Narváez/I
I
Atienza, Octubre.- Dirijo hacia ti mi rostro y mi pensamiento, consoladora Posteridad, y te llevo la ofrenda de mi vida presente para que la guardes en el arca de la futura, donde renazca con toda la verdad que pongo en mis Confesiones. No escribo estas para los vivos, sino para los que han de nacer; me despojo de todo artificio, cierro los ojos a toda mentira, a las vanas imágenes del mundo que me rodea, y no veo ante mí más que el luminoso concierto de otras vidas mejores, aleccionadas por nuestra experiencia y sabiamente instruidas en la social doctrina que a nosotros nos falta; veo la regeneración humana levantada sobre las ruinas de nuestros engaños, construida con los dolores que al presente padecemos y con el material de tantos yerros y equivocaciones... Asáltame, no obstante, el temor de que la enmienda social no sea tan pronta como ha soñado nuestra desdicha, de que se perpetúen los errores aun después de conocidos, y de que al aparecer estas Memorias en edad distante, encuentren personas y cosas en la propia hechura y calidad de lo que refiero; que si la Historia, mirada de hoy para lo pasado, nos presenta la continuidad monótona de los mismos crímenes y tonterías, vista de hoy para lo futuro, no ha de ofrecernos mejoría visible de nuestro ser, sino tan sólo alteraciones de forma en la maldad y ridiculez de los hombres, como si estos pusieran todo su empeño en amenizar el Carnaval de la existencia con la variación y novedad pintoresca de sus disfraces morales, literarios y políticos.
Esto pienso, esto temo, esto discurro; mas no me arredro ante la sospecha de que los futuros nada puedan o nada quieran aprender de mí, por no sentirse peores que yo, o estimarse incapaces de mejora; que en último caso, no habrán de negarme que mis defectos son el abolengo de los suyos, y mis faltas semilla de las que ellos estarán cometiendo cuando me lean, muy satisfechos de ver que los predecesores no les llevamos ventaja en la virtud, y de que en vanidades y simplezas allá se van los presentes con los pretéritos. Sin meterme, pues, a discernir si mis amigos de la Posteridad son más tontos que yo, o por el contrario más despiertos, sigo poniendo en el papel el traslado fiel de mis actos y de mis intenciones, historiador y crítico anatómico de mí mismo. Y lo primero que tengo que hacer en esta nueva salida de mi conciencia al campo de la confesión, es explicar a la Posteridad el por qué de la gran laguna de mis apuntes, suspensos desde el último Junio hasta los días de Octubre en que renacen o despiertan de un largo sueño. No vean en este paréntesis una voluntad perezosa, sino más bien atareada en demasía y solicitada de mil externos incidentes, y añadan, para mi completa disculpa, estorbos materiales de mi trabajo, como verán por lo que sin pérdida de tiempo voy a contarles.
Es el caso que los señores de Emparán, hostigados sin duda por mi bendita hermana Sor Catalina de los Desposorios, querían apresurar los míos con María Ignacia, apretándoles a ello, o impaciencias de la niña, que anhelaba la dulce coyunda, o el recelo de que yo me volviese atrás, renegando a deshora del consentimiento que di. Esta segunda hipótesis, como explicación de tales prisas, debe atribuirse a la desconfiada monja antes que a los Emparanes, cuya voluntad había yo ganado con mis demostraciones de afecto. La verdadera razón del precipitado acontecimiento no debió ser otra que un dictamen de los principales doctores de Madrid acerca de los nerviosos achaquillos de mi futura, pues según oí, opinaron unánimes que la niña no entraría en caja mientras no tomase la medicina que llamamos marido. Ved por qué móviles farmacéuticos me llevaron una mañana de fines de Julio al convento de la Encarnación, en cuya sacristía entramos libres María Ignacia y yo, y esclavos salimos el uno del otro, enlazados por una moral cadena que en toda nuestra vida no podíamos romper. No describiré la ceremonia, poco aparatosa en verdad, conforme al gusto de mi nueva familia, que era también el mío: una vez que nos dimos el sí, y significamos con la unión de las manos el venturoso empalme de las existencias, recibidas las bendiciones, oída la Epístola y cuanto quiso endilgarnos el curita que nos casó, fuimos en coche a La Latina, a recibir los plácemes de mi hermana y de otras monjas muy reverendas, de quienes hablaré en su día. Allí se nos sirvió un chocolate espléndido con bollos y bizcotelas entre jazmines, agua de limón en cristalinos vasos, alternados con búcaros de claveles y rosas, todo ello tan delicioso que nos daba la falsa visión de un desayuno en la Corte Celestial. La vanagloria de mi hermana se traslucía en el rayo ardiente de sus ojos, que por los huequecillos de la doble reja nos flechaban, y las otras monjas no parecían menos ufanas de la victoria que habían ganado. «¡Ay, hermano mío -me dijo Catalina, embellecida por el júbilo-, bendito sea el Señor, que me ha dejado ver este gran día! No dejaré de alabar su misericordia mientras la vida me dure. ¡Feliz tú, feliz tu esposa, que parecéis nacidos y cortados para constituir una santa pareja, y realizar en la tierra los fines más puros! Obra de Dios, no nuestra, es este matrimonio; como obra de Dios, sus frutos serán divinamente humanos y humanamente divinos». Oímos atentos y conmovidos esta corta homilía mi mujer y yo, y metimos mano por segunda vez a las bizcotelas y bollos, dejando las bandejas poco menos que limpias, y apuramos los vasos de limón, que con el calor de aquel día y el sofoco de la ceremonia, nuestra sed no acababa de aplacarse.
Del convento fuimos a casa, y a las doce se sirvió la comida, a la que asistieron como quince personas, los carlistones amigos de la casa, Conde de Cleonard, Roa, Sureda; Doña Genara representando la rama de Baraona, y por mi familia mis dos hermanos con sus respectivas esposas, las cuales de la infladura de la satisfacción no cabían dentro de sí mismas. Tampoco referiré pormenores de la comida, larga y agobiante por causa del calor, y abrevio mi relato para llegar al más importante suceso, que fue la libre partida, a primera hora de la noche, en viaje de novios, con el fin de llevar nuestra luna de miel a la soledad y frescura de Atienza. En silla particular de posta, adquirida espléndidamente por D. Feliciano, salimos con dos servidores, la doncella Calixta para cuidar de mi esposa, y el criado Francisco, en calidad de mayordomo y asistente de ambos para todo servicio de viaje y de casa, hombre excelente, de fidelidad y diligencia bien probadas. Magnífico era el coche, los criados selectos, y para completar tan buen avío llevaba yo un bolso con surtido abundante de monedas de oro y plata, y Francisco un cinto con doscientas onzas, como para hacer boca, pues la cartera de viaje contenía libramientos para cobrar en Guadalajara o Zaragoza (en previsión de viaje más extenso) cuantas cantidades pudiéramos necesitar.
No acabaría si a relatar me pusiera el trámite sin fin de las despedidas y del besuqueo con que agobiaron a mi esposa su madre y la innumerable caterva de sus amantes tías, de la rama de Baraona y de Emparán, y Genara y las demás amigas, y las criadas todas; si describiera el silencioso lagrimeo de D. Feliciano y los tiernos adioses de los íntimos de la casa, y de los parientes, entre los cuales no eran mis hermanos y cuñadas los menos hiperbólicos en las demostraciones. Creí que aquello no tenía fin, pues terminada una ronda de besos que restallaban en las mejillas de María Ignacia, empezaba otra ronda, y entre tantas babas, pucheros y suspiros, se repetían sin cesar las recomendaciones de que escribiéramos, de que nos cuidáramos, de que nos guardásemos del relente al apuntar del alba, y los votos ardientes por nuestra felicidad... También a mí me tocó parte de aquellas efusiones, y hasta sobras del amante besuqueo; sentí regado mi rostro por el llanto de las señoras mayores, y la impresión de sus labios en mi frente y mejillas. Fue precisa la autoridad de D. Feliciano para poner término a los adioses, y hubimos de arrancar a mi mujer de los brazos de Doña Visita, que allí quedó medio desmayada. A estrujones nos metieron en el carruaje, y este arrancó por la calle de Alcalá en dirección de la Puerta del mismo nombre, cuyo arco central franqueamos ya de noche; y cuando nos vimos fuera, Ignacia, y yo respiramos cual si nos sintiéramos libres de un peso y ligaduras oprimentes. En aquel punto fue común y acorde en los dos la primera sensación de vivir el uno para el otro, para nosotros mismos y para nadie más; por primera vez advertí en mi esposa la satisfacción de hallarse en mi compañía sin más testigos que los criados, y bajo el yugo de mi exclusiva autoridad. Con la vaga ternura de sus miradas, más que con sus balbucientes razones, me decía que para ella era yo toda su familia, y que el amor nuestro reducía los demás afectos a secundaria condición.
No habíamos llegado a las Ventas del Espíritu Santo, cuando me pareció advertir que la memoria de los amados padres y tías se iba desvaneciendo a cada vuelta de las ruedas del coche, y que la pobre niña entraba en la vida nueva con ganas de gustarla, y de morar apaciblemente en el campo florido del matrimonio, desligada ya de la protección paterna, innecesaria. A mí convergían todos los estímulos de su voluntad y los vuelos tímidos de su imaginación juvenil: yo era su centro de atracción y de gravedad; a mí volaba y en mí caía, respondiendo a mis pensamientos con la sumisión de los suyos... La presencia de los criados llegó a sernos de una molestia intolerable, por lo cual resolví que no en Guadalajara, sino en Alcalá hiciéramos la primera paradita, que había de ser etapa capital en la existencia de Ignacia, esposa mía desde aquel descanso en calurosa noche... Habíamos pasado la divisoria que nos transportaba en alegre vuelo a valles muy distantes de aquel en que se meció la inocencia de la señorita de Emparán, y aunque para mí los valles pasados y los venideros no diferían grandemente en ciertos órdenes, no dejé de notar en mi ser algo grande y bello, imponente armonía de satisfacciones y responsabilidades.
El calor nos impedía mayor celeridad en nuestro viaje: caminábamos en las horas frescas de la madrugada y en las primeras de la noche. Por mi gusto habría ordenado que anduviera nuestro vehículo más aprisa; pero mi mujer no mostraba deseos de llegar pronto: hacíala dichosa el vivir errante, y se encariñaba con la repetición de etapas y paraditas, aunque fuese en mesones incómodos o en poblachos míseros, como las que hicimos, por gusto de ella y al cabo también mío, en la Venta de Meco, en Hontanar, en Sopetrán, y en un solitario y umbroso bosque junto a las Casas de Galindo, y a la vera del manso Henares. Debo decir también que cuando pernoctamos en Alcalá y aun un poquito antes, María Ignacia dio en mostrarme zonas desconocidas de su espíritu, como si dormidas facultades fuesen con el nuevo estado despertando en ella. Era como una planta mustia que súbitamente reverdece y echa flores, sin que antes se viera muestra de botones ni capullos en sus deslucidas ramas. Sorprendiome mi mujer con rasgos de ternura primero, de ingenio después, que no creí pudieran brotar de su ser imperfecto, o que tal me parecía. Y lo más extraño fue que sus propias facciones sin encanto lo adquirían gradualmente, por virtud de la inesperada presencia de ciertas donosuras del entendimiento. Fue para mí criatura vuelta a criar, o mujer que en forma de mariposa salía del caparachón del gusano. ¿Sería duradera esta ilusión de un recién casado? Aún no es tiempo de contestarme a la pregunta que entonces me hice.
Siempre que nos hallábamos solos, dábame Ignacia muestras felices de aquel su renacimiento a la gracia, y tal poder tenía su mudanza espiritual, que hasta en su fea boca se me antojó iniciada una metamorfosis, obra milagrosa del Arte y la Naturaleza. Era, sin duda, el momentáneo influjo de la exaltación matrimoñesca en sus verdores iniciales, y debía yo temer de la severa realidad la pronta remisión de las cosas a su verdadero punto. Díjome una noche Ignacia: «Cuando vean mis papás lo buena que estoy, no lo van a creer. Ya pensaba yo meses ha que casándome contigo no serían menester más medicinas. Pero aunque así lo creía, me daba vergüenza decirlo. Esto de la vergüenza fue mi mayor tormento desde que te conocí, Pepe mío... Delante de ti estaba yo tan vergonzosa, que ni a mirarte a mi gusto me atrevía... ¡Vaya una estupidez! Y cuando me quedaba sola, echábame las manos al pelo y me arañaba la cara, diciéndome: 'Por esta vergüenza maldita va a creer Pepe que soy una bestia...'. Y no lo soy, ya lo has visto... Aquí tienes la causa de los arrechuchos que me daban. Todo era pensar en ti, y rabiar de verme tan mal formada, y por lo mal formada, vergonzosa... Yo te quería, Pepe, y le pedí a Dios muchas veces que te murieras antes que casarte con otra».
Y otra noche: «De ti me habló una mañana Sor Catalina, y con lo que me dijo quedé tan enamorada, que sin haberte visto nunca, te conocía ya y estuve pensando en ti todo aquel día. Por la noche tuve un fuerte ataque y pegué muchos gritos, y no podían sujetarme. No era más que las ganas de verte y de tenerte a mi lado... Pues aunque nunca te había visto, ni sabía que existieras hasta que Sor Catalina me habló de ti, ya éramos antiguos conocidos, Pepe, pues yo me imaginaba que vendría un hombre muy fino y muy guapo a ser mi marido, y que me haría muchas fiestas, y que yo me abrasaría de amor por él... A solas conmigo, no tenía yo vergüenza, y sin hablar, decía todo lo que se me antojaba».
Y otra noche: «Cuando nos visitaste por primera vez, la impresión que recibí fue de que eras como un ángel con levita, corbata, y lo demás que vestís los hombres... Por la noche no hacía más que llorar, llorar, y a nadie quería decir el motivo de lo afligidísima que estaba. Pero mi tía Josefa, que es la que me adivina cuanto pienso, se acostó conmigo, me arrulló como a un niño, y dándome golpecitos en la espalda, me decía: 'No llores, boba, que con él te casarás, quiera o no quiera'. Por lo visto, tú no querías, Pepe. Ya sé la razón: tu delicadeza, tus escrúpulos de caballero por ser yo más rica que tú. Bien me lo dio a entender la Madre Catalina una tarde, pintándote como el dechado de la caballerosidad, con lo que mi amor por ti fue ya locura. Una noche mordí las almohadas y las desgarré con mis dientes... Otra me tiré al suelo, y descalza, a obscuras, anduve a gatas por mi alcoba buscando un botón de tu chaleco que se te cayó el día de tu primera comida en casa. Yo lo había recogido sin que nadie me viera, y lo puse debajo de mi almohada. Con las vueltas que di, sin poder dormir, se me cayó... Habías de verme como una cuadrúpeda buscando el botón... Pues mira, lo encontré: en un relicario lo guardo... Lo encontré hozando en el suelo como los cochinos... lo descubrí por el olor, o no sé por qué... Ya ves cuánto te quería... Yo confiaba en las promesas de tu hermana, que siempre me decía: 'Dios lo hará, Dios lo hará'. Y acertó la santa señora, porque Dios lo hizo, y ahora te tengo bien cogidito... y ya no te me escapas, Pepillo; ya no te me escapas, ratón mío... que tu gata tiene las uñas muy listas y... aunque juegue contigo, no creas que te me vas, no... porque te cazo, te cojo, te aprieto, te como, te trago...».