el mundo, malhaya el trabajo, ábranse las sepulturas!»...«¡Justicia caiga sobre los malos, no sobre los pobres, que meten su alma en la tierra!»... «Virgen pura, Madre nuestra, líbranos de todo mal perverso, quítanos el rayo y la piedra, amén, y guarece nuestros campos, amén, amén, amén».

En su consternación, no faltaron a la cortesía las espantadas mujeres, y nos abrieron paso. El amo de la casa nos dio un buen acogimiento en el lugar de más respeto, que era la cocina. Mi mujer contemplaba, por un estrecho ventanucho, el tremendo caer de piedra, y se divertía viendo a Rosarito y a los chicos correr en busca de los mayores guijarros de hielo y traerlos para que les tomáramos el peso. Algunas mujeres se recogieron junto a nosotros, enumerando con febril palabra los estragos causados por el temporal en sus huertos y plantíos. «¿Pero será verdad que lo habéis perdido todo?» -les decíamos. «Sí, señor Marqués y Marquesa, todo perdido, todo arrasado. Trabajamos para la nube, que se come nuestro sudor en tan intanto que se reza un credo. Lo mismo fue hace tres años... La contribución, que nos la pidan a tiros, como el cielo nos afeita el campo a pedradas». Por disposición de Ignacia, Tomasa y Rosarito repartieron entre aquellos infelices el contenido de la cesta, y fue muy interesante ver cómo en breve tiempo las bocas de algunas mujeres y de los chicos dieron cuenta del copioso repuesto. El generoso aldeano que nos albergaba mandó recado a casa, a fin de que viniesen con socorro de vestidos para mudarnos. Despejose el cielo a las seis, y salieron las labradoras a buscar a sus hombres y a medir el aterrador destrozo de sus campos.

Vino a poco el Alcalde con el secretario Zafrilla y gente de mi casa para conducirnos al pueblo, como si fuésemos náufragos o aeronautas caídos de las nubes, y aunque en ello había más oficiosidad y adulación que justificado servicio, lo agradecimos. Mudados de ropa y puestos en camino, díjome Salado que, sabedor de nuestros caritativos sentimientos en pro de los refugiados en el Castillo, había dispuesto que se les dejase salir libremente, dispensados de los honores de la Guardia civil, y socorridos por cuenta del Ayuntamiento hasta Guadalajara. A esto dijo María Ignacia, reiterando su gratitud al Alcalde, que no bastaba permitirles la salida, sino obligarles a que salieran, antes hoy que mañana, pues tal gente vaga y sin oficio conocido no era el mejor ejemplo para un pueblo tan honrado como Atienza. En ello convinimos todos, y a este punto encontramos a Taracena presuroso, que también quería coadyuvar a nuestro salvamento. Mi mujer se adelantó con el cura, y Zafrilla con Rosarito, llevando de batidores a los expedicionarios de menor cuantía, y Salado y yo, a retaguardia de la caravana, charlamos un poco sobre la calidad y circunstancias que creíamos ver en los Ansúrez. Según D. Manuel, el padre es inteligentísimo en toda labor agrícola, y conocedor de cuanto hay en la Naturaleza, hombre de bien, en el fondo, pero echado a perder por las desgracias, por su descuido y falta de orden, y mayormente por la índole perversa de sus hijos, que si eran malos de suyo, la miseria los hacía peores. De Lucila no dijo más sino lo que ya sabíamos, que era una magnífica hembra. ¡Lástima que el padre no la vendiera! Venderíanla quizás sus hermanos si pudiesen, o esperarían unos y otro a llegar a Madrid, lugar de ricos compradores, que saben apreciar el ganado de calidad superior y no regatean su precio. «¡Vaya una res, compadre! -decía un poquito encandilado de ojos, parándose ante mí en mitad del camino-. Y puedo dar fe de que si mucho le falta de ropa, otro tanto le sobra de orgullo. No he visto mayor recato, ni menos tela en lo que debe taparse.

-Es que ahora viaja en calidad de estatua, y como tal estatua no repugna el desnudo, ni se deja querer.

-Pues no es de mármol ni de talla, Don José mío, que ayer le pude echar un pellizco y... Por poco me pega... Cuando llegue a Madrid, si antes no la roban, tendrá que ver esa ninfa después de un buen lavatorio.

-Yo me la figuro lavada y bien vestida, y... me parece que pierde, quiero decir que estará menos bella.

-¡No, por Dios, D. José...! Yo me la imagino con ropa, y francamente...

-Vamos, le gustaría a usted ponerle ropa.

-Naturalmente, para quitársela».

No pudimos seguir porque mi mujer retrocedía con Rosarito, llamándome. Inquieto corrí hacia ella, entendiendo que se sentía mal. «¿De qué hablabais? -me dijo colgándose de mi brazo-. ¿Por qué se iban quedando atrás y a cada ratito se paraban? Alcalde, ¿podrá decirme qué cosas de tantísimo interés le contaba usted al marido mío?

-Señora -replicó Salado prontamente-, le hablaba de establecer en Atienza una fábrica de jabón.

-¡Jabón! ¿Y a quién quieren lavar? ¡Valientes pillos están ustedes! Vayan por delante y no se aparten mucho. Que yo los vea... Y cuidado con secretearse. Ya saben que por lejos que se pongan, yo todito lo oigo... y nada se me escapa, ¡cuidadito!».