II

El camino carretero por donde veníamos, que es el de Guadalajara a Soria por Almazán, aún no concluido, se nos acabó en Rebollosa de Jadraque, y con él la comodidad del coche. Mandamos este a Sigüenza; de aquí salieron a nuestro encuentro, prevenidos del itinerario, mi padre y mi hermano Ramón con buenas caballerías, y en ellas continuamos el viaje hasta la gran Atienza, donde ya estaba instalada mi madre con dos semanas de antelación preparando el formidable avío de nuestro alojamiento. Triunfal como entrada de reyes fue la nuestra en la muy noble y muy leal villa, en tiempos remotos tan despierta y gloriosa, ogaño pobre, olvidada y dormilona. A distancia de más de media legua por el camino de Angón, salieron a recibirnos multitud de jinetes en asnos, mulas y rocines, enjaezados con sobrejalmas y pretales de borlones rojos, precedidos del tamborilero y dulzainero, que oprimían los lomos de unas poderosas burras blancas. En medio de la gallarda procesión vi el estandarte de la Hermandad de los Recueros, y al término de ella se me aparecieron el que venía como Prioste y otros dos que hacían de secretario y seise, a su lado un cura, que hacía el abad, de luenga capa los paisanos, el cura con balandrán, los cuatro caballeros en lucidos alazanes. Y apenas llegó cerca de nosotros la interesante cuadrilla, empezó un griterío de aclamaciones y plácemes cariñosos, mezclados con vítores o simplemente berridos de júbilo. Al punto comprendí que los vecinos de Atienza, en obsequio mío y de mi esposa, reproducían la carnavalesca y tradicional procesión llamada la Caballada, con que la Hermandad de los Recueros conmemora, el día de Pentecostés, un hecho culminante de la historia de Atienza. A la de España tengo que recurrir para dar una idea del origen de esta venerable fiesta que ya cuenta siete siglos y medio de antigüedad.

Menor de edad el Infante D. Alfonso, que luego fue el VIII de su nombre, vencedor en las Navas, anduvo de mano en mano, cogido y soltado, entre guerras y alteraciones sangrientas, por los señores feudales que se disputaban su tutela. Ya le tenía D. Gutierre de Castro, a quien el Rey Don Sancho había designado para la regencia, ya los Laras y otros tales, hasta que su tío Don Fernando, Rey de León, entró por Castilla, y apoderándose del chiquillo Rey, consiguió que las Cortes de Soria confirmaran a su favor la entrega de Alfonsito y de las rentas reales. Hecho esto, recluye al niño en el castillo de San Esteban de Gormaz y se va para su reino. No contentos los señores de Castilla, o ricos-omes, que venían a ser algo semejantes, por el poder y la audacia, a nuestros hombres públicos, sacaron al reyecito de donde estaba y lo depositaron en el castillo de Atienza, que se tenía entonces por de los más seguros del reino... Pero luego vino otro bando de ricos-omes, y no conformes con el encierro del Rey niño, idearon robarlo y llevárselo a Ávila, empresa no fácil, porque el Rey de León, sabedor de aquellas feudales discordias, avanzaba con su aguerrido ejército, y ya venía tan cerca que casi se sentían los pasos de los honderos de su vanguardia. ¿Qué hicieron los ricos-omes? Pues confabularse con los arrieros de la villa, recueros, o conductores de recuas, afamados por su robustez, ligereza y osadía, y organizar una caravana, en la cual, clandestinamente, vestido de arrierito, fue bravamente conducido y salvado, pasando ante las barbas de las tropas leonesas, el niño que andando los años había de ser Don Alfonso VIII, el de las Navas de Tolosa.

Y en cuanto cogió el cetro, quiso premiar la bizarría y tesón de los arrieros de Atienza concediéndoles el privilegio de llamarse caballeros, y el de constituirse en Hermandad o Cofradía para practicar entre sí la caridad y ayudarse en los trabajos de la vida. Desgastada por el tiempo, llega esta Hermandad a nuestros días, y anualmente, en el de Pentecostés, celebra su hazaña con un como simulacro de ella, a la que se da el nombre de la Caballada, y empieza en procesión para concluir en jolgorio y comistrajes al uso moderno. Con la idea de obsequiarnos a mi mujer y a mí (pienso que por sugestión de mi madre) organizaron la nueva salida de la Caballada de este año, la cual sorprendió y divirtió grandemente a María Ignacia. Para que comprendiese la significación de aquel lindo espectáculo, le di la explicación histórica que aquí reproduzco. Más que por mi propio contento, por la sorpresa y alborozo de mi mujer agradecí la delicada invención de agasajo tan pintoresco, y a las aclamaciones con que nos recibían contesté con vivas a la Hermandad, al glorioso pendón y a todos los recueros presentes, herederos de la hidalguía de los pasados.

En la falda oriental de un cerro coronado por gigantesco castillo en ruinas, el más insolente guerrero de piedra que cabe imaginar, está edificada la Muy Noble y Leal villa realenga. Sus casas son feas y caducas, rodeadas de un misterio vivo; sus calles irregulares invitan al sonambulismo; en sus ruinas se aposenta el alma de los tiempos muertos. Dos órdenes de murallas la cercan, quiero decir que la cercaban, porque de la exterior sólo quedan algunos bastiones y los cubos. Y de las puertas que antaño daban paso desde el campo al primer recinto y de este al segundo, permanecen dos en lo exterior y dentro no sé cuántas, que no me he parado a contarlas. Por la que llaman de Antequera hicimos nuestra entrada con cabalgata y pendón, y si bullicio hubo fuera, mayor fue dentro, con la añadidura de los chiquillos de ambos sexos y de las mujeres, que por todas las ventanas y ventanuchos de la carrera asomaban sus rostros, y lanzaban exclamaciones de sorpresa y alegría. La comitiva recorrió toda la calle Real hasta la plaza del Mercado, y entrando luego por el arco de San Juan a la plaza donde está la iglesia de este nombre y la casa de mi madre, llegamos al término del viaje y de la ovación. El cura D. Juan de Taracena, que en la Caballada venía como abad, y el Prioste D. Ventura Miedes, habíanse adelantado hasta mi casa para prevenir a mi madre. Apenas llegamos a la plaza, acudió el cura a tenerme el estribo, y antes que el compás de mis piernas se desembarazara de la silla, me cogió el hombre en sus atléticos brazos, y con violento apretón privome de resuello. Fue la primera vez en mi vida que me oí llamar Marqués, confundidos en familiar lenguaje la llaneza y el cumplimiento. «Ven aquí, Pepillo, hijo mío... ¡Qué guapo estás y que caballerete! Bendiga Dios al Excelentísimo Sr. Marqués de Beramendi».

Pasé de unos brazos a otros. En aquel vértigo, dando y recibiendo saludos, perdí de vista a mi mujer. Después me contó que, apenas bajada del caballo por mi hermano Ramón, llegáronse a ella unas mujeres con blancos delantales, y cogiéndola en brazos sin pronunciar palabra, la llevaron como en volandas adentro y por las escaleras arriba. Fue como un paso milagroso, de santo arrebatado al cielo por manos de serafines. Como recibe Dios a los bienaventurados, así la recibió mi madre, y puesta Ignacia en un cómodo sillón, cual una imagen en sus andas, encargáronle que no se diera la molestia de ningún movimiento y le trajeron una taza de caldo. Tomándolo estaba cuando yo subí por mi pie, seguido del cura, del Alcalde D. Manuel Salado y otras eximias personalidades del pueblo, y mi madre me cogió por su cuenta para besarme amorosa y decirme tiernas palabras... El júbilo de la santa señora me inspiraba cierta inquietud: la fuerza del contento, a su cuerpo da a pasmosa agilidad, a su rostro arrebatos de color, a su mirada un centelleo vivo, a su boca una continua tentación a la risa... Temiendo que diese con su alegría en los límites de la locura, la incité al reposo; pero no me hacía caso. Alarmado la veía yo entrar y salir por esta y la otra puerta con un vertiginoso tráfago de menesteres, órdenes que dar, necesidades a que atender, inconvenientes que prevenir. Y era que en la crítica ocasión de nuestra llegada, habíamos de obsequiar a los ilustres recueros organizadores de la cabalgata. Felizmente abreviaron ellos la recepción, y repitiendo sus bienvenidas y ofrecimientos, tocaron a retirada, después de poner en la ventana de mi casa el histórico pendón de la Hermandad, en señal de que se me nombraba Prioste por todo el año corriente.

Ya sola con nosotros, mi madre enseñó a Ignacia los aposentos que había de ocupar. Inauditos refinamientos de comodidad en nuestra alcoba y gabinete encontramos, con escrupuloso aseo y tal profusión de finísimos lienzos de cama y tocador, tal bruñido de caobas y nogales, tan ingeniosa precaución contra moscas, mosquitos, hormigas y otros bicharracos, que maravillados nos recogimos en aquel rincón de un paraíso casero... Así empezó la vida ordinaria en mi casa, y así transcurrieron plácidos los días y las semanas, sin ningún cuidado por mi parte, pues todos los ponía sobre sí mi buena madre, disponiendo las suculentas comidas y la constante añadidura de golosinas, dedicadas singularmente a lisonjear el paladar de mi esposa. En esta veía mi madre un ser bajado del Cielo y de sobrenatural delicadeza. «¿Pero qué hija es esta tan divina que me has traído, Pepe? -me dijo una tarde encontrándonos solos-. ¿Ha existido jamás hermosura como la suya? ¿Dónde se han visto ojos tan dulces, igualitos a los del Cordero Pascual que tenemos en el Sagrario de la Parroquia, ni piel más fina, en cuya comparación el raso parecería estameña, ni boca más graciosa, ni cabellos más lucidos, verdaderas hebritas de oro de Arabia? Cuando tu mujer se ríe, paréceme que todo el cielo se rasga dejando ver los espacios de la bienaventuranza. ¿Ha visto nadie encías más encarnadas que las de María Ignacia? ¿Y qué me dices de aquel cuerpo tan gordito por arriba como por abajo, que no parece sino una de esas nubes en forma de almohadón que se ven en los cuadros de gloria, y en ellos juegan los angelitos y dan vueltas de carnero?... No, no hay otra más bella en toda la redondez del mundo, hijo mío, y ahora comprendo que te enamorases de ella como un bobo, así me lo decía tu hermana, quedándote en los huesos de tanto penar y discurrir por si te la daban o no te la daban».

Hablome también aquel día y los siguientes de la urgencia de poner nuestros cinco sentidos, y aún eran pocos, en el cuidado de la sucesión. Tanto tenía Ignacia de ángel como de niña, y mirada por ambos aspectos, observábala mi madre juguetona, gustosa de ingenuas travesuras, y de correr y brincar cuando salíamos de paseo. No encajaba esto propiamente en la gravedad de una señora casada, según mi madre, la cual, mirando siempre al enigma interesante de la sucesión, intentaba sujetar a su nuera al martirio de una quietud solemne y expectante. «Hija de mi alma -solía decirle-, no pises tan fuerte... Anda con pausa, sentando bien el pie, y no cargues el cuerpo a un lado ni a otro, sino al centro»... «Ángel, no abras la puerta tan de golpe... ya ves: ahora, con el batiente te has dado en los pechos, y parecía que la llave se te clavaba en la boca del estómago»... «Oye, no te rías así, desaforadamente, sino poquito a poco, evitando la carcajada, que te hace estremecer el hipocondrio, y podría sobrevenir una relajación. A Pepe le encargo que no diga cosas de mucha gracia que te hagan romper en risotadas, sino soserías de mediano chiste, para que te rías moderadamente, que de otro modo la risa podría ser causa de un fracasito»... «Créeme, Ignacia, cada vez que te veo dar brinquitos, cuando vamos de paseo, se me sube toda la sangre a la cabeza»... Tenemos una huerta muy amena y lozana, a corta distancia de la villa, no lejos de la histórica ermita de la Estrella, y allí solemos merendar a la vuelta del paseo. A propósito de esto, decía mi madre: «Si esta tarde tomamos chocolate en la huerta, con D. Juan, D. Ventura y D. Manuel, no te pongas a correr como una chicuela, ni a columpiarte en las ramas del nogal, que esos señores se asustan de verte tan volatinera, me lo han dicho, y también temen que sobrevenga el fracaso... Yo te encargo mucho que al sentarte en el ruedo tomes una postura circunspecta y de peso, derechita, aplomándote bien sobre el asiento sin hacer contorsiones ni cargar sobre los vacíos. Si sientes calor, abanícate con pausa y compás lento, como se estila entre señoras; si no, posas las manos una sobre otra y ambas sobre el vientre... Hágote esta advertencia, porque ayer te movías en la silla como si tuvieras azogue en todo el cuerpo, y te abanicabas con furor, y hasta me pareció que te reías del pobre D. Buenaventura cuando nos contaba lo del celtíbero y lo del romano y lo del maldito agareno que armaban sus guerras en esta villa. Más que mil libros sabe el hombre, y aunque le entendemos como si nos hablara en griego, no podemos negarle nuestra veneración.

Previo el acordado signo de inteligencia con Ignacia, yo daba la razón a mi madre en cuanto decía, para no turbar su sancta simplicitas, don del cielo que a mis ojos la elevaba sobre toda la miseria humana. Conforme conmigo, a su suegra tributaba mi mujer el homenaje de una filial obediencia, y así vivíamos en admirable paz, gozosos, descansados, dejándonos querer, y abdicando toda nuestra voluntad en la de aquel ser angélico y providente que no vivía más que para nuestro bien. Tales miramientos y cuidados, que más bien eran mimos, gastaba en el trato de su hija, que no permitía que se levantase para tomar el desayuno, y había de servírselo en la cama ella misma, dándole el chocolate sorbo a sorbo, y metiéndole en la boca el bizcocho mojado, como a los niños, con rigurosa medida de los bocadillos y de las tomas; todo ello entreverado de frasecillas tiernas, a media lengua, como si, más que con la hija, hablase con el nieto que según ella pronto había de venir al mundo. Y a mí solía decirme muy seria: «Ya empiezan los antojitos, y si no estoy equivocada, también hay mareos...». «¡Pero, mamá -le contestaba yo-, si todavía...». Pero como no había razones que de su infundado convencimiento la apeasen, tanto Ignacia como yo dejábamos que su alma se adormeciera en aquel dulce ensueño.

Por mi padre, no menos inocente que mi madre, si bien eran de orden distinto sus candideces, venían a mí noticias de Madrid y los dejos de aquel mundo tumultuoso así en lo político como en lo social. Moderado acérrimo, el buen señor ponía sobre su cabeza, después de Narváez, al gran Sartorius que a todos nos protegía, y suscrito al Heraldo se lo leía enterito desde el artículo de fondo hasta el pie de imprenta final, sin omitir los anuncios y el folletín, que era en aquellos días Las Memorias de un Médico, por Alejandro Dumas. Terminado el gran atracón de lectura, extractaba mentalmente lo más interesante para ponerme al tanto de los sucesos, y lo hacía por el método y plan de aquel famoso periódico, que dividía todo su material en secciones bajo la denominación de Partes: Parte Política, Parte Oficial, Parte Religiosa, Parte Industrial, y por último la gacetilla, noticias de orden privado, y cuchufletas, que eran la Parte Indiferente.

Dando a cada suceso su verdadero valor informativo, que con el tiempo debía ser histórico, mi padre me contaba las incidencias del grave pleito que teníamos con la Inglaterra, por haberse atrevido Narváez a dar los pasaportes al inquieto y entrometido Embajador Bullwer; y repetía trozos del Times (pronunciado como lo escribimos), y los discursos que sobre el caso oyó la Cámara de los Comunes, de la propia boca de Lord Palmerston y de D'Israeli y del afamado Sir Roberto Peel (pronunciado también como se escribe). También me daba cuenta del inaudito chorreo de firmas que diariamente se agregaban a la exposición dirigida a Su Majestad, pidiéndole que siguiera Narváez atizando palos a roso y velloso, único medio de atajar la revolución que de las naciones europeas quería metérsenos aquí; luego me hacía un resumen de las críticas literarias de Cañete y de Navarrete, sobre esta y la otra función dramática, y por fin, concediendo un modesto lugar a la Parte Indiferente, me refería que habían llegado Mister Price y su hijo al Circo de Paúl, y que Macallister y su esposa maravillaban con sus artes diabólicas al público de San Sebastián. Esta parte del periódico solía ser más que ninguna otra del agrado de Ignacia, y yo mismo encontraba en ella noticias que, referidas como cosa baladí resultaban a mis ojos como sucesos de inaudita gravedad; por ejemplo: leyó mi padre que en un pueblo de Soria se había descubierto el estupendo caso de que todos los mozos útiles y robustos, de ocho años acá, daban en la flor de cortarse la primera falange del dedo índice de la mano derecha con el santo fin de eludir el servicio militar. ¡Qué cosa más tremenda! ¡Brutal crimen contra la patria! ¿Qué país era este? ¿Quam rempublicam habemus? ¿In qua urbe vivimus? Sin quererlo imitaba yo a Cicerón en la iracundia de mis anatemas contra un pueblo que de tal modo delata su desquiciamiento moral y político. Donde así se debilita el sentimiento patrio, ¿qué puede resultar más que un engaño de nación, un artificial organismo sin eficacia más que para la intriga y los intereses bastardos? Esto de los intereses bastardos fue dicho por mi padre, que usaba para todo este modo de señalar el egoísmo de nuestros políticos. Yo iba más allá, y con frase más enérgica marcaba la ineptitud de la raza para las ideas modernas.

Lo que no nos decía El Heraldo (que los papeles sólo nos dan la corteza y rara vez la miga del pan público) lo sabíamos por cartas que mi hermano Ramón recibía de Agustín. Las discordias entre los moderados de más viso no dejaban a Narváez entregarse con desahogo al ejercicio de su dictadura paternal, y por otra parte siempre estaba el hombre con la pulga en el oído, temiendo que en Palacio le armaran la zancadilla. El Rey no le quiere, la Reina Madre tampoco, y alrededor de Sus Majestades bullen enemigos encubiertos del Espadón de Loja. Las últimas noticias de desavenencias entre los políticos eran que los acusadores de Salamanca extremaban la guerra contra el simpático capitalista, y que Pidal y Escosura se tiraban los trastos a la cabeza. Decíase que Pidal trabajaba con O'Donnell para que viniese a ser la espada moderada, quitando de en medio a D. Ramón por atrabiliario y un poquito populachero. Y como la inquietud de los demagogos y anárquicos era cada día mayor, Narváez no cesaba en los envíos de deportados a Filipinas, sistema expurgatorio que mi padre juzgaba de segura eficacia. «No hay otro medio -nos decía con dogmático acento-. Si el cuerpo humano no se limpia de malos humores y de los elementos de toda indigestión más que con las tomas de buenas purgas que acarreen para fuera lo que sobra y perjudica, el cuerpo social no entra en caja de otra manera, hijos míos. Y el buen resultado de estos limpiones tan bien administrados por Sartorius y Narváez es doble, porque purgamos a España, y a las islas Filipinas las beneficiamos... pues».