XVI

El cuerpo de voluntarios a que yo pertenecía fue destinado a defender la puerta de los Pozos (la misma que después se llamó de Bilbao al extremo de la calle de Fuencarral), y el inmediato jardín de Bringas. Consistía su fortificación en un foso no muy profundo en un gran espaldón de tierra y piedras, a toda prisa levantado, y en seis cañones de a 6. La tapia que no tenía facha de inexpugnable, como recordarán los que han alcanzado alguno de sus heroicos trozos, había sido aspillerada en toda su extensión. Iguales poco más o menos, eran las fortificaciones de las vecinas puertas de Santa Bárbara y Fuencarral. El sitio donde se habían levantado obras más considerables era la puerta de Recoletos, monumento que ha durado hasta ayer y que no necesito designar topográficamente, con su costanilla de la Veterinariani su convento de Agustinos, porque los mozuelos barbilampiños los han conocido. Pero volvamos a los Pozos, puerta destinada a ser teatro de nuestro heroísmo, y empecemos diciendo que en la noche del 1.º de Diciembre nos situamos allá, tan convencidos de que íbamos a ser atacados que estuvimos largas horas sobre las armas, dispuestos a vender caras nuestras vidas.

La fuerza se componía de estos elementos: unos sesenta soldados, que aunque no todos artilleros, hacían de tales por necesidad imprescindible; cuatro compañías de voluntarios antiguos, con los cuales mezclábase un número irregular de conscriptos, y como ochenta hombres de la milicia honrada, a quien mandaba o quería mandar el Gran Capitán, no sé si con el título de sargento, coronel o general, pues cualquiera de estos grados le cuadraría. Los soldados estaban fríos y con poco ánimo; los voluntarios inflamados en patriotismo y llenos de ilusiones; pero tan inexpertos, que no daban pie con bola, como vulgarmente se dice, a pesar de estar entre ellos el gran Pujitos; y finalmente los honrados no cabían en sí de entusiasmo, no obstante ser todos ellos personas de paz, y tener algunos buena carga de años a la espalda, especialmente los de la compañía, o mejor, los del grupito en que alzaba el gallo D. Santiago, cuya hueste se componía de respetables porteros y criados de la oficina de Cuenta y Razón.

En cuanto a jefes, debo decir que allí no existían en todo el rigor de la palabra, pues si bien entre la tropa había oficiales valientes yentendidos, no sabían o no querían hacerse obedecer de los paisanos, resultando de esta desconformidad que allí cada cual hacía lo que le daba la gana y según su propia inspiración; y aunque mi amigo tenía pretensiones de imponer su autoridad, esto no pasó nunca de un conato de dictadura que más se inclinaba a lo cómico que a lo trágico.

En cambio reinaba gran fraternidad, y cuando avanzada la noche tuvimos la certeza de que no había tales franceses por los alrededores, nos reunimos en el jardín de Bringas, y encendida una gran hoguera, celebramos agradable tertulia, donde se habló de temas patrióticos con la verbosidad, facundia y exageración propia de españolas lenguas. Cuál encomiaba la defensa de Zaragoza; cuál ponía la defensa de Valencia contra Moncey por cima de todos los hechos de armas antiguos y modernos; quién decía que nada podía igualarse a lo del Bruch; quién encomió hasta las nubes la vuelta de las tropas de la Romana; y por último, no faltó uno que, sin quitar su mérito a estas gloriosas acciones, pusiera sobre los cuernos de la luna cierta campaña famosa de Portugal en 1762.

Disipado todo temor, muchas mujeres fueron a visitarnos, y entre ellas no faltó doña Gregoria, ni doña Melchora con las niñas, ni tampoco la señora de Cuervatón, pues ha de saberse que su marido formaba en las filas de los honrados. Para que no se crea que todos éramosgente de poco más o menos, añadiré que algunas altísimas damas fueron a visitar a sus hijos, hermanos o maridos, que allí se andaban mano a mano con nosotros, o como voluntarios o como sorteados.

Cenamos, bebimos, cantamos, hablamos, y por último, a todos nos vino el deseo de llevar adelante alguna hazaña aquella misma noche. El primero que emitió la idea fue D. Santiago y al punto se la aceptó con alborozo, determinando hacer una exploración camino arriba hasta Fuencarral, por ver si realmente estaban los franceses tan cerca como se creía. A toda prisa se preparó la salida, y a eso de las dos de la madrugada nos pusimos en marcha unos doscientos hombres, en buen orden, y mandados por un coronel de ejército.

-¡Qué bueno fuera -me decía Fernández-, que ahora tropezáramos con una avanzada enemiga y la derrotáramos en un abrir y cerrar de ojos, volviendo a Madrid con unos cuantos miles de prisioneros!

-Todo podría ser, amigo mío -le respondí-, que para la voluntad de Dios no hay nada imposible.

-Más gracioso aún sería -prosiguió- que el bergante del Emperador se anduviera paseando por ahí, mirando desde lejos la gran ciudad que aspira a ganar, y le sorprendiéramos de sopetón, echándole mano para llevarle a Madrid sobre un asno foncarralero.

-También es posible -repuse-, y pongamos que ese señor se haya aburrido de estar en su campamento, y tomando una escopeta, apesar de la oscuridad de la noche, se venga con un par de generales y un par de perros por esos trigos a levantar y correr perdices; que todos los monarcas suelen ser cazadores.

-Eso no me parece verosímil -dijo-; pero bien podría suceder que ese hombre, conociendo que no puede vencernos por la fuerza, intente dar al traste por la astucia con nuestro poderío, y se disfrace con el traje de un payo huevero de Alcobendas, para acercarse a nuestras formidables fortificaciones y estudiarlas cómodamente.

Con estos y otros coloquios rebasamos más allá de la venta, situada en lo que hoy se llama Cuatro Caminos, sin hallar alma viviente ni sentir rumor alguno; pero cuando estábamos cerca del camino que a mano derecha conduce a Chamartín, percibimos un ruido lejano que a todos nos dejó suspensos, pues no parecía sino que temblaba la tierra al galopar de millares de caballos.

-¡Es una avanzada de caballería! -gritó nuestro coronel-. Retirémonos.

-¿Qué es eso de retirarse? -gritó con enojo el Gran Capitán-. ¿Somos españoles o qué somos?

-No tenemos más que cuatro caballos -le dijo el jefe-. Si nos dan una carga, ¿qué va a ser de nosotros?

-¡Qué cargas ni cargas! ¡Buenos son ellos para meterse en cargamentos! Ea, muchachos, el que quiera seguirme que me siga; yo voy adelante.

Los muchachos, cuyo patriotismo invocabaFernández, eran seis o siete vejestorios como él, compañeros en la portería y servicio interior de las oficinas de Cuenta y Razón. Pero aquellos valientísimos militares, más duchos en el manejo de la escoba que en el de otra arma alguna, profesaban aquel principio tan sabio como famoso, de que una retirada a tiempo es una gran victoria, y todos a una manifestaron al Gran Capitán que no le seguirían en tan temeraria empresa, pues hazañas sin cuento podrían realizar tras las fortificaciones.

El escuadrón francés avanzaba, a juzgar por el acrecentamiento del ruido, pero no veíamos cosa alguna. Se dio orden de retirada, y para hacerla más a salvo, nos desviamos del camino, escurriéndonos por una hondonada que caía hacia la dehesa de Amaniel. D. Santiago renunció a regaña dientes a los peligros de una lucha con los dragones que a toda prisa avanzaban, y me decía:

-Pensar que de esta manera hemos de vencer, es una necedad. En la guerra ha de fiarse todo a lo imprevisto, a la sorpresa y a los golpes de mano. ¿Qué nos costaba esperar esos caballos, sorprenderlos, matar a los jinetes y entrar en Madrid caballeros los que salieron peones?

En esto vimos un bulto, un hombre, que saliendo precipitadamente de detrás de unos tejares, corrió hacia la carretera, al parecer huyendo de nosotros.

-¡Eh! ¡Un hombre! ¡Un espía!... ¡Quién vive! -gritamos, corriendo algunos en su persecución.

Detúvose el hombre ante nosotros con muestras de tener mucho miedo, y entonces advertimos que su traje era el de un paleto, con ancho sombrero y una manta por capa. Cuando nos llegábamos a él, pareció vacilante e indeciso; pero al fin oyéndonos hablar, abalanzose hacia nosotros, diciendo:

-¡Ah! Sois españoles. Gracias a Dios: ya me he salvado.

Acabando de decir esto, cayó de rodillas. Pero en el mismo instante llegose a él con aire resuelto el Gran Capitán, y poniéndole en el pecho la boca de un fusil, exclamó con voz exaltada y furiosa:

-Dese a prisión Vuestra Majestad Imperial y Real. Bien lo decía yo; pero a mí no me la da Vd.... digo, Vuestra Majestad; que soy perro viejo, y harto se ve que disfrazado con traje de paleto, se acerca Vuestra Majestad Imperial a nuestra gran plaza para estudiar las fortificaciones.

-Hombre de Dios -dijo el payo-, Vd. es loco, o me toma por el emperador Napoleón.

-¡Por quién le he de tomar, hermano! A mí no se me engaña con palabritas. Es Vuestra Majestad mi prisionero, y no le he de soltar aunque me dé siete condados. ¡Viva España y viva Fernando VII!

Todos los circunstantes nos reímos, lo cual desconcertó a D. Santiago, y al punto el prisionero dijo levantándose:

-Yo, señores, soy oficial del ejército de D. Benito San Juan, y he asistido al desastre más funesto de esta campaña. Perdí en laacción de Somosierra a mi padre y a dos hermanos, y vengo huyendo de las guerrillas francesas que persiguen a los dispersos. Tuve que disfrazarme en Roblegordo para evitar que me cogieran, y a pie he llegado hasta aquí. Pero si quieren que les diga más, denme algo que me sustente, pues con dos días de no probar bocado, estoy cayéndome muerto por instantes.

Un compañero nuestro le dio a beber un trago de aguardiente, con lo cual tomó fuerzas y pudo seguirnos, reanimado también moralmente por verse en nuestra compañía. El Gran Capitán, corrido y confuso, marchaba silenciosamente a su lado, pero no las tenía todas consigo, y todo se volvía mirarle y remirarle, sospechando que si no el mismo Emperador, podía ser algún generalazo o cualquier archipámpano de la corte imperial.

-Con ser tantas mis personales desdichas -dijo el desconocido-, pues en el campo de batalla quedaron mis dos hermanos y mi buen padre (que somos de un antiguo solar de tierra de Sepúlveda), todavía abruma mi ánimo más que nada la catástrofe nacional de que he sido testigo. Nosotros acudimos a tomar las armas en defensa de la patria. Felices mil veces los que murieron por tan santo objeto, y mal hayan los que quedamos para contar tan gran desventura. ¿Se sabe ya en Madrid la derrota de San Juan? ¿Cómo se cuenta? ¿Qué se dice? Se nos tachará de medrosos o cobardes. ¡Oh, señores! Yo no creo que sea posible llevar más adelante el heroísmo. Nuestros soldados se han conducido con bravura portentosa, y si no vencieron,fue porque la superioridad de los enemigos y su mucho número lo han hecho imposible.

-Eso será lo que tase un sastre -dijo el Gran Capitán-. ¿Por dónde anda ahora San Juan? Porque yo entiendo que fingió retirarse para atacar después en mejor posición.

-¡Qué ha de fingir, hombre, qué ha de fingir! -repuso el oficial-. San Juan, si es que vive, andará fugitivo como yo, y sin un solo soldado.

-Eso no puede ser, caballero. ¿Cómo se entiende? Si eso fuera cierto, señor mío, significaría ni más ni menos una especie de derrota.

-Pues ya lo creo. Pero les contaré punto por punto. San Juan tomó buenas posiciones en el paso de Somosierra y puso una vanguardia en Sepúlveda. Atacaron esta los franceses anteayer de madrugada; mas no pudieron romper su línea y tuvieron que retirarse.

-¿Los franceses? bien -dijo el Gran Capitán-. Pues si se retiraron, ¿cómo se entiende nuestra derrota?

-Paciencia, señor mío, paciencia. Sepa usted que sin aparente motivo, aunque es fácil comprender que ha habido algo de traición, la vanguardia de Sepúlveda, a pesar de quedar victoriosa, se retiró a Segovia. Avanzaron los franceses, y nos atacaron en nuestras posiciones de Somosierra. Nosotros no teníamos fuerzas bastantes para defender el paso, y mucho menos después de la defección, o no sé cómo llamarlo, de la vanguardia. Sin embargo, nos resistimos toda la mañana de ayer, aglomerandonuestra gente en el camino, y sin disponer de fuerzas ligeras que flanquearan las alturas. Los franceses que traen muchos soldados y cuerpos de todas clases, dispusieron guerrillas de cazadores que en un instante tomaron las alturas, y con un cuerpo de caballería polaca nos cargaron en la carretera de un modo espantoso. No puede formarse idea de aquel ataque sino viéndolo. Escuadrones enteros se estrellaban contra nuestra batería y centenares de jinetes caían despeñados a los abismos que costean el camino; pero sus recursos son inmensos; tras un escuadrón inútilmente sacrificado, lanzaban otro y otro, sin que se les importara ver morir oficiales a centenares y generales por docenas. Con este ataque incesante combinaban el fuego de las tropas ligeras, desparramadas por los altos, y al fin sucumbimos al número, que no al valor. Los franceses se abrieron paso a costa de inmensas pérdidas, y luego persiguieron a los restos de nuestras tropas con tanto encarnizamiento, que dudo que hayan podido sobrevivir muchos. La mayor parte, pereciendo en aquellas fragosidades, han cumplido con su deber, que era defenderlas mientras tuvieran cuerpo vivo en que recibir una bala. No fue posible más, porque más habría sido hacer milagros, y estos sólo Dios los hace.

Calló el oficial, y todos los que le oíamos estábamos tan apesadumbrados y tristes con su relato, que nada le contestamos. Tampoco él habló más, y así silenciosos y taciturnos llegamos a Madrid y a nuestra puerta de Los Pozos, donde el desgraciado tránsfuga halló unahoguera en que calentarse, y un bocado con que reanimar sus fuerzas. Todos le prodigaban solícitos cuidados, menos D. Santiago Fernández, el cual no podía desechar cierta comezón y desasosiego.

-Gabriel -me dijo, llevándome aparte-. No insisto por no parecer pesado; pero digan lo que quieran los demás, ese hombre que hemos encontrado no me gusta, y quiera Dios no tengamos que sentir; porque yo sé, y tú sabraslo también, que en las guerras es muy común eso de disfrazarse para visitar el campo enemigo y examinar a mansalva las fortificaciones, así como también es cosa corriente sobornar a algún infeliz para que fingiéndose amigo penetre en la plaza y haga circular noticias falsas que desalienten a los sitiados.